Juan Miguel

Aquella mañana, cuando despertó, supo que el día no iba a ser fácil. Por la noche había tenido las mismas pesadillas de siempre y no había pegado ojo. Los primeros minutos de la mañana estuvieron ocupados por la rutina diaria que consistía en una ducha rápida, unos minutos frente al espejo intentando disimular las ojeras y una larga media hora delante del armario intentado decidir qué ponerse para ir a trabajar. Este último paso podía parecer superficial, pero era importante cuando tu trabajo era estar seis horas delante de adolescentes que iban a darse cuenta de inmediato de si repe-
tías conjunto esa semana, de si tu camisa estaba arrugada o de si tu jersey tenía alguna mancha de café o pasta de dientes. Al final se había decantado por unos pantalones vaqueros, una camisa blanca y un jersey de color violeta. Todo eso aderezado por unas converse que en este caso eran de color azul claro y un abrigo marrón. Sabía que sus compañeros de trabajo no miraban con buenos ojos sus zapatos de colores, pero teniendo en cuenta que todos eran mínimo veinte años mayor que él, tampoco era algo que le preocupara demasiado.
Se sentó en la mesita de la cocina mientras se tomaba un café. Aún quedaban cuarenta minutos para que las clases comenzasen y su apartamento estaba bastante cerca del trabajo. Miró por la ventana y se dio cuenta de que el cielo también estaba triste ese día. Siempre le gustaba pensar que la atmósfera tenía estados de ánimo. Era una costumbre que tenía desde pequeño, y ni siquiera siendo profesor de Geografía e Historia y entendiendo perfectamente cómo funcionaba el clima, se le había quitado esa manía. Aquella mañana el cielo estaba triste y gris por todas las nubes cargadas de lluvia que bajaban desde las montañas. Se acabó los restos del café, ya frío, y se lavó los dientes meticulosamente. Listo para otro día de trabajo.
Mientras daba clases en el instituto privado en el que llevaba trabajando ya casi un año se transportaba y se
convertía en una persona totalmente diferente. Había aprendido hacía mucho tiempo a evadirse mientras trabajaba y mantenerse ocupado la mayor parte del día. Durante el día era un profesor jovial, simpático y cercano que buscaba formas divertidas de enseñar a sus alumnos. Por la tarde iba al gimnasio y preparaba las clases del día siguiente o corregía trabajos y exámenes, lo que fuera necesario para que a la noche le diera un ataque repentino de narcolepsia y pudiera dormir sin pesadillas, o al menos estar tan cansado que no se acordase de haberlas tenido. Esa noche su plan infalible no había funcionado, como tantas otras noches desde hacía unas semanas.
Aunque había intentado mantenerse lo más ocupado que podía durante la mañana, los alumnos no estaban muy por la labor de hacer nada. Tampoco podía culparles, era el último día de clases antes de las vacaciones de Navidad y todos estaban deseando tener varias semanas de descanso.
Por eso mismo, cuando acabaron las clases, había murmurado varios «feliz navidad» a sus compañeros, se había ido a casa, había llenado una mochila con algo de ropa y un neceser con productos básicos de aseo, y se había metido en el coche sin siquiera almorzar.
No sabía a dónde iba, pero necesitaba ir a algún sitio desesperadamente. Mientras estaba sentado en el co-
che conduciendo por la sinuosa carretera, iba viendo los árboles pasar y miles de pensamientos caóticos se colaban en su cabeza sin orden ni concierto. Estaba entrando otra vez en la misma espiral que llevaba al fondo del pozo que tan bien conocía, y conducir los mantenía a raya. Sabía que, tarde o temprano, tendría que sentarse y tener una larga conversación consigo mismo. Esa era la única forma que tenía de salir de la espiral, pero necesitaba hacerlo en otro lugar que no fuera su casa. Los árboles seguían pasando a su alrededor mientras las curvas se iban sucediendo. Unas bajaban, otras subían, pero los árboles siempre estaban presentes. Era una de las cosas que más le gustaban de esa zona de España. Pero contradictoriamente siempre se ponía un poco más nervioso de la cuenta cuando estaba rodeado de árboles.
