Sapos y culebras nº4 [septiembre 2020]

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SAPOS Y CULEBRAS

i «El elemento nuestro es la inmadurez eterna» - W. Gombrowicz i

Literatura i Artes Visuales

Año IIINº 4

AYNI COOPERATIVA EDITORIAL

SAPOS Y CULEBRAS Nº 4, SEPTIEMBRE 2020 www.aynicooperativaeditorial.wordpress.com aynicooperativaeditorial@gmail.com

PORTADA

Claudia Chiavacci

CORRECCIÓN

Giorgina Cerutti

Todos los derechos pertenecen a sus respectivos autores.

TIRAJE

100 ejemplares

SAPOS Y CULEBRAS

i «El elemento nuestro es la inmadurez eterna» - W. Gombrowicz i

Narra

tiva

Ilustra

Colaboran en este número:

Geyler Hartley Aranda Rafael · Miguel Betti · Luis Briceño

Giorgina Cerutti · María Cheb · Claudia Chiavacci · Fernando González Cervelló

Alejandro Jacobsen · Fabrizio Mas Grimaldi · Alicia Moncholí · Camilo Olarte

Rakar · Indira Ríos · Olaia Rodríguez · Franco Ruiz · Pau R. Bernat

Francisco Javier Valenzuela Saravia

Las opiniones emitidas por los colaboradores de Sapos y culebras no son necesariamente las mismas de los editores. Esta revista se edita sin fines de lucro. El costo de cada ejemplar cubre los gastos de edición, impresión, distribución y difusión.

AYNI
Foto grafía
Poe sía
ción Escul tura

Picasso - El bebedor de absenta

Pablo

fragmentado Inventario de Sapos

y culebras

la única revista que sale cuando quiere

Quiero hacer una revista que no muera en el segundo número, me dijiste un día. Parecía difícil, sobre todo porque éramos cuatro vagos y no teníamos un mango partido al medio. A uno, que transpiraba literatura de esa que no venden en las librerías, lo habían echado de todos los países en los que había estado y cambiaba de vida como quien cambia de novia. El otro debatía sobre etnicidad y racismo en una América

Latina prendida fuego, intentando exorcizar el caos con la cosmogonía de Charly García y el flaco Spinetta. Vos andabas por Barcelona leyendo a Joyce en inglés, cabeceando los adoquines del sistema y combatiendo la rutina con poesía. Y yo le buscaba algún sentido a mi vida escribiendo cuentos surrealistas de esos que ya pasaron de moda, soñando con redactar una página que me ganara el Parnaso. El denominador común, para todos, parecía ser lo que la gente de bien llama el fracaso. ¡Pero qué carajo! Fracaso es levantarte sin ganas todos los días a la misma hora, y no por obligación, sino por cobardía de hacer lo que te gusta. Fracaso es inclinar la balanza del lado de la seguridad, olvidando del otro lado

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la libertad. Fracaso es bajar la cabeza cuando tu jefe te grita, en lugar de putearlo, renunciar y ponerte a tocar la guitarra o sacar fotos. Y si hoy no podés, porque la cosa está dura y de algo hay que vivir, o porque te espera un pibe para comer, fracaso es conformarte con lo que tenés, renunciar al sueño de poder hacerlo algún día, prender la tele en lugar de aprovechar el poco tiempo libre que te queda para escribir esos versos que te queman el pecho. Por eso, si me preguntan qué mierda es el éxito, te diría que para mí, para nosotros, es seguir publicando Sapos y culebras, con todo lo que tiene de furtiva e irreverente, de romántica, absurda y quijotesca. Quiero hacer una revista que no muera en el segundo número, me dijiste un día. Hoy vamos por el cuarto. Y eso que ya ni mi vieja las compra.

