Libro el entierro

El entierro del cura del diablo Camilo RodrĂ­guez Chaverri cuentos

Maya & P.Z.

Este es un libro de cuentos, de ficción.

Cualquier parecido de algún cuento, con alguna historia real, es mera casualidad.

Todos los nombres también son ficticios.

Para doña Mayita Suárez, mi abuelita afectiva

Ajuste de cuentas

Don Joaquín venía llegando del hospital. Le diagnosticaron un cáncer terminal. Le quedaba poco tiempo.

Le pidió a su hija menor que le trajera la caja de vales y facturas, donde estaba la lista de quienes le debían dinero. En su comisariato, se vendía de a fiado a quienes le demostraran a don Joaquín su insolvencia temporal, es decir, a quienes lo convencieran de que en ese momento de la compra no podían pagarle. Nunca le negó la comida a nadie. Le pagaban después de la cosecha de papa, de chile dulce, de zanahoria o de cebolla. Cervantes de Alvarado era un pueblo de campesinos, parceleros, hombres que se ganaban los frijoles cosechando la tierra, llena de piedras, entre los volcanes Irazú y Turrialba. Don Joaquín tomó la caja que le trajo su hija, la cogió con desprecio, la llevó al patio, la roció con cera para pisos de madera y le prendió fuego. Su hija, alarmada, asustada, extrañada, le pidió una explicación.

-Es mejor así. Ya nadie me debe nada

Camilo Rodríguez

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Navidad en el Royal Para don Franco Fernández

Jugábamos bola en la calle, donde ahora está la parada de buses de San José, a la par del hotel Rex. Por las tardes, se hacía una larguísima fila de hombres, y salía Margarita, la mujer gordota, pero aseada, que mandaba a todas las muchachas que trabajaban en el segundo piso. Decía, “los de largo primero, porque los deja el tren”. Fue para el tiempo en que mis primos mayores empezaron a hablar de que había que llevarnos a que nos hicieran el ruedo donde Tencha, en el negocio que ahora se llama Bar Royal, de El Carmen al norte, donde llamamos San Esteban, camino al cruce de El Cristo, como quien va para Tierra Blanca, Pacayas, La Pastora, Capellades o en la otra dirección, hacia Llano Grande, pasando por las ruinas del Sanatorio Durán, que es la tierra de los espantos, porque ahí los sustos proliferan y los fantasmas están tan vivos como vos y como yo, o más, porque no duermen. Por cierto que en Llano Grande está el salón El Tenampa, donde se arman unos grandes bailongos y venden gallos de ternera, pero eso lo sé ahora, y también sé que hacen ferias de flores en el templo antiguo de Llano Grande, que es como un palacio de templo, al lado atrás del nuevo, que es un cajón y de templo sólo tiene el nombre y un bellísimo San José que es el más verídico de todos los San José que he visto en la vida, y hay que rezarle a San José porque es de los menos olvidados de todos los santos, y siempre cumple. Lo cierto es que, un día, me dijo mi primo Peña, “te voy a hacer una pregunta suelta, ¿ya fuiste

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donde Tencha? ¿ya te hicieron el ruedo?” No había ni dicho que no cuando Peña me encaramó en una cazadora de las de antes, que eran de madera, y allá, más arriba, nos bajamos. Entramos a un salón igualitito al de mi abuelo, pero hasta el cecerete de mujeres. Peña escogió a una jovencita, y se la trajo para la mesa donde estaba yo esperándolo. La invitamos a una sopa de mondongo y Peña le dijo que ella era el mondongo de la sopa. En eso llegó una señora mayor, y yo la reconocí al instante, porque recogía la limosna en la parroquia y hacía recolectas para chanear a los santos. Doña Hortensia Porras me saludó con un gran respeto, y me hizo pasar adelante. Me llevó a un cuarto pequeño, limpio como un ajito, y que olía a pacholín.

Ahí entró la muchachota bonita, que se había llevado Peña para la mesa de nosotros. Me quitó el pantalón y yo sólo me quedé viendo el portal, de lo más bonito, a la orilla de la cama. La muchacha se me prendió de la popopa, de mi cosita, que se encendió y se apagó en un instante en su boca. Ella soltó una risa, que ahora puedo describir como cómplice y cortés conmigo. A mí me dio mucha vergüenza. Clavar los ojos en el Niñito Dios fue lo único que pude hacer. Se sentó a mi lado y se sumió en el portal. “¿De dónde venís?”, me preguntó. “De Cervantes”, le dije, e hice tiro a salir. Ella me sostuvo con su mano y me jaló de nuevo para que me sentara en la cama. “Tenés que esperarte un rato”.

Un rato después, con mi miembro alerta gracias a las virtudes de su mano, se encaramó en mí. Todo fue rápido, de nuevo. Antes de ponerme la ropa, porque así como me la quitó, me la puso, ella me agarró la pirinola, ya dormida, la estiró con una mano y con la otra le echó encima el jugo que salió de un limón legítimo, de los que le vendían a mi abuela en el mercado de CarCamilo Rodríguez

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tago. Lo exprimió encima de mi popopa. Me dijo, “es para que no te pase nada malo”. Salimos como media hora después. Jueputa media hora más tardada. Peña le dio un beso en el cachete a la muchacha, que se llamaba Lucía, y se despidió de doña Tencha como si la conociera de siempre. Pero Peña no podía conocerla como yo porque yo sabía que él no iba a misa. Le dije a doña Hortensia que qué bonito el portal del cuarto y me dijo que había uno igual en cada cuarto. Yo le dije que qué dichosa tener ese montón de portales, y ella sonrió. Me dijo que me iba a invitar al Rezo del Niño.

También me dijo que cuando el negocio se pone muy lado, rezan un rosario en la sala de esperar. Cuando íbamos saliendo me llamó y nos dijo a los dos que nos esperáramos. Me dijo, “chiquito, le tengo un regalito muy especial”. Me dio una bolsa de manigueta. Le dije muchas gracias, muy amable, que Dios se lo pague.

Cuando íbamos en la cazadora de Santiago, para Cervantes, saqué el regalo. Estaba envuelto en papel periódico. Era un portal. Fue mi más bonito regalo de esa Navidad. Todavía tengo una oveja en el cuarto.

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Cazadora mata a galán Para Guillermo Quesada Me regalaron un velocípedo viejo. Mi papá, que no vivía con nosotros, ni decía que era mi papá, pero yo sí sabía que era mi papá, porque además dicen que somos como dos sapos, iguales iguales, ese señor que es mi papá es chofer de bus. Yo quería una cazadora, no un velocípedo.

El condenado anafre era rosado. Así que lo mejor era disfrazarlo de cazadora. Le puse unas tablitas, armé un cajón y así tuve mi cazadora. Hacía una ruta de bus alrededor de la iglesia de Cervantes.

Todos mis amigos pero, sobre todo, mis amigas querían subirse en mi nave. Era un chuzo de cazadora. Yo encaramaba a los chiquillos y en la esquina me devolvía.

A Silvia Mesén le daba la vuelta por toda la cuadra. Y si quería, le daba otra vuelta. Y otra vuelta. Y otra vuelta.

Roberto, el hijo del diputado de Cervantes, tenía una bicicleta para dos pasajeros y decía que era mejor que mi cazadora, más cómoda, con dos sillones acolchonados, con una almohada envuelta en un cuero muy fino, pero yo sabía que todo eso lo había aprendido de boca de su papá, porque los chiquitos de ese entonces no usábamos esas palabras de domingo.

Al fin y al cabo, las güilas le decían que no a Roberto, que no querían subirse en la bici gemela, a la que yo bauticé como “nalgas de tonta”, ayudado por mamá, que es muy buena para los apodos y para echarse abajo a los agrandados.

-Esa bici de Robertillo es cabezona como un guarasapo.

Esa era la sentencia de mamá.

Yo quedaba muy seguro de mi velocípedo-cazadora con Camilo Rodríguez

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esas palabras de mamá, hasta que un día Roberto, cerca de la siguiente Navidad, me hizo dudar: me ofreció que cambiáramos su bicicleta jupona por mi cazadora rosada.

Sería como un regalo de Nochebuena para mí. Así me dijo el infeliz.

Cualquiera en el barrio hubiera pensado que me le hubiera cagado de la risa en la puritita cara. Lo pensé una noche, un día, una semana. Al final, le dije que sí.

Me traje la bici jupona, horrible. Pero ya en el chante de nosotros, no me pareció tan feílla. Y me puse manos a la obra.

Me fui para el aserradero de don Polo Quirós. Me traje unas tablas, más unos cabitos de madera, y a la semana tenía a la cabezona esa convertida en un primor de cazadora, más linda que la otra.

Las chiquillas siguieron montándose conmigo. Y, pronto, el tal Roberto mandó mi vieja cazadora al basurero del pueblo, allá por El Bajo, por San Isidro. Apenas lo supe, fui a rescatar mi cazadora querida, porque la verdad es que mi corazón se quedó con la rosada, a pesar de su color tan aplayadillo. Estaba un poco lastimada, pero pronto la chanié. La dejé como una chiquilla de quince. Ahora, le presto la grande a mi hermanillo y ando yo con la viejita, porque la quiero más. Y, lo más importante de todo, porque le gusta más a Silvia Mesén, que me confesó que se subió una vez cuando se le di a Roberto, pero que no era igual. Seguramente por eso fue que él la mandó al basurero.

Lo bueno es que ahora hacemos unos desfiles con las dos cazadoras, cada uno con una chiquilla montada en la nave. Silvia siempre va conmigo.

Y de vez en cuando invitamos a Robertillo, el hijo del diputado, para que ande con mi hermano. No es tan hartado, porque nos dice que sí.

