Sapos y culebras nº1 [abril 2018]

SAPOS Y CULEBRAS ¡Sísifo, tu coraje haría falta! - Baudelaire i

[Año I - Nº 1]

i

Literatura i Filosofía i Ilustración i Historieta i Fotografía

SAPOS Y CULEBRAS Nยบ 1, ABRIL 2018 www.aynicooperativaeditorial.wordpress.com

AYNI COOPERATIVA EDITORIAL aynicooperativaeditorial@gmail.com

PORTADA Claudia Chiavacci Todos los derechos pertenecen a sus respectivos autores.

TIRAJE 100 ejemplares

SAPOS Y CULEBRAS i

¡Sísifo, tu coraje haría falta! - Baudelaire i

Litera

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Ilustra

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Colaboran en este número: Miguel Betti · Luis Briceño · Max Casco · Giorgina Cerutti · Claudia Chiavacci Jorge Luis Cruz · Lea Laugier · Fabrizio Mas Grimaldi · Greilyn Molina · Camilo Olarte

Las opiniones emitidas por los colaboradores de Sapos y Culebras no son necesariamente las mismas de los editores. Esta revista se edita sin fines de lucro. El costo de cada ejemplar cubre los gastos de edición, impresión, distribución y difusión.

AYNI

Sísifo, Franz Von Stuck

¿Quiénes

somos?

POR EL COMITÉ EDITORIAL

S

omos muchos (nosotros, juntos; y cada uno de nosotros, separados).

Mucha gente, muchos mundos. No nos reúne un principio rector o moral; no queremos saber nada de núcleos o jerarquías. Infinitas líneas de articulación (las que vemos y las que no) conectan nuestros trabajos hacia el interior y otras tantas líneas de fuga nos expanden hacia el exterior. Como un hormiguero de invisibles ramificaciones que crece y se desarrolla subterráneamente, sin centro, sin eje; susceptible a constantes rupturas y que, sin embargo, no cesa de reconstituirse.

Como un laberinto sin paredes: solo entradas y salidas.

Escribimos, pensamos, dibujamos.

Hacemos poesía, prosa, crónica, ensayo y tira cómica. Copiamos, robamos impunemente y, también, ocasionalmente, inventamos. Inventamos vidas y ciudades, mundos, realidades. Creamos, en un tiempo

que confunde novedad con variedad de lo mismo, porque estamos convencidos de que la creación debe ser el principio motor de la rebeldía y viceversa.

«Copiamos, robamos impunemente y, también, ocasionalmente, inventamos».

Frente a la solemnidad, los grandes nombres y las ideas con mayúscula, echamos sapos y culebras, maldiciendo todo lo que hay de sacro y canónico en el arte.

Frente a la falta de oportunidades, la conformidad y la indiferencia, nos sacudimos la apatía y tomamos las riendas. Lanzamos al espacio esta pequeña máquina artística con destino incierto. Será seguramente una breve semilla en la árida tierra de nuestros días, resistiendo plagas y tempestades. Nos consuela saber que tal vez, algún día, esa frágil 5

semilla pueda convertirse en flor.

«Frente a la solemnidad, los grandes nombres y las ideas con mayúscula, echamos sapos y culebras, maldiciendo todo lo que hay de sacro y canónico en el arte».

«No nos une el lucro, para el que somos natural y lamentablemente incapaces».

Tanto como ser leídos, deseamos entablar diálogos y lazos con artistas de diferentes disciplinas o que nuestro trabajo incite a crear nuevos colectivos. Porque el acto de creación no empieza ni termina con la línea o Baudelaire lo comprendió mejor que con la letra, sino que se extiende al nadie: la mayor virtud de Sísifo no infinito, espacial y temporalmente. es su esfuerzo, ni su resignación. Su Porque vivir también es, en cierta mayor virtud es el coraje. medida, una creación estética cotidiana.

Nuestra única y utópica pretensión es editar una revista independiente, dedicada exclusivamente a la creación (literaria, filosófica, pictórica, fotográfica) y a la difusión de artistas jóvenes. No nos une el lucro, para el que somos natural y lamentablemente incapaces. Nos unen el placer y las ganas de compartir lo que hacemos, de hacernos fuertes en un mecanismo de fantasía.

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Como diría Boris Vian (o más o menos):

«Todas las historias que siguen son verdaderas,

porque las hemos imaginado de cabo a rabo».

Habana estragos POR CAMILO OLARTE

T

al vez ahora que estoy encerrado en esta prisión pueda escribir algo así como El Perseguidor de Cortázar, como La Hojarasca de Gabo, como La forma de las cosas que vendrán de Luis Rogelio Nogueras, como El Cometa Halley de Reinaldo Arenas o como Los dientes torcidos de Budha de Andrelo Shinoda que alguna vez leí en Manizales, Caldas. Talvez pueda leer Bomarzo y pensar que estoy sentado en el parco dei monstri de Viterbo en Italia, enumerando mentalmente cuadros renacentistas y olvidar este encierro sin sentido. Terminar de una buena vez esa lectura que me recomendaron hace tanto tiempo: la biografía de Joseph Fouché.

Recuerdo el día que prometí ser escritor, una tarde cuando me encontraba obstinado, recorriendo el borde del malecón de La Habana, con la idea de evitar a toda costa que mi vida transitara para siempre en las tristes calles de mi barrio natal en Bogotá, Ciudad Bolívar. Esa tarde juré escribir algo decente ante una preciosa edición de Der junge style que compré en aquella librería del Vedado que tanto me gustaba, La saya iletrada.

En realidad, durante mi vida de estudiante en La Habana siempre quise hacer el amor con Yumei Kikiyama que venía tan obscena a las clases de la facultad de letras y me mostraba sus piernas de lagarto y me decía cosas con sus ojos y el calor me “putrefacteaba” el cerebro. Tenía ganas de saltar a un precipicio de minifaldas y caer en paracaídas dando piruetas en sus senos llenos de líquidos diversos… Tenía ganas de tantas cosas durante mi estadía en La Habana, como por ejemplo: asaltar encapuchado el camello soviético M5 a la hora de la confronta en la parada 462 de Alamar; beberme 9

un pomo completo de chispa’etren y luego bajar en bicicleta desde Miramar a toda velocidad hasta Infanta, insultando a todos los murciélagos que comían restos de pizzetas grasosas por los andenes de la ciudad; fluir como un microbio paseador entre los colores y pasteles de las estudiantes pinareñas de la academia de arte San Alejandro… Pero no, nunca hice nada. Solo me quedé mirando al sol en todas partes, en la Víbora, en Marianao, en Guanabacoa. Lo único que hice fue dar vueltas en las guaguas habaneras sin rumbo alguno porque eran muy baratas.

(Que chimba parce sigue así).

