
Editores: Daniela Alfaro y Enrique Alfaro F. Tuxtla Gutiérrez, Chiapas Lunes 3 de noviembre de 2025 Primera época

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Editores: Daniela Alfaro y Enrique Alfaro F. Tuxtla Gutiérrez, Chiapas Lunes 3 de noviembre de 2025 Primera época

l reneé morales
l enriqUe alfaro
l Gisk
www.alfaronoticias.com.mx

l Carlos román GarCía
l aliCia martínez
l Ulises tobón


reneé morales
Los niños
Exclamando con la luz de la infancia
De la ignorancia
Viendo un huevo caer de la ventana
Estrellarse en el piso
La alegría ante la locura
Ante la incertidumbre
Ante la posibilidad de que no se rompa
Ante la tremenda pendejada de tirar un huevo por una ventana
Por verlo caer
Romperse
Ante la inocencia de querer romper algo
Porque sí
Porque no
Entre los chillidos de alegría se esconde el paso del tiempo
Se esconde la alegría del fin
De la muerte
Porque no somos lo que fuimos
Ni lo que seremos
Porque niños pendejos y descalzos tiraron un huevo por una ventana
Y yo desde la mía en un auto que se mueve los deja atrás
Como deje atrás mi infancia
Mi inocencia
Mi pendejez
Los veo mientras en mis audífonos suena la canción perfecta para este momento
La inspiración me hace abrir mis notas
Porque esto carece de sentido y tal vez
Solo tal vez, no necesita uno
Porque como esos niños y ese huevo y esa ventana
Este poema es por la diversión de hacerlo
Por la gracia de verlo caer
Por la pendejez que me llena y se acaba con la canción
Por ser niña otra vez
Solo un poquito
Solo un rato más
Solo por ser un huevo
Una ventana
Una canción
Una pendejez más en esta vida ante la risa de la muerte
Por ser la primera flor de primavera
Y el primer huevo apachurrado desde una ventana
Y una canción que se acaba.


Carlos román GarCía
Para Javier Aguilar Acevedo, quien me platicó la historia
Para Enrique Ampudia
Un poeta tabasqueño que pudo ser José María Gurría Urgell o José María Bastar Sasso, definió las orilladas del río Grande, que nace en los Cuchumatanes de Guatemala y desemboca en la planicie costera del Golfo de México, como las vegas ubérrimas del Grijalva, otro de los nombres del rión. En la ribera de Cupía de Chiapa de Corzo, fértil para la siembra del maíz y el jocote; poblada de altas ceibas, guanacastes, primaveras, cedros, caobas, capulines, nanches, zarzas, damas de noche, cachimbas, mozotes y palos de gusano; habitada por decenas de aves, insectos, mamíferos, miriápodos, artrópodos y alacranes, además de propia para la producción de ladrillos, vivían también, allá por las estribaciones del cerro Chiñua, los hermanos Ovidio y Jairo Nuricumbo. Unidos desde niños fueron compañeros de juegos y cuncas en el arte de chaporrear la labor, de tirar atarraya, de palanquear las embarcaciones para navegar hasta Acala o hasta Chiapa, de curtir nanche y jocote. Todo iba bien hasta que su padre, ya viudo,
empezó con una tos carrascajosa que no se le quitaba ni con abundantes infusiones de oreganón, ni gastando frascos de Vaporub, ni yendo a ver al doctor Alberto Vargas, quien tenía su consultorio a media cuadra de la pilona en la cabecera municipal. Ahí empezaron la sufridera y los pleitos, que vos ni gastás en medicina, que te agobia cuidar al tata en la noche, que mejor te vas de bolo a la cantina de la Irene, mujer del mayor Olinto. Pura peleadera que se puso peor cuando don Chinto Nuricumbo pasó a mejor vida sin dejar papel para repartir la herencia. Trompudos y malmodientos después del entierro, regresaron a la casa y ahí la discusión se centró en qué parte del terreno le tocaba a cadiquien. Decidieron que mita y mita, sin ventaja para ninguno. Salieron entonces a medir el terreno con varas, pero pa donde voltearan, siempre quedaba en medio un alto cedro, robusto y recto, del que podrían salir varios planchones para hacer una mesa galana con todo y sillas. No hubo acuerdo hasta que decidieron cortar el tronco por la mitad y cuando lo partieron
fue como si el filo del hacha se llevara también la hermandad, dejando a uno botado al lado del otro. Jairo decidió mejor agarrar rumbo para la costa, siguiendo a una mulatita que conoció en la fiesta grande, que quedó prendada de él cuando lo miró bailar con sus traje de parachico, gritando vivas sin parar hasta contar doscientos distintos, ¡viva San Antón Abad, muchachos!, ¡viva el patrón Úrsulo Hernández Pola, muchachos!, ¡viva Carlitos Navarrete, muchachos! Allá por el rumbo de Acapetahua fue a parar, llevando a cuestas su mitad del cedro de la discordia, con el que mandó labrar con un guatemalteco un San Pedro de bulto que no quedó muy grande, pero que eso sí, salió bien milagriento. Un día, sin avisar, llegó Ovidio a verlo hasta su nueva casa. ¡Hermano!, que acabe aquí la pendencia, volvamo a ser como antes. Un abrazo selló el pacto y cuando se sentaron a tomar café con pan servido por la negrita, completó, chulo está tu San Pegrito, ¿no? Lo mandé a hacer con mi trozo de cedro. ¡Velo, chunco!, entonces es hermano de mi canoa.