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Qué tanate Yo, la verdad, no quería ir a El Coquito. Prefería ir a bailar a otra parte. Esa noche llegaba La Pandylla, que es un conjunto musical que había desaparecido y lo resucitaron. Yo no quería ir a El Coquito porque cada vez que pasaba al frente de ese negocio, me bajaba un frío muy raro por la espalda. Pero Tomás, el hermano de Eugenia, mi novia, se guindó en el raid, como quien dice cayó sin paracaídas, y no hallé cómo decirle que no. Es un matón el mae. Qué varas. Le digo que no y puede mandarme a la mierda. Yo lo conozco.

Es un chusma completo. Mi abuela Maya dice que la chusma siempre sale a relucir.

Llegamos y yo estrené la pista de baile, como siempre.

Eu y yo nos empleamos a fondo. El baile empezó al suave, al suave, con salsa y merengue, pero luego calentó con el chiqui chiqui chiqui del swing criollo. Parecía que con cada brinco le íbamos a hacer un hueco al piso de madera. En la brincadera, a Eu se le movía el culo como si fuera una bomba de inflar a la que la hubiéramos llenado con agua. Es que, la verdad, tiene el fondillo paradito, pero no tan duro como uno quisiera porque no tenía acostumbrado hacer ejercicio antes de salir conmigo, que el aporte más importante que le he llevado a su vida es ponerla a bailar parejo. No nos bajamos ni en las vueltas.

De vez en cuando yo me daba cuenta que todos los maes se quedaban viéndole las nalgas y las piernas, porque para de feria se trajo un vestidito corto corto corto, y yo sé que todos le veían los calzones de corazones cuando nos acercábamos a la luz. Qué calzón más feo, por todos los diablos, pensé yo. Por eso deci-

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dí llevarla a bailar al fondo del salón, donde es oscurito.

Hasta allá fueron a dar los playos esos, y casi que nos hacían rueda. Yo debí detener la montada esa, y jalar.

Pero soy de lo más calentura para bailar. Me dicen panadol, porque soy “bueno para la fiebre”. Yo pensaba, “no es mi culpa, Eu se pone para que le griten”.

Mamá no la quiere. Dice que es una chingoleta. Mi abuelo le porfía a mamá. Es un pacho. Le dice que Eu está alentada, que no es culpa de ella estar tan robusta. Oh mi abuelo. Es un viejo verde. Siempre anda la máquina encendida. Le ha tomado quinientas fotos a Eu y tiene el cuarto donde hace sus salsitas picantes, que vende donde Pelé, en el bar, tiene el cuarto ese lleno de fotos de viejas chingas, de las que salen en la portada de La Teja y en la sección de espectáculos de Tía Zelmira, la vieja bina esa, la que todo lo mira, y en una esquinilla tiene como veinte fotos de Eu, el viejillo bandido. Mamá dice que es una falta de respeto para mí, pero a mí me hace gracia que mi abuelo sea tan cara e´ barro. Cualquiera pensaría que ya seguro ni se le para, pero disfruta, la verdad, y disfrutar es bueno. Él pulsea el calzón. Quién sabe qué tal le va si alguna mujer le dice que sí, pero de que la pulsea, la pulsea.

Es un viejazo, y yo quiero mucho a los viejos que han hecho mucho, como mi abuelo. Está bueno que tenga a esas viejas pegadas en todas las paredes. Yo no podría. Eu me las echaría al basurero.

La vara es que Tomás se pasó de birras y ya estaba tapis. Ya cuando está fosforón, cambia las frías por unos farolazos que se echa copa llena, y entonces el mae se cruza muy feo. Ya uno lo conoce, pero, por flojo, tuve que traérmelo de moscón. Qué atraso con este güevón. Seguro que Eu se dio cuenta, porque me dijo, “Tito, vamos jalando”. Pero yo seguí tas con un 12

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paso, tas tas con otro, como si no fuera conmigo la cosa. En eso, uno de los maes gritó, “¡mami, qué ricos chanchos, qué nalgotas!” Yo seguí, como si no fuera con nosotros. Pensé, “a ver si aprende Eu, porque anda siempre muy corta y las varas no son así”. Pero parece que Tomás escuchó o algún desgraciado fue a meterle carbón. Mi cuñadillo le dio durísimo al mostrador, con el puño cerrado, y del impacto cayeron al suelo varias botellas. Agarró una botella quebrada y se la tiró a uno de los maes que nos estaba haciendo ronda. La verdad que, como dice mi tío Jose, el mae parecía un perro envenenado: sólo babas. Tomás casi lo pega. “Tumbá la vara, mal parido”, le gritó Tomás.

El mosca muerta ese se toma unas rubias y se le van a los puños. Qué pereza. Yo jalé a Eu en dirección a la calle cuando sentí que una botella me sopló en la oreja y fue a pegar contra algo, en el fondo del salón.

Hice a jalar cuando sentí algo que no supe al final qué era y caí sentado en el piso de madera. No sé cómo me separaron de Eu y entre dos carajos me cerraron a patadas. A cómo pude, me metí entre una mesa, y gateando me aparté de la pista. Para armar el baile, habían puesto muchas mesas sin gente, pegadas unas a las otras, ahí en el fondo. Qué salvada me pegaron. Yo pensé, “La Virgen María me las puso aquí”. Sentía una plancha hirviendo en la oreja derecha. Qué guabazo me metieron. Eu me gritaba, “papi, tito”.

Una vieja muy borracha alcanzó a Eu y la agarró del pelo. Qué maña de las mujeres. Perdón, se dice manía. No les han dicho que hay que agarrarse y ya están jalándose del pelo. En un tiro, la vieja la soltó y le dio tal manotazo que el collar de Eu se reventó y todas las bolillas rodaron por el piso. Las perlas de mentiras fueron a esconderse en los rincones del salón.

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A cómo pude me levanté y corrí hacia donde estaba Eu. La abracé por detrás y la jalé hacia la puerta. Ya la chamaca también estaba caliente y buscaba a la otra vieja tapis con los ojos. Qué mierda, tío Jorge tiene razón: hay que fijarse en la familia. Estos dos tienen los catos en los genes. El daño lo tienen en la sangre. Yo no. Yo soy como mi primo “Soba”, pienso como él que es mejor que digan de aquí huyó, que aquí cayó. Yo le huyo a esas varas. Qué bañazo.

Llevé a Eu hasta el carro casi que alzada, porque hasta sentí dos o tres patadas de ella. La subí a Rino, mi picap. Subí al carro, y Eu me dijo, “sin Tomás no nos vamos, mae, papi, qué playada con mi hermanillo”.

Pues sí, playada, ¿y qué? Corre uno peligro de que le apen los dientes, le roben el guacho y hasta le arranquen una oreja de un mordisco.

Qué madre. No la convencí. Bajé y me metí en carrera al salón. Tenían al cabrón de Tomás en el centro de la pista, lo agarraron de ponchimbol entre tres infelices.

La gente estaba en rueda, feliz con el pleito. Un idiota, degenerado, decía, “que nadie se meta, que nadie se meta”. Yo corrí, lo agarré, me llevé mis buenas patadas, pero los maes fueron tuanis y me dejaron salir.

Lo llevaba alzado, y el mal agradecido de Tomás me apretaba con su mano izquierda el cuello, para que lo bajara. Ah, seguro quiere que lo maten el idiota este.

Tocarme a mí el cuello es lo peor. Es lo único que me emputa. Le di un manotazo y lo dejé tonto. Bueno, más tonto de lo que es. Lo subí al cajón de Rino, me hice tirado adelante y arranqué.

Vieras qué ardor en la oreja. Parecía que tenía una plancha hirviendo. Rajado que sí, como dice Eu, que ni le luce, porque los tres somos unos polos de aquí, de Florencia, mae, y no nos luce hablar como fresitas. So14

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mos maiceros. Eso somos. A mucha honra. Tomás es un pachucazo, pero eso es otra vara. El camote este es compa, la verdad. Ahí viene tendido atrás. “Papi, tráigase a Tomi para acá”, me dijo Eu. “¿Tomi? ¿Cómo le vas a decir Tomi al tortero este?” Tomi es nombre de puro. Es nombre de perro fino. O de ropa de marca. “No, no, el chiflón le alivia el guaro a ese jetas”, le contesté. Eu se puso a llorar. No me quedó otra que detenerme, después de ver que nadie nos seguía. La lloradera me desespera. Venía a gas pegado, convertido en una chancleta loca. Paré y me traje a Tomás para el asiento de atrás. Estaba bañado en sangre.

“Mae, pito, mejor atrás, el viento me ayuda, no ves que venís mamado. Nadie dice que sos un maricón para los pleitos, pollito”. Qué pereza aguantarme a este machista de mierda. “Mae, te voy a ensuciar la nave, te debo una”. Eu dijo, “no podemos llegar así a la choza, si mi tata lo ve tan borracho y con ese despiche, se termina de cagar en Tomás”.

A mí los sustos me golpean en la panza. Tenía un hueco de hambre. Fuimos a dar a Ciudad Quesada. A esa hora, sólo estaba abierto el puesto de los sánguches más famosos de toda la zona norte, a un costado del parque de la villa. En ese momento me di cuenta de que no tenía la billetera. “Maes, me bolsearon”, dije.

Tomás soltó una carcajadita cabrona, y a Eu se le pegó la risa. En eso, Tomás paró en seco la risa. “Y, mae, y mae, qué madre, a mí también me bolsearon”.

Entonces, me dio risa a mí. Era una risa en cascada, un mal de risa, que me relajó mucho. Casi me orino.