Ya estoy de regreso a Bogotá y si me templé tres mulatas cubanas en tres años fue demasiado. Mi amigo Manuko se templó cincuentaiocho mulatas en un año. Este es mi bilan de las cosas. Esta es la consecuencia de mi puta esquizofrenia y del sabor amargo que tengo en la boca desde los trece años. Me surgió de repente en lo más alto de una montaña rusa de Bush Gardens en Tampa Bay, cuando mi padre empezó a decirme lo huevón, lo miedoso, tímido e insignificante que yo era y que esa conducta solo ameritaba coscorrones. Así que, luego de ese periodo de estudios de gramática griega y latina en el San Juan de Letran en La Habana, terminé como profesor de un colegio para ñeros en el sur de Bogotá. Lo siento si suena un poco despectivo de mi parte, pero yo también soy un ñero de esos que le menta la madre al fercho del bus y que se caga en la puta madre de los taxistas y de los tombos y chucaros de esta malparida ciudad… al fin de cuentas, como todos saben, si vives en el sur de esa ciudad no eres más que un ñero hijueputa para la gente que habita el norte de la ciudad. Mentalidad clasista capitalina… puto capitalismo… ¡así que ni mierda! Me volví profe de español aunque no sabía si culo tenía tilde en la u o en la o, o si no tenía tilde para nada. Creo que no es posible un culo sin tilde y, además, me

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gustaban los culitos de todas las ñeritas del colegio, severos culitos: bluyines apretaditos, zunguitas pirobitas. Luego empecé a escalar posiciones. Primero fui profe de español, luego de teatro, luego de humanidades en general y me gané la confianza de todo el cuerpo docente y hasta de aquellos alumnos que eran considerados como los más peligrosos del plantel, puesto que te atracaban a la salida del colegio o te mandaban mensajitos de muerte en sobrecitos color rosa o te metían una puntadita en las costillas con sus pata’e cabras cuando menos te lo imaginabas, en el recreo, en la oficina de profes, tomando tintico; sí, me gané la confianza y hasta me invitaron a jugar un campeonato de microfutbol en los altos de Cazucá y jugamos rodeados por la seguridad del eternit oxidado de los cerros surorientales de Bogotá. Así llegué a ser el coordinador de disciplina de ese establecimiento más o menos educativo, El Libertador. Y continué así durante cinco años más: cogiendo bus, sumergiendo los pies en los charcos, embarrado, decomisando puñales, patas de chivo, punzones y millares de bichas de bazuco que a veces también me fumaba. Continué así hasta que mi padre un día me dijo que me fuera de vacaciones, que ya no me soportaba más y que me había comprado un billete con una promoción de Avianca para La Habana con los ahorritos de la pensioncita. Eso fue un puto punto de quiebre.

(Que bacano parce, dale con toda).

Gracias a un estilo improvisado de comunicación con la isla, me mantuve en contacto o por lo menos siempre lo llevé en la memoria, a través de los años, a mi amigo cienfueguero Ariel Chasel. Antes de abordar el avión, medité profundamente sobre la manera de aprovechar este viaje al máximo. Resolví llevarme unos kilos de perico a La Habana, para salir de la mala, o al menos unos gramos de bazuco o un poquito de horse pa’ tripiarme la vaina. Después, recordé lo jodido que era traficar en la aduana

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cubana, puesto que las historias en esas cajas aduaneras mal construidas del aeropuerto internacional José Martí abundaban por doquier. Le tenía miedo a una especie de expreso de medianoche cubano, un monina palestino había sufrido horrores en la guandola habanera. Jueputa… Una semana antes del viaje me fui a un pueblo antioqueño, Briceño, y conversé con algunos traquetos y narcos de poca monta, con el fin de darle ruedas al bizness.

Así que llamé a mi pana Ariel Chasel y le pregunté sobre algún aduanero que pudiéramos sobornar. Después de miles de vueltas y averiguaciones, aterricé en La Habana con cinco kilos de cocaína casi pura y trescientos gramos del mejor horse antioqueño. Con los ahorros que reuní en el plantel semieducativo El Libertador logramos construir una balsa para llegar hasta Miami con Ariel Chasel, quien ya había hecho la travesía sin mucho éxito dos o tres veces. Nos tomó tres semanas construir algo sólido para aguantar el oleaje y hasta logramos implantar en la barcaza un rudimentario sistema antirradares. La idea era hacerme pasar por cubano una vez pisar suelo norteamericano para pedir nacionalidad americana y, para eso, Ariel Chasel me enseñó un par de cosas básicas sobre la historia de Cuba, desde Martí hasta el Moncada y hasta me ayudó a perfeccionar un poco mi acento cubano, ¡mira tu pa’eso pipo! ¡Bárbaro!

En esas tres semanas alquilamos un ranchito en Cayo Coco y allí conocí a las amigas de Ariel Chasel, entre ellas Patricia y Rebeca. Singamos como locos durante una semana entera, consumiendo un poco de todo, mirando el mar, las medusas y los diferentes colores de las conchitas marinas.

Olvidé mi función de docente, los tejados de eternit en los altos de Cazucá, las busetas corrosivas que transitan por Ciudad Bolívar, la tristeza en los ojos de los niños y de los perros sin futuro de mi barrio bogotano. Embarcamos a las dos de la mañana. Nos despedimos de las chicas y revisamos por última vez las provisiones. El viaje fue más rápido de lo que yo esperaba y tocamos

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suelo norteamericano sin muchas contrariedades. Ocultamos la droga entre los peñascos de las costas de la Florida y media hora después ya estábamos detenidos en una comisaria costera de Miami.

En el interrogatorio las cosas salieron mal. Ariel Chasel me advirtió sobre las preguntas que suelen hacer los agentes de inmigración para comprobar tu verdadera cubanía. Recordar las fechas era importante. Hablar atropelladamente. Lo mejor era comportarse como un centro habanero a lo sumo. Hacer tu expresión incomprensible. Pero no lo logré. Yo era cachaco.

Un rolo que se delataba desde la primera sílaba y todo se fue pa’l carajo ¡asere! El agente era de Camagüey y rápidamente advirtió mi trampa, mi lenguaje forzado. Me hizo un par de preguntas sobre Pablo de la Torrente Brau, elemental para cualquier pionerito cubano, y fallé. Me transfirieron a una celda del condado de Miami-Dade de la Florida, desde donde te escribo, querido padre, esperando que algún alumno del colegio Libertador te acompañe a visitarme y así tenga la oportunidad de conocer las unites junto contigo.

Fort Lauderdale, 2008

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Autorretrato POR GREILYN MOLINA

Se dice del mar De los caminos Y de los atardeceres, que siempre la ven venir‌ Que saborea las costas y las montaùas y que recorre cada lugar sin dejar rastros.

