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Biyú Suárez Céspedes

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Macs Jara Bravo

Macs Jara Bravo

BIYÚ SUÁREZ CÉSPEDES (Bolivia)

Nacío en Santa Cruz, Bolivia el 9 de agosto de 1954. Profesora de idiomas por la Normal Superior Católica de Cochabamba. Licenciada en Filología Hispánica en la Universidad Autónoma Gabriel René Moreno (UAGRM). Diplomada en "Escritura Creativa" en la Universidad EAFIT de Colombia. Magister en Escritura Creativa de la Universidad de Salamanca, España. Es vicepresidente de PEN Santa Cruz, presidente de la Sociedad Cruceña de Escritores y de Clijsan/ CONALIJ. Ha ganado el Primer Premio Nacional de Literatura de la Casa de la cultura de Santa Cruz de la Sierra (2003) con su libro de cuentos Huellas (2003). Fue reconocida con la "Mención de Honor en Cuento Infantil", en la versión 2007 del Premio Nacional de la Casa de la Cultura que convoca el Gobierno Municipal de Santa Cruz, con su libro Cuentos de Anita, una niña bonita. Libros recientes. Cuento infantil: El mundo que yo quiero (2015), Al final… todos somos iguales (2019). Cuento para adolescentes: Anillos mortales (2009). Cuento para adulto: Cuentario guaraní (2019). Libros digitales: Cuento para adulto: Cuentos de la cuarentona en la cuarentena (2020). Cuento infantil: ¿Por qué no puedo salir? (2020), Virus, virus dónde estás? (2020). Antología. Investigación literaria: Cuentos y poemas para niños bolivianos. “Entre los valles y la selva” (2010, 2013), Nuevos cuentos y poemas para niños de Bolivia (Antología del Comité Nacional de Literatura Infantil y Juveni) (2019).

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LOCURA EN LA CUARENTENA Biyú Suárez Céspedes

Al escuchar la noticia de la cuarentena, corrió al supermercado y compró todo lo necesario para pasar cuarenta días en su nuevo hogar. Obedecía las reglas impuestas por las leyes sanitarias. A ella le iba bien estar sola tras la ruptura con su amigovio. La verdad es que las cosas estaban ya ¡cayéndose de maduras!

La pandemia no la asustaba, disfrutaba estar en la más completa soledad. Se sentía fuerte y además tenía mucho trabajo que realizar. Ya estaba montada en la onda del teletrabajo y tenía un éxito total por el buen desempeño laboral. Nadie quien la iguale. La respetaban, pero a la vez le temían. Un rictus en sus labios y una chispa diabólica se le dibujaban cuando no hacían las cosas a su antojo. Además de esos gestos, se dejaban oír expresiones ininteligibles, incoherentes muchas veces, que a ella no le preocupaban. El primer y segundo día, no durmió y se dedicó a completar los trabajos que tenía comprometidos de la A, a, la Z. Solo se levantaba de su escritorio para lavarse las manos cada hora.

El tercer y cuarto día concretó un par de trabajos nuevos, muy bien remunerados, que le interesaban. Los terminó y los envió vía internet. Solo tomó líquidos y escuchó a Siri. En la enésima visita al baño refregó sus manos con mucha agua, cloro y jabón, hasta que se volvieron casi transparentes. El azogue reflejó una cara con grandes ojeras y cabellos desordenados. Del quinto al décimo día lavó toda su ropa, cambió las sábanas de satén rosa por unas blancas. Tiró a la basura

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la comida comprada sin necesidad, arregló su walking closet ordenando su vestuario por colores: del más claro al más oscuro. A la derecha todo lo negro y a la izquierda todo lo blanco.

Los zapatos con tacones arriba, en un compartimento, los planos abajo. Depositó los finos conjuntos de ropa interior de encaje negro, blanco, rojo, colores sexis que resaltaban en su piel morena, en sus respectivas bolsas de tul con una inscripción que decía cuál de sus amantes se los había regalado, donde fueron comprados y cuándo. Los usaba con tal coquetería que ella misma se impresionaba. Pero a la hora de lavar los pantis, sostenes y tangas se pasaba hasta un día completo para obtener el resultado que quería, para finalmente ponerla entre paños con perfume especial en sus cajones. Fumigó contra las hormigas y posibles cucarachas, aunque el Penthouse que estrenaba y estaba en uno de los edificios más bonitos, elegantes y modernos, en el barrio más chic de la ciudad, no tenía ni la más remota posibilidad de tener un solo insecto. Se lavó las manos.

