El discurso político mentiroso

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PASADO Y PRESENTE DE LA DICTADURA

El discurso político mentiroso Cuanto más nos alejamos en el tiempo de los hechos históricos, los discursos de los políticos tradicionales sobre el pasado reciente pasan de la omisión a la mentira. Así, la historia trágica de la dictadura se recupera en democracia como simulacro y la política institucional se confirma definitivamente como farsa. Álvaro Rico El discurso político mentiroso es una constante en el Uruguay posdictadura aunque las legitimaciones dominantes hayan impuesto el principio de “racionalidad” como una de las características por excelencia del sistema y de los políticos profesionales, en contraposición a la figura del demagogo y sus propuestas “irracionales” o mentirosas. Pero, desde los acuerdos de la Conapro sobre el tema de los derechos humanos hasta la aprobación parlamentaria de la ley de caducidad, desde la propaganda de las virtudes del modelo “plaza financiera” hasta su crisis total, desde aquel Batlle verborrágico que “se las sabe todas” al autoimpuesto silencio actual, desde la promesa de no aprobar nuevos impuestos que valió un balotaje a la asfixia tributaria que padecemos, parecería constatarse que no ha sido precisamente la verdad de las enunciaciones políticas lo que se ha confirmado en estos tiempos. Y no sólo en el ámbito nacional. También sucede lo mismo cuando Bush invade Irak pretextando la existencia de las armas químicas, una “verdad” que está aún por hallarse. Por consiguiente, nada tendría de asombroso verificar la utilización de la mentira como recurso político, también en el plano de las interpretaciones sobre el pasado reciente. La transformación de la política en simulación o farsa es lo que permite que, por ejemplo, en la reciente conmemoración de los 30 años del golpe de Estado, Jorge Pacheco Areco sea presentado como una “víctima de las circunstancias” y un adalid de la democracia por “no dar el golpe de Estado”, o que el diario del ministro Edmundo Narancio editorialice sin culpas sobre “dictadura y verdad histórica”, o que Julio María Sanguinetti afirme que Wilson Ferreira, preso por los militares, era el mayor desafío a su triunfo electoral en el 84, o que el dictador Juan María Bordaberry pueda decir lo que quiera sobre la democracia sin ningún contrapeso argumental desde el sistema político, o que Pablo Millor y Daniel García Pintos aparezcan como demócratas-de-toda-la-vida acusando a Tabaré Vázquez de “complicidad con la dictadura”, o que el semanario herrerista Patria atribuya al mln el origen del golpe, sin necesidad de evocar las bases políticas que apoyaron el quiebre institucional y la dictadura, el “pacto chico”, Martín Recaredo Etchegoyen o Aparicio Méndez. En todos esos ejemplos que ilustran el uso de la mentira como recurso político, lo que nos interesa analizar no es el político que personalmente miente sino lo falso de la representación institucional que inviste, y esto nada tiene que ver con su legitimación electoral. Dicho de otro modo, el problema que realmente interesa para el análisis politológico no es que el políticoindividuo se vaya a ir al infierno por mentir sino que las instituciones políticas –en este caso, el discurso– decaen en su significado y credibilidad públicas, desde su veracidad en la interpretación del pasado reciente a la confiabilidad de su reiterada promesa actual de “honrar la deuda”.

La verdad histórica como verdad institucional No se trata de que los políticos tradicionales, al uso agustiniano de la mentira, digan lo contrario de lo que piensan con la intención de engañarnos cual cautos ciudadanos. El discurso mentiroso radica en que dicen lo que realmente piensan presentándolo como “la verdad” de lo que históricamente sucedió. Por otra parte, el contenido fuertemente acusatorio de la verdad institucional termina transformando el discurso manipulador del pasado en un discurso normativo sobre los que defendieron o atacaron a la democracia, es decir, sigue operando en el presente sobre las estigmatizaciones acumuladas por el discurso conservador del Estado entre los años sesenta y ochenta del siglo pasado.


