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Rosa Leticia Achach Dájer de Dájer

por Álvaro

Transcurría el año de 1992. Estaba atravesando por muchos cambios en mi vida, el primero de ellos, de casa. Le decía adiós a 10 años de crecer en una calle del fraccionamiento Yucalpetén, donde tuve los mejores amigos de la cuadra. Allí podía irme caminando a la tienda de la esquina por mis pizzerolas, al Videocentro por una película o a la papelería por mis monografías.

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Mis papás habían encontrado una casa en el norte de la ciudad, Montealbán. El dueño de esos terrenos, don Enrique Saidén Isaac, resultó ser muy amigo de mi abuelo materno, también de ascendencia libanesa: Nicolás Zogbi Canto, lo cual ayudaría muchísimo a la negociación. Aquello era puro monte, sólo existían tres casas y todo lo demás estaba en construcción. A tres lotes de la nueva casa vivía don Javier Garcini Rendón con su esposa María Eugenia Vega de Garcini y sus dos pequeñas hijas, Andrea y Stephanie. En la esquina estaba la pequeña cocina económica de doña Chalma Patricia Carmona Benítez de Saidén, y para comprar teníamos que caminar tres cuadras a una tiendita llamada “El Chel”, de don Ignacio René Bastidas Angulo, esposo de la magistrada Mygdalia Rodríguez Arcovedo y papá de Mygdalia y René. Todo era nuevo para mí, así que con el cambio de casa vino el cambio de escuela: el Ateneo de Mérida, de don Ricardo Dájer Nahum.

—¡Barucho, ya es tarde. No vamos a llegar! —gritaba mi madre mientras yo me amarraba los tenis Panam—. ¡Si no bajas, te prometo que no harás tu Primera Comunión!

Yo me apuraba mientras escuchaba que ya arrancaba la Gremlin azul y agarraba mi sándwich de la cocina, pues me había distraído viendo a los Caballeros del Zodíaco transmitidos por Caritele, y me había olvidado de desayunar y de mi cita para comenzar el catecismo.

Llegamos a una Iglesia llamada Nuestra Señora del Líbano. No sé qué me había impresionado más, si ver en la cúpula a una enorme virgen o que tuviera aire acondicionado. Recuerdo perfectamente que mi mamá me dijo “quédate aquí sentado”, mientras muchos niños arribaban al lugar.

Jamás había entrado a una iglesia tan grande. Todo estaba lleno de flores, como decorada para una boda, y perfumada con un delicado olor a nardos. Al mismo tiempo, llegaba una niña de ojos claros, muy alta, con un vestido rosa y unas sandalias blancas con velcro que me preguntó:

—¿Vas a venir a estudiar catecismo aquí?

—No lo sé —respondí.

Con el tiempo sabría que esa niña era Gaby Dájer Lixa.

—¡A ver niños, vengan por aquí! —salió una señora por la puerta de atrás, donde había entrado mi mamá—. Pónganse en círculo, vamos a comenzar con la oración.

Entendí que era la coordinadora del catecismo, una señora elegante con blusa blanca arremangada de cuello alto, que usaba dentro de una falda lápiz ajustada en color bugambilia. Hablaba muy rápido y muy gracioso, pero en un segundo todos los niños tenían su atención por su tono fuerte y firme. Yo seguía sentado moviendo mis dos piernas que no llegaban al piso, pendiente de lo que los niños hacían con ella. Tenía muchas ganas de integrarme, pero mi mamá me había advertido que no me moviera de ahí.

Mientras permanecía sentado vi que llegaron dos señoras muy guapas y apresuradas con sus hijos. Me imagino que se les había hecho tarde. La primera de ellas, una señora de cabello rubio corto, con un vestido de mangas anchas, apresurando a una niña blanca de cabello negro con dos trencitas y un vestido con dos moños en los hombros. Y la otra señora, un poco más alta, de tez blanca con una abundante cabellera castaña, cejas afiladas y cintura impresionante, llevando de la mano izquierda a un niño blanquito, delgado y rubio, como de mi edad.

—¡Perdónanos, Vivian. Estábamos desayunando y se nos hizo un poco tarde! Aquí te los dejamos.

—No se preocupen, apenas vamos comenzando —contestó la catequista—. Recuerden que hoy a las 12 es la misa.

—Sí, nos vemos en un rato —asintieron.

Mientras veía cómo se iban ambas señoras entaconadas, sentí que me tomaban la mano y escuché la voz de mi madre:

—¡Vámonos!

—¿Qué pasó, mami?, ¿por qué no me quedé?

—El cupo está lleno hasta el próximo año.

Salíamos de la iglesia rumbo al coche y las señoras seguían ahí paradas platicando. De pronto, la señora de cabello rubio le dijo a mi mamá:

—Hola Caro, ¿cómo estás?

—Hola, Beatriz, muy bien, aquí saliendo de hablar con el Padre para ver si me aceptan a Alvarito, pero ya está muy avanzado este grupo para las primeras comuniones.

—¿Ya conoces a Lety? —señalando a la otra señora que se encontraba a su lado.

—No, mucho gusto. Buenos días, encantada.

—El gusto es mío —mientras, yo veía la escena desde abajo moviendo la cabeza como jugando ping pong.

Ahí fue cuando escuché su nombre por primera vez. Nos subimos al coche y, mientras veía cómo se alejaba la imagen de la iglesia, le pregunté a mi mamá:

—¿Son libanesas, verdad, mamá?

—Sí, hijo, son libanesas.

Pasaron los años, exactamente 16. Era 2008. Yo trabajaba para mi primera portada, llamada Dulces y Codiciadas. Sabía que la sesión de fotos sería en la casa Faller, pero aún no decidía quiénes serían las personalidades participantes. Ya tenía la idea creativa, pero me faltaban muchas cosas. De pronto pensé qué pasaría si cada una estuviera vestida por los cinco mejores diseñadores yucatecos. ¡Bingo! Comencé mi investigación y fue ahí donde, nuevamente, su nombre apareció en mi vida. Para ese punto ya había elegido a cuatro de mis cinco protagonistas con su respectivo diseñador. Cómo es la vida que, para ese entonces, en su atelier de moda Achach & Dájer, ubicado en el hermoso Paseo de Montejo, se encontraba haciendo sus prácticas Emilia Alonzo Villarreal, una muy cercana amiga mía, quien fue la responsable de hacerme una cita con ella. Llegó el día. Yo estaba muy nervioso con el proyecto en mano. Les puedo resumir la historia contándoles que tuvimos un afortunado primer encuentro y desde que la conocí, me enamoré. Entendí que Yucatán no solo tenía a una diva, sino a su propia Coco Chanel.

Diez años después, en 2018, Fabián Rojano me preguntó quién sería nuestro personaje para el Día de las Madres… “Recuerden que es nuestro primer especial, tenemos que recurrir a alguien que impacte, que su historia sea maravillosa y nos quite el aliento”. Le dije que no se preocupara, que estaba trabajando en ello, que tenía en mente a alguien muy especial, pero que no sabía si fuese a aceptar, así que antes de hablar con ella directamente, preferí hacerlo con su hija, con quien tengo una amistad de más de 10 años. Hice la llamada y su respuesta me dejó aún más nervioso: “Amigo, sinceramente no sé qué decirte. Es algo que tendrías que proponerle a ella personalmente, pero cuenta con mi apoyo para lo que necesites”.

Tenía absolutamente toda la razón. Le escribí a Lety un mensaje preguntándole si le podía marcar. Escasos 15 minutos después me contestó “por supuesto”. Hablamos casi hora y media; elegantemente me respondió que su vida atravesaba un momento muy complicado, pero que nos reuniéramos a mediados de abril, mes en que estaría disponible para emprender este proyecto. Acercándose el tiempo, le escribí para definir la fecha y hora de nuestra reunión, a lo que ella me respondió: “Te veo el miércoles 11 de abril a las ocho de la noche en mi casa”.

Llegué más que puntual, toqué el timbre y me abrió un señor llamado Martín. “Buenas noches, bienvenido”, acompañándome a la sala de la casa donde ya estaban encendidas las luces y el aire acondicionado. “En un momento viene Lety”, me comentó.

—¿Gusta algo de tomar?

—Un vaso de agua, muchas gracias —respondí.

Mientras preparaba mis notas y acomodaba las revistas que había llevado, escuché su voz a lo lejos; mis nervios se hacían presentes. Llevaba meses sin verla, pues nuestro último encuentro había sido muy fugaz en una florería donde estaba comprando orquídeas.

