La huelga general, la épica social y el héroe gris

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LA SUBJETIVIDAD POLÍTICA

La huelga general, la épica social y el héroe gris Sin abordar la construcción de la subjetividad política en la época histórica de los sesenta y setenta sería muy difícil entender por qué los uruguayos comunes llegaron a participar, por miles y miles, en la huelga general de 15 días. Álvaro Rico Hacia fines de los años sesenta y principios de los setenta, una serie de hechos políticos y sociales va adquiriendo una connotación de “época”. Lo “excepcional” parece también “colarse” en las conductas cotidianas de las instituciones y personas que, comparadas con períodos históricos rutinarios, llegan a autoexigirse comportamientos “extraordinarios” o decisiones “fuera de lo común”, a la “altura de las circunstancias”. Así, también los premios y castigos sociales en dicho período histórico se reparten en un sentido “ejemplarizante”, distinguiendo a héroes y traidores, revolucionarios o fascistas, militantes o pancistas. Así se van interrelacionando las transformaciones de la realidad con las expectativas de vastos sectores sociales, alimentando sus deseos, esperanzas, convicciones y proyectos. Hay un momento, difícil de datar, a partir del cual estas relaciones intersubjetivas también empiezan a “construir” sus propios hechos de realidad, a alimentar actitudes de vida como la entrega, la coherencia, el sacrificio, la fidelidad, y a interpretar como verdadera, a través de ideologías, programas y consignas, la trayectoria de aspectos de la realidad que seleccionan como definitivos, reafirmando identidades colectivas y un mayor compromiso existencial. En síntesis, así se va construyendo un contexto histórico-social vivido como épica: el fin del “Uruguay batllista” y la revolución “a la vuelta de la esquina”. Dentro de tales circunstancias, la inminencia del desenlace histórico vista como el fin de una época conservadora o la fundación de una nueva, el presentismo de un ideal de cambios revolucionarios o la defensa del statu quo institucional, el miedo o la indiferencia ante el riesgo o la amenaza de la muerte, el “jugarse el pellejo”, van fundiendo la gran historia con la vivencia íntima, el cambio estructural con la biografía personal. La época como épica otorga así, a cada mortal, un “plus” de valor individual y de trascendencia colectiva para encarar el sacrificio que conlleva la realización de una utopía o la defensa del Estado: “tu nombre se continúa en la lucha popular”, o su traducción liberal: “los hombres pasan, las instituciones quedan”. Por eso mismo, las personas entablarán con la historia un tipo de relación emocional y afectiva, una vivencia de la historia en la que los hechos no sólo empiezan a “significar” por tener una interpretación racional, teórica o ideológica sino, sobre todo, por “darle un sentido” a la propia vida de sus protagonistas, marcándoles hasta su relación con el entorno más íntimo: familia, amigos, metas de vida, plazos. El principismo como valor de época, la ética, la moral de los protagonistas, el honor personal, el orgullo social, fueron también co-constituyentes del proceso de construcción de esa subjetividad que determina acontecimientos históricos masivos como la huelga general. Claro está, este proceso, si bien coagula el 27 de junio, viene desde lejos. Pero en los años previos, las cuestiones morales no solamente serán una cuestión de “honor personal” sino, también, una cuestión de “honor” o “agravio” de la historia, las tradiciones, las instituciones y/o grupos, incidiendo sobre la intensidad del enfrentamiento. En esos años, los orgullos heridos llevarán a la enemistad, tortura, desaparición y muerte entre hermanos. ¿Cómo se supera ese umbral de la convivencia civilizatoria en una sociedad “amortiguadora”? El carácter armado del enfrentamiento entre orientales, tanto desde la lógica de la guerra “antisubversiva” como desde la guerra “revolucionaria”, tendrá mucho que ver con el carácter épico de la etapa predictadura. Los códigos éticos de la sociedad de la época resaltarán como valor honorífico, forma de reconocimiento social o ejemplo a imitar, la valentía en el campo de