Ulises tobón
Silencioso, calmado y expectante. Silencioso porque no juzgas, no hay alguna afirmación que puedas decir, ninguna etiqueta que puedas poner para describir lo que pasa en tu interior. Calmado porque nada te inmuta, podrían acercarte a ti con la intención de cortarte en mil pedazos y posteriormente arrojarte a la hoguera y tampoco huyes, expectante porque ves ir y venir a todo el mundo sin la intención de detenerle. Me parece que la conexión entre nosotros es mayor que la que antes creía, si yo pudiera aprenderte esas cualidades seguro me ahorraría muchos problemas. Las afirmaciones, las etiquetas negativas que yo le he puesto a algunas situaciones de mi vida determinaron la manera en la que ahora guardo esa experiencia. La falta de calma y la pérdida de control desembocaron en decisiones precipitadas y en otras jamás tomadas. El deseo de querer que las cosas sean siempre iguales, cuando tienen una naturaleza cambiante, es el origen de la mayoría de mis angustias. Ahora te veo y te aprendo, si yo fuera tú quizá algún día habría deseado convertirme en una fogata para calidecer la noche de los demás, pero mientras eso no sea necesario y no llegue el momento en el que mi forma física deba transformarse, seguiré aprendiendo de ti, aprendiendo de tus hojas y de tu corteza, así como tú aprendiste de las voces y las pieles que algún día te tocaron. Puedo decir que este día has sido mi maestro y ahora no puedo negar la conexión que existe entre nosotros, entiendo que si te corto tendré una consecuencia y no será que me corten de la misma manera, sino que el daño viene de una peor manera vuelve en forma de justificaciones y en la inconsciencia, en creer que lastimar es válido porque no me reconozco en ti. Destruir a mi maestro, estar en la oscuridad, sería la consecuencia de tales actitudes. Ahora entiendo que eres una representación de mí fuera de mí, solamente cuando soy capaz de reconocerlo.
Gisk*
Estoy segura de que otra vida fui gato. En esta, es probable que tenga varias gastadas. Recuerdo bien el librito de portada azul que rodaba en casa: Reencarnación; entre intriga y curiosidad, mi hermana y yo compartíamos la lectura a escondidas, como si fuera prohibido. Mi madre y mi abuela eran promotoras del buen catolicismo, nos procuraban/obligaban a asistir al mayor número de rituales religiosos, lo que para la sociedad comiteca estaba “bien visto”; ahí nunca hablaban de reencarnación, ni de Krisna, ni del poder de la intención de Wayne Dayer, ni de las 7 leyes espirituales de Deprak Chopra, ni de Hermann Hesse escribiendo sobre un tal Siddartha, libros que por todas partes estaban en la casa, como si caminaran con libertad en ella. Era extraño aprender en misa sobre el amor a Dios desde la sumisión, con la ceniza en la frente y a la vez leer tantos temas interesantes.
Fue mi madre quien compraba esos libros, a pesar de los problemas económicos que, casi sola, sorteaba. Entre una madre exigente, con un matrimonio poco feliz y la crianza de cuatro hijos, ella, siempre bien vestida, se empeñaba en mantener una sonrisa amable, detrás de la que, de manera estoica, sostuvo la tristeza hasta la resolución de un diagnóstico de artritis reumatoide. Seguramente esos libros le proveían alguna libertad, aunque fuera sólo en su interior.
Desde entonces entendí que uno puede mudar varias veces de vida y que, cuando piensas que ya casi llegas a donde creías, ésta se derrumba. Mi primera muerte, recuerdo bien, fue cuando tenía cinco años; mis padres se habían enojado mucho, él había llegado borracho y grosero y mi madre no se defendía con palabras, sino con el silencio de su inquebrantable indiferencia; ahí viví, lo que ahora sé que fue una crisis de ansiedad, mi cuerpo pequeño temblaba afuera del cuarto de mis papás, angustiada de lo que iba a pasar, sobre un sillón frio, de color rojo, tensaba los dientes y pensaba cosas horribles, sin que
nadie estuviera para sostenerme. Más adelante morí con amiga, quien para mí era como una hermana, después de un accidente, Fabi perdió la vida y con ella, se fue parte de mi alegría, llevándome al puerto de la depresión profunda donde quedé encallada.
Otras veces más con relaciones fallidas; mi insistencia de que existía el amor verdadero me llevó a mantenerme en relaciones que me rompieron el corazón y me rompieron la madre. Pedazos de mi quedaban en cada una de ellas, y recogerlos ha sido un trabajo de entretejer, casi sin deseos, la nueva vida.
Creo que también he muerto con las tantas veces que he cambiado de casa, aunque les hacia el sahumerio que me recomendó mi abuela los martes y los viernes, regaba agua bendita en la entrada, ponía cuarzos en los cuatro puntos cardinales, en las últimas casas donde ponía ilusionada un clavo, de alguna manera, he tenido que irme, les he dicho a mis dos hijos que su hogar, su nido, soy yo, para que no sientan tan desolados como mi cuerpo se ha sentido, cada vez que, conmigo, los he tenido que llevar a su “nueva casa”. Estoy segura de que fui gato, en ocasiones quisiera volver a serlo, para poder saltar de un portal a otro, sin morir, para divertirme y reír de lo que voy aprendiendo. La vida se ha tratado también de la muerte, de renacer y transformarme; no sé cuántas veces más en mariposa, o en serpiente que se arrastra sin esfuerzo, o en escarabajo que camina lento, en algo, en lo que sea, alguna vez quisiera ser un pez que nada y sólo eso, y otras, ser la montaña, para no moverme y ver a los demás transformarse en este mundo donde le damos tanta importancia a todo. Mejor hubiera entendido a los cinco años que mis padres seguirían juntos y que el amor existe en mí, que hay que trabajarlo mucho y con paciencia, que se toma a sorbos como un té caliente, cuando acepto la incertidumbre de la vida, donde nada o casi nada está bajo control.
*Iskra Pinto Albores