—Buenas noches —exclamó, entrando a la sala —¿Ya te ofrecieron algo de tomar?

— Sí, tía, muchas gracias —en lo que me ponía de pie para saludarla.

—Hay granada y se hizo también cebada.

—No, tía, muchísimas gracias.

—¿Seguro?

—Sí —afirmé mientras me cautivaba un exquisito olor a rosas que perfumaban el lugar. Vestía una blusa morada de manga larga con aplicaciones de encaje negro en los hombros y puños, haciendo juego con su falda lápiz, también de color negro; en la cabeza una mantilla en el mismo tono, y calzando tacones de piel muy clásicos.

—Invité a una amiga, espero que no te molestes.

—No, tía, para nada.

—Mary Yoli Moisés. ¿La conoces?

— Sí, es amiga de mi mamá.

–¡Ay, que bueno! Va a venir a hacernos compañía. Bueno, cuéntame, ¿Qué es lo que quieres lograr?

Fue ahí cuando le entregué nuestro primer ejemplar y le dije que quería que fuera mi portada para el especial del Día de las Madres. Ella sonrió y me preguntó:

—¿Estás seguro?

— Sí. Quiero ser yo quien cuente tu historia, algo biográfico de muy buen gusto, que nos transportemos a tu infancia a través del tiempo, hacerte un homenaje en vida acompañado de una sesión de fotos maravillosa, junto con fotografías que nos hagan revivir tu vida y tu pasión por el arte, por el diseño, por la pintura, por la moda —pude observar que sus ojos tomaban un brillo especial—. Has inspirado a mucha gente, incluyéndome a mí, y los que no te conocen se inspirarán. Eres la primera diseñadora de modas y tu vida ha marcado un espacio en el tiempo.

—¡Hola, buenas noches! ¿Interrumpo? —fueron las primeras palabras que Mary Yoli Moisés dijo al entrar a la sala.

—Ven, amiga, siéntate. Te presentó a Alvarito, editor de la revista Sociaelité con el que voy a hacer el especial de Día de las Madres —ahí fue cuando entendí que había aceptado.

Y en lo que llegaban las aguas frescas me detuve a observar a la mujer más elegante que he conocido en mi vida. Ahí estaba sentada frente a mí en una silla de respaldo amplio. Puedo decirles que posee los ademanes más finos al expresarse, su piel iluminada parece de porcelana, sus labios vagamente se abren al hablar, y cuando sonríe se lleva la mano a la sien y se ruboriza con sorpresa. Su vocabulario es enriquecedor. Se percibe la nostalgia en sus palabras. Un coqueteo natural, como de estrella de cine, corre por sus venas, y un porte, ¡Dios mío!, ¡qué porte!, mismo que en ese momento me hizo sentir que amaba mi trabajo. Descubrí que nada me apasiona más hasta ahora que tener el honor de entablar una plática con personalidades como ella y escuchar su historia de viva voz. Es un honor y un privilegio.

Nació en Mérida, Yucatán, el 27 de julio de 1956, hija del matrimonio de ascendencia libanesa formado por Domingo David Achach Mena y Rosa Dájer Fadel de Achach. Para poder encarnarnos en la historia es necesario conocer el abolengo árabe del que proviene nuestra entrevistada.

—Cuéntame de tus abuelos.

—Mis abuelos fueron personas muy distintas entre sí; cada uno, producto de sus circunstancias. Mi abuelo Domingo Achach Candila llegó de Mosul, Iraq. No era el prototipo del emigrante, pues era un joven con conocimientos de música y literatura; conocía el idioma árabe antiguo y lo sabía leer y escribir. Aprendió en poco tiempo a hablar el español sin acento alguno y con una gramática perfecta. La gente que lo conocía no podía suponer que era de origen árabe. Después de años de trabajo fundó el Centro Mercantil —posteriormente Casa Achach— en la calle 65 entre 60 y 62, Centro. En esa calle había varios bancos. Ahí pasaban personajes de la alta sociedad yucateca que iban a realizar sus operaciones bancarias, con quienes mi abuelo entabló amistad. Recordemos que en aquel entonces el trato con árabes no era muy bien visto. Sin embargo, la calidad humana de mi abuelo y su enriquecedor intelecto hacían imposible no quedar encantados con él. Empresarios como don Fernando Barbachano Peón, pionero del turismo en México, y don Camilo Cámara Zavala, quien trajera de Francia junto con su hermano Ernesto los planos de las casas Cámara, se convirtieron en sus grandes amigos.

El entonces joven Ernesto Manzón Miranda, un joyero que se iniciaba en el negocio, me contó con nostalgia hace algunos años que agradecía a mi abuelo haberlo aconsejado cuando fue a comprarle oro. Le enseñó que para que una persona pueda hacer negocio tiene que haber un trato en el que ambas partes queden contentas, porque si el que vende no siente que vendió a buen precio y el que paga no siente que pagó un buen precio, nunca volverá a existir una negociación. Me emocionó mucho percibir el aprecio hacia mi abuelo en sus palabras.

Mi abuelo se casó con doña María Luisa Mena Eseff de Achach, cuando ella tenía 28 años. Tuvieron cinco hijos: David, María Elena, Melba Rosa, Selim y José Luis. La situación de mi abuela fue completamente diferente; sus padres vinieron del Líbano, protegiendo un patrimonio que ya tenían; radicaron un tiempo en Izamal, donde ella nació. Años más tarde se mudaron a Mérida, compraron una enorme casona en Chuminópolis, misma que decoraron con muebles traídos de Europa, y adquirieron un coche. Mi abuela creció siendo una niña mimada, acostumbrada a vestir ropa muy fina. Siempre le prodigaron muchos cuidados tanto por las circunstancias de la familia como por haber padecido una severa pulmonía que le dio por lavarse el pelo que le llegaba hasta la cintura y dejárselo húmedo sobre la espalda. La curaron con medicina herbolaria: cortaban pedazos del tronco de la mata plátano, los cuales envolvían con las mismas hojas para que sudara. Este líquido lo bebía en ayunas mezclado con jugo de limón. Ella me contó que eso la curó. A partir de entonces se cortó la melena hasta debajo de las orejas, y nunca más se la dejó crecer.

Era una mujer delicada a la que le gustaba pintar y costurar. Ambas aficiones se las heredé. Ella me enseñó a hacer punto de sombra, cadeneta, nido de abeja, diente de perro, costilla de ratón, dobladillo de ojo…

Algo que me contó con mucha emoción fue que su vestido de novia, sus zapatos y tocado fueron traídos de Europa, vía Nuevo Orleans. De su ramo, me contó que la joven que quería tener flores naturales, tenía que apartar turno con una señora que cultivaba en su patio las más diversas. De acuerdo con la estación en la que te casaras, utilizaba las que estuvieran en flor. Como mi abuela se casó en enero, su ramo fue de azahares de toronja y lirios del Japón, a los que había que envarar con un pequeño alambre horas antes de ser usado.

Entrar a casa de mis abuelos era muy divertido. Había un piano de cola en la entrada. En el piso, un jaguar que había cazado mi papá (cosa que ahora me produce horror). Tenía un patio interior lleno de jardineras que colgaban de maceteros de herrería. Yo juntaba los frutitos rojos, con los que jugaba, y corría hacia el salón de costura por el costurero de mimbre encintado, donde había diversidad de botones con los que me entretenía.

Cuando le pregunté cuál era el aprendizaje más grande de sus abuelos paternos, comenzó a explayarse de una manera muy grata. Mariyoly Moisés y yo estábamos anonadados de tantas anécdotas.

Su mamá, Rosa Dájer Fadel de Achach, es hija del matrimonio formado por don Antonio Dájer Fadel y doña Mounteha Fadel Budaine de Dájer. La inmigración libanesa y su descendencia constituyen uno de los fenómenos sociales más reveladores del siglo XX en Yucatán. Los hombres y mujeres libaneses provenían de pueblos agrícolas, pero con un temple y una educación sumamente distinta a la del estado. Muchas fueron las familias que llegaron, se acomodaron y lograron un posicionamiento económico. La comercialización de telas, linos, tejidos e hilos fue sin duda el negocio más común de la época.

