La no muerte de Jesús

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Reencuentro

Hacía más de cincuenta años que no lo había vuelto a ver, desde que salimos de aquel colegio de curas, donde pasamos nuestra infancia. La casualidad o el destino hizo que, mi amigo Julián, me llamase contándome que Fernando estaba ingresado en un hospital, devorado por un cáncer incurable… terminal.

Lo dejé todo y me acerqué a verlo. La tarde ya amenazaba con dar paso a la noche.

El moderno y luminoso hospital de cuidados paliativos, contrastaba con la espesura de su aire, lleno de sufrimiento. Pregunté en recepción y me dirigieron a la habitación 117. No me atreví a llamar, por el denso silencio que envolvía la planta, así que opté por abrir la puerta poco a poco.

La tenue luz interior no me impidió ver a una señora sentada en un sillón, con el móvil en la mano, y a un enfermo durmiendo en la cama, con una mascarilla en la cara. El único ruido era el del burbujeante oxígeno a su paso por la mascarilla humidificadora.

Al verme la señora, se puso en pie, y hablando bajo, me preguntó quién era.

Le dije que un amigo del colegio, Monde.

Me quedé sorprendido, casi sin saber reaccionar, cuando me dijo que era su esposa y que él, le había hablado de mí, su inseparable amigo durante toda la infancia. Incluso que le había contado innumerables anécdotas vividas juntos, en aquel colegio religioso.

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Fernando estaba excesivamente deteriorado, abrió los ojos, mirándome con fijeza, esbozó una sonrisa: «Te estaba esperando», me dijo.

No supe qué contestar, pensé que, en su estado, me confundía con otro. Pero acto seguido me dijo «Qué alegría volver a verte, Monde», ¡me había reconocido a pesar del tiempo trascurrido!

Al vernos, fue como si el tiempo no hubiese pasado… dos jóvenes de dieciséis años, que ayer se dijeron hasta mañana… y era hoy, pero con setenta años. La misma confianza… igual complicidad… ¿te acuerdas de aquello y lo otro?… anécdotas que nos hacían sonreír… ¿Te acuerdas de lo que nos hacían los curas?… me dijo borrando la sonrisa de su boca y cogiéndome la mano… ¡Cómo olvidarlo!… le contesté.

¿Me has dicho antes que me estabas esperando?, le pregunté.

Sí, no quería morirme sin volver a verte… y hacerte un encargo. Fernando empezaba a fatigarse y le costaba hablar, pero continuó… Desde que salimos del colegio no había tenido apenas contacto con la religión, hasta hace un año, que me notificaron que mi enfermedad era incurable, y recordé que no habíamos hecho aquel trabajo que decidimos hacer juntos, el día que saliésemos de aquel colegio de curas y fuésemos libres. ¿Lo recuerdas? estábamos castigados de rodillas, en la puerta de la celda del padre rector... precisamente por haber criticado el contenido de los Evangelios.

Lo recuerdo perfectamente, Fernando , le contesté, con su mano cogida entre las mías.

Su fatiga solo le permitió decirme… Te espero mañana temprano. No faltes.

La esposa, que había salido de la habitación, se presentó con un sacerdote para confesarlo… él lo rechazó … no quería ni verlo… Me miró con una leve sonrisa e hizo un gesto con los ojos… Le prometí volver al día siguiente… y me contestó que no dejara de hacerlo a primera hora. Reconozco que me sorprendió su insistencia por verme al día siguiente, a primera hora. Un leve abrazo y un hasta mañana.

No pude dormir… no se me iba de la cabeza la imagen de aquel fornido atleta, deteriorado por la enfermedad, en la cama y muy envejecido.

Volví a la mañana siguiente y presencié su último aliento… si pensaba decirme algo, no pudo… Sin saber bien por qué, me quedé allí… sin decir nada… mirándolo. Las enfermeras hicieron su trabajo, la esposa, sus hijos y otros familiares, llorando… Pensé irme, pero no encontraba el momento de despedirme, así que me quedé allí, viendo cómo se lo llevaban y su esposa recogía sus cosas… ¿Tú eres Monde?, el que vino ayer… me preguntó con los ojos llenos de lágrimas … Sí, le contesté… Anoche me rogó que te entregase esta carpeta … Sorprendido, sin saber que decir, la cogí, agradecí el detalle y me marché. No entendía nada.