aliCia martínez
Cantan los mirlos de mil colores, su alegre canto al rayar el día... ��entonaba mi papá, rasgueando su guitarra. Era mi noción del mirlo. En 2023 falleció mi hermano Toño. Apesadumbradas, nos refugiamos en San Cristóbal de Las Casas. Un hermoso trino nos despertaba cada mañana, creí que era un zenzontle, me corrigió mi cuñada, la viuda –Ali, es un mirlo. Poco después, mi amiga tanatóloga me compartió una creencia de su amigo sacerdote: las aves que nos gorjean cerca, repetidamente, son nuestros seres queridos que se fueron, vienen a decirnos que están bien. Desde entonces, disfruto la paz que me trae Toño-mirlo.
enriqUe alfaro
Don Juanito era el velador de las instalaciones de la editorial Ámbar. El destacado periodista arriaguense, Juan Balboa, era director de la revista y el escritor yajalonteco, Óscar Palacios, del semanario.
Con frecuencia yo trabajaba hasta la madrugada en la producción del hebdomadario, por lo que me retiraba en taxi a mi domicilio pocas horas antes del amanecer.
Una ocasión, estando a la espera del auto de alquiler, me puse a platicar con don Juanito. Me contó la historia de un conocido suyo al que apodaban “El Siempreviva”. El sobrenombre se lo había ganado, porque luego de algunos años de dedicarse a consumir bebidas alcohólicas (era teporocho, pues), vivió un episodio poco común.
Los amigos bolos de este personaje le casaron una apuesta: debía consumir una botella de licor barato de un solo trago. Dicen que preguntó a cuántos pesos ascendía lo reunido, miró fijamente el envase del alcohol de caña, apreció la transparencia del contenido, valoró el cuerpo de la bebida, levantó una ceja con gesto de Pedro Armendáriz y la hizo enteramente suya.
Para sorpresa de los comensales (¿o bebensales?), bastó una sola tragantada para que el contenido virtuoso escaseara, quedando la botella desamparada,
íngrima, vacía como la cabeza de Fox. Miradas de admiración le rodearon, los presentes callados hacían patente el respeto a esa garganta prodigiosa, única. Sólo una voz se atrevió a interrumpir: —¿Querés otro trago, compa?
Jamás estuvo tan lúcido como en esa ocasión cuando, alisándose los espesos bigotes caídos, contestó con seguridad: —Ya no más. Es la hora de partir... Y tomando el dinero de la apuesta, se encaminó por las veredas del río Sabinal. Dicen que pensando en las delicadas trenzas de su María Candelaria, quien seguramente a esas horas estaría vendiendo flores en su barca bajo el candente sol.
Pronto la mirada se le nubló. Sin chinampa donde caer, se vio desfallecer sobre el profundo canal de Xochimilco. Lo cierto es que no cupo en la pequeña zanja de un metro donde corren las pestilentes aguas que alimentamos todos los tuxtlecos y se dio un ranazo en el encementado.
Los amigos, a lo lejos, vieron derrumbarse a esa institución del trago, ese templo de Baco y corrieron a su auxilio. No se le acabó el combustible, se le esfumó la vida, dijeron los de la Cruz Roja. Nada que hacer. Una baja más en el Batallón de la muerte.
Pronto avisaron a la viuda que vivía en Terán. El féretro era sencillo pero