—Mi abuelo Antonio era un hombre sencillo, de escasas palabras. Comenzó vendiendo cerillos, pues no tenía el dinero suficiente para comercializar cortes de tela, como la mayoría de sus amigos migrantes. Es increíble lo que logró al cabo de varios años. Generó un patrimonio impresionante, pues llegó a tener la tienda más importante del estado, El Progreso Comercial, ubicada en calle 58 entre 63 y 65, Centro. Vendía a mayoreo a todos los pueblos telas de pabellón, de trapeador, de franela, mantas y driles. Se hizo dueño de 32 kilómetros de playa en El Cuyo, correspondientes a los cocales donde se extraía copra, y era dueño de la concesión de las salinas, así como de más de una docena de ranchos, entre los que destacaba “la joya” de éstos, Moctezuma, con las mejores tierras para la agronomía. Fue uno de los hombres más adinerados de Yucatán. Su esposa, mi abuela Mounteha, se quedó a vivir en Mérida. Ella tenía 15 años cuando se casó con mi abuelo, quien tenía 45. —Pude notar que cuando mencionó aquel puerto, su mirada se perdió.

—Mi padre era un hombre con capacidades asombrosas, una inteligencia superior. Aprendía todo a la primera mirada. A él le gustaba la gente y a la gente le gustaba mi papá. Era un hombre muy querido, tenía un gran corazón y le gustaba ayudar a las personas. Ponía toda su inteligencia y capacidad al servicio de los demás. Sabía de mecánica. Su más grande afición era reparar relojes. Así conoció a muchas personas que le pedían reparar sus relojes antiguos que nadie podía echar a andar. Pero su verdadera pasión era el mar. Le gustaba leer revistas de mecánica que estaban en inglés, y así aprendió ese idioma. La casa de El Cuyo tenía todas las comodidades. Mi papá instaló una planta eléctrica. Había un aljibe gigantesco que tenía tuberías y calentador. Cerca de la casa, él montó un astillero en donde dirigía la fabricación de barcos. Un día, se presentó en la casa un extranjero preguntando por él. Era el Dr. Willys Andrews, que pasaba por El Cuyo junto con sus colaboradores y se le descompuso una pieza del coche. Alguien le dijo que mi papá sabía de mecánica, hablaba inglés y tenía un taller. Andrews era doctor en arqueología y fue el líder de la reconstrucción del templo de las siete muñecas de Dzibilchaltún. Entablaron una gran amistad que duró hasta la muerte del doctor. Mi padre era un soñador que se identificaba con las causas justas. Don Indalecio Fernández, empresario cubano que montara la primera empacadora en Progreso e hiciera posible la exportación de pescado a Estados Unidos, era su gran amigo. Se rumoraba que mi papá le ayudó a que su flota de barcos pesqueros llegara a nuestras costas, a través de indicaciones por radio.

—Otros de sus grandes amigos eran Don Víctor Ríos Covián y Don Hernán Padrón Mangas con ellos compartía afinidades, sentido del humor y como él eran personas bondadosas.

Cuando aprendió a pilotear avionetas estrecho amistad con Alberto Solís Pinelo que era un hombre con fama de difícil y que se entendía de maravilla con papá y lo admiraba, lo llevaba de copiloto cuando viajaba al gobernador Loret de Mola siendo un piloto con pocas horas de vuelo pues decía Solís Pinelo que lo llevaba por su inteligencia. En la escuela compartió momentos de amistad con Luis Alonso Rivas padre de una querida amiga del Rogers, Alicita a quien mi papá siempre distinguió. Frente a mi casa había un barco hundido. Aún recuerdo perfectamente cómo asomaba esa línea azul en el mar que yo tomaba como motivo de historias fantásticas y que exacerbaba mi imaginación, sobre todo cuando conocí la imagen mítica de la sirena de la lotería. Crecí en una casa donde no había niños, así que convivía con las familias de los trabajadores, viendo de cerca la extracción de la copra, entre el fuego de colores de la quema de azúcar. Casi no me dejaban salir a jugar, entonces, parte de mi tiempo me la pasaba pintando y observando a mi mamá cocinar, siempre bien vestida y arreglada, con sus delantales bordados que le hacía mi abuelita María Luisa. Cuando me dejaban salir a buscar conchitas en la playa y ver el astillero donde papá construía barcos, notaba la diferencia entre la forma de vivir de los trabajadores y las comodidades de mi casa. Me gustaba compartir con los niños unos deliciosos panes de maíz hechos con masa y leche de coco que las señoras ponían a cocer en el comal. También hacían dulce de cocoyol y arepas con anís.

A los cinco años nos regresamos a vivir a Mérida y mi vida cambió por completo. Pasé de escuchar el sonido del mar y de los grillos, y de ver las luciérnagas y aquellos atardeceres de colores, a los ruidos de los camiones, los autos y la gente. Entré a estudiar párvulos en la Consuelo Zavala durante un año. Lo que más me emocionaba era que la muchacha que iba por mí tenía la orden de pasar todos los días a la tienda de mi abuelo Chumín para que yo lo saludara. Otro recuerdo entrañable es el de las verbenas organizadas por las señoritas Alonso, a beneficio de la iglesia de la Virgen de la Candelaria, donde se ofrecían deliciosos panes, galletas y horchata de coco.

Una tradición característica entre las libanesas es juntarse a hacer dulces árabes, los cuales requieren de mucha elaboración y de muchas manos. Así mis tías se juntaban para hacer ma’amoul, kaak, sambusek y graibi en grandes cantidades que se montaban en charolas y se repartían entre amistades y doctores. Mi abuela me contó que años atrás, cuando recién había llegado de Líbano, ella y otras amigas que querían comer belegua, hacían sábanas de pasta que extendían en las sogas de los tendederos para que se secaran, y luego poder cortarlas. Todas terminaban enharinadas y felices. Quién iba a decir que años después, ese dulce tan complicado, se iba a hacer más sencillo de elaborar gracias a la pasta que comenzó a llegar preparada.

Pasar tiempo con mis tías era de lo más maravilloso, un privilegio que marcó mi vida, la cual ellas enriquecieron con sus conocimientos y cariño. Hablo de las hermanas de mi papá, María Elena y Melba, casadas con Jorge Chapur Bardahuil y Salim Abraham Dáguer; las esposas de los hermanos de mi papá (mi padrino Selim, y José Luis), Fiby Lida Vargas Casellas y Beatriz Moisés Jorge; las hermanas de mi mamá: Mary, casada con Afif Andrés Catrib, y Olga, casada con Jacobo Dáguer Sarraf.

Igualmente, las esposas de los hermanos de mi mamá (Antonio y Jorge), Elidé Abimerhi Jacobo, mi madrina de bautizo, y Martha Miguel; la tía Victoria Nahum Sleme, casada con el tío Elías Dájer Fadel, hermano de mi abuelo, y los únicos tíos en Mérida de mi madre, de entre toda la parentela de Líbano. Estos con los años se convertirían en mis queridos suegros.

Tío Elías era de una presencia imponente, sus ojos verde-azules eran incomparables. Siempre vestido de blanco, nada parecía poder tocar su impecable pelo engomado. Tía Victoria era refinada y discreta, una mujer de porte aristocrático, vivía la serenidad en sus ojos verdes aceituna. Hija única, había recibido de sus padres una educación que no era la convencional para los emigrantes de esa época: tocaba el piano, hablaba francés, además del árabe, su español era perfecto, pues nació en Veracruz, donde el tío Elías la conoció. Sabía tejer y pintaba muy bonito. A mi esposo Fernando le pintó un retrato al óleo que mi hijo tiene en un lugar principal de su recámara. Siempre me distinguió con un cariño entrañable y yo se lo voy a agradecer hasta mi muerte.

Tíos abuelos José Mena Eseff y Aída Jorge Farah de Mena. Visitarlos significaba un paseo por un mundo mágico. Vivían en una casa preciosa. Tío Pepe era aficionado a la filatelia y estar en su despacho era muy grato; le gustaba la poesía y me recitaba poemas. Tía Aída siempre me obsequiaba dulces. Con ellos vivía la tía Juanita Sauma Eseff, que nunca se casó; era media hermana de tío Pepe y abuelita María Luisa, producto del primer matrimonio de la bisabuela. Tía Juanita era epítome de la perfección en todo lo que hacía: tejía perfecto, cocinaba perfecto, bordaba perfecto, y mi tía María Elena la admiraba muchísimo, lo que para mí era la suma de todas las virtudes. El tío Pepe Mena Jorge, hijo mayor de mis tíos abuelos, a quien le debo mi afición a la ópera, fue un personaje de la época, irreverente, simpático y culto; le gustaban mucho la música clásica, el ballet, los viajes, la música. Me fascinaba conversar con él porque representaba un mundo distinto. Siempre nos tuvimos mucho cariño.