batalla, la demostración ante los demás de lo hazañoso o heroico del comportamiento personal, institucional o grupal, una actitud bélica connotada de una dignidad moral superior ante el riesgo de matar o morir en el enfrentamiento armado. Ese honor militar con su héroe guerrero “competirá” con el honor popular y sus héroes grises o anónimos. Dicho de otra manera, la masividad de los comportamientos políticos y sociales antiautoritarios deben también explicarse a partir de una especie de “plebeyización” del honor y del ejercicio “cotidiano” de acciones ejemplares, en las que cada uno encuentra su lugar y reconocimiento gratificador. La tradicional caracterización de la sociedad uruguaya como sociedad “virtuosa” o “meritocrática” alcanza su máxima extensión y expresión popular en el acontecimiento de la huelga general. Esto, claro está, remite a una construcción subjetiva de larga duración, a una acumulación de valores que fue sedimentando durante muchos años y templándose, más recientemente, en el enfrentamientro a las formas represivas masivas asumidas por el Estado uruguayo, entre 1968 y 1973, ante las medidas prontas de seguridad, la militarización de los trabajadores y la represión. El “valor” no será sólo una cuestión de valentía en el sentido físico o intelectual de “no rehuir el combate” o “enfrentar la muerte” sino, también, de valía personal para “no rehuir el compromiso asumido”, para enfrentar los desafíos de la realidad o las pruebas de la vida, por pequeñas que éstas sean. Los valores de la ética popular en las circunstancias políticas extremas serán los de una “conducta coherente” (ante el golpe, la huelga, dirá la CNT), la “frente en alto” por la trayectoria de vida, el “buen nombre” como legado familiar, el compromiso con los que quedan por el camino, el “recoger las banderas”, la “fidelidad” ante la tradición de la organización, la honestidad ante los compañeros. Si en los años cincuenta la épica de los uruguayos se construye en torno a una hazaña placentera y victoriosa –el triunfo en Maracaná–, la hazaña de la huelga general se construye sobre una derrota y una resistencia: la caída de la democracia y la dictadura. La fortaleza moral ante esa adversidad, la fuerza moral que compensa o repara la tragedia, será también una forma de positivizar el dolor y la pérdida para reforzar subjetividades y enfrentar lo peor: la cárcel, la tortura, el despido del trabajo, el exilio, el insilio. Estas obligaciones morales tendrán su contraparte en el “fallar” ante los demás, más que como frustración individual como deuda social con respecto a quienes comparten el entorno y lo esperaban todo de uno, un déficit personal con respecto a uno mismo, que llenará el período de culpas, exigencias y “cuentas a rendir”, que todavía llegan hasta el presente. Las acciones cotidianas de la resistencia popular durante la huelga general harán que buena parte de las personas comunes confirmen su personalidad en torno a su hábitat de trabajo o estudio. Las ocupaciones transformarán las fábricas y facultades en “la casa” donde comer y dormir durante quince días; las familias, los hijos, se trasladarán allí compartiendo horas y situaciones con los compañeros-amigos. La actitud de los vecinos irá descubriendo un entramado social donde la fábrica, el barrio y la parroquia constituirán el armazón de esa comunidad militante; el préstamo de casas o iglesias para reuniones a riesgo de ir detenidos, las donaciones de comida o ropa en las ferias vecinales, la búsqueda de querosene o tablas para hacer fuego y calentarse en aquel frío invierno del 73 o para la olla popular, los envíos masivos de alimentos y medicamentos para los cientos de presos en el Cilindro, irán confirmando esas pequeñas solidaridades y actitudes cotidianas de las que se nutrió, y explican, la extensión y duración del movimiento huelguístico; la militancia barrial movilizada ante las desocupaciones, repudiando a los soldados y aplaudiendo a los trabajadores, avisando con antelación de los procedimientos militares y protegiendo por los fondos de las casas linderas a las fábricas la huida de militantes de la represión; el papel de la mujer no sólo en su condición de militante trabajadora o estudiantil sino de género; las agallas de quienes acompañaron los cortejos ante la muerte de Paco Espínola y los asesinatos de Ramón Peré y Walter Medina, de quienes llenaron 18 de Julio aquel 9 de julio y de quienes lloraron ante su despido arbitrario o en el día del levantamiento de la huelga general, al mismo tiempo, que se juramentaban “la lucha continuará”, hablan de la naturaleza de aquella sociedad uruguaya y de aquella épica popular. También hablan de las omisiones en el presente de los uruguayos, de la falta de ámbitos comunitarios donde despositar tantas historias, de la sociedad actual, de sus temores, apatías e indiferencias. Pero ésa es otra historia.


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