Se dice que su silencio grita y ensordece Se dice del viento cuando sopla, que es una silueta de mujer.

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El Rayo

de la Vida1 POR JORGE LUIS CRUZ

La Vida me ha preparado para mi vida con la certeza dura de un corazón redondo.

Con mi trigo fuerte para los martes de oficina y los almuerzos en familia.

Con mi pluma suave para escribir bajito y hacer ruido por donde paso.

Así me preparó la vida para su rayo, con mi plexo solar desierto desde la fruta.

La copa y su tabaco, los nervios, la paciencia, girando alrededor de mi perla enloquecida.

1. De: Los ánimos del amor y el descontrol (próximo a publicarse).

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«Una tarde

parda y fría de

invierno».

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Lea Laugier

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L

legué a la entrevista con el cirujano muy temprano, una hora antes de que empezaran las consultas como lo exigió. Esperé quince minutos en el pasillo hasta que su asistente me dejó pasar a una salita. Su nombre era Carmen, pequeña, usaba un pulóver azul y pantalones lisos. Parecía más una cajera de banco. No era joven. Le conté que venía a hacer una investigación “social” sobre las cirugías estéticas. Conversamos largo rato y le hice preguntas discretas e inteligentes que buscaban detalles reveladores del contexto. Ella respondía pueril y divertida. Era fea. Nada parecido a lo que yo admiraba de las mujeres. Reía y le pedí su número de teléfono celular. Era un tipo atractivo: moreno, alto y bello, con músculos marcados. No había razones para que se negara. Ella lo anotó en un papel sin decir nada y me lo entregó. Su sumisión y vergüenza me excitaron aún más.

Sonó el teléfono y respondió a las preguntas directas del doctor. Él había entrado ya al consultorio por una puerta privada. Me hizo esperar unos minutos más. Carmen fingía escribir en la computadora. Cada cierto tiempo me miraba y sonreía con algo de pudor.

–Buenos días, tengo mucho trabajo así que… adelante –dijo el doctor sonriendo y llamándome con su mano.

Era un tipo blanco, de más de 45 años, calvo. Algún tratamiento le había cuadrado la quijada y estirado los pómulos. Tenía los labios partidos y la cara bronceada. Era una figura curiosa, bata blanca y camisa deportiva abultaba por la barriga elegante de los millonarios. Sus ojos azules viendo a través de mí, idóneos para el hábito de ignorar las enormes diferencias sociales habidas entre nosotros y así poder comunicarse sin tropiezos. letarg despierta del

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POR LUIS BRICEÑO

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–Gracias por recibirme doctor Juárez –le dije, ahogándome por el olor a menta que desprendían sus dientes reconstruidos– ni se imagina lo que me costó localizar un médico dispuesto a hablar y responder mis preguntas.

–De nada hombre –dijo ajustándose el reloj de pulsera- uno entiende cómo son estas cosas. Disculpa que te haya citado tres semanas después de lo que esperabas, es que mi esposa y yo nos fuimos al golfo de México a bucear con tiburones blancos.

–No hay problema doctor ¿podemos empezar?

–Claro, claro.

Los primeros minutos fueron rutinarios. El ego de Juárez nos llevó a un paseo por su currículum y sus conocimientos sobre cirugía reconstructiva en casos de accidentes extremos, fracturas, disparos en la cara.

–Son casos terribles, los baleados, se hace lo que se puede.

–¿Cómo llega de esos casos a las cirugías estéticas? ¿Son cosas muy diferentes o no?

–Desde el punto de vista médico es más compleja una reconstrucción que una necesidad estética, a ver, lo primero es una emergencia, la segunda no, aunque haya quienes consideran su problema como algo de vida o muerte.

–Entiendo, pero ¿cómo se dio su paso de un lugar a otro? ¿Dejó del todo la práctica reconstructiva?

–No, no, en la Clínica El Prado estoy martes y jueves atendiendo estos casos, sobre todo tiros en la cara. Lo que pasa es que el dinero está en la parte estética, ha subido exponencialmente la búsqueda de ese tipo de procedimientos.

–¿Mucha gente entre la vida y la muerte?

–Entiendo lo que piensas –no, no entendía– uno desde aquí, desde su posición, juzga y dice “este detalle… no es necesario operarlo”, pero para

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la persona que lo tiene… eso es un peso muy grande, que lo ahoga, que no lo hace funcionar. Uno como doctor debe recomendarle lo mejor, soy de los que no opera algo hasta que la persona está del todo convencida.

–Si insisten que es una emergencia…

–Exacto, se opera, pero siempre hay que darle todas las opciones, los caminos posibles. Una persona que tiene un detalle, lo ve todos los días, vive con él, ese detalle, tú y yo lo vemos como un detalle, algo sin importancia, pero, para quien lo presenta, es una cuestión de vida o muerte. Es para que tú veas lo complejo de lo que yo hago aquí.

–¿Cómo es el procedimiento estándar en las operaciones que usted hace?

–Bueno, aunque todo depende del procedimiento, la paciente, la mayoría son mujeres aunque cada vez vienen más hombres, me dice lo que le molesta de sí, casi siempre con timidez y vergüenza. Le propongo el procedimiento que toca de acuerdo a su problema y si acepta, le doy orden para los exámenes preoperatorios y si fuma le pido que deje de fumar.

–¿A qué operaciones recurren más las personas?

–Eso es sencillo: la mamoplastia de aumento, la liposucción, la rinoplastia, la lipoescultura, el liftin, los glúteos, la rino. Lo que manda son los senos bonitos, llenitos y paraditos, una cintura estrecha y una nariz perfilada y armoniosa.

-¿Y a qué vienen los hombres?

-Tú sabes que el mundo de hoy es muy competitivo a nivel laboral, sobre todo para los hombres que tienen que competir con hombres más jóvenes y en forma. Los hombres mayores vienen a corregir unas evidencias del paso del tiempo.

–¿Y las mujeres por qué vienen?

–A corregir imperfecciones, algunas vienen con la foto de una artista y me piden: “quiero esto como ella”. Y bueno, se le dice cuáles son

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las opciones. Este trabajo no es fácil, uno tiene que ser doctor, cirujano, psicólogo, artista.

–¿Psicólogo?

–Sí, sí, hombre, el cirujano tiene que ser psicólogo, se encarga del cuerpo y de la cabeza, trata uno de que lo que la gente cree que debe ser sea; además, es fundamental que después de la operación se haga un acompañamiento psicológico, para que la paciente sienta que no está sola en esta nueva etapa. A veces pienso que el momento más importante es el posoperatorio. Esas conversaciones suben el autoestima, sí, el cirujano es también un psicólogo.