Las tías, tanto las de verdad como las de mentiras, todas son maravillosas.

Mi abuela Mounteha tenía muchas hermanas en Líbano, pero aquí jamás estuvo sola, le encantaba la gente. Su casa era un oasis en un segundo piso enclavado en la calle 58 entre 63 y 65. Abajo era un torbellino de policías pitando, venteras a las que a veces dejaban y a veces no en los escalones de las tiendas que mi abuelo y otros paisanos alquilaban. Donde siempre estaban sin falta era en la entrada de la Zapatería Landys, porque su dueña doña Landy Álvarez Duarte les daba un trato preferencial, pues le recordaban su infancia en el pueblo donde sus papás le permitían de niña salir a vender con sus amiguitas venteras por un rato con una palangana en su cabeza.

Esto me lo contó mi amiga Linyú de Cáceres Álvarez, amiga de infancia, amiga del alma, que algunas veces visito en esa casa oasis a la que se llegaba por una escalera enorme de granito rojo, de seis metros de largo y pasamanos de madera. Era sombría, pues la puerta de grosor impenetrable sólo permitía la luz en un pequeño claro arriba al que no sé si se podría llamar luceta. Esta puerta la recuerdo como el epítome de la seguridad por su enorme pasador, casi una tranca que encajaba en mampostería y el grosor era de más de 15 cm de madera dura.

Te recibía un salón abierto a una terraza donde una mata de parra subía seis metros y otros tres más a un emparrillado. Por las mañanas la casa olía siempre a alguna delicia que estuviera en la estufa y en el horno; había que terminar todo rápido para que comieran las visitas. Todos tenían que comer porque al día siguiente había que hacer más.

Mi abuelita te convencía de comer lo que fuera, así la sandía te hiciera mal tenías que probarla porque estaba jugosa, estaba dulce y estaba roja. Sabía hacer cuanto dulce, sopa, guiso, ensalada árabe me he topado por toda mi vida, y más. Entrar a esa casa era muy divertido. Mi abuelo Antonio estaba poco, pues él seguía viviendo en El Cuyo, y yo lo extrañaba como hasta ahora, aunque a veces lo veo en Fernando mi marido: su paciencia infinita, sus manos grandes y esa serenidad en su andar. Tuve el privilegio de ser la nieta con la que jugó a buscar al gatito, yo era el gatito. Me sentaba con él a verlo comer, cuando era un hombre sano, cosas que de niña no me gustaban y mi mami en el Cuyo le preparaba, como berenjena frita. También lo acompañé muchas veces cuando la salud lo había abandonado y mi abuela le llenaba la mesa de platos, ante lo cual con su mano hacía un ademán de pausa y mi abuela lo trataba de convencer con argumentos como el de la sandía, pero él tenía un ritmo pausado y tranquilo. ¿Quién podría decir que este hombre reposado construyó un imperio? Fue un regalo de Dios mi abuelo Antonio. La gente lo quería y respetaba. En cambio mi abuelita era un torbellino, ella hablaba por los dos, risueña, simpática y generosa. Siempre rodeada de amigas, las otras tías.

La primera vez que estuve en los preparativos de una fiesta de cumpleaños de mi abuela Mounteha fue todo un suceso. Los dulces se comenzaban a cocinar dos días antes. El que se hizo un día antes era uno que no era árabe, pero sí una novedad porque eran muy pocas las personas que sabían cómo prepararlo: el volteado de piña. Mi abuelita lo escogió para su menú porque estaba bonito, destacaba entre el surtido de dulces árabes junto con la rosca de leche de coco cuajada con maicena de tres colores. No recuerdo todo el menú, pero era una mesa saturada de comida y que había entre muchísimas cosas un enorme platón de escabeche rojo adornado con chiles jalapeños y cebolla curtida. A esa mesa con tanta comida le quedaba perfecto un comentario que escuché muchos años después entre la conversación de dos amigas, Josephine Baroudi de Chehuán y Matula Borge Borge:

—¿Quién se va comer todo eso?

—No importa quién lo coma, lo que importa es que se vea.

Yo corría de arriba abajo. Llegó un punto el que no me daban los ojos y los pies para ver quién subía por las escaleras y qué regalo llevaba. Un par de horas antes habían sacado de uno de los roperos una sobrecama de seda con unas cintas en color verde agua, misma que utilice para envolverme y observarme en los tres espejos del estante y en la luna circular del tocador, dejando una cola como el vestido de novia de tía Mary. Me la quitaron y la extendieron en la cama de mi abuela y así acabaron con mis expectativas del vestido largo. No me encantó, pero no había tiempo de lamentaciones.

Antes de que llegara la gente sacaron vestidos que nunca había visto y el que eligió mi abuelita tenía un prendedor que brillaba. Habían puesto flores por toda la casa. Yo no me daba a basto entre la escalera, la cocina, la mesa de comedor, la cama con los regalos que llevaban cada una de esas señoras que llegaban elegantemente vestidas, perfumadas y pintadas. Eran muy hermosas. Entre las que más recuerdo estaban doña Olga Rumen de Abud, que se parecía a mi muñeca, creo que más bonita, pues tenía el cabello rojo; doña Nasta Catrib de Andrés, alta y rubia, bella, elegante. Ver a las hermanas Manzur Borge era gratificante, era tener un bouquet de flores en casa que desprendía el olor de la alegría y la armonía, todas de cabello muy oscuro como el de mi abuelita. Entre ellas, doña Ángela Manzur Faylum de Borge, que con el paso de los años y la trágica muerte de su hijo Tony, estrechó lazos de entrañable amistad con mi papá; y doña María Manzur Faylum de Borge, que siempre alentó mi inclinación hacia la literatura y fue mi maestra de inglés junto con varios primos. De pronto subió otra tía de estatura pequeña, de finos modales, y le dijo a mi abuela “ishbinty” y la abrazó con mucho cariño. Era doña Linda Borge de Chehuán. Luego me enteraría que eso quiere decir comadre. Fue ella misma quien más mimos me hizo y me dijo más veces que estaba yo muy bonita. Después supe que aquella señora sentía especial predilección por mi papá, al que quería como a un hijo. Vivía en el barrio de Santiago y las visitas a su casa eran una delicia de consentimientos y halagos a mi persona.

A la fiesta de abuelita no iban los nietos, no se acostumbraba que los niños asistieran. Yo vivía allá y por eso tuve ese privilegio. Sólo Maricela era la excepción por ser la nieta más grande, la consentida de todos; ella sabía siempre cómo portarse, a diferencia de su hermano Nicolás que siempre se portó mal con la anuencia, risa y el festejo de todos. Maricela fue la mejor prima que alguien puede tener, la mejor hija, nos dio muchas alegrías y una gran pena al morir. Dios la guarde como en nuestros corazones.

Esa casa que extraño tanto fue el lugar de muchas celebraciones. Recuerdo una Navidad muy divertida en la que a to- dos los primos nos dijeron que no podíamos tomar la sidra que estaba servida en unas copas que nos encantaron, pues eran como un refresco de burbujitas. A escondidas todos tomamos una. El único que no obedeció y tomó más fue Nico, creo que tenía 11 años, y después de correr y portarse mal se durmió. Si bien aquella fiesta de cumpleaños de mi abuelita fue divertida, no fue la mejor. Habría una que la superaría. Tres años más tarde le festejaron a mi primo Jorge Carlos su cumpleaños. Tamalitos, sándwiches, ensalada de verduras con pollo… Comí, comí, comí pastel de chocolate, dulces, helados, pero eso no era lo mejor. Nos pusieron una película de Sansón y Dalila. Tío Salim llegó con Manolo Muñoz y éste cantó y cantó. Días después, en la tele vimos la noticia que su esposa lo acusaba de maltrato: un escándalo de la época. Mis primos eran Miguel, Jorge Carlos, Armando —mi mejor amigo—, Marielenita, creo que Abraham no había nacido. Años más tarde este primito me dejaría una sonrisa al decir que yo era más bonita que las que concursaban para Miss Universo. Mis primos y primas siempre eran generosos conmigo. Yo tomaba sus halagos como una clara muestra de su cariño. En esta fiesta estaba mi tía Fibi, siempre dulce con sus niñas pequeñas Fibi, Mau, Chipi, Paty y Gaby (Quica no había nacido) y tío Selim tomando fotos. Tío José Luis y tía Beatriz eran novios aún. Un par de años más tarde asistiría yo a mi primera boda. Tía Beatriz estaba preciosa.

