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en el que da cuenta de un viaje realizado a la hoy capital de Castilla-La Mancha acompañada de un grupo de amigos, entre ellos varios ministros y altos cargos de países iberoamericanos.

la peste de las excursiones artísticas, a quienes era imposible largar con viento fresco. La pluma de la escritora gallega nos invita a un recorrido por los más destacados monumentos toledanos: las sinagogas del Tránsito y Santa María la Blanca, el monasterio de San Juan de los Reyes –en ese momento en fase de restauración a la par que se construía la sede de la Escuela de Artes-, la basílica del Cristo de la Vega o la Catedral. Al templo primado a sus tesoros dedica buena parte de su texto y también un jugoso y certero comentario que nos acerca a la vida social capitalina: «Suspendido a bastante elevación sobre un pilar, frente a la capilla del Sagrario, hay un cartelón o tablero, que dice poco más o menos (pues no poseo la exactitud del vizconde de Palazuelos): Están excomulgados los que en la basílica hagan señas, miren o hablen deshonestamente. La condena demuestra ser el caso frecuente, y no juraría yo que aún ahora faltasen allí, si no miradas y señas propiamente deshonestas, algo como flecheo del rapaz del Gnido. Cosa averiguada: en las poblaciones que tienen Catedral y donde escasean teatros y bailes, la basílica metropolitana es el amadero: en ellas se exhiben las niñas bonitas y maniobran los amartelados galanes».

No precisa doña Emilia cuando realizó el viaje a Toledo, pero quizá fuese en fechas próximas al Corpus Christi, pues relataba haber visto procesionar la Custodia de Arfe por las naves de la Catedral Primada. Sólo refiere que el día, en lo climatológico, era como de finales de abril. Los excursionistas hicieron noche en la ciudad, posiblemente en el Hotel del Lino, donde en ocasiones paraba Pérez Galdós, quien mantuvo una relación amorosa con la escritora gallega. En su texto, Pardo Bazán confiesa que ese relato es el primero de realiza sobre la ciudad de Toledo, aunque afirmaba haber estado aquí varias veces más. Nos dice haber dado el título de Días toledanos a su escrito en homenaje a Galdós, quien renombró así uno de los capítulos de su imprescindible Ángel Guerra, novela que había visto la luz poco antes de la excursión. En el texto, escrito con singular gracia y humor, se ponen de manifiesto algunos de los males con que debían enfrentarse los pioneros del turismo toledano: inadecuada comunicación ferroviaria con Madrid al tener que hacer siete horas de viaje (entre ida y vuelta) para poner permanecer aquí nada más que cuatro; necesidad de disponer de calzado de sentido común (forma ancha, suela recia y tacón plano) para deambular cómodamente por las calles toledanas; inoperancia de algunas guías turísticas (especial ensañamiento muestra con el famoso tratado bilingüe artístico-práctico del vizconde de Palazuelos, del que afirma que por su voluminosidad se precisaría de un paje para llevarlo); o de la pesadez de los espontáneos cicerones, calificados como

También refleja la miseria y decadencia de la ciudad en aquellos años. “El viejo barrio –escribe refiriéndose a la Juderíaes hoy un rincón pobre y silencioso; chiquillos de descalzas piernas y pedigüeñas bocas juguetean rodando entre el polvo de sus calles”. El tipismo de la famosa Posada de la Sangre abre paso a las inevitables referencias a Cervantes, autor que junto a Zorrilla, considera imprescindible para conocer el espíritu de la ciudad de Toledo. Y en unos años cuando la pintura del Greco comenzaba a ser redescubierta y

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