En realidad, el falseamiento de los hechos históricos por el discurso político refleja una triple opacidad: por un lado, la opacidad de la “verdad histórica” como lo que subyace o hay que develar de los hechos en sí; por otro lado, la opacidad de las instituciones democráticas y la consiguiente apatía ciudadana frente al mensaje político; finalmente, la opacidad de la condición democrática actual de los políticos del sistema a la hora de reflexionar con transparencia sobre la crisis de la democracia y el Estado de derecho y 11 años de dictadura en el país. El discurso mentiroso y la sustitución de la interpretación de los hechos del pasado reciente por la verdad institucional presentada como verdad histórica y enseñanza normativa niegan el acto comunicativo mismo; es un acto de poder, un ejercicio de la violencia simbólica contenida en el discurso de los políticos que, por eso mismo, durante todos estos años se han encargado de construir como otro de los fundamentos de legitimación “racional” del sistema político, el principio de “tolerancia”. Ahora bien, para que dicho acto de poder simbólico sea eficaz ante la opinión pública y obtenga cierto grado de verosimilitud, debe formar parte de un sistema de dominación pública más complejo y contar con la complicidad de muchos otros actores que, por acción u omisión, legitiman como sentido común el discurso del poder político: desde la actitud del comunicador “estrella” que sólo amplifica los sentidos del poder, pasando por los análisis de politólogos que describen sin explicar la multicausalidad del golpe y la dictadura como una sumatoria de factores en pie de igualdad, hasta la actitud ambivalente de la propia izquierda política frente al pasado reciente, apologética de su propia historia: “lo volvería a hacer”, o indiferente ante la probable sanción electoral por rescatarla: “el pasado me condena”.

Los usos de la historia reciente La aprobación parlamentaria de la ley de impunidad confirma que sus consecuencias negativas refieren no sólo a la caducidad de la pretensión punitiva del Estado y a la no intervención de la justicia para juzgar los crímenes de la obediencia debida. Las consecuencias negativas también refieren a la caducidad de la verdad sobre los hechos históricos. Y ello se traslada a la moral pública, a la falta de fundamento ético de la democracia posdictadura, al imperio del discurso político mentiroso en la actualidad. A medida que nos alejamos en el tiempo de los hechos en sí, y a cada vez menor involucramiento de la sociedad con la militancia política, la clase gobernante abandona cualquier intento de interpretación racional del fenómeno o actitud moral sensible ante el trauma histórico. Incorpora a la dictadura como mero cliché discursivo y transforma el traumatismo de todos en la culpa de unos pocos sujetos no estatales, a quienes acusa de ser el origen del mal (el MLN y la lucha armada, la dirección de la CNT y la radicalización del conflicto social, los comunistas y su concepción de la democracia). En síntesis, la dictadura deja de ser un fenómeno histórico complejo para ser un mero constructo lógico, un modelo simplificado o prototipo estereotipado que, en cuanto tal, resulta co-constitutivo (sea como interpretación de los hechos, manipulación mentirosa y/o amenaza de repetición) del juego de argumentos “racionales” que la clase política sistematizó a los efectos de reconstruir la legitimidad del sistema político-estatal posdictadura, es decir, de un sistema político que emerge, precisamente, después de una dictadura y de un Estado que, justamente, debe relegitimar la obediencia ciudadana después del terrorismo de Estado. Paradójicamente, más que por las virtudes de la democracia recuperada, la dictadura deviene en la condición negativa que justifica racionalmente la necesidad de conservación del ordenamiento democrático actual y en argumento que condiciona la obediencia ciudadana al sistema.

La dictadura como simulacro Marx dialogaría con Baudrillard sobre las repeticiones de la historia: como tragedia, como farsa, como simulación. Marx —“Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos dos veces: una vez como tragedia y la otra como farsa” (18 Brumario).