A la fiesta también fueron mi prima María Luisa, Levy, Juan José, Pirulín, los gemelos David y Fernando (Alejandro y Melba no habían nacido) y muchísimos niños primos de mis primos. Qué divertida fiesta: corrí, grité y reí como nunca.

Era muy divertido cuando llovía fuerte, la terraza se inundaba. Recuerdo un día de lluvia que los primos Tony, Fredy, Alex y Beto, hijos de los tíos Tono y Elidé, asaltaron la terraza junto con Josho, Javier, Arlene que era muy pequeña y Martha, que estaba con sus primas las Simón Miguel. Yo salí a brincar en la lluvia y mi mamá me metió del pelo, más por el juego rudo que por la lluvia. Cómo extraño a mis primos. La vida nos lleva por caminos diferentes, cada quién construye una vida y esta se encarga de tejer sus planes que a veces no tienen nada que ver con uno.

Recuerdo también siempre preguntarle a mi mamá:

—¿Dónde están las gemelas?

—En su casa —me respondía.

—¿Cuándo vuelven?

—Ayer las viste.

—Quiero ir a dormir a su casa.

Se me hacía eterno el tiempo que no estaba con ellas. Eran mis primas dos años más pequeñas que yo, Carolina y Lorena Dáguer Dájer. Nos dio viruela y sarampión juntas, aunque ellas sanaron más pronto que yo.

Esa casa enclavada en el centro de Mérida, ese oasis era gobernado con la divertida dictadura de mi abuelita Mounteha, todo tenía que estar impecable pero nunca dio mucha importancia si algo se rompía, parece que escucho su voz diciendo

—No importa si se rompió, aquí abajo compramos otro con Teodoro.

Sus reuniones nocturnas para jugar canasta eran épicas. Me dejaban salir a saludar y luego a dormir. Don Jalim Gáber y esposa Emilia Mézquita; don Roberto Rihani Kazen y esposa doña Gilda Vales Ancona; Manuel Jaber y Rosa Jáber de Jáber; Edmundo Gáber y esposa Báder Kazen. Creo que estas reuniones me aficionaron a dormir tarde. Me recuerdo meciéndome en mi hamaca con pabellón y mi mamá regañándome. —No te vas a despertar cuando venga el camión del colegio por ti—. El colegio jamás fue tan divertido. Aún me resuenan las risas y las fichas entre las invitaciones a dulce o frutas de mi abuela, y las voces de sus amigos. Destacaba la ronca voz de don Roberto diciendo: “Mounteha, otra vez hiciste trampa”, a lo que mi abuela le contestaba “come, come”. Don Jalim, caballero de fino porte, siempre me invitaba peritas de caramelo rellenas de anís. Doña Báder era amiga entrañable de mi abuela; creo que se conocieron desde niñas. Y Rosita Jáber, amiga de mi abuela, fue mi amiga sin edad.

Después de este relato que nos hizo mucha gracia, Lety nos habló de sus creaciones literarias más importantes. La primera, “Paraíso”, una obra donde incursiona en uno de los géneros literarios más complicados, pero a la vez más bellos y trascendentes: la novela infantil. De la mano de entrañables personajes, la historia se desarrolla en un entorno mágico en el que la naturaleza adquiere un rol fundamental. En cada sesión de lectura, padres e hijos emprenden un viaje fantástico y poético basado en el respeto y el amor al medio ambiente. Un libro fascinante que resalta las capacidades del ser humano a través del imaginario reflejo de los sentimientos de animales y plantas del mundo maya.

De ahí, nos habló de la leyenda de la voz del viento, una obra que reproduce al viento, personaje central junto a Alitas Ralas, el viejo Algarrobo y el majestuoso Pich que narra la leyenda de pétalos y luz, entre pájaros, orquídeas y mariposas. Juntos conforman un micro-universo donde vemos retratadas las vicisitudes del mundo que, al unir esfuerzos, supera limitaciones. Una obra que propone un juego de máscaras para que todos participen, para que todos representen a cualquiera de sus personajes. Quedamos cautivados, nos entregó el libro donde venían las máscaras de cada personaje para recortar. En verdad, aquel cuento me hizo disfrutar ese lado artístico que posee.

—Y bueno, también tengo otra obra que se llama Casa de novias, una historia especial que narra la vida de Loti, Fina y Bebé, tres hermanas solteronas, famosas en la recatada Mérida de los años cuarenta por sus habilidades de diseño y confección de vestidos de novia. Cada una, con su interesante y singular personalidad, compite con la otra por tener las mejores clientas y crear los más bellos ajuares. Conviven con Nana Reyes, maternal ayudante y mediadora, y el octogenario espíritu de Nana Rosa que ronda por los rincones entre luz y sombra, pendiente de un mal que las acecha.

Un día llega a la casona una carta solicitándoles tres vestidos para una novia que portará el mejor de ellos el día de su boda. Se trata de Perla, hija de un millonario, quien vivirá con ellas durante el proceso de confección para aprender el arte de administrar una casa. Todo sucede en calma hasta que aparece Dalia, una atractiva cuarentona que resulta ser la madrastra de Perla y que esconde un misterioso pasado que involucra a una de las costureras. Por su parte, la bella hijastra guarda en su vientre un secreto que requiere un vestido de novia que le ayude a esconderlo. Con el paso de los días, la rivalidad entre hijastra y madrastra trastorna a las hermanas, quienes se verán en la necesidad de tomar partido.

Casa de novias recrea una época de transición y de radical transformación de la moral y las costumbres en el seno de una familia económicamente acomodada. Es un duelo de actuaciones en el que cada personaje destaca e impacta por su carácter y atinados diálogos. Una obra que posiciona a la mujer en un alto nivel de pensamiento e inteligencia.

Escribir me dio la oportunidad de conocer nuevos amigos. Cuando escribí Casa de Novias invité a don Luis Pérez Sabido a una representación entre amigas en donde había más que texto, risas. Me ofreció hacer un taller para corregir la obra. Fue muy grato aprender dramaturgia con un maestro como él, hace casi 20 años. Es una amistad que agradezco y que me honra.

Unos años antes, Paty Jacobo Seba de Escalante me inscribió a un taller de poesía en el Instituto de Cultura, en donde tenía algún cargo administrativo don Jorge Lara Rivera, quien desde ese entonces ha estrechado cada día más su amistad hasta llegar a ser una presencia familiar en casa, es un amigo cercano al que todos aprecian al igual que a don Luis Pé- rez Sabido. José Antonio Castellanos, quien ya había sido mi maestro en un curso de literatura española, era quien impartía brillantemente, con la gracia que lo caracteriza, aquel curso de poesía. No puedo dejar de mencionar a doña Teté Méndez de Fernández, maestra maravillosa para la que no existe superlativo con el que uno pueda distinguirla; sencillamente adorable, como muchas otras personas a las que agradezco sus conocimientos impartidos tan amenamente.

Lo contó con tanta delicadeza que el tiempo pasó volando. Cuando nos dimos cuenta, eran las 2:30 de la mañana. Nos despedimos con todo el cariño del mundo y acordamos que nos veríamos el lunes siguiente para checar la logística de la producción de fotos y ver qué espacios complementaríamos con flores de la florería “Yahabibi”. Me fui a mi casa y durante el camino venía disfrutando esta historia tan maravillosa que estaba seguro que cautivaría a los lectores de Sociaelité, una vida que podía destilar tantos matices que me tenía enloquecido y contando los segundos para transportarme nuevamente al tiempo entre costuras.

Era la mañana del lunes. Desayuné en casa y posteriormente me dirigí a casa de mis socios a preparar mi día de trabajo y a escribir algunos artículos que tenía pendientes; en mi mente contaba los minutos para llegar a nuestro ansiado almuerzo. Llegué con 10 minutos de anticipación, estacioné y toqué el timbre mientras observaba aquella fachada en tonos pasteles con inspiración francesa. Una casa de estilo Rococó con molduras, pilastrones, rosetones y jardines colgantes; cuando atraviesas aquella puerta de herrería con vitrales, quedas frente a una casa en espejo, te asombras porque el lado derecho es idéntico al lado izquierdo, el piso es de mármol y, al final, dos escalinatas se encuentran coronadas con una hermosa lámpara de cristales. Cada detalle es exquisito, hay espejos rodeados de flores, orquídeas, bromelias y enredaderas pintadas a mano que trascienden hacia las paredes; es de admirarse cada detalle cuidado con tanta delicadeza.