Al salir de la habitación, volví la cabeza hacia el lugar donde ayer lo vi, aún con vida, y … las lágrimas inundaron mis ojos.

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Estuve todo el día como ausente, no se me iba de la cabeza mi amigo Fernando … recordé las mil anécdotas que vivimos juntos y lamenté los años que transcurrieron sin vernos.

Ya en casa, después de cenar algo muy ligero, entré en mi rincón, donde gozo de la compañía de libros, un ordenador, una foto de Jesucristo y una pequeña figura de María.

Ahí estaba la carpeta que me había dado la esposa de mi amigo. La abrí y vi que contenía unos folios escritos a mano, un libro de Todos los Evangelios y una nota escrita a mano, con letra casi ilegible … Sentándome cómodamente, me puse a leer:

Monde, temía morir sin poder acabar este trabajo, nuestro trabajo, rezando para que Dios me ayudara y de pronto apareces tú. Sé que Dios te ha puesto en mi camino. Ya no me queda más vida … te ruego que termines tú el trabajo, para mí es muy importante. Prometimos hacerlo.

Le dejo a mí esposa, los folios que he escrito y el libro con la traducción de los evangelios que más me ha gustado, para que te los entregue. Quería entregártelos yo, pero estoy seguro de que no podré hacerlo. Mañana ya no estaré. Confío en ti.

Los recuerdos empezaron a agolparse en mi mente … yo lo había olvidado, pero él no.

Tras un severo castigo relacionado con un trabajo escolar, sobre los evangelistas, ambos nos prometimos, que algún día escribiríamos todo lo que pensábamos de los evangelios y de lo que debió ser la verdadera vida de Jesús … Y nos prometimos hacerlo porque, en aquel tiempo, éramos los únicos que, abiertamente, nos cuestionábamos la religión católica como continuadora del mensaje de Jesús … ¡y en un colegio de curas!, por el año 1968, tiempos de la dictadura franquista.

La de castigos y problemas que nos trajo.

Abrí el ordenador y empecé a pasar a una página de Word, los folios que me había dejado escritos … el libro de Todos los evangelios, de Antonio Piñero, quedó en la mesa para continuar después con él.

Medio siglo después … íbamos a realizar el trabajo acordado.

Así comenzaba el manuscrito de mi amigo:

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IDesde la más remota infancia, Dios o la naturaleza… quizás los dos… me hicieron un inconformista, contestatario, provocador y toca güevos.

Criticón público, en el trozo de planeta que vivo, de todo tipo de hechos, políticos y no políticos, siempre he querido dar mi opinión acerca de lo que hacen todos los marrulleros públicos y no públicos, en defensa del ciudadano de a pie, «el explotado»… y en contra de todo aquello que ofende, el más elemental sentido común.

Unas veces me han dejado hacerlo, otras no… todo ha dependido del color del cristal, de las gafas del director del medio de comunicación, como impulsor de la libertad de expresión.

Desde la perspectiva de un ciudadano de este siglo XXI, año 22, época de la informática y las comunicaciones, con mis pensamientos en libertad y con criterios sin fundamento investigador alguno… tan solo con mi sentido común, ¡por fin!, tras más de cincuenta años, llegó la hora de opinar, sin ánimo de ofender ninguna sensibilidad, sobre los Evangelios y sus líneas invisibles, de la vida y obra… con sus consecuencias posteriores a lo largo del tiempo… del mejor amigo que jamás he tenido y tengo, y al que estafaron los continuadores de su mensaje… Jesús de Nazaret o Cafarnaúm.

Hoy, a orillas de dos mares, con un sol espléndido y noches tan calurosas que no dejan en paz, ni cuerpo ni mente, he descubierto el cristianismo de Jesús… ese que nació y murió con Él.

Sí, tras la lectura de los Evangelios, he conocido a Jesús, pero no al que ponen en los altares o sacan en procesión, en la mal llamada Semana Santa… no al Jesús de la hipocresía del poder eclesiástico… ni al de los curas y monjas… ni al de los fariseos cofrades, manolas y beatas.

No, a ese no… ese ya es muy conocido por todos, en esta falsa opereta religiosa que nos han contado.

He descubierto a Jesús… al Jesús de hace dos mil años… ese hombre llamado Cristo, que siempre intuí y con el que he terminado identificándome plenamente.