Me bajé del carro pensando que se me había ido en la billetera toda la harina. Es que soy un chavalo de campo, y no me gusta usar tarjetas de crédito. Yo voy al día. No puedo deberle al banco. Se me hace una casCamilo Rodríguez

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pa de chancho, y es por el puro estrés, por la preocupación de una deuda. Me acerqué al mae del puesto de los sánguches y le conté lo que nos pasó. Le dije que si me daba fiado tres sanguchitos. Mañana se los pagaría. Ah no. Mañana es 25. “Pasado mañana le mando la plata con la hembra, ¿okey? Muchas gracias”. Qué compa más pura vida.

Nos bajamos a comer los sánguches en el kiosko. El carro olía a sangre. Con un pañuelo mío, lleno de loción, Eu limpió a Tomás. A mí también, porque me bajaba un chorrito parejito de la oreja. Tomás comió y al rato se quedó dormido. Parecía que una procesión le había pasado por encima.

Al ratito, me puse romántico y vi que todo por allá abajo seguía funcionando bien. Lo sentí en mí y lo revisé en Eu. Así que me la llevé detrás del kiosko, “no Tito, no, que no, qué mae más necio, papi, aquí no”, pero al final, nos echamos un polvito ahí mismo. Las calles estaban vacías. Era Nochebuena. Al Niñito Dios hay que celebrarlo con amor. Eso hicimos, bebé. Nos amamos en esta noche tan especial. Me subí el pantalón, le acomodé el calzón con corazones, jueputa calzón más naco, y fuimos a sentarnos a la par de Tomás, que roncaba, como si una rata le entrara y la saliera de la boca cada vez que respiraba.

A las cinco de la mañana nos fuimos para el chante de la chamaca. Cada quien se metió al baño. Después, a echar la ropa en una tina con jabón. Cuando la suegra se levantó, y ofreció un tamal, yo me comí dos para empezar, y Tomás otros dos. La doña no nos preguntó mucho. Ya conoce las vacas del potrero. Los tres comimos en silencio. Concentrados. La suegra se quedó viéndonos mientras comíamos.

-Cualquiera que los ve, juraría que vienen de una guerra.

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Diego bajó las estrellas Él se llama Diego. Tiene once años. Es chiquitillo. Parece de nueve. Lo único grande que tiene es la mirada. Tiene unos ojos que son como pepas. Los abre mucho y hasta parece que quieren salírsele, como dos bolinchas. Son unos bellísimos ojos oscuros, vivaces, saltones, que todo lo preguntan.

Ella se llama Irene. Tiene diez años. Es rubia, con una mata de pelo que parece los rizos del maíz. Tiene los ojos color celeste, como las aguas del río Pénjamo, a los pies del volcán Rincón de la Vieja, y las mejillas rosadas, como la gente que vive en las faldas del volcán Irazú o allá por el Cerro de la Muerte.

Se conocen desde que tuvieron conciencia. Diego e Irene son más que amigos y vecinos. Él dice que son novios. Ella jura que un día van a casarse.

Desde que está en el kínder, Diego se roba las flores de los jardines que se topa en su recorrido de la casa a la escuela. Diego está en una escuela pública, en un barrio marginado, donde a los chiquitos se les nota la pobreza porque van a la fiesta de la alegría con los zapatos del uniforme, o porque van con tacos de jugar futbol cuando se les rompen los zapatos, o porque dos hermanitos usan los mismos zapatos, uno por la mañana y el otro por la tarde, o porque dos chiquitas usan la misma enagua, de la misma manera.

Irene va a una escuela privada. Recibe una beca de un centro educativo caro, lujoso, muy fino. Irene tiene habladera. Todo lo cuenta. Sus amigas se burlan mucho de ella y de su novio, el que va a estudiar en un “chinchorro”. Bueno, sus compañeritas no le dicen así.

Le dicen “tugurio” a la escuela de Diego. A Irene no le

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importa. Y si no le importa a ella, ¿por qué le tiene que importar a él?

Pero a Diego le ha entrado una preocupación. Ahora, que se acerca la Navidad, ¿qué puede regalarle a Irene? Su papá no vive con ellos. Ni siquiera conoce a Irene, su novia. Su mamá trabajaba en una tienda pero las ventas bajaron y ahora está sin trabajo. Vivían en una bodega, a la vuelta, pero como no pueden pagar el alquiler, ahora viven con la abuelita. “Ves, Dieguito, la ventaja es que ahora vivimos a la pura par de Irenita”, le dijo su mamá. “Mami tiene razón”, piensa Diego.

Ya sabe que no podrá darle un regalo a Irene. Ella sí le regalará a él su bicicleta vieja, porque en la escuela le dijeron que le regalarán una bici casi nueva que dejó en el bazar para los pobres, la mamá de una de sus compañeras.

Diego se tira en el patio de la casa de su abuela a ver las estrellas. Sueña con alcanzar los ojitos blancos del cielo. Ya sabe qué le regalará a Irene. Ha escrito una redacción pequeñita, con la ayuda de la Niña Alexandra, en la escuela. “¡Qué salvada!”, le dijo a la maestra.

Es una redacción sobre la noche. Se la dará envuelta en flores de los jardines. Eso ha sido idea de él. “¡Qué buena idea, Dieguito!”, le dice la maestra.

El escrito habla de mariposas blancas, y son las estrellas. Describe a la noche como un mar ciego cuando está dormido. Habla de una boca grande, con dientes parejos, y es la luna. “La única boca que tiene ojos”, dice Diego. “La luna también es como el bigote blanco de un viejito que está escondido en el cielo”.

Irene se reirá con el regalo de Diego. “¿Lo escribiste para mí?”, le pregunta. Ya sabe, sin saberlo, lo que es ser una musa.

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Van juntos a los potreros, por el trillo, cada uno en su bici. Juntos traen moras, y Diego se encarama a los palos a bajarle guayabas maduritas a Irene.

Juntos esperan la noche, y tirados en el patio de la abuela ven cómo las estrellas asoman la nariz en sus vidas.

Ahí, en el patio o en los potreros, Irene pronto recibirá un beso de Diego. Después, recibirá varios besos atropellados. Más tardecito en sus vidas, un beso tras otro beso, tras otro beso...

Diego no sabe, sin saberlo, que algún día pintará con su boca las estrellas en el cielo de Irene.

Nadie sabe cómo un puñado de estrellas se posó en un papel. Ahora son un puñito de palabras. Poco a poco, esas palabras se levantarán del papel hasta volar de nuevo sobre ellos, hasta envolverlos.

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Última bronca No sabía el despiche que se iba a armar. Qué miche.

No quise otra cosa que complacer a mami. Tenía unos diez años de no ir a la casa. Digo diez años porque la última vez que estuve con papi fue cuando me gradué del cole. Jalé de Carmona cuando iba a empezar la U. Quería estudiar Publicidad o Arquitectura. Pero la verdad es que lo que más me gusta es la Belleza.

Tener un salón de belleza, unisex, era mi gran ilusión.

Papi me hubiera agarrado a palos. Si no hubiera podido matarme, me habría quemado el salón.

En Chepe conocí a Luiyi, y supe que era mi amor. La verdad es que nunca me gustaron las güilas. Me encanta bailar con ellas. Me imagino que somos dos mujeres que bailamos juntas. Como decir dos hadas, o dos sirenas. ¿Suena muy cursi? Pero nada más puedo bailar con ellas. Cualquier otra cosita me daría asco. ¿Hacer tortillas con otra hembra? Fúchila. ¿Comer una ostra? Guácala. Desde que estaba en el cole, y en un baile casi que me obligaron a besar a Carmen, sentí unas ganas de vomitar, una cochinada, no sé qué. Ya sé: sentí repulsión. Tuve ganas de salir corriendo.

En Carmona, nunca me atreví a decir que no me gustaban las compas. Decía de vez en cuando, “qué güila más linda”, pero era para disimular. Ahora pienso que todos lo sabían, porque yo soy de esas que llaman locas, de esas que quiebran la mano, que dicen. Yo soy de esas, de las que lejos parecemos y de cerca, ni dudarlo. A mucha honra. Soy toda una mujer. Si me muero en un accidente, algún policía idiota, o alguien de la Cruz Roja, saldría en un noticiero diciendo que “murió una femenina”. Ja, ja, ja.

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Pero en el cole no lo hubiera dicho jamás. Hubiera sido un bañazo. No me habrían aceptado más en el grupo de baile típico, ni en la banda, ni en la barra de amigos que íbamos de turno en turno, de monta en monta. No piensen mal de mí. Yo fui montador de toros. Mejor decir montadora, pero hasta ahora lo pienso. En ese tiempo, jamás decir así. Jamás ni nunca, como decimos en Guanacaste.

Una es una vara muy curiosa, porque montaba toros y tocaba redoblante, en la banda, pero hubiera querido tocar lira y bailar con una enagua de esas divinas, grandotas, que parecen una lapa con orejas. Pero tampoco me atreví.

Yo sé que hubiera sido una de los mejores montadores, o montadora de toros, y lo sé porque entre los carajillos del cole, no había quién me pusiera la mano encima montando, ni había quién me limpiara los zapatos montando toros en Jicaral, Montezuma, Pilas de Canjel, Hojancha, Huacas o Nicoya. Nadie es nadie.

Punto.

Pero me vine para Chepe y conocí a Luiyi y conocí el amor y nunca más pensé mucho en los toros. Hasta ahora que me doy cuenta lo puedo decir.

No puedo describir lo que sentí la primera vez que me besó. Uy. Es la verdad. Todos los calores se me vinieron al cuerpo. Hubo una fiesta en todo mi ser.

Ahora me gano la vida en una esquina de la capital, cerca de la Alianza Francesa, a la vueltita del Parque Morazán. Al principio, Luiyi se ponía feliz cuando me vestía como una mujer. Hasta me entraron celos y dudas. Pensé, “¿será que a Luiyi realmente le gustan las mujeres y no las locas, como yo?”