Tan absorto estaba mientras conducía que ni se dio cuenta de que su coche estaba empezando a hacer ruidos raros por encima de la música. Murmuró varias maldiciones que nadie llegó a escuchar y aminoró mientras intentaba descubrir dónde estaba. Hacía más de media hora que había pasado el pueblo más cercano y estaba literalmente en medio de las montañas. Nunca había ido en esa dirección, no sabía a cuánto estaría el próximo pueblo y estaba empezando a anochecer. Llevaba más de tres horas conduciendo y ni se había percatado. Justo cuando estaba a punto de tener un ataque de pánico
gay, vio una tenue luz entre los árboles. Parecía bastante lejana, pero se dio cuenta de que una pequeña carretera parecía llevar justo hacia esa fuente de luz, así que decidió que esa luz era mejor que pasar la noche esperando a que la grúa llegase a donde quiera que estuviese. A juzgar por la zona en la que estaba debía ser un pequeño refugio de montaña o la casa de alguien asquerosamente rico y extravagante. Cualquiera de las dos opciones le valía siempre y cuando la segunda no implicara una colección de cabezas humanas como trofeo decorando las paredes. El coche fue haciendo cada vez más y más ruido, pero parecía decidido a aguantar hasta lo que definitivamente sí era un refugio de montaña. Ya podía ver el letrero que estaba encima de la puerta, aunque no lograba leer qué ponía en él. Cuando el pequeño coche llegó traqueteando hasta los aparcamientos del refugio, se dio cuenta con desánimo de que no había otros coches aparcados, tan solo una vieja ranchera de color verde. Aun así, había luz en el interior, así que rezó a todos los dioses en los que no creía (y siendo profesor de Geografía e Historia, se sabía el nombre de demasiados) para que quien quisiera que fuera el dueño o dueña de la ranchera pudiera ayudarle. Se quedó un rato sentado mientras miraba la edificación que se alzaba frente a él y se preparaba para el frío que debía hacer fuera del coche. Ya casi había anoche-
cido completamente y las nubes del cielo parecían más amenazantes que nunca. Pensó que ahora el cielo ya no parecía triste, sino enfadado.
El refugio era una enorme cabaña de madera de dos plantas con bastantes chimeneas y de la primera planta salía una cálida luz anaranjada que le daba a todo un aspecto aún más rural. No obstante, se percató de que no había luz en la segunda planta, así que eso y el hecho de que no existieran coches en el aparcamiento, quería decir que no había huéspedes. Por un momento se planteó que quizás ni siquiera era un refugio de montaña, pero la casa era demasiado grande y estaba tan apartada como para que alguien viviese allí de forma permanente, y ya sí podía leer bien el cartel que colgaba de la entrada: «Refugio Valle Alto».
Subió lentamente los crujientes peldaños de la escalera que daban a un pequeño porche y se paró delante de la gran puerta. A través del cristal que dominaba el centro de la puerta, pudo ver que dentro todos los muebles estaban hechos de madera. Todo era demasiado acogedor para ser real. Por un momento se quedó allí, plantado delante de la puerta sin saber qué hacer. Había visto demasiadas películas de terror como para saber que esa situación parecía el comienzo de una especialmente mala, pero sin coche y sin apenas batería en el móvil, tampoco tenía más opciones. Había que entrar.
Sin pensarlo más, cruzó el umbral y entró en la nube de luz naranja. Todo en el interior contrastaba con lo que esperaba fuera. A través de la ventana podía ver la oscuridad del exterior que ya era casi absoluta. Apenas se dio cuenta de que, al cruzar, en la puerta había sonado un timbrecito que había provocado que una chica no mucho mayor que él apareciese de una de las puertas que había a un lado del recibidor. La chica medía tan solo un poco menos que él, aunque no es que él fuera especialmente alto. Tenía un brillante pelo castaño oscuro y unos ojos aún más brillantes y verdes. ¡Buenas noches! —dijo sonriendo—. Bienvenido a Valle Alto.