–Y un artista…

–Claro, se encarga de esculpir un cuerpo para que llegue a la mejor forma, a la forma deseada, esa forma está en la cabeza del cirujano, quien solo busca armonizar lo que es con lo que no es. El cirujano es todo eso que te dije, pero, a veces, si nada de eso funciona, puede ser un diablo. Si todo sale bien, todo es amor, uno es un Dios. Si algo sale mal o tal vez no, tal vez sencillamente la paciente no quedó satisfecha, el médico se convierte en lo peor y la mala fama de uno empieza a crecer. No obtener lo que se busca convierte al doctor en un demonio.

El teléfono sonó y sobresaltó el silencio que la sentencia del doctor había derramado sobre nuestra conversación. Juárez colgó y se metió en la boca uno de esos papelitos de enjuague bucal. Nada con vida había entrado jamás a aquel consultorio: una taza de café, una mujer con las pantaletas orinadas, un hambre furiosa de vivir. La cabeza de Carmen se asomó, su cabello se había soltado un poco y yo la imaginé desnuda. Habían llegado dos pacientes y la entrevista se terminó. Pude ver a una de las pacientes sentada, las piernas cruzadas, 21 años de piel blanca y pecosa con un celular que valía más que mi alma.

Salí del consultorio dando los buenos días y apenas mirando a la

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cara a la otra paciente, una rubia que subía y bajaba el cierre de sus botas.

En una calle de San Bernardino alquilé un teléfono y llamé a mi mamá, que se había sentido mal toda la semana. Hablamos generalidades. El calor de aquella época no daba tregua y me desabotoné parte de la camisa. Esa sensación miserable y absurda de descontento empezó a crecer como todas las mañanas. Antes de que se acabara el día, escribiría este cuento tres veces.

Lo haría sin saber qué estaba haciendo, oyendo la lluvia, viendo una película o matando cucarachas con una biblia. Colgué el celular y pagué. Estaba a muchas cuadras de la clínica, de Carmen y de aquel doctor múltiple: cirujano, profeta, psicólogo, artista, Dios, demonio. Caracas avanzaba sin fijarse, en su rutinario fluir como un río que va horadando las rocas, un río que en nuestro caso rompe toda piel y empapa toda angustia para que esta no se convierta en fuego.

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Vicio Cachina1 POR FABRIZIO MAS GRIMALDI

El mecanismo me acarició y a traición por la espalda me embistió insertando tabúes y rencores necios lastre ajeno que te obliga a inclinarte para sujeto a su yugo como un ingenuo siervo resignarte Aparato despiadado hambriento de organismos mal-heridos cuerpos vencidos sometidos prisioneros y centinelas a la vez como monigotes absurdos Reclusos de nuestros miedos nuestra ansiedad y prudencia recato que atropella y disminuye controla y erradica la inocencia facultad que es etiquetada de raíz extirpada para luego vernos confinados a vulgares existencias sin calma.

1. Cachina, del quechua kachinaq, desabrido, insulso: Diccionario de la Real Academia Española.

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Caos

POR GREILYN MOLINA

Puedo compararte con cualquier cosa. Cosas sin vida.

Vacías, petrificadas.

Como tu espíritu.

Como tu sed insaciable.

Esos dioses te llevaron al exterminio de tu mente mintiéndote y estrangulando tu fe insuficiente.

Abatido en el caos de una habitación turbulenta, yaces a la espera de una falsa oportunidad.

Yace tu alma entre los escombros.

Falso.

Como todo lo falso que respiras.

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Lea Laugier

ÂŤLos colegiales estudianÂť.

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Llenarte de poesía

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o lo que la primavera hace co tig n lo n o sc rc e c ere a h zo ro

os, enlazado oca rota de amo s, b unid e Qu ry

alma mordida, el tiem po rqu e

no estás

u po nos enc

s

entre destrozados

o uier q e t sola, porque yo

Romperte la boca a versos

Pablo Neruda, Poema 14; Federico García Lorca, Soneto de la Guirnalda de las Rosas; Mario Benedetti, No te rindas 28

Su acento POR GIORGINA CERUTTI

M

i acento lo escucho y me paro en seco. Mi acento es igual al suyo. Fue imposible no reconocerlo, ni reconocerme, en aquella voz que salía del ascensor, mientras yo subía las escaleras hacia mi departamento. Me quedé inmóvil unos segundos escuchando furtivamente aquella conversación ajena hasta que su voz se fue apagando con sus pasos, dejando atrás una estela de nostalgia. Llueve en Londres. Entré a casa y me senté junto a la ventana para ver caer una fina llovizna que molesta más de lo que moja. Pocas cosas me exasperan más que esta lluvia que cae como pidiendo permiso. En mi país, a un océano de distancia, la lluvia se desploma con violencia y pasión, como si con ella se cayera también el mundo. Con esta lluvia londinense no se cae nadie, ni el más torpe de los transeúntes, que la ignora por completo y ni siquiera se digna a usar paraguas.

Oí ruidos de arriba y recordé que el vecino del segundo piso se mudaba.

Quizás el dueño de mi acento sea el nuevo inquilino. Ojalá. Permanecí otro rato en silencio intentando discernir algún fragmento de esa conversación entrecortada cuando volví a sentir su voz. Me reconfortó verificar que sí era mi acento, aunque la confirmación no era realmente necesaria, porque yo a mi acento lo huelo incluso antes de que se haga palabra. Lo siento nacer en la garganta del hablante, recorrer su paladar y subir por su lengua para acabar en una boca que se entreabre en el preciso instante en el que el acento toca el aire y se vuelve sonido.

Ya pasaron varias semanas desde la mudanza, pero siempre que lo oigo se me pone la piel de gallina. Algún día me animaré a hablarle. Él me 29

va a entender. ¿Cómo no me va a entender si hablamos el mismo idioma y, además, con el mismo acento? Es probable que también esté aquí por trabajo, como yo y tantos otros que preferimos la añoranza a la penuria. Si estuviera en un país, mi país, donde la gente habla por hablar, sin necesidad de excusas ni protocolos, me le habría acercado el primer día tan solo para escuchar un «hola» dicho con nuestro acento. Pero estoy demasiado acostumbrada a vivir en el extranjero y ese tipo de comportamiento ya no me es natural. Las pocas veces que me lo he cruzado en el vestíbulo y he intentado hablarle, el saludo se me esfumó de los labios y se quedó colgando en el aire.

No importa, porque, aunque no le he hablado nunca, lo conozco. Sé exactamente a qué hora se levanta, qué tipo de música le gusta y cuánto tarda en la ducha cada mañana. Incluso sé, con una precisión un tanto indiscreta quizás, cuánto duran sus orgasmos y los de su novia. Los de ella son más numerosos y largos, pero estoy segura de que muchas veces los finge, sobre todo entre semana. Tampoco es que lo esté acosando, para nada. Esto forma parte de la intimidad distante que suelen entablar los desconocidos fortuitos, como los vecinos o quienes se encuentran en el cubículo contiguo de un baño público, porque no hay nada que una más a dos personas como compartir sus sonidos íntimos.