Después se puso celoso. Casi casi me deja. Las varas son como son. Los hombres son celosos, son territoCamilo Rodríguez

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riales, como los cocodrilos, y se ponen violentos cuando alguien se les mete en su finca.

Pero en eso se quedó sin brete y entonces aceptó la harina que me gano ahí, como Dios manda, o sea, con el sudor de la frente. Primero que todo, hace un frío de la gran puta aquí en Chepe, más para una que se crió en la Península de Nicoya, verdad. Segundo, una tiene dignidad. Bueno, aclaro que no soy una prostituta, ni mucho menos. Soy una loca, no una puta.

Me visto como una mujer, porque siempre he sentido que soy una mujer, y sé que no lo soy. Es un cabrón enredo de madre. Me visto de mujer, me siento realizada de mujer, y vengo a trabajar en esta esquina. ¿Okey?

Luiyi y yo llegamos a una negociación. Él no me deja irme con los maes que vienen por nosotras. Me le he escapado, pero poquitas veces. Es que hay unos maes que están tan guapos que he caído en pecado mortal, como dice mami, ja ja ja, pero han sido unas poquitas veces. Mejor pedir perdón que pedir permiso.

Yo más bien me gano la vida mamando a los maes reprimidos que vienen aquí. Si vieran quiénes vienen.

Un montón de maes casados, con hijos, con nombre, con vida pública. Como le digo yo a Luiyi, sólo doy servicios orales. Algo me gano para ayudarle a Luiyi, que ahora se consiguió una chamba, por dicha, mae, porque está durísima la calle.

Luiyi mata las pulgas en un gimnasio. O sea, el brete del mae es ayudarle a las rocas de plata, me entiende, de harina, a bajar las libras, porque hay unas gordas que ayúdeme a decir. Yo le digo a Luiyi que no les ayude mucho, porque si tantas viejas gordas adelgazan, ¿qué nos quedará a nosotras, que somos trabajadoras de la calle?

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Luiyi es un rico, pero yo no soy celosa. La verdad es que vivimos bien así como estamos, juntados. Somos felices. Nunca falta alguna cuita, que llaman, pero nada del otro mundo. Por eso no había vuelto a Carmona.

Al chile que sí hubiera querido ir a algún campeonatillo de monta, ahora que fuimos, pero a Luiyi no le cuadran esas varas, dicen que son una polada, y que somos nicas regalados. Ahí sí qué me sube las hormonas a mí, Luiyi, y un día le metí un manotazo del colerón que fue como que un hombre le pegara. Vieras qué horror, qué susto ese día. Nosotros somos cero violencia, pura tolerancia, cero problemas, o sea, al suave.

Ahora, para esta Navidad, fui con Luiyi a Carmona porque mami por fin aceptó que fuera con él. Sin Luiyi sólo voy a la esquina, al brete, nada más.

Cuando llegamos todo estuvo pura vida, bajo control.

Llegaron mis hermanillas, qué, tuanis, cómo le vainicas tiernas, sólo yogurt, is barniz. A ellas dos les dio risa mi léxico. Así dijo mi hermanilla mayor, que es un tamal mal amarrado.

En eso entra esa manada de carajillos, chavalillos, los chigüines que llaman mis compañeras nicas, de Chepe. Son los sobrinos míos, que no veía yo desde que eran unos cagados de kínder o algo así. Guapillos, por dicha. Pero empezaron a reírse de mí, de mis tacones, de las extensiones de mi pelo, de mis aretes, de la pintura de mis uñas, qué varas. Los mandé exactamente a la mierda, a la chingada grande, y se quedaron como en misa, los playitos esos.

Al rato llegó papi, borracho, como siempre. Me impresionó ver el viejito que era ya mi tata. Vio a Luiyi y lo saludó como la gente. Me vio y me dijo,”señora, buenas noches”. Yo le dije, “no, papi, soy Juanma, Juan Manuel”. Mejor no le dije que ahora me gusta que me Camilo Rodríguez

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digan Nancy. La psicóloga María Esther Flores, que sale en televisión, es amiga de una de las rocas que atiende Luiyi en el gimnasio, y un día fuimos a verla.

Me dijo que asumiera las varas como son. Pero mejor no le dije a papi. Pensé que nunca hay que majarle el rabo a una culebra.

Cuando llegó papi, Luiyi y yo estábamos comiéndonos un tamalito. Pues se ha acercado el machista de mi papá, me ha agarrado el plato y me ha tirado el poquillo de tamal que quedaba entre las tetas. La salsa Lizano se regó en mi vestido de flores, divino, que me regaló mi marido para esta ocasión. Luiyi se puso de pie y trató de tranquilizarlo, así de tranqui y de caballeroso como es. Eso me mata. Saber que tengo un compañero de verdad me llena tanto. Pero papi apagó el intento de Luiyi con un puñetazo. Entonces, el despiche fue total.

Luiyi acostó a mi tata de un solo guabazo y mis sobrinos gritaban, como locas, como gritamos nosotras cuando nos persiguen los policías, que son unos degenerados. Cuántas veces he tenido que salvarme del tabo con una mamada. Y gratis. Los policías nunca pagan los servicios.

Yo pensé que lo mejor era irnos. Mami se llevó a papi para el cuarto, y una de mis hermanillas se puso a llorar. Cuando íbamos saliendo, llegaron mis hermanos en un carro. No había visto en diez años a mis dos hermanos mayores. Yo corrí a saludarlos. Emocionada.

El mayor estaba cagadito a mi tata, pero en la imagen que guardaba de él antes de verlo esa noche. Cuando me le acerqué, Julio, mi hermano mayor, me apartó de un manotazo. Se le fue encima a Luiyi. Mis hermanos tienen panza de birra, todos son unos grandes tapis, como papi, y Luiyi los acostó facilísimo. Es tan macho.

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Uy. Salimos corriendo. No había nada más que hacer ahí.

La mitad del pueblo de Carmona estaba afuera cuando salimos a la calle y empezamos a correr, buscando un taxi. “¿Para dónde vamos?”, me preguntó mi amor.

“Para unas cabinas que hay de camino al cruce del Puente de la Amistad”, le contesté. Yo soy de lo más intuitiva y como que lo presentía. Había visto las cabinas cuando veníamos en el bus de la empresa Alfaro.

No había taxis disponibles. Pasaron dos. Pero pasaron bineando. Yo lo sé. No ve que pasaron despacito, y apenas los llamamos, jalaron mamados.

En eso pasó un taxi, el tercero, y un viejillo sacó la cabeza. Era Perico, el papá de Melissa, mi mejor amiga del cole. A ella la vi un día en San José. Pasó en un chuzo, con un mae de plata, y cuando la llamé por su nombre casi se muere. ¿Para qué le iba a decir que yo era Juanma? Le grité a Perico, “Perico, Perico, soy yo, Juan Manuel”, pero apuró el paso, como los otros maricones, pendejos, binos, comemierdas, nacos…

Salimos de Carmona a pie. Lloré todo el trayecto que va de la última casa del pueblo al sitio en que nos alcanzaron mami y mi hermanilla. Mami se bajó del carro muy apurada y me abrazó fuertemente. Lloramos las dos. Lloramos abrazadas. Lloramos mucho.

Les dije que íbamos para unas cabinas que vi por San Pablo. Nos llevaron. En la cabina hicimos una mesita para comer, juntando las dos mesillas de noche, y comimos una sopa caliente que nos trajeron. Yo les llevé un queque navideño. Mami lo trajo. Terminamos la celebración en la cabina, en silencio. Luego, Julita, mi hermana, empezó con una frase, y con otra, con una pregunta suelta, y con otra, y la conversación agarró dimensión, como dicen las nicas.

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Julita fue a conseguir hielo y yo se lo envolví en un pañuelo, para ponérselo a Luiyi, que tenía una ceja rota. Había sangrado mucho. Yo no me había percatado. Estaba tan avergonzada, tan humillada, tan hecha mierda. Mami me lavó el brazo izquierdo, que tenía una heridilla, que me hice cuando Julio, mi hermano mayor, me botó. Muy tarde en la noche, mami y Julia nos abrazaron y se fueron. Mami iba más tranquila.

Eso es lo bueno.

Volvieron el 25 con tamales y café. Mami me dijo, clavada su mirada en el suelo, que papi no pensaba pedirme perdón, y que lo mejor era que no volviéramos.

Les dije que de por sí yo no quería volver a Carmona nunca más en la vida. Jamás ni nunca. Ni siquiera para coger el bus.

Ese día no hubo bus. Julita nos llevó a Nicoya, y yo le propuse que nos fuéramos para Sámara. Tenía muchísimos años de no ir. Una vez, una chancha corretió a mi hermana mayor por toda la playa. Que cagadón de risa. Dormimos en unas cabinas que me consiguió mi amiga María Esther, a la que llamamos para contarle todo. Me dijo que me refugiara en los recuerdos más bonitos de la niñez. Bueno, eso hicimos en Sámara. ¡Qué 25 de diciembre más largo! Eterno.

Cuando nos dejaron en la cabina, Julita, mami y yo otra vez nos pusimos a llorar. Lo que nos estaba pasando era como otra manera de morir. Todo aquello, en Guanacaste, se me estaba muriendo. Cuando le di el último abrazo a mami, sentí que nunca jamás volvería a Nandayure.

Dormí apenas puse la cabeza en la almohada, como si hubiera cargado un saco de piedras todo el día.

Al día siguiente, amanecí como molida. Tomamos un bus en Sámara, un bus directo.

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Me dormí otra vez y desperté por la Coca Cola, en San José. Era como si me hubieran dado un bebedizo para dormir. Pero fue sólo para dormir, no para olvidar.