digno. La velación transcurría con normalidad. La mujer desamparada lloraba sin contención. “Sólo a la lluvia le permitimos llorar tanto”, diría mi amigo poeta Wlbester Alemán.
Y de pronto sucedió lo acontecido ¡Ni se atrevan a criticarme! Si los chiapanecos decimos “mucho muy” ni modos que yo no pueda decir lo anterior. O es mucho o es muy dice el antropólogo Andrés Fábregas, pero seguimos diciendo “mucho muy” y no pasa nada.
Decía yo que sobrevino lo inesperado: justo cuando los rezos concluían, el
ataúd se abrió y de él asomó el más pálido y tenebroso rostro que pueda poseer un humano. Algunos alcanzaron a ver a la viuda salir corriendo, otros ni eso vieron en su desesperación por alejarse del lugar. Todos se hicieron ojo de hormiga.
Sin más ayuda que sus menguadas fuerzas, el resucitado se bajó del cajón como pudo y alcanzó a caminar unas cuadras antes de encontrar un aguaje donde curar su espantosa cruda. Se bebió dos frías y regresó a la inconciencia.
Otros dos días dilató en despertar-
se sin recordar nada. Luego de que le contaron que ya estaba muerto y que de entre los difuntos había regresado exigiendo su caldo de chuti, el hombre se encontró a sí mismo y decidió, con la más grande serenidad que pueda poseer un individuo, dejar de tomar de una vez y para siempre...
Desde entonces, me decía don Juanito, cada que lo vemos le gritamos ¡Siempreviva! Y él nos responde el saludo con una sonrisa nostálgica.
La historia me gustó y se la fui contando, con lujo de detalle, al taxista que
finalmente me conducía a mi casa. Él, callado, dejó que concluyera y cuando me disponía a descender de su auto, me dijo:
–Todo es cierto. Así me dicen desde entonces...
De golpe caí en cuenta que el conductor era precisamente el personaje de la historia que me acababan de contar. El Siempreviva me había conducido a mi domicilio y yo, segundos antes, dudaba de la veracidad del relato. ¡Bendito velador! Nunca me advirtió que el resucitado trabajaba de taxista.


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