En estos últimos días, él y yo nos hemos acercado aún más. Siempre que su acento sale de su boca a pasear, viene hacia mí y me toma de la mano para colmar, juntos, el abismo que nos separa de nuestro hogar. Anoche, mientras dormía, sentí su acento bajar por la escalera, meterse entre mis sábanas y colarse entre mis sueños. Pasó varias horas dándome besos detrás de las orejas, hasta que decidimos volar juntos hacia nuestro país, que durmiendo es todavía más lindo que en la realidad.

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Esta mañana me levanté sobresaltada, con nostalgia en los labios. Es difícil amanecer en un lugar distinto al de los sueños, y encima con esta llovizna insulsa de fondo. Miré hacia el otro lado de la cama y él tampoco estaba allí. Se había esfumado junto con mi país. O no. Su acento no está del otro lado del océano, a miles de kilómetros de distancia, sino tan solo a unos metros. Respiro hondo, me lleno de coraje y subo las escaleras. Sé que él aún está en la ducha, pero no tardará en salir. Agudizo el oído y logro sentir la espuma bajando por su piel. Ahora oigo que corta el agua y abre la puerta del baño. Toco timbre una, dos, tres veces. «¡Coming!», grita su voz desde el fondo del apartamento. Abre la puerta mientras termina de abotonarse la camisa. «Hola, ¿cómo estás?», le pregunto. Me mira con los ojos desorbitados, como si no me conociera y estuviera preguntándose quién soy y qué hago aquí. «Vine para invitarte a charlar un rato», le explico.

Me mira aún más desconcertado que antes, alza los hombros y, en tono de disculpa, me dice: «Sorry, but I don’t understand what you’re saying… Yo no hablar español».

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Noticias Mías POR JORGE LUIS CRUZ

Tengo un canto que llega silbado por entregas, dos ojos que no miran al frente y un trino en la ventana noche y día. ¿Quieres tú noticias mías?

Sigue el humo que asciende a las estrellas, o la cerveza que desciende al corazón.

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Laberinto POR FABRIZIO MAS GRIMALDI

Con la dignidad hecha pedazos merodeas por la ciudad al caer la noche abatido y ebrio transitas por calles desiertas y mal iluminadas con paso incierto como pájaro herido en vuelo accidentado Risas inquietantes te provocan escalofríos afiladas sombras se deslizan por superficies amarillentas el llanto de los invisibles retumba en tu cerebro sus gritos presos en las cloacas tu esquizofrenia aumenta Sabores amargos endurecen tu mandíbula ataúdes de cadáveres exquisitos del hombre hecho máquina por los vicios del mundo moderno y sus templos a la miseria.

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Lea Laugier

«Monotonía de lluvia tras los

cristales».

Antonio Machado, Recuerdo infantil

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Fabrizio Mas Grimaldi

La transferencia POR MIGUEL BETTI

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scondió detrás de la oreja el mechón de pelo rubio que le caía sobre la frente, prendió un cigarrillo y se sentó en uno de los bancos de piedra. Cruzó las piernas y los brazos, intentando en vano protegerse del invierno, pero el frío del granito atravesaba el pantalón blanco de su uniforme. Mientras se frotaba las manos, se hamacaba lentamente hacia adelante y hacia atrás, como ellos. Y qué me importa que el sueldo sea una mierda, papá. Lo importante es que estoy creciendo. ¡No!, ya te dije que no quiero trabajar en la clínica. Sí, ya sé que el ambiente es más tranquilo, papá, no hace falta que me lo digas. No quiero y punto. ¿Por qué discutía con él, aunque no estuviera presente, cada vez que se angustiaba? Es cierto que todo hubiera sido mucho más fácil si después de recibirse hubiese aceptado trabajar en la clínica privada del reconocido Dr. Martínez Peralta. Pero ¿para eso había estudiado? Seis años de medicina, cuatro de especialización. ¿Diez años de estudio en total para ser empleada de su papá? No era el nepotismo lo que le molestaba, porque sabía muy bien que tenía las aptitudes requeridas para el trabajo, ni que se preocupara por ella, lo que le resultaba totalmente lógico y comprensible. Solo quería probarse a sí misma que valía como profesional, que era capaz de abrirse paso por sus propios medios y sin la ayuda de nadie. Había sido una estudiante ejemplar, una alumna brillante, uno de los mejores promedios de la facultad.

No le hacía falta la tutela paternal.

Hernán se sentó a su lado y le pidió fuego. ¿Mal día?, le preguntó para romper el hielo, aunque su cara anticipara la respuesta. No, le respondió ella. ¿Cómo reaccionó Gutiérrez a la nueva medicación? Mal, le dijo él, ni siquiera la quiere probar. Hizo un escándalo esta mañana y le pegó una 37

trompada a mi compañero. La tiene que tomar igual, aunque no quiera, le dijo ella con un tono firme que le recordó a su papá, otra vez. Le voy a explicar que si no quiere tragar las pastillas, se las vamos a tener que meter por el culo, dijo él y reprimió la sonrisa inmediatamente al ver que su chiste no le hacía ninguna gracia. Abrigate, te vas a enfermar, agregó para cambiar de tema, mientras se sacaba la campera e intentaba cubrirle la espalda. No, dejá, estoy bien así, gracias. Aplastó el cigarrillo con la suela del zapato, se levantó y volvió a entrar sin despedirse. No es que ya no le gustara, que la aburriera o que la hubiera pasado mal la noche anterior. Simplemente no estaba de humor para ese tipo de rituales y cortejos innecesarios.

Hasta aquel momento su día había sido como cualquier otro. No le había mentido. Pero era martes, y todos los martes y jueves después del mediodía tenía que atender a Anchorena, el de la 311. ¿Miedo? Para nada; al fin y al cabo había tratado casos mucho peores. Era algo diferente, como si la mera presencia de Anchorena, despojada de todo su pasado clínico y judicial, la pusiera incómoda por motivos que desconocía y no podía explicar.

Le decían el poeta y era, entre los internos, posiblemente el más tranquilo, el que menos llamaba la atención. Solía pasear por el jardín sin hablar con nadie o pasarse la tarde leyendo, encerrado en su habitación.

Escribir, le había dicho él durante una de las sesiones, después de aquello, ya no podía. Pero no le decían el poeta por su oficio de escritor, sino porque había sido profesor de Literatura en la Universidad de Buenos Aires (y al parecer incluso bastante reputado). Anchorena habría sido uno de los primeros en difundir y enseñar dentro del ámbito académico la obra de J. L. Ortiz, a quien tuvo la suerte de conocer personalmente en algunos viajes a Paraná. Su tesis de doctorado era la principal obra de referencia sobre el poeta entrerriano.