Llegué al comedor y ahí ya se encontraban el diseñador floral Ricardo Álvarez, de Yahabibi, y el diseñador Mario Morgado, quien ayudaba a la tía Lety con unas telas para sus looks de la sesión de fotos que habíamos agendado para el siguiente jueves. Checamos cada rincón de la casa, haciendo un minucioso recorrido para darle a cada foto un espacio especial, pasamos de la sala hasta los jardines. Acordamos que queríamos que los arreglos fueran sencillos pero exquisitos, detalles que simplemente acentuaran esos espacios que lo requirieran. Una vez hecho el scoutting nos dirigimos al comedor. En la mesa se podían observar varios cortes de telas que ya estaban siendo intervenidas.

—Bueno, dejen todo lo que están haciendo, y siéntense — nos dijo a todos los varones de la sala para proceder a disfrutar del almuerzo que había preparado para nosotros. En primer tiempo, nos sirvieron una sopa de pepino con labne, para luego darle paso a un pollo a la naranja con almendras, alcaparras, aceitunas y pasitas, acompañado por una guarnición de arroz con fideos y láminas de almendras, con leche y mantequilla, decorado con plátanos machos fritos. Un manjar, la explosión de sabores fue deliciosa, pero saber que fue preparado por ella me hizo sentir muy honrado. De postre nos deleitamos con un fino táyeff. Me gustaría apuntar que el protagonista del almuerzo fue un ponche, receta de su abuela.

Terminamos de almorzar y comenzamos a platicar de la sesión de fotos. Sinceramente, la sentía un poco estresada, a pesar de que toda la producción estaba lista, quedaban escasos días y sé que es una mujer tan dedicada a la moda que sentía que sus outfits no estarían listos. Entonces decidimos posponer la sesión de fotos para el lunes siguiente, así contaríamos con unos días extra para no sentirnos tan presionados. Quedó encantada con la idea, de hecho, me invitó a comer al día siguiente para continuar con la segunda entrega, y así fue.

Nuevamente, llegué a las 2 de la tarde y detrás de mí llegó la tía Mari Yoly Moisés. Me puse feliz porque hicimos una química impresionante los tres, además de que disfrutaba que ella complementara la historia de la tía Leticia con otro recuerdo o anécdota, haciendo así más especiales los momentos.

—Tía, cuéntame un poco de la historia de esta casa —se me hacía muy interesante que se hubiera involucrado en cada detalle.

—Nosotros vivíamos en la casa de Paseo de Montejo, que posteriormente fue mi atelier de moda y ahora es oficina del Hotel Victoria. Esta casa tardó aproximadamente cuatro años en ser construida por el arquitecto Álvaro Ponce. Llevó mucho tiempo en los detalles; el yeso fue hecho por artesanos. Si observas las molduras, son piezas que para poder rodear los diferentes ángulos de la casa tuvieron que trabajarse por separado para lograr que quedaran a mi gusto. No fue nada fácil.

—Señora Lety —le dijo aquel mozo—, ¿podría venir un momento a la cocina?

—Ya voy. Permíteme un momento, hijo —me dijo.

Mientras ella se dirigió a la cocina, Mari Yoly, quien se encontraba hilvanando unas telas en la mesa, me comentó lo siguiente:

—Tienes que poner que durante un año no existió plastilina blanca en todo el estado porque Rosa Leticia se la gastó toda; ella se encargó de hacer cada rosetón de las molduras para que sirviera como molde porque no lo hacían como ella tenía en mente. El diseño de los muebles de madera fue meticuloso, ella le entregaba a los carpinteros las plantillas pintadas a mano para que hicieran los cortes perfectos; en la parte de ahí —señalando al piso de mármol en el lobby central de la casa— fue ella misma quien se encargó del diseño de cada corte para que lograran armarlo y formar la figura que ella quería. Es tan detallista que sus botes de cereales y semillas en la cocina están pintados a mano tal como todas las paredes de su casa. Anó- talo porque es importante que la gente sepa que todo lo que ella toca lo vuelve una obra de arte. —Por supuesto que quedé asombrado y tomé nota de absolutamente todo.

Cuando ella retornó al comedor, comenzamos a platicar de su infancia. A los seis años comienza a estudiar en el colegio Rogers Hall, donde no sólo cursaría la primaria, sino toda su vida estudiantil.

—Te tengo que contar una pequeña anécdota que hasta el día de hoy anda presente en mi mente, ya que marcaría esta etapa de mi infancia. Carmen Borge iba a ser la reina del Libanés. Llevaban tres años sin hacer coronaciones y me nombraron paje para llevarle la corona y el cetro junto a Arturo Esgaib. Necesitaba un vestidito para esa ocasión. En ese entonces mi mamá se lo pidió prestado a Amalyn Jacobo, quien se lo había confeccionado a su hija como disfraz de reina del carnaval. Obviamente, cuando terminó el evento y tenían que devolverlo, armé un escándalo, sufrí ese momento como nunca, no podía entender por qué tenía que dejar ir ese vestido tan hermoso y no podía conservarlo. Años después me enteré de que la dueña era Patricia Jacobo Seba de Escalante, quien se convertiría en mi mejor amiga de juventud y a quien todavía le reclamo por el vestido —mencionó con una sonrisa. Mi adolescencia fue una etapa que disfruté mucho con las Sisters (congregación de Mary Knoll); en el colegio estudié la secundaria y la prepa; cuando cambió la administración y se volvió mixto, muchas niñas emigraron. He sido una mujer que toda su vida ha sabido renovarse en cada una de sus etapas. En esta etapa yo recuerdo ser muy afín a mi tía María Elena, con la cual aprendí muchas cosas; le apasionaban las flores y la jardinería; me enseñó cómo regarlas, sembrarlas y cuidarlas. Siempre me decía: “Si vas a hacer las cosas, hazlas bien, lo mismo tardas en hacerlas bien que en hacerlas mal. Aprende siempre las cosas y aprende a hacerlas bien”.

En la adolescencia, las tías siempre se involucraban en tu vida, eran generosas, estaban presentes, formaban parte de tu entusiasmo y tus decisiones; eran consejeras y consentidoras.

Recuerdo que entre todas me enseñaron todo tipo de manualidades, a hacer pañales, ropones, pañitos, entre otras cosas. Imagínate, desde los 10 años, gracias a ellas, yo ya sabía cuadrar el cuello para un hipil; sabes que se estructura en ocho partes y la importancia siempre está en cuadrar la parte de los hombros. Yo en serio les agradezco mucho a mis tías porque gracias a ellas aprendí mucho.

—Y bueno, tía —pregunté—, ¿qué otra etapa recuerdas de tu adolescencia?

—Una etapa muy bonita de mi vida fue a los 17 años, en 1974. Fui reina del Club Libanés y fue un año increíble. En el Club Campestre, la reina fue Alice García Gamboa y yo fui la primera reina libanesa en asistir a su coronación.

Para cuando terminé la preparatoria, yo tenía muchos sueños, quería estudiar letras, pero la carrera no existía aquí. También me gustaba la antropología, pero mis papás jamás me iban a dejar quedarme a dormir en los pueblos. Mi mamá fue una mujer tradicional, tenía la casa impecable, una mujer hacendosa, cocinaba con esmero cosas muy elaboradas, dedicada a las labores del hogar, muy fina, siempre impecable, coqueta y bien peinada. Pero mis ideas contrastaban con su forma de pensar; yo rompía con todos los esquemas. Me hubiera fascinado trabajar en producción de cine o de teatro; me encantaba el diseño de arte, y poder involucrarme en algo así me hubiera hecho muy feliz.

Mi estilo se puede catalogar como dramático. Compraba revistas para ver qué estaba en tendencia. Quería irme a estudiar escultura a San Carlos, pero sabía que no me iban a dejar, así que terminé estudiando Artes Plásticas en Bellas Artes y unos meses de arquitectura porque era lo único que me gustaba, pero me angustiaban mucho las matemáticas. Luego, hacia 1977, comencé a diseñar vestidos en mi casa de la colonia Bue- navista. Pintaba las telas a mano, lo cual fue una innovación. Mi primera clienta fue Martha Macari de Abraham (q.e.p.d). —Lety estaba lista para emprender su vida de diseñadora. Tenía todo: los proveedores, las clientas, sus máquinas, gente que la ayudara. Jamás imaginó que el velorio de su abuela, ese mismo año, fuera el escenario donde se reencontraría con su tío Fernando Elías Dájer Nahum, 12 años mayor que ella, que regresaba a la ciudad como médico internista. Quién diría que un año después se harían novios en el XXV aniversario de bodas de don Hanna Said Bechara Tayar y doña Kembly Camila Farjat Fahur de Bechara. Ahí comenzaría un noviazgo de tan sólo seis meses que culminaría con la boda realizada el 2 de diciembre de 1978. La ceremonia religiosa se llevó a cabo en la iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, en Itzimná, y luego la sencilla recepción en casa de su tíos Jacobo y Olga.