Aquella ha sido la Navidad más dura y más triste de mi vida.

Para la próxima, ya le dije a mami que venga, y la pasaremos donde la mami de Luiyi, que es como mi otra madre, nos acepta y nos respeta. Yo soy su nuera.

A veces le pido a Dios por mi papá, que él lo perdone antes de que amanezca muerto, de la mica, de la juma, en alguna calle de Nandayure, el gran tapis de mi tata. Que ni se diga nada: yo sé que mi tata es un playo escondido, un guineo reprimido, pero una no tiene derecho a decirle esas cosas al papá que lo engendró, verdad.

Camilo Rodríguez

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Sillones montacargas A Brayan, sus papás le regalaron unos camiones de juguete, marca Tonka, amarillos, fuertes, que son unos bichos de lo más rudos, unos chunches que son unos chuzos, una vagoneta chivísima, una grúa y dos camiones de carga. A Johnny y a mí, mi papá no nos puede regalar de unos camionzotes como esos. ¡Nooombre! ¡Qué va! Como dice Johnny, “¿de dónde?, dijo Pelazón”. Si a mami apenas le alcanza para la comida para el final del mes. Un día, a Johnny y a mí se nos ocurrió invitar a una compañera, y a mami le tocó darles un pan con mantequilla, agua dulce y elotes. Al final del mes, tuvimos que buscar algo en los potreros de San Miguel. Ese día pensé que nos jalamos una torta cuando invitamos a mi amiguilla. Por dicha, en los potreros había guabas y guayabas. Un día, Johnny y yo comimos tantas guayabas que casi me voy en el excusado del pringapié, de la cagadera. Nada que ver. Ni pensar en los Tonka. Pero mami nos trajo unos sillones viejos, todos rotos, todos pelados, y nos dijo que ella pensaba que nosotros podíamos armar unos juguetes con esos sillones viejos. Diay sí. Les quitamos el forro y los convertimos en vagonetas. Les echamos piedritas y andan por todo lado, porque mi abuela le pidió a un amigo de ella, un compa de los tiempos de ella, que tiene un taller, que nos asesorara, y el roco muy tuanis, muy compa también con nosotros, nos regaló unos rodines viejos. Entonces, los sillones monta cargas ya ruedan solos. A veces nos subimos nosotros, en lugar de cargar piedras, y nos empujamos con una varilla. Es de lo más chiva. La vara es que ahora hicimos negocio con Brayan, porque la verdad que sus

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juguetillos, con todo y que son Tonka, no le limpian los zapatos a los sillones montacargas, como dice papi, y el mae se notaba agüevado. Hicimos negocio con él, y todos salimos ganando. Los sillones no nos caben en el cuarto donde vivimos papi, mami, Johnny y yo, así que ahora somos socios de Brayan. Él nos cuida todo el equipo pesado, y somos dueños a medias de los sillones con ruedas y de los juguetes Tonka. Los bretes pesados los hacemos con los sillones, y las tareas más livianillas, con los juguetes amarillos. Esos Tonka son de juguete, no como los de nosotros. Como quien dice, nosotros pusimos la maquinaria y Brayan puso las bodegas. Y todo el mundo contento. Como dice mi tata, en paz y haciendo negocios. Pero yo estoy seguro, aunque no se lo dije en ese momento a nadie, que de todos el más feliz es Brayan porque con los sillones lo traíamos a monte.

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Estamos a mano Parecen perlas rojas los mamones en los árboles. Parecen una bandada de unos pájaros de sangre. Como las víboras de sangre, pero con alas. Parecen racimitos de perlas. Pero dice mami que no hay perlas rojas, que parecen ojos rojos, ojos grandes de un tigre bravo. Yo no creo que los tigres tengan los ojos rojos. Se me ocurrió decirle a Pili, mi prima, que apeáramos los mamones. Nosotros nos subimos a los árboles como si fuéramos chizas o congos. Parece que nacimos encaramados a un árbol. Es que por aquí hay palos de todo: de carey, que nos dan con leche y mami dice que es el chocolate de los pobres; de guayaba, y mami nos hace jalea; de guava, y nos damos unas grandes apretadas chupándoles el algodoncito de azúcar que tienen por dentro, como dice mami; de naranjas, limones dulces, limón legítimo para fresco, níspero, nance y, sobre todo, estos mamones que quieren caerse del palo, de lo ricos que están. Todos esos palos están en los potreros de Don Luis, pero él es un señor millonario, que casi nunca viene. Abuela dice que Dios le ayuda a los pobres, así que ella nos da la bendición y nosotros vamos a traer saquitos de frutas, de lo que haiga en ese momento. Como iba contando, antes de hacerles este enredo, le dije a Pili que apeáramos los mamones. Una se sube, se va por las ramas tipo perica ligera, poquito a poquito, como una perezosa, con cuidado de que no se quiebre la rama, y la otra espera abajo, con dos palos y un saco, con lo que uno hace como un colchón para los mamones. Apeamos los mamones y los vendimos a la salida del cole. Qué tuanis.

Qué éxito. Pero Claudio, el hermano mayor de Pili, que

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es primo mío aunque quisiéramos echarlo de la familia, se dio cuenta de nuestra jugada Tosty y nos acusó con mami, que no es comprensiva como mi abuela.

Mami me dio una tunda, me quebró una tabla en las nalgas y al día siguiente no podía ni sentarme bien en la escuela. A Pili le fue pior, porque su mamá, o sea, mi tía, la castigó con no darle de comer en la noche.

Pero yo estaba muy feliz porque mami no me encontró la plata. Le dije que la gastamos comiendo granizados y tacos, porque nunca tenemos plata para eso.

La verdad es que la escondí debajo de unas tablas del piso de la casa. Al día siguiente, el día del dolor de nalgas, pasé la plata para un chanchito que nos había regalado la Niña Celina, para la fiesta de la alegría del año pasado. Al otro día pasó la tragedia. No sé cómo, pero Johan, el hermano de Pili, mi prima querida, y de Claudio, mi primo sapo, encontró mi chanchito, “mi botín”, como le dice Abuela, y nos dejó a Pili y a mí viendo para el ciprés, “nos dejó mamando”, como dijeron Pili y Claudio, “nos dejó ciegas”, como dijo mi abuela. Él tiene unas amistades muy feas, “unas pintas”, dice mami, y es un güeizo, nada que ver. Abuela, que sí está triste, y no chiva como mami, dice que mejor que nos haya robado el chanchito con la plata de los mamones, en lugar de que ande robando bicicletas y radios de carros, en el barrio. Es que Johan fuma piedra.

Mami se ríe y dice que ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón. Pero a mí me da mucha cólera, porque con esa plata íbamos a comprarnos algo bien chiva. En cambio, Johan se quema toda la plata en una jalada, como dice Claudio, mi primo, el otro, el sapo. Ni siquiera podemos decir que se le pudra en la panza y le dé cagadera, porque el playo ese todo se lo pasó por la nariz.

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Dios la escucha Esta historia ocurrió en Monteverde, Santa Elena, Puntarenas. Ella tenía cuatro hijas. Su marido vivía angustiado por la falta de un hombre entre su descendencia. Le pidieron intensamente a Dios. Querían un hijo entre tantas hijas. Ella quedó encinta. Nueve meses después, tuvieron cuatrillizos. Cuatro hombres. Un hombre por cada mujer que habían tenido. Dicen que tienen dudas sobre lo que le pidieron a Dios. ¿Un hijo por cada hija? ¿Sería que le pidieron de esa manera?

Parece que Dios les cumplió al pie de la letra.

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Entierro en Navidad Cerca de Navidad, vuelven a la vida todos los niños que murieron antes de tiempo, por accidente, y que no se enteraron de su muerte. Así le pasó a Demetrio, un chiquito que mataron en el patio de esta casa. Ustedes creen que se ahorcó. Pero no. Lo ahorcaron. Fue antes de que ustedes compraran la casa. Les contaron el cuento, pero no les dijeron la verdad. A Demetrio lo agarraron dos adultos. Lo amarraron, lo colgaron y lo asfixiaron. Todo fue realizado con guantes. Lo mataron, señores. No fue un suicidio. Igual pasó con unas chiquitas, que son hermanas. Murieron aquí no más, a la vuelta. El chofer de un camión se durmió y se salió de la calle. Ellas iban por la acera, camino a la escuela. El carro les pasó por encima. Las agarró por detrás.

Ni se dieron cuenta de su muerte. Fue inmediata. Y también le pasó así a un niño que murió en un choque a los cien metros, frente a la iglesia. Iba dormido, en la parte de atrás del carro. Nunca despertó. Es terrible morir así. Es horrible que no se sepa nunca la verdad de la muerte de uno. Se los digo porque me duele que piensen que el pobre Demetrio se ahorcó, él solito, siendo un chiquito que apenas iba a cumplir diez años.

Qué va. Lo mataron entre el marido de su mamá y la hermana de ese señor. Lo mataron cuando supieron que el verdadero papá es otro señor, un novio que tenía mami mientras vivía con papi. Ellos lo dijeron antes de que pasara lo peor. Lo explicaron. Como si estuvieran pidiendo perdón por lo que iban a hacer. Sí señores. No corran. Es la verdad. Yo sé esa verdad y todas las verdades de esta casa. Yo soy Demetrio.

Camilo Rodríguez

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Le dimos a la luz Julio Campos era candidato a alcalde del cantón de nosotros. A un lado de su casa, Juan Araya, el otro candidato, puso un rótulo luminoso. Era la primera vez que un candidato usaba un rótulo de estos, con luces de colores, y con un efecto óptico. Pero eso lo supe después. De aquel tiempo, sólo les puedo decir que parecía que Juan Araya lo veía a uno desde el rótulo.