Cuando lo recibía en su despacho, y mientras él le hablaba (si es que se

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dignaba a hacerlo, porque la mayoría de las veces se quedaba callado durante toda la sesión), ella solía distraerse mirando sus manos. Eran finas, largas, delicadas. Manos de intelectual. Pero no era su silueta lo que la perturbaba, sino lo que habían sido capaces de hacer. Las imaginaba alrededor de su propio cuello, suaves, sin callos, apretando con fuerza la yugular, y le costaba creer que esas manos aristocráticas y refinadas fueran capaces de la peor crueldad. Emoción violenta, habían decretado los jueces y psiquiatras que lo condenaron. Uno llegó incluso a citar el precedente de Althusser.

Hacía días, tal vez semanas, que había descubierto que su mujer lo engañaba con su vecino. Lo declaró él mismo durante el proceso. Pero no reaccionó como cualquier otra persona o como era de esperarse. Era un tipo joven, bien parecido, con un cargo universitario, con un buen sueldo. No le hubiera costado mucho rehacer su vida. Optó, sin embargo, por la inacción.

No le dijo nada, no hizo nada. Salía de su casa todas las mañanas para ir a dar clase y volvía por la tarde sabiendo que durante su ausencia ella se había depilado, perfumado y maquillado, él había tocado el timbre, ella lo había invitado a pasar y se habían besado y acariciado, y él le había dicho lo boludo que era su marido, y ella le había dicho cuanto la calentaba, lo grande que la tenía, cómo le gustaba que la cogiera así. No le dijo nada, no hizo nada.

Hasta que una noche, mientras dormía, pasó sus rodillas alrededor de su cuerpo, le envolvió el cuello con esas mismas manos que contaban sílabas, que escribían versos, y apretó, apretó hasta sentirla inmóvil.

Le llevó varias semanas lograr que entrara en confianza y le hablara de aquello o hiciera una mínima alusión inconsciente. Los tiempos de la transferencia dependen principalmente de las aptitudes del doctor y no solamente de la resistencia del paciente, le había dicho su papá en buen lacaneano, y ella enseguida se arrepintió de haberle contado, si después de todo no le había pedido su opinión. ¿Pero contarle no era ya una forma de pedirle su opinión? La primera vez que Anchorena le detalló lo que había

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pasado, le describió los hechos de una manera bastante poética y, en cierta medida, a pesar del contenido macabro, su discurso la cautivó, porque también puede haber belleza en el mal, hipócrita lector, mi semejante, mi hermano. Como si me hirviera la sangre de golpe, le dijo. Señorita, soy doctor en Letras. De lo único que se mancharon mis manos alguna vez es de tinta. No puedo explicarle lo que sentí en aquel momento, porque ni yo puedo entenderlo. ¿Leyó usted Le Horla, de Maupassant? No importa.

Como si me habitara otro ser, como si una presencia invisible controlara mis actos y mis pensamientos. Cuando dejó de defenderse, cuando ya no se movió más, me acosté a su lado y me quedé dormido. Imagínese si no estaría fuera de mí. Por la mañana, cuando me desperté y me di cuenta lo que había pasado, lo que había hecho, fui directamente a entregarme a la policía.

Una cosa es el discurso, le había dicho su papá. Otra cosa es saber si verdaderamente obró por emoción violenta o si tenía la idea rondando en la cabeza desde hacía tiempo. Pongamos que el tipo hubiera encontrado a su mujer teniendo sexo con el vecino y les hubiera pegado un tiro a los dos, in situ. En dicho caso, no hay duda: emoción violenta. Pero el tipo tardó semanas, quizás meses en reaccionar. La realidad es que más allá de su perfil, podría perfectamente tratarse de un psicópata, de un criminal como cualquier otro, esperando el momento más adecuado para llevar a cabo su cometido y recibir así la menor de las condenas. Puede, incluso, y no es más que una hipótesis mía, haber fomentado el engaño. No entiendo cómo el juez dictaminó tan rápido la sentencia. El Dr. Martínez Peralta sabía siempre más que los especialistas en la materia, su opinión era siempre la más juiciosa, la más acertada. El Dr. Martínez Peralta era insoportable, y se volvió a arrepentir de haberle contado.

Fue aquella la única vez que hablaron del tema. Pero, más allá de que no lo abordaran directamente, con el correr del tiempo Anchorena comenzó a abrirse, a abandonar esa posición solipsista que lo caracterizaba

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y a contarle un poco más acerca de su vida. Le habló de su infancia, una infancia feliz en San Pedro, entre pájaros y naranjos, y de ese río que lo acercaba tanto a J. L. Órtiz, que lo identificaba tanto con él al punto de convencerlo de dedicar su vida a estudiar la obra del poeta entrerriano. Y cuando ella le preguntó, porque no lo conocía y nunca lo había leído, él, encantado, empezó a recitarle algunos de sus poemas. Uno por sesión, le dijo, porque hay que saber disfrutarlos. Son como chocolates muy finos, le dijo, hay que dejar que se fundan en la oreja. Se los sabía de memoria, no los estudiaba antes de cada sesión. Hablaban cuarenta y cinco minutos, a veces una hora, y al terminar ambos sabían que era el momento del poema. Vos vieras cómo se serena cuando recita, le dijo a su papá, como se tranquiliza.

Y no soy ingenua, sé que la elección de los poemas no es casual, que en esos versos, que recuerda especialmente en determinadas circunstancias, está diciendo mucho más que en cualquiera de los traumas de su infancia, cualquiera de sus miedos o de sus fobias.

Su reacción tiene que ser condenada, le comentó a Hernán mientras fumaban desnudos bajo la sabana, con las piernas todavía enredadas. Sin duda, en esa mujer que seguía viendo a su amante, cuando sabía o sospechaba que su marido la había descubierto, hay un grado de malicia y perversión fuera de lo común. Pero nada, bajo ningún aspecto, puede justificar lo que hizo Anchorena. Lo que todavía no puedo entender es por qué tardó tanto en reaccionar. Te puedo decir lo que hubiera hecho yo, le dijo Hernán. En cuanto me entero que me está engañando, y no importa cómo carajo es que el poeta se enteró, me voy a buscarlo al vecino y le reviento la cara a trompadas. Después armo la valija y bye bye, au revoir, arrivederci; mi jermu no me ve nunca más, que se arregle. Y si el departamento es mío la echo de una patada en el culo. Sí, ya sé lo que hubieras hecho vos, pedazo de gorila, le respondió ella. El tema es Anchorena. No me parece que sea un psicópata criminal ni tampoco que lo haya calculado fríamente. Le creo cuando me

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dice que fue un rapto de locura, que no pudo controlarse. Pero me cuesta entenderlo. Es un intelectual, un artista, un tipo racional y sensible al mismo tiempo. En todo caso, creo que correspondería que estuviera preso por asesinato, y no internado con los demás colifas. Preso o internado, yo creo que es un maricón y un femicida, le dijo Hernán, y ella se dio vuelta, suspirando una palabra que él no alcanzó a escuchar.