Un motivo más, que me hace sentir la necesidad de expresar mi opinión, sobre lo que escribieron de su vida… y que tanto sufrimiento y mortificación, do-

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lor físico y mental, han sembrado durante dos milenios entre las gentes sencillas, de buena fe, que un día cometieron el pecado de creer y el pecado de no creer, lo que decían las autoridades eclesiásticas de su tiempo… o, simplemente, se preguntaron, dudando, si aquello fue tal y como nos lo han contado y cuentan…

Mi experiencia con el catolicismo me hace pensar que, la gran mayoría de los dirigentes de la curia, a lo largo de los siglos, han sido unos embusteros… unos distorsionadores de difícil perdón… quizás involuntariamente, que lo dudo, pero han hecho más daño del que jamás pueda hacer un no creyente... a millones de personas… y a mí.

Sus enseñanzas, cargadas de amenazas y miedos al castigo de Dios, me hicieron perder las ilusiones infantiles, llenas de alegría, con el miedo al infierno. Me torturaron todas las noches con las tinieblas, el fuego eterno y un ángel negro, feo, horrible, con cuernos, rabo, alas tenebrosas, dientes afilados, boca con lengua enrojecida y ojos inflamados por la agresividad y el odio, cuya única finalidad de su existencia era destruir la obra creadora de Dios, y atrapar mi alma de niño, para su infierno.

Cambiaron mis sueños del caballo de cartón, mi pequeño carro de bueyes, escudo y espada, pala y cubo en la arena de la playa… la felicidad de un paseo con mi madre y hermano, jugando en la glorieta… por el miedo a morir, esa noche, cualquier noche, en pecado mortal… ¡a saber qué pecado mortal podría tener como niño!… cayendo en las garras de tan horrible y maligno ser, dueño de la oscuridad… ardiendo en el fuego eterno para siempre.

Me dijeron tantas cosas, ¡y tantas veces!, que los creí, creyéndome el ser más malo y pecador del mundo, hasta tal punto que, cuando llegaban las noches, me sumía en los miedos y sombras que se desprendía de aquella bombilla mortecina, de 15 w y 125 voltios, encendida en el salón de mi casa, haciéndome sentir la extraña presencia de alguien a mi lado en la cama, erizando mi cuerpo al notar en mi cuello su respiración… ¡el diablo!… Recordando las palabras de los curas sobre el infierno, se apoderaba de mi tal estado de terror, que me impedían articular palabra alguna para llamar a mi madre, por la paralización de todos mis músculos… pensaba que era el último día de mi vida y que, por estar en pecado mortal, aquella presencia había venido para llevarme al infierno… arrancándome de mi familia.

Qué miedo y horror tan solo pensar en volver mi cabeza y encontrarme con el rostro esperpéntico del demonio.

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III

Quería pensar que no era real, pero lo era. Escuchaba perfectamente la respiración junto a mí, el aliento… rezaba para ver si se marchaba, tal y como decían los curas, pero no surtía efecto.

La paralización de todos mis músculos, duraba toda la noche, como mi desvelo, sintiendo un verdadero alivio al ver cómo el sol entraba por mi ventana y se llevaba todos mis miedos.

Esas noches, largas e interminables noches, se repitieron tantas veces… que duraron lo que duró toda mi infancia y bastantes años más.

Odié mi cuerpo en la adolescencia, sintiendo cómo el diablo me tentaba y me vencía… no podía entender cómo Dios me abandonaba y consentía que mi pene, en contra de mi voluntad, se pusiese erecto y mi mano, sin que yo lo quisiera, lo acariciara hasta llevarme a la plenitud. Otra vez en pecado y la noche otra vez aquí…

Lloré de arrepentimiento mil veces, pidiéndole a Dios que me perdonara, por no controlar a aquel hombre que se despertaba en mí.

Año tras año, caminé con los miedos vertidos en mi mente, con las enseñanzas religiosas del bien y el mal, el premio y el castigo de Dios, según te comportaras en ciega obediencia, a los dictámenes de la Santa Madre Iglesia Católica, que emanaban de la verborrea sacerdotal.

Hice dogma de fe de todas esas palabras, de los catecismos, de las ejemplares conductas de los santos y santas santificados y ejemplo de cristiandad, hasta el punto de querer ser aún mejor que ellos, y sufrir cual mártir.

Deformaron mi yo natural para hacer uno a imagen y semejanza de sus creencias y lo consiguieron durante los años más bellos de mi vida.