Si uno caminaba, los ojos de Juan Araya lo seguían.

Jorge, el hijo mayor de Don Julio, nos dijo a mis hermanillos y a mí, que le cuidamos el carro a la mamá de él frente al supermercado, que le daba diez rojos de premio al que se apeara el rótulo. Le dijimos que sí. Juega la bola. Como dijo papi, juega el gallo. Qué brete más chambita.

Esa misma noche fuimos a pegarlo con las mismitas piedras de ahí mismo. Fuimos dándole al suave, con paciencia. De por sí, cualquiera que hubiera pegado, la harina igual iba para la choza.

Yo le dije a mis hermanillos, maes, la harina es para los tamales de mami, que mami nos haga tamales. Es que nunca nos han hecho tamales en la casa. Y huele tan rico todo cuando hacen tamales. Y son tan ricos los tamales. Mami dice que no hace tamales porque tiene las manos jodidas. Ella dice que tiene las manos chuecas de tanto aplanchar y lavar con agua helada.

Pero yo sé que no hacemos tamales porque no tenemos con qué. Mi hermanillo Hebel propuso que nos gastáramos la harina en el Parque de Diversiones. No conocíamos. Sólo íbamos cuando la vara se llenaba hasta el nance y no cabían los carros en el parqueo.

Mi hermanillo Pablo Heriberto quería que comprára-

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mos una bola nueva con esa harina y dijo que él iba a comprarse unos guantes de atajar, de portero. Es que mi hermanillo era muy volado, y soñaba con atajar en primera división, con la S, por supuesto, con Sapri Sapri, con el Monstruo. Yaaaa. No jodás mae, nada que ver, andá cagá. Así le dije yo. Él me contestó que tenía mejor puntería, y que tenía derecho a un premio. La vara es que yo soy el mayor y eso que dijo mi hermanillo me encachimbó, me puso todo en la torre. La vara es que no fue como dijo Pablo Heriberto. Apenas en la cuarta piedra, yo me pegué el rótulo por el puro centro.

Se quebró como si fuera un espejo. Quedó parecido a una tela de araña, pero digamos como si fuera guacheada con un arco iris detrás. ¿Ya? ¿La vio? Viera qué tuanis se veía. Rajado que sí, como dice el playo de Jorge.

Nosotros jalamos para la choza y al día siguiente vendríamos por la recompensa, por el pago por el brete.

La vara es que alguien nos sapeó. Si las ranas planificaran no habría tanto sapo. Así es. Íbamos a pata para el chante, ¿cuando no?, en una pura fiesta. Como yo la pegué, mandaba. La harina era para hacer tamales. Eso le pasa a uno por ser el chavalo más grande de la casa. De pronto, nos alcanzó una nave. Era una patrulla con cajón. Qué madre. Nos alzó la paca. Nos alzaron en un dos por tres. Nos encaramaron facilísimo, a pesar de que hicimos berrinche, los puteamos, les maldecimos las tripas y volamos patadas. Hebel hasta escupió a un caco. Estábamos muy chamacos.

Lo último que recuerdo es que un cabrón tombo se me acercó con un palo, un bastón en la mano. Me lo recetó por la cabeza. Me desconectó, el malparido.

Amanecí de nuevo ya en la chorpa. Ahí pasamos la noche. La noche más larga de mi vida. Fue la primera Camilo Rodríguez

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vez que tuvimos un raid así. La noche que conocimos el tabo. Olía a puros miaus y había que mear ahí mismo. Pablillo se estaba cagando, seguro del taco de estar guardado, y tuvo que cagar en una esquina. Los mal nacidos no lo dejaron salir a cagar como la gente.

No le creyeron que se estaba cagando. Después nos pusieron la lavar la vara. Yo le dije, “mi hermanillo, no se monte, mae, tumbe la vara, limpie la caca usted solito, playo”.

Al final, cuando salimos del hueco, el naco de Jorge ni siquiera nos pagó el brete. Fuimos a buscarlo, pero nunca nos podía atender en la choza de él, que es un chozón. Después nos dijo el chofer de la mamá, que ella se abrió para Mayami, para pasar allá la Navidad, y por supuesto que se llevó al mamitas de Jorge. Qué clase de maricón ese Jorge.

Nunca más le hablamos al infeliz ese. Playo. Cuando volvió, le robamos la patineta y le rayamos el chuzo a la mamá. Se salvó que no se la punzamos, a la roca esa. Debimos acostarla.

Por dicha que el tata perdió contra Jorge Araya, el candidato del rótulo luminoso. Qué tuanis. Is, barniz.

Como dice mi mama, Dios no se olvida de los pobres.

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Muerto, pero cargado No quiere verse en el espejo. Se hace la barba con los ojos cerrados. Le quedó la nariz como una manzana de agua. Ni qué decir si abre la boca. Juan le apeó los dientes de frente de un solo puñetazo. Fue el tercero.

El primer golpe fue sobre su ceja derecha. El segundo en la oreja. Con ese golpe se encendieron todas las luces de su cabeza y un sonido pi pi pi pi le bombardeó los oídos. Ese tercer golpe le tiró los dientes para atrás. Sintió un racimo de piedritas sobre la lengua. La boca le sabía a pura sangre.

Felipe se apuntó para el pleito, en el turno del pueblo, porque con los veinticinco mil pesos le iba a comprar una cocina a la mamá. Ya no podía cocinar con leña.

El doctor del EBAIS se lo advirtió. Tenía los pulmones negros.

Carlos y Manuel, sus mejores amigos, le aseguraron que Juan era maricón, y que los maricones pelean como las viejas, agarrándose del pelo, y nada más.

Sabían que era playo porque no quiso darle un beso a Silvia a la salida del cole.

Pero Juan sí sabía pelear. En cambio, Felipe no había peleado en toda su vida. Pagó la pollada con los dientes. Al final, el carajo que organizó la pelea le dio la plata.

Su mamá fue a cancelar la cocina, porque ya la tenían apartada. Pero se la venderá a Julia para la soda que quiere poner en la otra esquina.

Con esa plata le dará un adelanto a la dentista que encargó la chapa de dientes para Felipe, que no sale de la casa desde el día del pleito.

Ni siquiera se ve en el espejo.

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Una lavadora para mami Me llamo Alexis. Tengo 9 años. Soy seguidor de Saprissa. Quiero jugar futbol. Algún día, seré el número 10 del Monstruo. Seré como Wálter Centeno. Voy a ser el líder del equipo. Oigo la vida de mis jugadores de la S. La oigo por canal 7. La pasan los domingos tempranito, mucho antes de los partidos. Muchos tuvieron un tiempo pobre. Entonces, me siento bien. Soy como ellos. Somos pobres. Además, soy como El Paté Centeno. Le dicen así porque es negrillo, como yo. Mi papá no vive en la choza. Sólo mami vive con nosotros, y tengo tres hermanos mayores. Soy el cumiche.

Como mi papá no vive con nosotros, mami trabaja en una soda y por las noches va a limpiar la casa de Don Mario, el vecino de nosotros, a quien se le murió la esposa, Doña Tina. José, mi hermano más grande, se salió del cole para trabajar con una bicicleta que compramos en Navidad, porque a mami se le ocurrió hacer una rifa. Vendimos los números entre todos los hermanos. Lili y Mari, mis hermanas, vendieron muchos números en El Rialengo, que es el barrio donde vive la gente pobre, como nosotros. Vivimos en Los Diamantes, en la parte de atrás de la casa de mi abuela, que está muy viejita y a veces sueño que se va a morir. Ahí, donde ella, vive toda la camada de primos, hijos de tía Estrella. Con la plata de la rifa compramos una bici nueva que nos vendió a pagos don Chago, el del ciclo de La Emilia, que queda como yendo para Guápiles.

Jose le va pagando por mes lo que falta porque ahora trabaja vendiendo un pan muy famoso, que hace el mentado Chumino en el viejo horno que echa humo.

Dice mami que ese horno es buenísimo porque lo hi-

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cieron hace cien años. Jose dice que es un horno de barro, pero por dicha el pan no sale con tierra. Chumino aprendió a hacer pan cuando era carajillo, como yo.

Yo tengo muchas ganas de trabajar haciendo pan donde Chumino, para que, algún día, mami y yo pongamos una venta de pan en El Rialengo, porque ya se echa de ver que no hay pan ahí, sólo el de la pulpe, que viene cada dos días, y dicen Lili y Mari, mis hermanas, que no se puede comer de ese pan porque se le quiebran a uno los dientes. Dicen que no podemos comer ni yo ni abuela, ella por viejita y yo por chamaquillo. De por sí yo prefiero comer pan de Chumino, y de vez en cuando comemos porque Chumino a veces le regala unos bollitos a mi hermano.

Yo le digo a mami que algún día, cuando tengamos la venta de pan, tal vez podamos poner un horno de barro, pero bien bueno, como el de Chumino, para que el pan no salga tierroso, y que vamos a comprarnos una casa así, grande, grande, porque para ese tiempo Jose va a tener una venta de muebles, porque los domingos él hace sillas y mesas.

Las mesas y las sillas de mi casa las hizo Jose los domingos en la tarde, porque ese día él sale a las doce, por dicha.

Como yo sé que voy a ser como Wálter Centeno, quiero que el Niñito Dios me traiga un uniforme de Saprissa, y unos tacos especiales, que brillen, ojalá morados, y una bola que tenga un monstruo de la S. Mami me dijo que el Niñito Dios no tiene plata para traerme ese regalo. Pero después Abuela le dijo a mami que tal vez Jose me puede hacer un futbolín con madera. Está bien. Acepto el cambio, pero quiero que el futbolín sea como el de Marito, el hijo de Don Mario, el chiquito que no tiene mamá. Ellos tienen mucha plaCamilo Rodríguez

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ta, son millonarios, tienen hasta dos carros y dos bicis nuevas, pero dice mi mamá que nada es más bueno que tener a la mamá con uno, y Marito me dijo que ahora va a tener otro futbolín más fino, porque se lo va a mandar el Niñito Dios desde los Estados Unidos.

