Reivindicación del escrache

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PARA LOS REPRESORES

Reivindicación del escrache Daniel Gatti En su famoso “estudio sobre la banalidad del mal” Eichmann en Jerusalén, Hanna Arendt se lamentaba de que al juzgar al criminal nazi los tribunales israelíes no hubieran tenido un discurso público para marcar a fuego lo que en realidad se estaba juzgado: la imposibilidad de establecer “culpas colectivas”. Eichmann se defendía diciendo que al mandar a la muerte a miles de judíos él sólo se había limitado a “cumplir órdenes”, que había sido un instrumento de una política definida por otros, que personalmente nada tenía contra los judíos, y que en todo caso tan culpables como él eran los millones de alemanes que habían permitido el genocidio. Cuánto más claro, decía Arendt, hubiera sido que la justicia dirigiera a Eichmann un discurso de este tipo: “si aceptamos, a efectos dialécticos, que tan sólo a la mala suerte se debió que llegaras a ser voluntario instrumento de una organización de asesinato masivo, todavía queda el hecho de haber, tú, cumplimentado, y, en consecuencia, apoyado activamente, una política de asesinato masivo. En materia política, la obediencia y el apoyo son una misma cosa. Y del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación – como si tú y tus superiores tuviérais el derecho de decidir quién puede y quién no puede habitar el mundo–, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Esta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado”. No hay que hacer demasiado esfuerzo para encontrar Eichmanns en Uruguay. Ejemplos de militares que hayan asumido justificaciones similares los hay, y a patadas. El del capitán Jorge Tróccoli, para empezar, que dijo no sentirse culpable de nada porque la tortura estaba inscrita en la lógica de una guerra ordenada por otros, y que en todo caso quienes estaban “en el bando enemigo” habrían hecho lo mismo colocados en situación similar. Todos quienes hoy mismo participarán en el acto que cada 14 de abril conmemora “el día de los caídos en defensa de las instituciones” (o “contra la sedición”, tanto da para unos y otros en esta operación de lavado de la historia) han clamado a cielo abierto opiniones del mismo tipo. Están entre ellos los José Gavazzo, los Jorge Silveira, los Juan Rodríguez Buratti, responsables de desapariciones, torturas, asesinatos y apropiaciones de niños. Pero en los actos de los 14 de abril, esos militares se han codeado sistemáticamente con civiles, en primer lugar aquellos que no dudaron, por ejemplo, en respaldar el nombramiento de Jorge Silveira como asesor del comandante en jefe del Ejército, en bloquear cualquier investigación sobre las atrocidades de la dictadura y en negar evidencias sobre hechos que terminaron siendo probados (para citar un solo caso: la desaparición en Uruguay de la nuera del poeta Juan Gelman y la apropiación de su nieta). Estos y otros civiles y militares han encabezado el coro de quienes reclaman que “todas las partes enfrentadas” en el pasado reconozcan las “culpas” respectivas. Al mismo tiempo, es de ellos que ha provenido la operación consistente en hacer del reclamo de verdad de los familiares de desaparecidos poco menos que un asunto privado, una mera reivindicación humanitaria que podría ser satisfecha si se les entregara a los deudos un montón de huesos o se les reconocieran derechos sucesorios. O que, como máximo, se les comunicara el lugar donde fueron enterrados los desaparecidos tras habilitar el mecanismo del “secreto de confesión”, permitiendo mantener en el anonimato a los responsables de asesinatos y secuestros. Pero el de los desaparecidos no es –solamente, ni mucho menos– un asunto privado. Así lo han machacado una y otra vez los propios familiares al negarse a caer en la trampa de la “victimología”, esa perversión que consistiría en vaciar de contenido político sus reclamos. Los desaparecidos no fueron “víctimas inocentes”: fueron actores de su tiempo, que se pusieron en juego en aras de un proyecto de vida y de cambio social que los ubicaba en el campo exactamente opuesto al de quienes los asesinaron. Un proyecto que excluía, precisamente, el


secuestro, la tortura, las violaciones, la apropiación de niños, las desapariciones, y que incluía valores e ideales situados en las antípodas de quienes se apropiaron del poder. ¿Y qué emparenta, qué “culpa común” tienen quienes padecieron la tortura en la cárcel con quienes los torturaron? ¿Habría acaso que medir con la misma vara a quienes resistieron, por distintos medios, el proceso que llevó a la instauración de la dictadura y a aquellos que la impulsaron, la permitieron o se hicieron cómplices de ella? Una década después del plebiscito contra la ley de caducidad, la sociedad toda está enfrentada al mismo debate: permitir que se iguale a todos con el mismo rasero o marcar la frontera; favorecer un magma que borre identidades, o fomentar el “escrache”, el aislamiento social de quienes sí fueron responsables de atrocidades.


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