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Claudia Chiavacci (@renee_craft_)
«Quien ya no tiene ninguna patria, halla en el escribir su lugar de residencia»

Theodor Adorno (1903 - 1969)

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Esperaba más de mí

Medio siglo de violencia le había enseñado que lo más fácil y seguro es matar

Jorge Luis Borges

Mamá conoció a Silvio apenas llegamos a Buenos Aires. Mamá siempre me abandonaba cuando huía con él. Pasaba una o dos semanas y luego volvía arrepentida, queriendo consolarme. Ella ignoraba que, desde que tuvimos que ir a reconocer a papá en aquel basurero, mi corazón había dejado de funcionar y yo arrastraba una especie de vacío. Tenía 16 años cuando aquellas idas y venidas de mi madre arreciaron. Lo de mi padre fue a mis 13. Los agentes del grupo Colina se lo habían llevado y apareció en el botadero a punto de reventarse.

En una carta —que deslizó bajó la puerta— mamá me explicó sus razones. Las había numerado y en total eran cinco. Ese orden no guardaba ninguna relación con la nueva situación que se abriría ante mí y no reparé en lo dislocados que parecían aquellos alegatos. Algo sí quedaba claro: hacía mucho tiempo que yo estaba marginado de sus planes. Detuve la lectura antes de terminar el último párrafo y,

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mecánicamente, olí las hojas. Desprendían un tenue olor a perfume, la última evidencia de que mamá había estado cerca. Usé unas tachuelas para clavar las hojas en un corcho y luego olvidé que existían.

Como yo no trabajaba y ella era quien pagaba las cuentas, el departamento que alquilábamos se quedó sin electricidad ni gas. Dejé de ir al colegio y solo me sentaba en la cama a esperar que pasara el día sin pensar en nada, pues aquello me quitaba las energías necesarias para caminar en las noches por Microcentro. Cuando atardecía —así era todos los días— tomaba café con galletas mientras veía las sombras avanzando por los muebles y los libros. Llegada la oscuridad total, me tiraba a la calle con un alfajor en el bolsillo, a caminar hasta la extenuación. Esas caminatas no eran agotadoras, pensar sí. A la hora de dormir me cubría el cuerpo con el colchón para no congelarme hasta perderme en un mundo de sueños fatales y rotos como un tango de Virgilio Expósito.

¿Por qué mi madre en lugar de llevarme y abandonarme en Buenos Aires no me había dejado en Lima? Traté de responder esa pregunta en las primeras caminatas de agosto. Tenía hambre y el aburrimiento me estrujaba por dentro, mientras que, arriba y a lo lejos, miles de edificios se alzaban sobre el delta húmedo e inabarcable.

La vecina del piso de arriba era una francesa bajita de unos veintitantos

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que garchaba todas las noches. Las primeras veces que la oí, no entendí lo que sucedía, la densidad del colchón que me cubría aislaba los gemidos y los roces de las patas de la cama que se hundían en mis sueños. Sin percatarme cómo fue que pasó, todas las noches terminaba sentado y recostado de la pared hasta que acababan. Aquellas batallas sexuales podrían extenderse hasta el amanecer y yo esperaba, como quien se desangra con un balazo en el estómago en medio de un paraje abandonado. No me hacía sentir ni bien ni mal, solo dejaba que se escurriera.

Conocí a Eliana una noche en que ella y la francesa vinieron a mi casa y tocaron la puerta. Les abrí, nos sonreímos y penetraron la penumbra.

Una manta cubría mi cabeza y mis hombros. La francesa se disculpó y desapareció. Nunca supe su nombre. Me senté con Eliana en la cama y nos tiramos en la cara el vaho que salía de nuestras bocas. Un rayo de luz que entraba por la ventana ayudaba a delatar la presencia del otro.

