Érase una vez un pueblo muy pequeño que estaba en la ladera de una montaña.
Había tan pocos habitantes que todos se conocían.
En la casa más bonita, vivían Martina, una niña muy curiosa, valiente y alegre, y su madre, que era una mujer cariñosa, independiente, inteligente y amable.
Un día, Martina vio que en la casa de enfrente estaba la luz encendida, y esto le extrañó mucho porque allí hacía mucho tiempo que no vivía nadie. Además, estaba medio en ruinas. Con el fin de saciar su curiosidad, Martina pidió permiso a su madre para ir a descubrir por qué la luz estaba encendida. Su madre decidió mirarla desde su puerta mientras iba a investigar.
Cuando llegó a la puerta de la otra casa, escuchó unos ruidos extraños, y esto la puso un poco nerviosa, pero ella era una niña valiente y sabía que nada podía pasarle porque su madre la veía desde enfrente, así que decidió llamar a la puerta. Se escucharon unos pasos en el interior que se acercaban hacia la puerta, y tras un chirrido muy agudo y desagradable, apareció una mujer con el pelo rizado y muy rojo, con una nariz puntiaguda y con una gran sonrisa.
