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Roscón por mitades

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Cocktail

Cocktail

Jerónimo Sudarsky Bogotá, Colombia.

Desperté solo en una cama ajena. Eran las dos y media (de la tarde) y la vergüenza no le hacía ni cosquillas al debilitante guayabo que martilleaba mi cabeza. Quise volver a escapar de mi conciencia entre ligeros ciclos REM, esperando milagrosamente despertar fresquito en mi casa. Pero la realidad ya se encontraba al borde de la cama, juzgándome con preocupación como una madre atendiendo la indigestión de un niño que comió mucho dulce y se rehúsa a aprender de sus errores.

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Carecía de la información necesaria para determinar qué tan duro la había cagado. Me imaginé los peores casos y usé la adrenalina suscitada para pararme y hacer de forense. Estaba desnudo, frío, entumecido y con claros signos de deshidratación. Hora de defunción: por ahí a las 3 am, después de que llegara la de ron.

Ubiqué mis jeans negros en la esquina de la habitación. En el mejor de los casos ahí estaría mi billetera, celular, llaves y calzoncillos. Pero los jeans eran diez tallas más pequeñas y no me pasaban de la rodilla, restándome lo poco que me quedaba de dignidad. –Tu ropa está en la sala.

La voz venía de la cocina, por lo que me acordaba de la geografía del apartamento.

–Ah, sí jaja… ¿y eso? –Pues ahí te los quitaste.

Touché.

Fui al baño para coger una toalla para taparme e ir a la sala. De paso busqué pistas físicas, heridas o marcas sobre mi cuerpo, todavía haciendo de forense. Estaba lejos de la epítome de la salud humana pero sin huesos rotos o llagas palpitantes. Por lo menos el man de Memento tenía tatuajes para refrescarle la memoria.

En la sala, mis jeans con todo en ellos: gracias diosito, en el que no creo pero aprecio cuando me hace un cruce sin esperar nada a cambio. Mejor pecador que hipócrita.

–Buenos días. ¿Qué tal dormiste? –Una mierda. Estoy haciendo café. ¿Quieres? –Sí, gracias. ¿Quieres comer algo?

–No tengo comida. –Puedo ir por algo. –Bueno, a dos cuadras hay una panadería. –Oye –¿Sí? –La verdad no me acuerdo de mucho ayer. Me siento re mal. ¿Estaba muy borracho? –Sí, pero la verdad todos estábamos mal. –¿Pero la cagué o algo?

Te ríes.

–Nop.

Me río.

–¿Qué pasó? –Nada.

Te sigues riendo.

–Pero… ¿nos comimos? –Sí. Más o menos. Siento mi pálida cara colorearse.

–¿Cómo así? –Pues empezamos bien y… después tuvimos… problemas… técnicos. –Ah, pues la verdad a veces pasa con tanto trago, ¿no? –Y sí, pasa, pasa. Ya estaba súper tarde de todos modos. No te preocupes.

Mi ego ya no me reta. Ni Messi juega bien todos los partidos.

–Nos conocimos en el bar ¿no? –¿Qué bar? Nos conocimos en la fiesta. Nos presentó Camilo. –¿Orozco? –No, Rodríguez. –¿El amigo de Cris? –No sé quién es Cris. ¿Es la chica con la que llegaste? –No. Esa era Lina, una amiga. –Ajá. ¿Te acuerdas cómo me llamo?… ¿No te acuerdas? –No, lo siento. Fue el ron. –Ay, no fue el ron, fuiste tú. –Y sí…

–Tranquilo. Todo bien. ¿Negro o con leche? –Con leche y un vaso con agua porfa.

Me tomé el vaso entero sin parar a respirar. ¿Ahora qué? Me sentía muy en mi piel y quería escapar de ella. ¿Será que el sexo sin egoismo, vergüenza u objetivización solo sucede en la intimidad? Es que el sexo no es casual, es trascendental. Aunque también puede ser un impulso, y los impulsos no se detienen a contemplar significados o consecuencias. –Bueno. Voy por algo de comer. ¿Qué te traigo? –Hmmm. Un salpicón y una arepa porfa.