El Niño no me puede traer a mí un futbolín. Yo lo sé.

No soy tan tonto como parece. Pero ya Jose habló conmigo, y dice que mi futbolín va a quedar tan, tan, tan bonito, que Marito no va a querer el de él, y se lo vamos a cambiar por el mío, pero yo pienso que Jose va a hacerme un futbolín tan, tan bueno, que ni aunque Marito me ofrezca los dos futbolines se lo cambio.

Nada que ver. El mío será hecho por Jose, mi hermano grande, con una madera buenísima, del aserradero de Roberto Tigra, que nos regala pedacitos de madera, y tablas que no se venden.

Ahora que lo pienso, porque está lloviendo mucho y no puedo salir a jugar bola, pensé que le podemos vender el futbolín a Marito. Así le compramos una lavadora a mami. De por sí, ¿para qué tengo un hermano grande como Jose? Vendemos el futbolín, él me hace otro, tal vez más grande, y ya está, todo listo. Qué buena idea.

El Niñito le va traer una lavadora a mami.

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Trinar del gemelo Para el primo Gilber Gonzalo Ramírez iba en el tren de Cartago hacia San José. Tomó el tren en la diminuta y bellísima estación de la vieja metrópoli. Una mujer se impresionó mucho cuando lo vio. Le dijo, -Uy, acaban de matar a un hombre igualitico a usted.

Gonzalo pensó en su hermano Piquín.

-¿Dónde lo vio usted, señora?

-A la orilla de la línea, en Cervantes. Todavía está calientico.

Gonzalo se bajó del tren y esperó el que iba de vuelta, rumbo a Santiago y Turrialba.

Cuando llegó, el cuerpo de Piquín todavía estaba tendido al lado de la línea, justo a la par de un portillo.

Piquín detuvo el paso del caballo para abrir el portillo, y su amigo lo llamó por la espalda. Cuando él volvió a ver, le disparó.

Ahí mismo murió Piquín. Lo mató su mejor amigo. Todo por política. Los grandes compañeros de tragos y de andanzas tomaron caminos distintos para las elecciones.

El amigo no le perdonó a Piquín la victoria de su partido.

Fue a dar a la cárcel.

Gonzalo nunca olvida que aquel día tuvo que ayudarle al médico que le abrió la cabeza a Piquín para sacarle la bala.

La abrió con un serrucho.

Era como estar soñando que alguien le abría la cabeza a él. Dos cabezas idénticas.

Camilo Rodríguez

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En lo oscuro, Gonzalo escucha el sonido de los dientes del serrucho en el crรกneo de su hermano.

Es un triqueteo que no olvida.

El serrucho lo despierta todas las noches.

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El entierro del cura del diablo

La casa del perro Dejó a su esposa por la secretaria. Primero se la llevó sola. Se fueron escapados del país. Pero apenas su esposo la localizó, les mandó a sus cuatro hijos. Poco a poco, fue percatándose de que su nueva compañera tenía una extraña obsesión, una locura por comprar y por coleccionar todo tipo de objetos. Empezó a reunir una gran cantidad de utensilios, adornos, aparatos y chucherías. Eran cachivaches. Chunches. Su casa se fue llenando de cafeteras, planchas, televisores, cuadros con pinturas de verduras o de caballos, paños con dibujos de perros que están jugando billar, ollas arroceras, licuadoras, relojes antiguos, sillones viejos y gallos de lata. Su compañera recoge hasta lo que botan los vecinos. Tienen tal cantidad de objetos para el hogar que no sólo alquilan una casa. También alquilan una bodega. Pero ya no caben las baratijas en la casa y la bodega. Ahora él y su nueva compañera duermen en el piso del cuarto, pues tienen una gran cantidad de utensilios apilados, unos encima de los otros, sobre la cama. Esta tarde, él decidió contarlo a su mejor amigo, en una carta, ya que su compañera acaba de anunciarle que esta noche debe dormir en la casa del perro, junto a Bobby, su mascota.

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El entierro del cura del diablo Cuando bajé del bus, ahí estaba, frente a mí, sonriente, vengativo. “Hola, Felipe”, me dijo el infeliz. Yo tenía sólo unos días de nacido, cuando mi mamá me puso en sus manos. Ella andaba para arriba y para abajo con él. Me tocó verlo desde que era un mocoso. Está en casi todas las fotos de mi niñez. Está en los recuerdos de todos los paseos. Papá no estaba. Era un proveedor. Pero nunca estaba en los momentos importantes. El que estaba era él, el famoso cura, en los viajes a Santa Cruz de Turrialba, a Dominical, a San Vito y a Orosi. En todas las fiestas está, en Saavedra y en San Ignacio, al lado de mamá y con Ifigenio, el chiquito de una familia muy pobre, que el cura adoptó y que siempre se ha dicho que vivía con él, quiero decir, que dormía con él. A pesar de eso, de que era claramente maricón, siempre he sabido que fue más marido de mamá que mi papá. Son esas cosas de la vida que uno sabe, pero no sabe ni por qué las sabe. El cura pateaba con las dos. Se tomaba unos tragos y se le mojaba la canoa. Ifigenio estaba en la banda de la escuela y cuando el cura llegaba borracho, a los desfiles, empezaba a gritarle, de lejos, “rico, rico”. En dos platos, se le iba el guaro al culo. Además de andar con mamá y de dormir con Ifigenio, andaba con un cura que sí tiene pinta de macho, que sí es viril, varonil, no un afeminado como él, que no sé qué diablos pudo haberle visto mi mamá si bastaba con verlo hablar, o reírse, o que tomara confianza para saber que se le quebraba la rama. El otro cura era un macho que parecía muy macho, pero ya circulaban historias de él con niños de las parroquias por las que pasó, como

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Joselyn, el muchacho que terminó en las calles, y que empezó con guaro para terminar con piedra y con una vida de perros, de búnker en búnker. Desde que se hizo travesti, se cambió el nombre. Todo el mundo en el pueblo decía que el cura macho men, el que llegó a obispo, le había desgraciado la vida. Había llegado a ser hasta monseñor en un pueblo del norte, allá por Nicaragua. Cuando le dije a mi mamá que el amigo de ella, el cura ese, se llevaba a los otros monaguillos para el Colegio de Fraternidad Social León XIII, que él dirigía, y que les bajaba los pantalones, y que les chupaba la pinguilla, y que les decía cochinadas feas, mamá se enojó mucho conmigo. Cada vez que me acuerdo, hasta que se me calienta la sangre. Conmigo el cura nunca pudo, porque mi abuelo sí sospechaba de él y siempre me dijo que le anduviera de lejos, desde que yo era un carajillo. Mamá nunca quiso aceptar que era un playazo de primera, por más que también anduviera con ella. El cura inició en el vicio a todos mis amigos, los emborrachaba y, ya jumos, se los planchaba. Al día siguiente, les decía que el amor bisexual era lo mejor, que era tomar lo mejor de dos mundos y que él los quería mucho, que Dios es amor, que él los quería con el amor puro de Dios, y bla bla bla. A los años, hasta organizó un club de muchachos y se los llevó a vivir con él, entre ellos a Ifigenio, “su hijo”, el niño que sacó de una familia muy pobre para que fuera su amante, su compañero de cama, el puerto para todas sus aberraciones. Me emputaba aquella catizumba de mentiras, aquel viaje de cuentos del cura y mamá, que pasaba por ser su mujer ante los ojos de todo el pueblo, aunque en el pueblo también sabían que el cura se acostaba con Ifigenio y que reunía a los monaguillos para toquetearlos. Pasó al colmo de llevarse a LuCamilo Rodríguez

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chito a vivir con él, y con Ifigenio, aunque en ese momento ya mamá, que creo que estaba en todas, enfureció con él, a pesar de que a mí me decía que, simplemente, yo le tenía celos a Luchito porque pasó a ser algo así como el capitán de los monaguillos, a la par de Ifigenio, pero parecían la vaca y el ternero, porque Ifigenio era el más pequeño de todos y ya Luchito iba para el colegio. Fue con el pretexto de becarlo y de enviarlo a estudiar al colegio que el cura pudo sacar a Luchito de la casa de sus pobres padres. Antes de que pasara lo que pasó, lo que nunca le perdoné al padre fue lo de mamá. Es la verdad. Lo de Ifigenio y de Luchito a mí nunca me importó mucho. Ahora que lo veo, como mirando hacia atrás, pienso que podría resumirlo en que cada quien debe velar por su propio trasero, y por el trasero de sus hijos. Sin embargo, no fue el amor de mi mamá por el padre lo que me llevó a hacerle al malparido este, lo que yo le hice. Pasé a tomar la justicia por mi cuenta cuando me tocó bajar del puente de Los Anonos a mi primo Eduardo, quien me llamó esa mañana, entre semana, para anunciarme que se iba a matar. Apenas pude llegar al puente.