Baudrillard —“La era de la simulación se abre, pues, con la liquidación de todos los referentes. No se trata ya de imitación ni de reiteración, incluso ni de parodia, sino de una suplantación de lo real por los signos de lo real” (Cultura y simulacro). Es decir, una vez producido el hecho histórico real –el golpe de Estado del 27 de junio de 1973– y los casi 11 años de dictadura –entre 1973 y 1984–, la clase política tradicional ya no necesita de otro golpe de Estado y una dictadura para producir efectos de realidad en el presente democrático. Suplanta la dictadura como hecho histórico por un modelo posdictadura de interpretación de lo real, una construcción discursiva trivializada y repetida automáticamente por cerca de 20 años en la que determinados signos de la época son absolutizados (la lucha armada, la violencia social, la deslealtad democrática de la izquierda) y obscenamente traspolados al presente como amenaza de repetición de la historia. Es decir, dicho modelo estereotipado no se propone ni tiene ninguna capacidad epistemológica para explicar la crisis de la democracia y la dictadura pero sí tiene la capacidad política para imponer un sentido común democrático banal, exculpar a los aparatos y responsables estatales del quiebre institucional, estigmatizar a los sujetos no estatales como responsables del caos y, por si fuera poco, reinstalar en el imaginario de los uruguayos la posibilidad de un golpe de Estado “segundo” (como farsa o simulación), si la sociedad repite determinadas críticas o prácticas sesentistas que desembocaron, según dice, en el golpe de Estado real o “primero” (como tragedia). En este sentido, las explicaciones causales sobre el golpe de Estado y la dictadura deberían romper la secuencia histórica o periodización que arranca en las etapas previas o contexto de época, en los años sesenta o principios de los setenta. El golpe y la dictadura trascienden su propia temporalidad histórica para generar efectos más duraderos en el tiempo y estructurales en la sociedad, independientemente de los cambios de régimen político. Y esos efectos o continuidades del pasado en el presente, del autoritarismo en la democracia, son de dos tipos: a) en tanto secuelas, traumatismos, cuentas pendientes, que se incorporan a la sociedad posdictadura, a su estructura jurídico-institucional y relacionamiento social (impunidad, repetición de las violencias, criminalización de la sociedad desde el Estado, fragmentación social, falta de reconocimientos, discurso político estigmatizador, etcétera) y b) en tanto usos de la dictadura en el plano político-discursivo y simbólico a los efectos de legitimar el sistema y sus actores institucionales y recabar la obediencia ciudadana. De allí, la necesidad de los políticos tradicionales y los militares de presentificarla permanentemente en sus discursos y conmemoraciones.

Reciclar en democracia el miedo a la dictadura “El miedo y la libertad son compatibles”. A internalizar esa máxima hobbesiana se ha dedicado el discurso del Estado y los políticos liberales desde la recuperación democrática, en 1985. Pero, a diferencia de Hobbes, los liberales conservadores de hoy encuentran sus argumentos para la fundamentación de la libertad negativa del hombre democrático, más que en el miedo a la ley (como en los años sesenta y principios de los setenta) o en el miedo a la dictadura (como en los años setenta y principios de los ochenta), en el miedo a repetir la historia. El referente conservador del discurso institucional es el mismo en estos últimos 35 años: asegurar el orden estatal y el mecanismo para justificarlo también: el temor ciudadano, ya sea en el régimen político democrático, en dictadura o en esta democracia “institucionalmente consolidada”. En este sentido, el modelo estereotipado y trivializado por la repetición del discurso político sobre la dictadura opera como un mecanismo de retrodicción: el golpe de Estado y la dictadura (como simulacros) se colocan en un horizonte futuro imaginario al cual se desembocará como golpe de Estado y dictadura (reales) si se repiten en el presente las prácticas intolerantes, críticas y movimientosas de los años sesenta. La previsión de futuro opera sobre el precedente sesentista para concluir en el presente: “ocurrirá lo mismo”. A través de este uso de la dictadura, se difumina sobre la sociedad una concepción de la democracia como incertidumbre, a los efectos de condicionar las acciones de los hombres prisioneros de un nuevo dilema democrático. Las estrategias sindicales de “conflictividad”, los proyectos de cambio social “irracionales”, los planteos sobre verdad y justicia “revanchistas”, las críticas al sistema político de quienes “no aprendieron nada” o las críticas al modelo financiero “desestabilizadoras”, entre otros,


representan para la lógica discursiva del poder la restauración del pasado autoritario en el presente democrático de “paz”, “negociación” y “cambios”. En realidad, son argumentos de legitimación y reproducción del statu quo que aseguran la obediencia voluntaria y el consenso de la oposición política en torno a los pilares del sistema de dominación económica y social. Junto a ello, el discurso del poder alinea a los sujetos y propuestas a estigmatizar como “irracionales”, “demagógicas”, “intolerantes”, “maximalistas”, “revanchistas”, “decimonónicos”, “rehenes del pasado”, “nostálgicos”, y las correspondientes frases-estigmas que obturan la posibilidad de cualquier diálogo o comunicación política que vaya más allá de la tolerancia represiva de la clase gobernante: “ojos en la nuca”, “sin vencidos ni vencedores”, “borrón y cuenta nueva”, “esa película ya la vimos”, frases-estigmas que juegan con un guión de hechos históricos ya experimentado traumáticamente por todos en el pasado y reinterpretado desde el presente por el sentido común dominante como incertidumbre de la conservación o amenaza a la estabilidad del sistema democrático y de la autoridad de los gobernantes. Y eso..., “por desgracia, sabemos cómo termina”.


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