—La más contenta de todas fue la bisabuela Rosa, mamá de tía Victoria, que siempre quiso que yo fuera novia de Fernando. Nos regaló nuestras arras de boda.

No me pude resistir. Fernando era un hombre muy guapo, fino, atento, querido por toda la familia, muy elegante y distinguido. Además, muy inteligente, fue primer lugar de medicina con el mejor promedio. Nos fuimos de luna de miel a Italia y España. En Italia estuvimos en Florencia, Roma y Venecia; y en España, visitamos Madrid. La profesión de él siempre fue muy demandante, agobiante y sin tiempo libre, y a mí me correspondía ser la esposa adecuada con esa responsabilidad. Me casé a los 22 años, cuando él tenía 34. Fernando es médico internista, gastroenterólogo y endoscopista, una eminencia médica que necesita de todo mi apoyo. Me he dedicado a él y a mi casa. Hay situaciones que nos sobrepasan, que no entendemos en su momento si no ha pasado el tiempo. La gente se pregunta por qué uso mascadas. Después de una depresión postparto que no fue atendida en su momento, me corté el cabello y no me sentí bien de esa manera. La mascada fue mi apariencia convencional. Primero no sabía cómo usarla, y ahora no me hallo sin ella. Es parte del outfit de todos los días. Una anécdota que causa gracia y espanto según se mire, es cuando Mari Yoly me habló entre risas y preocupada para contarme que su hija María había destazado a su Barbie y le había amarrado un trapito como mascada, y entre su humor y risas me dijo que María había vestido a la muñeca como su tía Lety. “¡Vas a pagar el psiquiatra de la niña!”, me gritaste, amiga, ¿te acuerdas?

Crear una casa de modas fue algo que la vida me debía. Tantos sueños había dejado atrás, que con ella pude satisfacer un gusto personal. Fue una realización en donde no me importó darle gusto a nadie. Mi papá me dijo: “Hija, no estás en edad de emprender un negocio”, pero aún así lo hice. Creo que he vivido siempre a destiempo; es parte de no ser una mujer convencional, viviendo en una familia convencional, intentado encontrar y permanecer en un lugar de respeto y amor. No es fácil seguir con nuestros sueños. Con la gente que amas tienes que construir una vida, como cuando el músico escribe sus notas en un pentagrama, y convertirla en música, no en ruido, y así crear un lugar donde nos sintamos en armonía con ella, con el mundo y con nuestros seres queridos. Siete años después, cuando cerré el taller por problemas de salud, recordé las palabras de papá.

Mi hija Rosita tuvo desde niña una gran capacidad creativa y manual. Ver su talento es un orgullo. Ella es un dulce que la vida ha puesto en mi boca. Sin duda es una diseñadora genial. Tiene la elegancia y la capacidad de elaborar el vestido perfecto para la figura de cada clienta, inigualable. Su delicadeza y exquisitez ponen la mayor sonrisa en los labios de mamá. Ella es su rosa perfecta.

Creo que es una alegría saber que un hijo es mejor que una.

Cuando pienso esto me alegra que mi hijo Fernando no haya seguido los pasos de mi esposo. Iba a ser muy difícil superar al doctor perfecto, al mejor. Creo que se iba a topar con comparaciones desafortunadas. Escogió la carrera que le va a la perfección: administración. Es muy ordenado y responsable. Siempre está pendiente de nosotros. Es mi hijo perfecto. Desde que nació, es el regalo más grande que me ha dado Dios.

Achach & Dájer es algo que dejé abandonado y me di el lujo de hacerlo, no me importaba mucho si a las personas les gustaban mis diseños, pues no lo hice como negocio para darle gusto a la gente. Lo hice por mí, porque sentía que me lo debía la vida. Realicé tres colecciones. Escogí a diferentes niñas de la sociedad yucateca para lanzarlas; en ellas utilicé diferentes textiles. Sin duda mi tela favorita era una malla que se utilizaba para ropa de playa y que sólo llegaba a Cancún, Quintana Roo. Cuando conocí esa tela que me fascinó diseñé la mayor parte de mis colecciones con ella. Luego se convertía en el mesh que se popularizó y dejó de gustarme. Nuevamente creo me faltó tiempo. Seguido de esto mi papá se agravó y entonces decidí cerrar el taller. Justo coincidía con que Rosa quería comenzar a diseñar, y lo mantuve abierto para que ella practicara.

En la vida nos podemos equivocar, pero es importante recortar los pasos. Si caminaste por ahí y caminaste fuera de sitio, si te equivocaste, siempre hay que intentar solucionarlo retribuyendo, tratar siempre de enderezar y reconstruir el camino. No te des todo el crédito de tu éxito o de tu fracaso; seguramente alguien más tuvo participación en ellos.

Yo estaba sorprendido, habían pasado ocho horas y ni siquiera me percaté. Estaba tan metido en tomar nota de todo y disfrutando cada detalle, que me olvidé del tiempo. Nos despedimos y acordamos que nos veríamos el lunes para las fotos. Yo ya había agendado un viaje ese fin de semana a la Ciudad de

México al concierto del grupo argentino Miranda en el teatro Metropolitan, pero regresaría exclusivamente para las fotos y luego regresaría, nuevamente, al Mercedes Benz Fashion Week México para coordinar algunas de las pasarelas.

La sesión de fotos se dividió en dos días, el primero comenzó a las nueve de la mañana con maquillaje y peinado, para luego darle paso a cinco cambios de vestuario. La primera foto fue el look de portada, toda una obra de arte que decidimos tomarla frente al fresco del Sagrado Corazón de Jesús que ella misma pintó en honor a su querida amiga Mila Gaiani, y posó con el vestido diseñado por ella, bordado en punto de cadeneta por la pintora y diseñadora Elena Martínez Bolio. La foto más emotiva fue la de los amigos: Elena Martínez Bolio, María Yolanda Moisés Trujillo, Patricia Jacobo Seba de Escalante y el escritor Will Rodríguez, con los que compartió anécdotas y risas. Yo estaba alucinado con su vestuario, con cada detalle, sus mascadas, su joyería. La foto del recuerdo fue la de su familia. Sin duda alguna, verla en compañía de la gente que más ama, me movió el sentimiento y más junto a su hija Rosa, quien la ha tomado como ejemplo para seguir compartiendo el diseño de modas ahora con su marca Espinela.

Terminamos a las 10 de la noche entre risas y cansancio. Pedimos de cenar unas tortas de Louvre y además nos invitó un queso relleno que había preparado. Al día siguiente se realizaron las fotos en las escaleras, el salón rosa, la cocina y la foto más especial, con Máxima y Vainilla, dos perritas adoptadas por ella y que representan la causa a la que está dedicada.

—El ser humano ha abusado de los animales desde tiempos remotos, ha hecho mal uso de todos los recursos naturales, y eso es algo que debemos cambiar. Una manera de hacerlo es ayudando a los animales en situación de calle. Es un deber civil involucrarnos con esta causa. Por eso propongo la creación de un patronato que trabaje en coordinación con la perrera municipal, con la finalidad de convertirla en un verdadero centro de adopción y atención integral que ofrezca un mejor servicio y tenga las instalaciones adecuadas. Convoco a todas las personas que quieran unirse a esta causa a que se comuniquen conmigo a través de mis redes sociales, o con Gianina Manzur Medina sería la presidenta del patronato.

—Así cierro este capítulo, esta historia que quise contar desde hace mucho tiempo, la de una niña y una mujer que transmite arte por doquier. Lety, le agradezco a la vida que me hayas permitido estar a tu lado este corto tiempo y con miras a que esta amistad que construimos sea para siempre. Gracias por dejarme acompañarte al Costco y ver a una mujer única en esta ciudad caminando por los pasillos dejando su deliciosa fragancia; ver la reacción de la gente maravillándose al observarte fue una delicia, la delicadeza con la que escoges tus panes o la fruta me deja una enorme enseñanza. Gracias por cada palabra, por cada sonrisa, por los hermosos vestidos que hiciste en exclusiva para nuestra editorial. Gracias por permitirme entrar a tu casa, a tu vida, por dejarte conocer y disfrutar junto contigo las anécdotas de esta historia única y maravillosa. Gracias por presentarme a tus amigos y demostrarme que la amistad es algo para toda la vida. Gracias por esta labor que haces en pro de los animales, pues demuestra el enorme corazón que tienes. Gracias por tus manos que prepararon tan exquisitos platillos para mí. Gracias por este hermoso homenaje que vive en las páginas de la revista, gracias por ser una gran esposa y una gran madre.