Ahí estaba mi primo, sentado en la acera, de espaldas al vacío. Cuando lo alcancé, me le tiré encima y fuimos a dar al suelo los dos. Caí encima de él, y era como estar encima de un enorme pájaro tembloroso y asustado. Mi novia tuvo que manejar mi carro de vuelta a San José porque a mí me temblaban las rodillas, las nalgas y los brazos. Venía temblando tanto como Eduardo, quien nos contó que tenía serios problemas con su esposa, que nunca había tenido una vida sexual sana y que estaba a punto de volverse loco. Todo había empezado con lo que le pasó en la niñez. ¿Y qué le pasó? Que el cura Lidio Solana, el mismísimo 46

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cura de mamá y de Ifigenio y de Luchito y de todos mis amigos monaguillos, abusó de él cada vez que su mamá lo mandó a ayudarle para la misa. Primero lo tocaba, luego le chupaba el meneíto y al final lo penetraba. Su mamá, hermana de mamá, la hermana mayor, nunca quiso atender lo que Eduardo le contó cuando ya estaba más grande. Tenía diez años cuando, por fin, lo dejaron salir del grupo de monaguillos.

Ese día, después de internar al primo Eduardo en el hospital, como nos propuso Laura, mi novia, quien aseguró que el primo Eduardo no quería matarse sino tener una excusa para contarme todo, fui a dejarla a ella a su casa para limpiarla de culpas. Entonces me fui directo al Colegio de Fraternidad Social León XIII, que el infeliz dirigía desde antes de mi nacimiento. Ahí me contaron que ya no era el director, que estaba jubilado. Así que fui a buscarlo en su enorme casa, su mansión, el chozón que tiene, que le regalaron entre varios empresarios a los que alcahueteó y defendió cuando fueron investigados por un supuesto fraude.

Hasta eso hizo el desgraciado. Pero no me importaba, la verdad. Yo quería agarrarlo del pescuezo y que me las pagara todas juntas. Eso hice una semana después, cuando por fin di con su dirección. Lo esperé al lado del portón de su casa. Cuando me vio, sonrió abiertamente, detuvo el vehículo y salió a abrazarme.

Apenas tuvo tiempo de decirme, “hola, Felipe”. Cuando abrió los brazos, le metí el chuzo hasta adentro, con todas las ganas, con mis ansias de justicia, con los clamores de mi espíritu. Lo jalé hasta un árbol, lo arrecosté a un tronco y le pegué el tiro en la frente. Después, le descargué la pistola. Quería cerciorarme de que estaba bien muerto. Se lo merecía. Se lo merece.

Era tarde. Entre las nueve y las diez de la noche. Antes Camilo Rodríguez

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de todo, me había puesto unos guantes. No quería tener que pagar por cumplir con la justicia. Acomodé el carro de él en el parqueo, y subí el cuerpo en el cajón de mi carro. Lo llevé hasta la Zona de los Santos. Me detuve frente a una finca con una bella plantación de ciprés. Había ido a ver el sitio dos días antes. Todo estaba planeado, era un plan perfecto en mi cabeza.

Bajé el cadáver, lo arrastré por el trillo que se formaba en medio del bosque, me detuve frente a una capilla en forma de cabaña que hay en ese lugar, recé por el alma del cura, y me dispuse a enterrarlo. Dos días antes, ya había dejado el hueco listo. Pensé que ahí estaban conmigo Ifigenio, Luchito, mi primo Eduardo y todos los chiquillos del pueblo, que fueron toqueteados por este cura maricón. Sentí que ellos venían conmigo en el carro y que conmigo echaban el cuerpo del desgraciado ahí adentro. Le dejé la cabeza al fondo del hueco, como para que no pudiera sacarlo ni el diablo. Y en eso pensé, no, no, sí puede sacarlo el diablo, si esto es el entierro del cura del diablo. Entonces, dejé de volar pala. Jalé el cuerpo un poco hacia afuera, corrí por la gasolina que había preparado, y que por un momento olvidé, rocié el bulto y le volé fuego. Me senté al lado, y empecé a conversar como si todos los carajillos de mi niñez me estuvieran escuchando.

Aquello era como un entierro de pobre. Todos guardaban silencio a mi lado. Iba a amanecer cuando empecé a echarle tierra encima. Cuando quedó tapado el hueco, jalé una mesa, y puse encima a la Reina del Amor, la virgen que encontré tirada en el suelo, dos días antes, en la capilla del bosque. La dejé encima del muerto, para que no lo deje salir nunca más. Me fui para la casa de los papás de mi novia, en Grecia, donde ella se había ido esa mañana, y parte sin novedad.

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Hace un año de eso. Tardaron más de seis meses en encontrarlo. Ni siquiera aparecí entre los sospechosos. La muerte del cura fue una noticia nacional. Una vez que aparecieron sus restos, hubo un rito solemne.

Ofició la misa el obispo que, para aquellos años de mi niñez, fue el novio del cura. No se dijo en la misa ni que era homosexual, ni que abusaba de los niños, ni que se enredó con mi mamá. Nada de eso. Tampoco se dijo que al final de su vida luchó contra la organización que él dirigió dentro de la Iglesia Católica durante tantos años. Hasta salió una esquela pagada por el Colegio de Fraternidad Social León XIII, que él enfrentó con tanta pasión y persiguió con furia cuando el arzobispo lo separó de su puesto. Cuando apareció el cuerpo del cura, me llamaron Ifigenio y Luchito. Ifigenio me llamó llorando. Luchito me contó que fue a sacar a Ifigenio de la cárcel, adonde fue a dar porque hizo un escándalo en una discoteca. Ifigenio se montó en la carreta durante dos meses. No dejó de beber ni un solo día. Pero el tiempo pasa y yo estaba a punto de olvidarme de la muerte del cura, del entierro del diablo, para retomar mi vida con toda naturalidad, cuando bajo las gradas del bus, y ahí está, es él, el cara de barro del cura, vivito y coleando, con la misma sonrisita de siempre, el cura hijueputa. No había despertado de la pesadilla cuando me dice, “hola, Felipe”.

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El secreto mejor guardado En 1950, en San José, Silvana quedó encinta. Era una muchacha de 14 años. Sus papás se preguntaron cómo esa muchacha, que ni novio tenía, pudo quedar embarazada. Ante el silencio de Silvana, poco a poco, sus papás fueron atando cabos, completando un rompe cabezas, hasta llegar a la conclusión de que tuvo que haber sido obra del psicólogo, con quien se veía dos tardes al mes. Pero el psicólogo era el mejor amigo de su papá, y su esposa, la mejor amiga de su mamá. Después de mucho insistirle, Silvana confesó que había tenido relaciones sexuales con ese hombre, el mejor amigo de su padre, quien, por edad, podía ser su papá o su abuelo. Entonces la enviaron a una finca en Alturas de Cotón, Coto Brus, frontera con Panamá, donde meses después tuvo una hija. Sus papás decidieron regalar la bebé a una pareja que no tuvo hijos.

El nuevo papá de la criatura era primo hermano del papá de Silvana. A ella le prohibieron hablar del tema.

Silvana nunca casó ni tuvo más hijos. En las fiestas de la familia, veía de lejos a su hija, con un gran dolor.

Una gran tristeza fue socavando su alma, y el cuerpo también se contagió. Murió a los cincuenta años de edad. Poco antes de morir, pidió a sus tres hermanos que le dieran a su única hija lo que le correspondía por la herencia de sus padres. Pero los hermanos decidieron guardar el secreto y repartir el dinero entre los tres, por lo que la única hija de Silvana nunca supo quién fue su verdadera madre, ni supo jamás que no era hija de aquellos dos señores, muy viejos para ser sus padres, que contribuyeron a que este fuera el secreto mejor guardado de San José.

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La justicia en el sillón de la sala Oldemar tenía la maldita mala costumbre de coquetear, enamoriscar y engatusar a las mujeres casadas.

Las mujeres solteras, divorciadas o viudas no despertaban su interés. Él sólo quería meterse con las casadas. Las enamoraba, se las robaba a los maridos y apenas las preñada, se iba. Así hizo con una docena de mujeres del pueblo. Como era su amigo, se lo dije de frente. No podía seguir en eso. Éramos amigos desde la escuela. Le advertí que le iban a pegar un tiro. Se lo dije muchas veces. Cuando ideamos robar en el banco de Buenos Aires, estuvimos escondidos en Barra del Colorado, y ahí volvió a hacerla con la esposa del mandador de la finca donde estuvimos encuevados. Cuando nos metimos a robar en el banco de Santa Cruz, estuvimos guardados en una cabaña, allá por Monteverde, y la volvió a hacer con la esposa del dueño de la finca donde nos escondimos. Ahora, que nos metimos a robar en Desamparados, lo vi agachado frente al sillón largo de la sala, empacando un televisor, y le pegué el tiro en la frente. Ya era mucho.

El carajillo que espera mi mujer es de él. Yo lo sé. A ella la quiero dejar, ya, apenas salga de este brete, pero de él ya salí, ya las pagaste todas, Oldemar, quedate ahí sentado, en la sala, que te recoja la policía y que te quemés el culo en el infierno, por andar cogiéndote a todas las mujeres casadas que pudiste, incluyendo a la mujer de tu amigo, traidor de mierda.

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INDICE Ajuste de cuentas................................................ 5 Navidad en el Royal............................................ 6 Cazadora mata a galán....................................... 9 Qué tanate .......................................................... 11 Diego bajó las estrellas....................................... 17 Última bronca...................................................... 20 Sillones montacargas.......................................... 28 Estamos a mano................................................. 30 Dios la escucha................................................... 32 Entierro en Navidad............................................. 33 Le dimos a la luz................................................. 34 Muerto, pero cargado.......................................... 37 Una lavadora para mami..................................... 38 Trinar del gemelo................................................. 41 La casa del perro................................................. 43 El entierro del cura del diablo.............................. 44 El secreto mejor guardado.................................. 50 La justicia en el sillón de la sala.......................... 51

Camilo Rodríguez Chaverri es periodista y escritor.

Tiene veinte años de trabajar en medios de comunicación. Es productor y conductor de espacios en radio y televisión. Es editor de prensa escrita y columnista de varios medios. Ha publicado más de cien libros. Este es su cuarto libro de cuentos.