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María Cristina Botelho Mauri

MARÍA CRISTINA BOTELHO MAURI (Bolivia) Nació en La Paz, Bolivia el 20 de septiembre de 1945. Secretaria ejecutiva bilingüe, poeta, ensayista y narradora. Realizó estudios de literatura y cursos libres en la Universidad Mayor de San Andrés. Cursó estudios de literatura en Argentina bajo la dirección de la escritora Eloisa Jeandrevin. Ocupó cargos públicos en Educación y cultura. En el Ministerio de Educación y en la Casa de las culturas, de la ciudad de La Paz. Fue asesora y vocal del Consejo de las culturas de la Municipalidad de La Paz. Inició su oficio literario en la Página Dominical del Periódico Presencia de La Paz, dirigido por Juan Quirós. Residió en Córdoba, Argentina y en Estados Unidos. Hizo la labor de difusión de la cultura boliviana. Fue columnista del periódico El Deber de Santa Cruz. Es Vocal de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, en la Delegación de Indiana. Su obra figura en antologías de Bolivia, Perú, Uruguay, Colombia, Chile, Estados Unidos, Argentina e Italia. Su poesía fue traducida al inglés y al italiano. Libros. Poesía: Poemas en Vigilia (1993), Agonía de los espejos. 2º. Lugar del Premio Nacional de Poesía “Franz Tamayo 2018”. (2018). Prosa poética: El duende y el colibrí (2007). Cuento: La última estación (2011), Memoria de las mariposas (2014), El absurdo y su complicidad —cuentos y microcuentos— (2018). Novela: Refugio de picaflores (2018).

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EL DESTINO María Cristina Botelho Mauri

Silverio Laruta vivía humildemente, ocupaba dos habitaciones y un pequeño cuarto de baño. Su mundo era la mina. En su solitario hogar no necesitaba nada más que una buena estufa de kerosene para calentarse en aquellas noches demasiado frías, cuando el viento sopla como una tempestad. Sobre una mesa de madera rústica sin barnizar dejaba un jarro floreado desportillado para tomar el café, el pan de batalla y su queso altiplánico. Un poco más allá, una “chuspa” de hojas de coca. Por sus estrechas ventanas entraba el sol, junto al cacareo de los gallos del Tata Rigucho. En el cuarto de baño, un inodoro, una palangana con agua y un espejo quebrado. “Debo cambiarlo porque dicen que trae mala suerte, luego lo sumergiré sobre una fuente de agua, mi abuela, siempre hablaba de eso. Tengo que hacerle caso, mi awicha era muy sabia” -reflexionaba Silverio. Su cuerpo escuálido se repetía en cada pedazo de espejo, su rostro era cobrizo y graso, pómulos salientes, rasgos de la raza aimara y una barba rala que formaba una especie de candado. En la comisura de sus labios se advertía la saliva verde del resto de la hoja de coca que acullicaba durante largas horas, y su dentadura perfecta. Sonreía poco, hablaba menos. Era muy reservado, aprendió de su padre, “tata Eusebio”, de oficio artesano. En días atrás, había asistido a una ceremonia ancestral, donde se ofrece la sangre de un camélido sacrificado en tributo al Tío o Diablo del socavón. Las tradiciones encierran un sincretismo pagano-religioso. No escasea la cerveza, la dinamita, el rezo, la algarabía y la mixtura. Parecía el anticipo de una despedida, la mina iba agotándose poco a poco y les habían advertido sobre el posible cese y despido. No se desalentaron, siguieron

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bebiendo y brindando. Entre ellos alguien preocupado por lo que pasa en el planeta, comentó: —Hermanos, deberíamos informarnos sobre “la pandemia”, otro, le respondió sorprendido, —“Uta, no pues, no, aquí dentro de la mina imposible que pueda atacarnos ese estúpido mal, con origen de vampiro. Esa cosa, pues… Dicen que el calor mata al virus. Si no hemos muerto ni de hambre, ni de tuberculosis. ¡Cómo vamos a temerle a un bicho que vino desde tan lejos! Silverio escuchaba atento, como era parco de palabras dijo: —Cierto che… hermano. A coro unos cuántos:

—¡Dejen de joder!!! ¡Hay que ponerle ganas a todo!, Somos raza de bronce, raza fuerte, pues. Silverio con el ardor del alcohol levantó su vaso y dijo: —¡No dejo de soñar con la Remedios y sus gloriosas nalgas! Las carcajadas rebotaron en el interior de la mina, como si el demonio se mofara del destino de la humanidad. Muy tarde terminó aquella jornada. Silverio tuvo que tomar el camino de costumbre, la noche era oscura y extraña. El frío era como un presagio. El regreso era largo, la marcha se fue haciendo pesada, su cuerpo empapado por el sudor se le hacía insoportable, no había servicio de transporte, por posibles contagios en aquella zona entre Oruro y La Paz.

Llegó doblado en dos, con un insoportable dolor de cuerpo que le hacía gemir, gritaba de desesperación, parecía un lobo ladrando a la luna. Tenía la visión borrosa, no encontraba la cerradura de su puerta, su llave bailaba en su mano temblorosa. Después de algunos minutos pudo finalmente ingresar a su casa. Sus pasos eran lentos, iba perdiendo sus fuerzas, apenas pudo llegar hasta su camastro, se echó sobre el envoltorio de aguayos tejidos

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por su padre, le invadía una calentura insoportable, luego una helada sensación, miraba el techo y veía pasar una sombra gigante seguida por una multitud de arañas negras, la sombra crecía y se entraba a una cueva, -cuando salga me va tragar- pensaba el minero en esa su inconsciencia, un sopor lo mantenía mareado, el espectro seguía acechando al enfermo, detrás de la ventana, dos árboles lloraban al ver caer sus hojas indefensas, en aquel inhóspito lugar. Silverio casi inerte, no salía del sopor. El espectro sobrevolaba por encima de un estanque de hedor insoportable, donde estaban amontonados miles de cuerpos sin vida. El Covid 19 arrastrando cadenas se apoderaba de las calles. Un vómito amarillento caía desde el cielo y un sonido extraño, amenazaba a la humanidad. Silverio escondido debajo de las colchas, apenas podía reaccionar, era un guiñapo de huesos, sufrió una metamorfosis, quedó su conciencia y él nadando en su propio sudor. Unas voces vienen de alguna parte. “¿Serán las arañas negras del cortejo de la sombra?”. — ¡Hermano, ¿qué pasó contigo che…? ¿Nos oyes? —No estoy seguro si soy yo, estoy aquí sin entender nada. Un maligno quiso llevarse mi ajayu (alma). Sus amigos iban a darle la mala noticia, había sido despedido de su trabajo. Para el caso, eso no tenía importancia. Primero, Silverio tenía que recuperar su ser.

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