Siguieron viéndose, como correspondía, todos los martes y jueves después del mediodía. El humor de Anchorena había cambiado. Algunos de los enfermeros aseguraban que interactuaba con los demás internos, aunque de una manera irónica o condescendiente, es cierto, buscando cierta complicidad en los doctores, lo cual era todavía mejor. Solían verlo silbando por los jardines o leyendo fuera de su habitación, a la sombra del ombú del patio. Tenía incluso largas conversaciones con el director, quien, al parecer y para sorpresa de todos sus colegas y subalternos, era aficionado a la poesía y le leía de vez en cuando algunos versos de su propio puño, que Anchorena defenestraba con absoluta impunidad o aprobaba con total indiferencia. Doctora Martínez Peralta, le dijo el director al cruzarla en el pasillo, la felicito, y cómo le hubiera gustado que su papá estuviera ahí para escucharlo. Sabía, estaba segura, que la poesía había abierto el camino.

Al cabo de varios meses de buena conducta, y probada con suficiencia su aptitud psíquica, se decidió de común acuerdo con la justicia transferirlo a un penal. Anchorena no era tonto y no estaba encantado con aquella decisión. Cualquiera en su sano juicio sabía que se estaba mucho mejor allí, conversando con los doctores, paseando por los jardines, leyendo tranquilo a la sombra de un ombú, que encerrado en un pabellón mugroso, rodeado de cemento y rejas, conviviendo en el inframundo con lo peor de nuestra sociedad. Pero, precisamente, que no se resistiera, que no fingiera demencia o que ni siquiera intentara convencer a los doctores de extender su estadía en el neuropsiquiátrico demostraba que él mismo era consciente de su

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condición y de sus actos, y que sabía muy bien que aquel no era el lugar que le correspondía.

Era la última sesión y necesitaba, quien sabe por qué, hablar una vez más sobre aquello. Tal vez quería asegurarse de que tenía razón, que el director no se había equivocado al aprobar su decisión y que había hecho lo correcto. O tal vez se sentía culpable porque era su responsabilidad que transfirieran a Anchorena a un penal donde, como todo el mundo sabía, la vida no era fácil, sobre todo para un tipo como él: tan frágil, tan delicado.

Estaba algo sensible y que se hubiera peleado con Hernán la noche anterior no tenía nada que ver. ¿Es por el maricón ese?, le preguntó él. No, a Anchorena no lo vería nunca más.

Puedo explicarle todo en mi vida, doctora. Todo menos aquello.

Spinoza decía que una pasión deja de ser tal, cuando nos hacemos de ella una idea clara y distinta. Lo que excede al ámbito de la razón no puede explicarse ni comprenderse. Un rapto de locura, sin duda. Una reacción desmedida. Un crimen. Soy culpable, doctora, no voy a negárselo. Pero a veces me pregunto: ¿hasta qué punto fui yo? El profesor, o el poeta, como me dicen acá, no lo hubiera hecho nunca, no lo haría nunca, doctora. ¿Que merezco ser condenado? Eso lo sé y está claro. Y si bien no entiendo cómo llegué a hacer lo que hice, porque de los cuernos no se salva nadie y porque sé que podría haber reaccionado de otra manera, más normal o natural, digamos, entiendo la gravedad de mis actos. No soy un psicópata, doctora.

Aquello no me causó ningún placer. Usted me conoce. Me perdí unos segundos, un instante, y me alcanzó para tirar mi vida a la basura.

Se quebró, cubriéndose la cara con ambas manos. ¿Y qué diría su papá ahora? Se sentó a su lado, en el sillón de los pacientes, y cruzó sus brazos sobre los hombros de Anchorena, en un gesto maternal. Ya está, le dijo, ya pasó, mientras le acariciaba la espalda. Sabía que no era la manera, pero no le importó, si al fin y al cabo. No me recitó ningún poema hoy,

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Anchorena, se le ocurrió decir para animarlo. ¿Se pensaba que lo iba a dejar irse así nomás? No puedo, doctora, le respondió él, hoy no puedo, mientras se dejaba acariciar la espalda. Anchorena, las tradiciones se respetan, agregó ella, además es el último, y él, secándose las lágrimas, se lo acordó. Se tomó un tiempo para recordar. A la orilla del río, recitó después, un niño solo con su perro. A la orilla del río, recitó, y ahora eran sus manos las que acariciaban las piernas de la doctora, a la altura de la falda, dos soledades tímidas, que se abrazan. ¿Qué mar oscuro, qué mar oscuro los rodea, cuando el agua es de cielo que llega danzando hasta las gramillas? Sus manos finas, largas, delicadas, acariciando su cuerpo, subiendo lentamente, recorriendo su geometría. Ella cerró los ojos, se dejó tocar. A la orilla del río dos vidas solas que se abrazan. Sobre la blusa, le acariciaba las tetas. Solos, solos, quedaron cerca del rancho, le susurró al oído. El animal temblaba. ¿De qué alegría temblaba? También ella temblaba, y se excitaba. A la orilla del río, sus labios se rozaban, sus manos seguían subiendo y se detenían en el cuello. A la orilla del río, Hernán y los demás enfermeros intentaban en vano forzar la puerta, que ella había cerrado previamente con llave, mientras veían a través del vidrio cómo esas dos manos suaves, frágiles, delicadas, apretaban, apretaban hasta sentirla inmóvil.

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Bohemian Rhapsody, Max Casco 45

Fabrizio Mas Grimaldi 46

Biografía

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Apuntes sobre

Diógenes de Sínope, «el cínico»

Raffaelo Sanzio, Scuola di Atene

MIGUEL BETTI

POR

L

o poco que sabemos sobre este personaje filosófico se lo debemos a su tocayo, el biógrafo Diógenes Laercio.

Nació en Sínope, a orillas del mar negro (en la actual Turquía), a finales del siglo V antes de Cristo. Fue hijo de un banquero que, al parecer, como muchos de sus colegas a lo largo y a lo ancho del tiempo, se habría dedicado a actividades financieras no muy lícitas ni decentes, en las que lo habría iniciado con particular éxito (principalmente en el arte de acuñar monedas falsas). Descubierto, acusado y condenado al destierro, llegó a Atenas en su mocedad y allí se volvió discípulo de Antístenes (a su vez discípulo de Sócrates), quien le enseñó los rudimentos de la filosofía. Fue contemporáneo de Platón, a quien se enfrentó oponiendo al mundo de las Ideas el descabellado sentido común, y de Alejandro Magno, quien habría dicho, posiblemente nunca: “Si no fuera Alejandro, quisiera ser Diógenes”.