El pasillo. El ascensor. La portería. El olor a humo de mi chaqueta. Empecé a recordar retazos de la noche anterior. Llegamos con una jauría de animales nocturnos con agrandadas pupilas. De perfectos desconocidos a mejores amigos y de nuevo a desconocidos. Al

cabo de unas horas y la llegada del ron, cada conversación se empezó a dar en un idioma propio de los interlocutores: ininteligible para el mundo exterior pero casi telepático para los participantes. Todos hablábamos al mismo tiempo sin interrumpirnos. Sin poder establecer una línea de tiempo o recordar un solo nombre, llegué a pensar que lo de ayer fue un insignificante instante feliz sin un semblante de conciencia, como una entrañable coma. Conexiones desnudas perdidas en la resaca. En el ascensor intenté recordar qué fue lo que me atrajo de ti. Pudo ser tu pelo corto o tu sonrisa, pero estaría mintiendo si lo dijera con exactitud. Pensé en lo fácil que era hacer amigos de niño. Bastaba con preguntar y compartir algún juguete. Hay amigos con los que solo se juega una vez y uno quiero mucho. A lo mejor a eso vamos cuando compartimos un beso con algún extraño. Una forma expedita de llegar a la intimidad cuando se nos olvida cómo conectar. Queremos creer que habitamos el mismo momento

y que este nos ha llevado al mismo lugar, pero cada cual tiene sus motivos, intenciones e interpretaciones. ¿A cuánta gente se tiene que comer uno para que compartirse deje de sentirse como regalarse, para que usar no sea la única manera de no sentirse usado?

El sol me encandiló, la ciudad a máxima capacidad como maquinaria afinada. Me sentí alienígena, funcionando en otro plano existencial separado de la cotidianidad por mi comportamiento asocial y ensimismado; un momento de libertad disociada; un punto ciego del panóptico.

La abundancia de las panaderías siempre me hace olvidar mis necesidades expresas y duplica mi presupuesto. A punta de pan se puede, momentáneamente, llenar cualquier vacío existencial. Llevé de rollo, roscón

con bocadillo (superior al de arequipe y mi favorito), empanada de pollo, huevo y arroz, salpicón y arepa rellena con huevo perico y salchicha, toda al duplicado. Me resistí a sentir culpa hasta que vi un taxi y pensé en escapar mientras me embutía ambos roscones.

Volví sorbiendo el salpicón. Al llegar me di cuenta que no sabía a qué piso o apartamento iba.

–Disculpe. Buenos días. ¿Sabe de qué apartamento salí?

Me di cuenta de lo estúpida que fue mi pregunta.

–Creo que estuvimos haciendo un poco de bulla ayer. Lo siento. ¿Me recuerda en qué apartamento estábamos? Acabo de salir y me esperan arriba.

Sin respuesta. Mi aporreado cerebro, normalmente recursivo, se quedó sin ideas. Lo miré unos segundos mientras mis ojos parpadeaban a destiempo como un camaleón. No me agradó la idea, pero supe lo que tenía que hacer. Saqué de la bolsita un roscón y se lo ofrecí como si fuera un fajo de los verdes.

–Apartamento 406 –Gracias. Ah, y perdón por la bulla.

Al llegar puse el botín en filita, partiendo el roscón restante en dos y esperando que el bocadillo no quedara todo en una mitad. Inevitablemente, una mitad se llevó todo el dulce. La puse en tu plato. Serviste más café. Comimos en silencio y en solidaridad por el hambre y el guayabo mutuo. Nos despedimos de un abrazo y nunca te volví a ver. No sé si tengo tu número porque no sé tu nombre y me dio pena preguntar, o se me olvidó. Quizá tu pelo corto sea ahora largo y no te reconozca. Lo más íntimo que compartimos fue el desayuno.

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