Hoy tengo la sensación, la certeza, de que ellos sabían la verdad… siempre supieron la verdad sobre el falso cristianismo católico, apostólico, romano y sobre todo ¡dogmático! que predicaban… pero mentían para perpetuar lo que ya llevaba dos milenios funcionando. Nunca pensaron que el hombre y la ciencia, les desmontarían el tinglado.

¿Y ahora?… ¿quién me paga el tiempo de inocencia perdido?, ¿quién responde por tantos miedos y mortificaciones?, ¿quién me devuelve las horas felices que perdí en mi infancia?, ¿quién me devuelve los sueños felices que nunca tuve?… ¿cómo recupero los besos que en mi adolescencia no di?, ¿quién me resarce de la pasión negada para no pecar?

Quiero saber… necesito hoy saber… ¿a quién le pido tantas horas perdidas en el ritual de imperativa misa, domingos y fiestas de guardar, para evitar el infierno?… ¿a quién le envío todos los castigos y las palizas recibidas por los representantes de Dios en la Tierra, tan solo por tener dudas sobre lo que predicaban?… ¿a quién le hago llegar, tantas y tantas larguísimas noches cargadas de terror, pesadillas, sudores fríos, parálisis muscular, sábanas mojadas por el miedo… tan solo por acostarme en pecado mortal?… ¿hay alguien por ahí, a quien pueda devolverle tanta falsedad e hipocresía, sembradas en el corazón de

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un niño?, ¿a quién le envío el infierno que sembraron en mi mente y corazón… y que no era mío?

Durante tantos años, me he sentido tan indigno de Él, que no podía comulgar y más sin haberme confesado con un sacerdote, hasta tal punto que, el arrepentimiento por mi mala conducta y pensamientos, me destrozaba el corazón.

Según sus dogmas, todo en mí era malo… mal hijo, mal hermano, mal compañero, mal alumno, mal amigo, mal novio… ¿y por qué?… ¡porque siempre fui impuro y mal cristiano!… «la manzana podrida en el cesto de las sanas».

No sé cuánto he perdido en el camino de mi vida, porque los tiempos han cambiado, pero me enseñaron que ser un buen cristiano es vivir en la gracia de Dios, hacer caso de todo lo que dice la Santa Madre Iglesia y sus mandamientos, asistir a misa, no cometer actos impuros (hacerte pajas y echar un polvo, según la edad), tener fe en lo que te dicen aunque no lo entiendas, respetar a los padres sean como sean, aguantar a los cónyuges aunque te den muy mala vida y no haya amor; dar limosna al pobre a través de la iglesia, no fornicar sin estar casados y estando, hacerlo para tener hijos, no mentir ni engañar, no dejarte arrastrar por el diablo… y arrepentirte con propósito de enmienda mediante la confesión, contándole al cura tu vida y tus actos… sí, también los impuros, con promesa de no volverlos a cometer… ¡y una mierda!, decía yo… por ahí sí que no.

Y todo perdonado con una retahíla de repetidos rezos, que hasta a Dios lo deben anestesiar.

Está claro que nunca he sido un buen cristiano católico, apostólico, romano, no he vivido en la gracia de los curas, desde que recibí tantos palos y castigos, más que Jesucristo, por mal estudiante y peor cristiano, o estudias y crees o palmetazo con hostia, infierno y diablo.

¿Crees ahora?…

¡Sí creo, padre!

Dejé de creer en ellos, pero algo me mantuvo muy unido a Jesús… muchísimo.

Cuando rara vez voy a misa suelo comulgar sin confesar, aunque me lo prohíbe la Santa Madre Iglesia; no estoy de acuerdo con lo que dicen en los sermones de las misas, aprovechando la buena educación de los asistentes, que no les contestan; soy lo embustero que la ocasión comercial pueda precisar y miento si con ello hago un bien… eso sí, no sé lo que es odiar, ni me interesa saberlo, pero que no me nombren la bicha en formato de cura.

La única limosna que doy se la doy a los pobres, sin intermediarios, no la echo en el cepillo eclesiástico. He fornicado todo lo que he podido y más, soltero y casado… y no buscando tener prole, sino porque me encanta; ni me confieso con cura alguno, en todo caso, directamente con Dios, que todo lo ve y sabe. No tengo desperdicio como católico…, no sé cómo no me echan del club… quizás ahora sí… ¡Dios lo quiera!

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