¡Muchísimas felicidades!

Letita:

Si hay alguna parte de mi vida que es mi favorita, es cuando te reconocí como mi alma gemela en este mundo. Aún recuerdo la sensación de mi corazón latiendo desbocado al mirarme en tus ojos, y desear hacerte saber desde ese momento que “alguien pensaba en ti todo el tiempo”.

¡Cuántas anécdotas juntos! ¿Recuerdas cuando tardaba yo horas en arreglarme para salir? Jajaja, y los amigos pensaban que llegábamos tarde por ti. Amo tu paciencia para conmigo, tu más grande virtud. Amo a la gran mujer que siempre has sido. Amo tu alma limpia y bondadosa.

Gracias por aceptar emprender conmigo este viaje maravilloso del amor. Gracias por renacer conmigo en nuestros dos hijos. Gracias por ser una madre maravillosa para ellos y una esposa que ha llenado nuestro hogar con besos, risas y amor incondicional. Recuerdo que siempre me hacías sonreír cuando llegaba cansado de la clínica, siempre con tus bellos detalles que han hecho que este amor crezca día con día.

Cuando echo un vistazo hacia atrás, recapitulo mi vida y vuelvo a elegirte porque lo único bueno e importante siempre será el amor. Gracias por estar a mi lado en las buenas y en las malas. Por encima de todo, nos amamos el uno al otro.

Tú llevas bien el dicho que dice “junto a un gran hombre siempre hay una gran mujer”. Gracias por existir.

Te amo.

Tu Fernando

“Es difícil describir lo que mi mamá significa para mí, aunque somos muy diferentes, siempre he admirado su buen corazón y su manera desinteresada de conducirse por la vida sin importarle lo que opinen los demás y siempre buscando el bien”. Me siento muy afortunado de ser su hijo.

Fernando Dájer Achach

Dos de las cosas que más admiro de mi mamá son su enorme corazón, siempre está dispuesta a ayudar a quien lo necesite, y su gran creatividad, en todos los ámbitos de las Artes. Para mi es un genio en ese campo, desde escultura y pintura, escritura y literatura hasta el buen gusto y sentido estético. Agradezco infinitamente ya que al estar cerca de todo eso desde que nací se ha vuelto mi pasión y a lo que me dedico hoy en día.

Rosa Dájer Achach

Lety es como una hermana que la vida me regaló, un ángel que me acompaña, ayuda y protege; alguien que adivina lo que necesito y siente lo que me pasa. Su sensibilidad me conmueve y sorprende porque va más allá de lo que generalmente espero de un ser querido. Su solidaridad y cariño hacia sus amigos y los menos afortunados son enormes. Tiene un corazón sin límites, jamás tocado por el egoísmo. Es incondicional y está pendiente cuando alguna amiga la necesita o tiene algún problema; se involucra y cuando te das cuenta ya te ayudó. Sus consejos no lastiman porque tienen una delicada precisión. Mujer bella, creativa y con muchas cualidades, las cuales comparte con todo el que tenga la suerte de conocerla. Me siento muy afortunada de que sea parte de mi vida.

Mary Yoly Moisés Trujillo

Lety y yo nos conocimos y nos hicimos excelentes amigas desde primaria. Siempre ha sido una belleza, su inteligencia, sensibilidad y dones artísticos son una característica en ella, no deja de sorprenderme tantas cualidades en una sola persona. Con el tiempo no hemos podido convivir lo que yo desearía, sin embargo son de esos amores y amistades para siempre y cuando nos vemos es como si el tiempo no hubiera pasado.

Patricia Jacobo Seba de Escalante

“Leticia es una mujer humana. Si hubiera que elegir una palabra para definirla yo elegiría “empatía” ya que ella suele ponerse en los zapatos del otro. Su personalidad está a la vista en su vestuario, su casa y su ternura”

Elena Martínez Bolio

Vi por primera vez a Lety hace muchos años, quizás a finales de los 80 o principios de los 90, cuando pasé caminando por una calle de la colonia México, a un costado de la entonces Plaza San Antonio de Prolongación Montejo, y ella estaba dejando a sus hijos en una casa o sala de fiestas infantiles, no estoy seguro. Lo que recuerdo perfectamente es que me impresionaron su elegancia y belleza extraordinarias. Años después, cuando comencé a publicar mis primeros textos en El Juglar (suplemento cultural del Diario del Sureste) y Navegaciones Zur (revista del Centro Yucateco de Escritores), vi que ahí también publicaba poesía y narrativa una tal Leticia Achach, pero nunca la relacioné con aquella hermosa mujer de la colonia México. A mediados de la primera década de los 2000, cuando yo ya vivía en el D.F., el poeta Jorge Lara Rivera la llevó a un cumpleaños que celebré en mi casa de Mérida, y allí supe que era ella. A partir de entonces nos saludábamos cordialmente en los eventos literarios en los que coincidíamos, tanto por estar yo de visita como por haber regresado a vivir aquí. Sin embargo, fue gracias a nuestra amiga en común, la pintora y diseñadora Elena Martínez Bolio, que nos reencontramos en un contexto más relajado y construimos una amistad que me hace muy feliz. Lety es una mujer de tremenda personalidad y grandes cualidades con las que me identifico, entre ellas la literatura, el arte y la cultura, la lucha por los derechos humanos y el bienestar de los animales, esos que no tienen voz para pedir ayuda. Mientras más la conozco, más la quiero, respeto y admiro.

Will Rodríguez, escritor y cocinero

Mi prima Lety, desde muy chica tenía un gusto muy especial por la ropa, vivía en el centro, en la casa de los abuelos y bajaba a las mercerías a comprar cintas, encajes y pasamanerías para confeccionarle vestidos a sus muñecas, pero no cualquier vestido, estaban bien hechos y adornados, con los encajes. Siempre dibujó muy bien y otro de sus juegos preferidos, era dibujar muñecas con vestidos muy bonitos y muy elegantes, Cuando crecimos, se volvió nuestra diseñadora de vestidos de fiesta, ella nos diseñaba los vestidos a mi hermana Lorena y a mí para los 31 de Diciembre. Mi vestido de novia fue creación de ella y hasta la fecha después de tantos años mucha gente lo recuerda, porque era muy lindo y muy distinto a lo que se usaba en 1980. Tenía 17 años cuando fue Reina del libanés, y ella también diseñó todos los trajes del carnaval de su grupo, (el tema era un amanecer en el bosque) y fueron unos disfraces preciosos, habían flores, mariposas, peces, hongos, etc. y ella era el Sol. Con un disfraz espectacular!!! Ella supervisó como se tenían que hacer y bordar todos los disfraces, En fin siempre fue muy creativa, y muy inclinada a todas las expresiones del arte. Tiene mucha facilidad para escribir y para pintar. Estos son algunos de los maravillosos recuerdos que tengo.

Carolina Dáguer Dájer de Abraham

Pasamos unas vacaciones en El Cuyo, donde estaba el rancho del tio David, era hermoso a orillas del mar lleno de cocales y arena blanquísima. Éramos de verdad pequeñas y traviesas (Lety un poco menos de Caro y yo).La anécdota más bonita y la que más recuerdo fue cuando fuimos a playar con las nanas y llegamos al astillero donde el tio construía barcos (tío David era de verdad muy capaz), recuerdo que era enorme y que solo se podía subir utilizando una escalera. Las 3 curiosas nos encaramamos y no sé como la escalera se cayó y nos quedamos atrapadas en el barco.No sabíamos que hacer y estábamos preocupadas por el regaño que nos iban a dar, después de mucho cuanto tiempo alguien se dio cuenta y fueron a buscarnos, nos encontraron arriba de donde “ no debíamos”.Nos rescataron y no pasó a mayores solo un buen susto. Era hermoso, las aguas cristalinas , las “excursiones” a las coloradas, las visitas a ElCuyo y su faro, son recuerdos hermosos de vivencias entrañables y profundas con mi prima Lety.

Lorena Dáguer Dájer

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