Se quedó sin habla durante un par de segundos, lo que debió ser suficiente para que la chica pensase que le pasaba algo raro, a juzgar por cómo su sonrisa se iba haciendo cada vez más pequeña.
—Esto… buenas noches. —Se recompuso un poco e intentó aparentar más seguridad de la que sentía. Nunca se le había dado bien hablar con desconocidos, y la situación era bastante patética, hasta para él—. Soy Álex. Estaba conduciendo y mi coche ha empezado a hacer ruidos raros… creo que he conseguido llegar aquí de milagro.
Una risa nerviosa empezó a amenazar con hacer aún más incómoda la situación. La chica volvió a son-
reír y asintió con la cabeza lentamente. Álex se dio cuenta de que tenía una sonrisa preciosa, con una boca amplia y dientes blancos y rectos. Podría trabajar tranquilamente siendo una modelo después de un buen tratamiento de ortodoncia.
—No te preocupes. Yo soy Laura y dirijo este refugio con mi hermano. Me ha sorprendido verte entrar, aún estamos haciendo arreglos para conseguir poner este tugurio en marcha.
—Laura, ¿ya estás al teléfono hablando con Ana otra vez? Se supone que tenías que ayudarme con la leña… oh, hola.
La voz era profunda y suave a la vez, y cuando Álex giró la cabeza vio que provenía de otro chico que sin duda debía ser el hermano del que hablaba Laura. También tenía el mismo pelo castaño oscuro y los ojos grandes, brillantes y verdes de su hermana. Y cuando vio a Álex allí de pie en el recibidor sonrió con una sonrisa igual de perfecta. Conforme se fue acercando, sin embargo, vio una diferencia clara entre ambos hermanos. Laura apenas superaba el metro setenta y cinco y era pequeña y delgada, como Álex. El chico, sin embargo, debía superar el metro noventa con facilidad y tenía una constitución fuerte.
—Ollie, este es Álex —dijo Laura señalándole, y este bajó rápidamente la mirada al suelo ya que se ha-
bía quedado mirando al chico con descaro—. Su coche se ha averiado.
—Vaya, y yo que pensaba que el negocio ya arrancaba antes de empezar. —Ollie volvió a sonreír mirando a Álex—. El pueblo más cercano está a una hora, más o menos. Quizá podamos traer al mecánico para que le eche un vistazo, pero dudo mucho que pueda venir ahora, parece que va a llover a cántaros, o a nevar.
Álex no sabía qué decir. Estaba muy nervioso y temía que si hablaba no saldría nada con sentido de su boca o peor, se echaría a llorar ahí en medio del recibidor delante de aquellos dos perfectos especímenes de ser humano.
—Si quieres podemos prepararte una habitación e intentar buscar una solución mañana por la mañana. —Era Laura la que había hablado. Se percató de que debía parecer un bicho raro de manual. No es que no estuviese acostumbrado a estas alturas, pero aun así pensó que debía intentar sobreponerse de alguna forma.
—Perdonad, he tenido un día muy largo. He salido de trabajar y estaba simplemente conduciendo sin rumbo cuando el coche empezó a dejarme tirado. No quisiera causar molestia, puedo intentar contactar con los del seguro para que manden una grúa y…
—No te preocupes en absoluto, serías nuestro primer cliente oficial. Me puedo quedar yo si quieres,
Álex es un joven profesor de veintisiete años con secretos que le han mantenido en aislamiento emocional durante mucho tiempo.
Hasta que un día decide escapar a la montaña y todo cambia al quedarse atrapado durante una tormenta de nieve con Ollie, un joven de treinta que irá derribando poco a poco todas sus barreras.