Cuando revisaba, limpiaba, fregaba y acomodaba los estantes de la cocina, en el más profundo silencio, ya había llegado a la veintena de días, casi sin darse cuenta. Se tocó las costillas y las pudo contar. Sacó las toallas de la secadora y las colocó nuevamente en el estante correspondiente a la ropa blanca en una fila perfecta, eran veinticuatro albas toallas de mano y solo seis, del mismo color con igual monograma, de cuerpo. Se lavaba las manos cada hora y se bañaba cada cuatro. Desinfectó el inodoro, lavó el amplio jacuzzi, puso desodorante ambiental, tras las cortinas y volvió a lavarse las manos.

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Tomó un jugo y se sintió plenamente satisfecha. Después durmió los diez minutos que se había impuesto y que Siri le recordaba sin falta, cada seis horas. Era la única voz, la de su asistente virtual, dotada de I.A, y de su propia personalidad para IOS, la única en quien ella confiaba y obedecía a través del IPhone. “Tu baño está listo” Ella como un robot dejaba la tarea de limpiar y se dirigía a tomar su espumoso baño cronometrado en doce minutos. Había rehecho la cama, limpiado la sala de nuevo, la habitación de huéspedes, el hall y todos los rincones de su departamento, miró hacia adelante y descubrió el balcón. Unas preciosas matas con amplias hojas y flores blancas le ofrecieron una sonrisa, ella, con una franela se dedicó a quitarles el polvo que no tenían. Era el fin de la treintena. Temprano en la mañana, del próximo día, buscó que más limpiar, trepó hasta las cornisas, ventanales y se dio a la tarea hasta terminar con las lámparas, todos los focos y adornos de su hogar. Luego descubrió una escalera que subía al techo. Tambaleando con un cubo en una mano, cepillos, detergente y otros elementos para higienizar, además de una manguera transparente, en la otra mano, que le proveería el agua. Subió peldaño por peldaño. Desafió el viento del sur que había llegado a la ciudad y se sentó en el alero principal. Comenzó la tarea de lavar cada teja, cada canaleta por donde chorreaba el agua. Como estaba un poco nublado, se quedó tranquila sin bajar, empeñada en la frenética limpieza, desde la mañana a la noche, sin escuchar a Siri, sin beber, peor comer nada. Se puso de pie y contempló su obra: el techo brillaba, resplandecía de un rojo chiquitano. Los destellos de la luz de las luminarias, hirieron sus ojos que se achinaron para

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adaptarse al reflejo. Con una mirada de satisfacción pasó revista al aseo perfectamente realizado. Con un cuidado extremo descendió al balcón y escuchó la voz que le volvía a ordenar que se lavara las manos. Llegó hasta el lavamanos. Quiso abrir la llave del agua y descubrió que sus manos se habían desvanecido. Con un grito que llegó a todos los rincones del condominio se lanzó por la ventana de cristales diáfanos que había dejado abierta. Se escuchó un ruido seco en la calzada. Era el último día de la cuarentena.

Fin de la cuarentena

Anoche mi marido me despertó con un grito aterrador. Prendí la luz de mi mesa de noche y el hombre seguía gritando con desesperación. Lo sacudí, le jalé las orejas hasta que abrió los ojos y se sentó al borde de la cama tomándose la cabeza con ambas manos. -¡qué pesadilla! Soñé que la cuarentena ya había terminado y que en el bar del que soy habitué dejaban entrar solamente por orden alfabético de los nombres. Me llamo Zacarías Zumarán.

Cacería urbana

Uno de los requerimientos después de finalizada la pandemia, era buscar su propio alimento. ¿Dónde Carlos podría cazar un par de panchitos? Incomprensión ¡Qué triste es saber que la gente no puede cumplir con las ordenes que dan por la cuarentena! Permisos falsos, tomar a chiste las normas y seguir en la calle en detrimento de su propia salud. La arenga de “quédate en casa” le entraba por una oreja y le salía por la otra. Necesitaba verla, aunque ella ni lo sabía. Se quedaba detrás de un árbol al frente de su ventana, esperándola sin éxito que asome su cabeza dorada. Una multa de mil bolivianos, estando a pie,

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de dos mil en su auto. Salió en el día que no le correspondía. En un par de semanas sintió un gran dolor de garganta, luego con una tos espantosa cayó muerto en la puerta de su casa. Muero por un amor incomprendido, dejó escrito —por tonto, —pensó ella. Sorpresa El letrero escrito en un cartón no muy legible sorprendió a Armando que llegó primero que Ana al motel: “Cerrado hasta nuevo aviso. Quedate con la de tu casa”

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