Después de unos minutos en silencio, en el techo las patas de la cama volvieron a su habitual chirrido. Eliana me ofreció su ayuda, suponía que, de seguir así, moriría muy pronto. Yo creía otra cosa, sin proponérmelo la figura de mi padre —un guerrillero desaparecido— había alimentado en mí un violento e inusitado ánimo de resistencia. Ella me abofeteó en la oscuridad, no porque mis pensamientos hoscos la hubieran decepcionado (al fin y al cabo, no se los dije), sino por no escucharla cuando me pidió que saliera de aquella caverna congelada. Los golpes

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en el techo se hicieron duros, con un ritmo más espaciado y profundo.

—Eso es todas las noches —le dije.

—Lo imagino ché, qué frío bárbaro y ese ruido… —se lamentó.

—A mí no me importa, o sí, no sé.

Eliana puso la mano en mi muslo derecho y la línea de luz que entraba por la ventana vagó por sus ojos y los hizo brillar. Ella me ayudó a recoger algunas cosas y luego fuimos a comer a una pizzería en la esquina. Dos semanas antes había gastado mis últimos pesos en mandarinas y alfajores. La pizza me raspó el paladar. Eliana se limitó a mirarme con un rostro compungido, aunque ella daba más lástima: su rostro era huesudo y la luz de la pizzería había remarcado su aspecto enfermo.

—¿Eres feliz? —le pregunté mientras caminábamos a su casa.

—No, pero tampoco tengo tanta confianza en ti para decírtelo tan convencida —respondió.

La confianza nunca llegó: solo supe que era anoréxica y conocí a Samuel, el tipo con el que cogía. Eliana se enrojecía al verlo, sus ojos brillaban, una sonrisa maliciosa le asaltaba el rostro. Con él mostraba emociones únicas; en todo lo demás era fría, distante, acomplejada.

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Por ese entonces me acostumbré a llevar un cuchillo envuelto en un pedazo de cuero pegado a la cintura. Con su dureza, la guerra popular había opacado todas las liturgias de mi antigua religión, así que “no matarás” era poco más que una orden olvidada. Quería irme de Buenos Aires, por carretera, hacia el noreste, y estaba acostumbrando el cuerpo al puñal y a apretar los dientes. Cinco días antes de irme, Eliana me acompañó al edificio donde viví con mi madre. La europea nos esperaba para entregarme las cosas que dejé amontonadas en su departamento. En un bolso guardé lo que necesitaría y en una caja Eliana puso unos libros y unas bufandas. El resto lo dejamos en una bolsa sobre la calzada, que fue despedazada por mendigos ni bien doblamos la esquina.

Era un día gris, los adoquines nadaban en agua y mierda de perro. El colectivo atravesó avenidas que no recuerdo, golpeado por un sol débil que se elevaba como una objeción al aire cargado de aguanieve. Eliana se comía las uñas y se halaba una hebra de cabello hasta desprenderla. Luego la tiraba al piso y comenzaba con otra. Tenía días así de ansiosa. No hablamos en el camino y solo llamó mi atención para señalarme una mujer semidesnuda que caminaba por las vías del tren. Samuel tenía días sin aparecer.

En esos días finales, a veces, se reconfortaba acariciándome el cabello y todo era más dulce. Su mano se movía con suavidad, casi suspendida. En los recuerdos de ese tiempo oscuro y deslucido,

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siempre usábamos abrigos pesados. Eran fisuras en el sólido bloque de la desesperanza por donde, a veces, se colaba la alegría. Parajes sombríos como ese justificaban a Samuel, porque estaba bueno. Así que se apareció y lo cambió todo por unos días y Eliana volvió a vivir. Bebimos, yo diría que me emborracharon. Los escuché coger en el baño, en la cocina, etc. El techo giraba sin sentido mientras en el equipo sonaba un disco de Illya Kuryaki. El último polvo lo tiraron en un sofá del living hasta que se quedaron dormidos.

Al despertar un poco después de mediodía, deambulé por el departamento y abrí una ventana. La visión de una ciudad hermosa pero ajena apareció delante de mí en toda su magnitud. Cuando Eliana despertó los vacíos de los estantes y las paredes la estremecieron y corrió hacia su cuarto. Mi maleta hecha permanecía en su sitio. Esperé.