De él se cuentan algunas historias un tanto anecdóticas y literarias. En primer lugar, se dice que aprendió más de la naturaleza que de la civilización.

Habiendo visto un ratón que andaba de un lado para otro, sin hogar, sin bienes y sin temor a la oscuridad, halló el remedio a su indigencia en la libertad y la frugalidad. Dormía bajo los pórticos de los templos o a la vera del camino, y su manto le servía al mismo tiempo de vestido de día y de abrigo de noche. Viendo un niño que bebía con las manos de una fuente y comía sus lentejas sobre un pan, entendió que podía deshacerse de su copa y de su plato. Se hacía llamar Diógenes el Can (o el “cínico”, del griego κύων, “perro”), porque de los perros había aprendido a hacer todas las cosas en público: comer, cagar y masturbarse, sin preocuparse por la mirada ajena (cuentan que una vez, al ser sorprendido mientras se auto-complacía en el ágora, a plena luz del día, exclamó ante un público curioso y escandalizado: “¡ojalá frotándome el vientre el hambre se extinguiera de una manera tan dócil!”). Y, cuando le preguntaban por qué se apodaba el Can, respondía: “porque halago a los que dan, ladro a los que no dan y a los malos los

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muerdo”.

El exilio lo acercó a la filosofía, cambió su vida y sus costumbres.

Diógenes, el mismo que había sido banquero, rechazaba ahora la riqueza, la gloria y la fama, en contraposición a lo que consideraba como el único y verdadero bien: la libertad. Y, cuando lo acusaban vilmente de haber falsificado monedas en Sínope, en sus años de juventud, respondía: “también hubo un tiempo en el que me meaba encima, pero ya no lo hago; la diferencia entre nosotros es que yo ya no soy el que era ni quiero serlo, pero tú, aunque quieras, nunca podrás ser el que yo soy”. Hizo de la mendicidad una doctrina y reivindicó la pobreza, como lo harían después de él profetas de distintas religiones, pero no por cuestiones meramente morales, sino más bien prácticas y circunstanciales: en la simpleza se sentía libre, sin ataduras materiales. Se dice que vivía en una tinaja o un barril y que solo poseía lo que llevaba puesto, porque no necesitaba más. Cuando lo abandonó el único esclavo que lo había acompañado en su destierro, comprendió: “Si Manes puede vivir sin Diógenes, ¿por qué Diógenes no puede vivir sin Manes?”

Criticaba el carácter relativo del precio y del valor, ya que entendió antes que nadie que un quénice (¿?) de harina no podía costar solamente dos dineros y una estatua tres mil dracmas (la conversión a monedas actuales es un tanto complicada, pero la relación de valores es comprensible de todos modos). Habiendo visto en Megara que las ovejas andaban cubiertas con pieles para proteger su lana y desnudos los muchachos que las cuidaban en pleno invierno, sentenció: “entre los megarenses más vale ser carnero que hijo”. Y a uno que le preguntó a qué hora convenía comer, le respondió: “si usted es rico, cuando quiera; si es pobre, cuando pueda”.

De todas formas, entre las anécdotas más célebres, aquellas que perpetuarían su nombre a través de los siglos, destacan las dos siguientes: se dice que solía pasearse por la Acrópolis con una vela encendida en la mano, durante el día, y que iluminaba el rostro y las barbas de los que se cruzaban

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en su camino. Cuando le preguntaban que hacía, respondía: “busco a un hombre honesto”. También cuentan que una tarde, mientras tomaba sol en el ágora, Alejandro Magno se le acercó, maravillado por las leyendas que de él se narraban y gustoso de poder conocerlo, y le ordenó: “Pídeme lo que quieras”. Al parecer, Diógenes, impávido, respondió: “Pues hazte a un lado que me tapas el sol”.

Por último, en cuanto a sus ideas filosóficas, solo podemos decir que frente a la fuerza del silogismo o del razonamiento abstracto, Diógenes oponía la evidencia de la experiencia y del sentido común. Ante un discípulo de Zenón de Elea que se empecinaba en demostrarle que el movimiento era imposible, porque para pasar de A a C hacía falta atravesar un punto intermedio entre ellos (B) y así hasta el infinito (B’, B’’, etc.), es decir, hacía falta atravesar una distancia infinita en un tiempo finito, él se levantó de su asiento, le dio la espalda y se echó a andar. Pero fue Platón, al parecer, su principal oponente dialéctico. Nominalista avant la lettre y enemigo de todo realismo metafísico, estando el maestro discurriendo acerca de las Ideas, paradigmas de todo lo que es y existe, lo interrumpió de esta manera: “Yo, Platón, veo bien la mesa y el vaso, pero no veo la mesalidad ni la vaselidad” (según dicen, Platón respondió: “dices bien, pues tienes ojos para ver el vaso y la mesa, pero no tienes la razón para comprender las Ideas”). Por último, cuentan que estando el de las espaldas anchas dando cátedra en su Academia, y sirviéndose de su método dialéctico, dio con la definición última y más propia del ser humano: animal bípedo implume. Tras escuchar esto, Diógenes abandonó la sala y regresó al cabo de un rato, con un gallo previamente desplumado que lanzó sobre el estrado: “Aquí tenéis al hombre de Platón”, y añadió irónicamente a la definición del maestro, para evitar futuros equívocos: “de uñas anchas”.

Este fue Diógenes el Cínico, cuya filosofía de vida (valga la redundancia) legó un adjetivo que en su acepción más común, y exclusivamente peyorativa,

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vino a significar lo contrario de su actitud: la falsedad descarada. Lo cierto es que fue un hombre libre que desconfió de las grandes teorías y de los usos sociales, para quien la virtud y la ostentación eran incompatibles, que vio en la sociedad el origen de muchas de las falsas necesidades y malas costumbres, y en una vida natural y austera la clave de la felicidad. Se dice que solía entrar en el teatro cuando todos salían y, cuando le preguntaban por qué lo hacía, contestaba: “es lo mismo que trato de hacer todos los días”. Como el salmón, nadaba a contracorriente persiguiendo la libertad.

Sin embargo, al menos en una cosa Platón tenía razón. Una vez que Diógenes se encontraba durmiendo cerca de un canal de agua que le daba encima, en pleno invierno, y muchos de los pasantes, al verlo, se detenían y se compadecían, o pretendían ayudarlo, el maestro los reprimió: “si verdaderamente queréis compadeceros de él, idos”. Platón había comprendido que Diógenes necesitaba esa misma sociedad que denostaba (como un adicto en abstinencia la droga que lo corroe), y que también necesitaba contemplar su demacrado reflejo en el asco de la mirada ajena.

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Fabrizio Mas Grimaldi

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