Ni un solo rasguño
MIGUEL TÍBET
Sentado frente al televisor, con un vaso de leche y una magdalena, Esteban dejaba caer una lágrima cada vez que veía una película de guerra. Mientras sus nietos arengaban a los yanquis, que rifaban tiros en las selvas de Vietnam, él, que había estado en tres frentes distintos y había desayunado con la muerte en más de una ocasión, prefería recordar en silencio el estruendo de la metralla.
Bajo un inclemente sol de agosto, paseaba las ovejas por el secarral cuando su hermana vino a traerle la carta. Esteban no sabía leer, pero no era tan imbécil como para ignorar el significado del águila coronada y la cruz de Santiago en el membrete. Esa misma noche, durante la cena, su padre lo felicitó. Había seguido por la radio la escalada del conflicto y estaba orgulloso de tener en el gobierno un militar con los pantalones puestos, capaz de devolverle a la nación la gloria de antaño. “Cuando vuelvas serás un hombre”, le dijo. Esteban, al que poco le interesaba la patria, y mucho menos la de los sultanes extranjeros, solo podía pensar en La Mari.
Se veían todas las tardes, a la hora de la siesta, en el cobertizo
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de piedra. La Mari entendía que Esteban no tenía muchas luces, pero lo hacía como un burro y con eso se consolaba. Quizás en el fondo también lo quería, porque sabía muy bien que, a diferencia de los demás hombres del pueblo, era incapaz de lastimarla. Antes de despedirse, le regaló una camisa de fajina que había sido de su padre. En el cuello había bordado una Virgen del Rosario, para que lo protegiera de las bombas y de las balas. Sesenta años más tarde, el viejo todavía conservaba aquella estampita, gastada por el tiempo y el sudor, que había ido mudando de camisa en camisa y que no había alejado siquiera un día de su yugular. “Cuídate”, fue lo último que le dijo La Mari, y sin mayores preámbulos le dio la noticia: “que no quiero criar un niño sola”.
Ya en África, la primera noticia que tuvo de España fue un reproche. La Mari estaba indignada porque todas las mujeres del pueblo recibían cartas de amor de sus maridos o prometidos, mientras que el desgraciado de Esteban, que no sabía escribir, daba menos señales de vida que un muerto. El Canijo le leyó la carta y le recomendó que le enviara un recuerdo para remediar su falta. Rascándose la cabeza, Esteban se sacó cuatro piojos que explotó contra el papel, manchándolo con su propia sangre. “Escríbele que la quiero”, dijo, “y que le mando lo único que tengo”.
Esteban volvió de Marruecos sin un rasguño y el cura del pueblo no tardó en reconocer el milagro. Todos los demás reclutas de Guadalajara habían muerto, dejando un tendal de jóvenes viudas, padres sin hijos y
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niños huérfanos. A él, las balas parecían esquivarlo. Estebanico tenía ya casi dos años y hablaba como un loro. Del primer encuentro, del primer tiro, La Mari quedó embarazada de Juanita, y Esteban comprendió que al final la vida era más fácil en el frente. Ahora tenía cuatro bocas que alimentar y muy pocas ideas.
En las tierras que heredó de su suegro se puso a plantar melones y no le fue tan mal. Pero los años pasaron, llegaron dos hijos más y estalló otra guerra. En Guadalajara, último bastión de la resistencia en la ruta hacia Madrid, caían las bombas como granizo. El cura, a quien su esposa, piadosa como era, visitaba incluso después de misa, le ofreció refugio para su familia en el convento del pueblo. Esteban le agradeció encarecidamente y el religioso, con un brazo alrededor de la cintura de La Mari, le respondió que eran momentos en los que había que estar más unidos que nunca.
Los trámites habían sido más expeditivos esta vez. No le había llegado una carta del gobierno, ni tampoco le habían dado muchas opciones. En el puesto de policía, convertido en precario cuartel, le informaron que solo almorzaban los que firmaban. Las brigadas habían sufrido muchas bajas y a los generales polacos no les importaba que los reclutas no entendieran ni siquiera de qué lado disparaba un fusil; era simplemente una cuestión de número. Esteban no sabía firmar, pero uno de los oficiales encontró la solución. Hundiéndole el pulgar en el tintero y apretándolo contra el papel, lo felicitó por su compromiso y su
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valentía. “Ni un paso atrás”, gritaron sus compañeros, y él se les unió por cortesía. Lamentablemente no pudo hacer migas con ellos, porque solo hablaba español.
El cuartel fue asolado por sorpresa la mañana siguiente. Las ráfagas de una Hotchkiss que, al igual que él, también había peleado en Melilla, arrasaron con todo a su paso. Todavía algo aturdido por los estruendos, esquivando los cuerpos sin vida de sus camaradas, alcanzó a salir con las manos en alto entre las nubes de humo y polvo. Era el único sobreviviente del asalto. El general de los Sublevados, apretando el caño de una pistola Walther contra su sien, le preguntó con qué bando estaba. Esteban solo atinó a pensar en su familia antes de responder: “Con ustedes, claro”. Los militares corearon el “Viva la muerte”, y él se les unió por cortesía.
No alcanzó a ver a La Mari ni a sus hijos, porque esa misma tarde lo subieron a un camión y lo llevaron para Madrid. Junto a un grupo de labradores que hasta entonces no habían tenido la suerte de visitar la capital y tampoco tenían la menor idea de lo que estaban haciendo allí, se les ordenó tomar la Universidad, donde al parecer funcionaba un centro de operaciones. “Que no salga uno con vida”, gritó el italiano que estaba a cargo de su improvisado batallón. Y así fue: en el patio de la Universidad los asaltantes rebotaron ante un muro de fusiles y uno a uno fueron cayendo como moscas. Esteban, besando su estampita detrás de una columna picada por las balas, fue el único que se salvó. “No
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pasarán”, exclamó al ser descubierto, y entonó una canción que le habían enseñado la noche anterior. Le perdonaron la vida por analfabeto.
El tiempo siguió su curso, sin pedir permiso, y se llevó al viejo como se lleva tantas otras cosas. Los últimos días lo encontraron senil y en silencio: harto ya de recibir órdenes y escuchar promesas, Esteban había decidido dejar de hablar. Sentado todo el día frente al televisor, con un vaso de leche y una magdalena, dejaba caer una lágrima cada vez que miraba una película de guerra.
Pocos días antes de su muerte, el partido que había llegado al poder, en ánimos de conciliar o contentar a todo el mundo, prometió una pensión para los veteranos que hubiesen sido heridos en combate. La Mari escuchó aquella noticia y se le iluminaron los ojos. Enseguida, ordenó a sus hijas que desnudaran al viejo. Esteban quedó parado y en calzoncillos en medio del salón, delante de toda la familia, mientras le revisaban la piel palmo a palmo en busca de alguna herida de bala. Sobre el suelo descansaba la última camisa que usó, en cuyo cuello todavía ostentaba, aunque ya muy deslucida, la imagen de la Virgen del Rosario. Después de examinarlo minuciosamente, la mayor confirmó con cierto desanimo que estaba arrugado como una pasa de uva, pero sano como un bebé.
“Si serás imbécil, Esteban”, exclamó La Mari. “Dos guerras y ni un solo rasguño”.
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Abraham Ortiz