Ella salió minutos después tapándose la boca con el dorso de la mano. Caminó hacía la cocina con los ojos locos. Se escuchaba que revolvía las gavetas, tiraba las puertas de los muebles. Allí no había más que ollas y mierda de ratas. Puso a hervir agua para un café, luego regresó a la sala. Yo la esperaba con el alma reducida. Me arrancó el bolso y lo vació sobre el piso. Un libro de Arguedas y un casete del Grupo Niche, mis únicos tesoros. La muy desgraciada los apartó con el pie y se los quedó.

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Bajé cuatro pisos por las escaleras. Quise odiarla, pero no pude. Toda la vida fui así: solo sentimientos y proyectos que se quedaban a la mitad.

Caminé unas diez cuadras por Rivadavia y vi a Samuel dentro de un restaurante, comiendo y tomándose una cerveza mientras miraba un noticiero deportivo en la televisión. Me senté en su mesa y discutimos calmadamente. Llevaba puesta una bonita chaqueta ajustada de cuero. Le hice saber que no me despegaría de él, así que salimos a la calle y matamos el tiempo hasta que anocheció. Después de cenar, sacó cien pesos y me los dio para que lo dejara en paz. Los tomé y di varias vueltas por ahí, no muy lejos de su casa para que no se me escapara. A las 22:30 me metí en el portal de una descolorida vecindad de Constitución y seguí vigilando.

Casi a medianoche un dealer llegó y tocó en el portero. Samuel bajó al instante y lo dejó entrar sin asomarse. El vicio nunca desaprovecha noches como aquella. La muerte flotaba sobre la ciudad o tal vez era el fantasma de Leopoldo Marechal que me hurgaba los bolsillos ásperos de tanto sudor acumulado. “Dame fuerzas, no dejes que sea en vano la mucha violencia de la que he sido testigo”, le imploré, tal vez al puñal que seguía allí, apretado en mi mano.

Crucé la calle con paso ligero. Nunca se puede hacer algo peligroso dentro de ese ritmo pausado. Me colé a la vecindad subiéndome a una cornisa y luego atravesé el hueco de una ventana destartalada. El dealer salió de un

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departamento y tuve que agacharme detrás de una columna. Se detuvo un momento y miró hacia la línea opaca que era el pasillo, con sus luces amainadas y sus paredes verdes manchadas por manos errantes. El corazón se detuvo y lo único que me funcionaba eran los ojos y la mano engatillada. El chico hizo un gesto con la cabeza de reproche y se marchó. Esperé hasta que escuché, apenas, cómo se cerraba la reja de enfrente.

Encorvado me dirigí a la puerta de donde había salido y toqué conteniendo la respiración. Samuel abrió, su boca abierta, de donde colgaba un hilo de baba, avisó que aquello sería un trámite. Entonces, mientras de un culazo cerraba la puerta, le encajé el cuchillo en los riñones y una sensación reconfortante y maravillosa me recorrió el corazón.

Entré al cuarto y sobre la cama estaba Eliana, envuelta en una manta como si fuera una mortaja. La luz de la luna, azul y espectral, bañaba su cara. De su boca abierta manaba una saliva delgada. Sobre la sábana pequeñas manchas de sangre que se agrandaban. Dólares y pesos se amontonaban en la mesita de noche, junto a un preservativo usado. Cogí una caja de pizza que tenía dos porciones y los tiré sobre la alfombra. Arrastré la mano por la mesita y eché el dinero dentro de la caja. En el piso de la sala, Samuel ya no hacía nada. Tomé la chaqueta que descansaba en el respaldar de una silla y la usé. Salí sin cerrar la puerta ni apagar las luces. Entonces, después de bajar las escaleras de caracol, volví a la calle abatida por ese viento duro que sube del río.

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Fernando González Cervelló

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