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Muerte auto inflingida
from ¿Ahora qué?
Muerte auto-infligida
Joaquín Rivas Villanueva Costa Rica.
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¿Qué se hace cuando ya no queda fuerza para vivir ni para dejar de hacerlo?
No fue sin querer que don Antonio mató a su hijo. Fue un acto de desesperación frente al aburrimiento insoportable con el que la vida lo golpeaba diariamente.
–Buenos días don Antonio. Mi nombre es Gabriel, oficial del distrito de San Rafael. –Mucho gusto, oficial. –Queremos entender por qué un padre mataría a su hijo. Por qué después de dos años de no decir nada decidió entregarse. No tiene sentido. –Disculpe, señorita, no la había visto. Dígame Anio, sin el “don” por favor. ¿Su nombre? –Detective Torres. –Mucho gusto, detective. Tiene una voz muy agradable, espero ser de ayuda, en lo posible. Yo creo que le hice un favor a él. –Matándolo… –Sí, oficial. Mire, yo no me considero un criminal. Lo que quiero que entiendan es que vivíamos en una zona muy tranquila… –Eso ha dicho usted desde que se entregó, que es una zona muy tranquila, que era inevitable, que tenemos que entender. ¡Qué estupidez! –Pónganse en mis zapatos. Tengo 79 años y toda mi vida ha sido aburrida. –¿Mató a su hijo para entretenerse? –No, no, yo a mi hijo lo amo, detective. –Amaba… –No. Lo amo. Y por eso lo hice. Su vida estaba empezando a parecerse a la mía, trabajo aburrido, matrimonio

aburrido, un barrio aburrido, ¡insoportable! –¿Y por qué no se mató? ¿Qué lo hizo matar a alguien más? A su hijo, que tenía tanta vida. –Que no quería que él pasara por lo mismo. Mucho bienestar o mucha miseria, es lo mismo, la vida se vuelve insoportablemente aburrida. Yo no me maté porque no quería dejar a mi hijo solo. –Oficial, acompáñeme afuera.
La detective esperaba al oficial en el pasillo. Gabriel salió nervioso de la sala porque entendía lo que don Antonio les había dicho. El padre de Gabriel nunca fue expresivo, nunca le dijo que lo amaba, ni siquiera que estaba orgulloso de él. Por un momento, agradeció que no lo amara lo suficiente como para matarlo. Pero sabía que esa no era una forma de amar, sabía que amar tanto a alguien no resultaba en quitarle la vida y, sin embargo, entendía a don Antonio. –¿¡Qué le vamos a decir a la prensa?! –No sé, detective, no sé. –¡Concéntrese Gabriel! Piense en sacarle algo que le podamos dar a la prensa. Si les decimos lo que ese tipo dice, ¡van a creer que estamos inventando todo!

Don Antonio tenía un rostro amable. Todo el interrogatorio había hecho lo posible por cooperar. Era un ciudadano ejemplar, con una excepción, claro, pero pagaba sus impuestos a tiempo, ayudaba cuando podía en su comunidad, e iba a todas las reuniones municipales.
–¡Volvieron! Me estaba empezando a sentir solo. –¿Por qué esperó tanto tiempo para entregarse? Ha pasado más de un año, entrevistaron a su esposa, lo entrevistaron a usted, y mintió para que no lo arrestaran, ¿por qué ahora? –Disculpe, detective, olvidé mencionar
eso cuando me entregué. Hace unos meses ella murió. –Usted la mató… –¡No, no, oficial! Estaba enferma, pero desde entonces todo ha sido rutina. La muerte de Marta fue la última vez que logré sentir algo, una chispa de sorpresa. No estoy triste, espero no darles esa impresión, no estoy enojado, tampoco feliz, estoy… aburrido. –¿Ir a la cárcel lo emociona? Antonio ya había pensado en lo paradójico de huir de la rutina en una prisión. Realmente no tenía una respuesta a su cuestionamiento, lo único que sabía es que necesitaba escapar de su casa, y de la rutina que lo despertaba asustado todas las mañanas. Al escuchar la pregunta del oficial supo que iba a escuchar su respuesta…

–Sí. Y espero compañía cuando me muera.
Antonio no había pensado, mientras limpiaba los desastres que había dejado el asesinato, que liberar a su hijo de esa existencia que le era insoportable, implicaba enfrentarla sin ellos. Ahora, sin darse cuenta, buscaba la manera de no pasar solo sus últimos días.
Esta vez la detective salió emocionada, pero el oficial aún estaba procesando lo que escuchó. Antonio estaba aún tranquilo cuando los vio entrar de nuevo. Notó un cambio en el semblante del oficial que le llamó la atención. Gabriel le recordaba a su hijo, tendrían edades similares, pensó. También hablaba suavemente y nunca interrumpía. –¿Qué pasa? Espero no haberlo metido en problemas. –Oficial, lo espero afuera, apúrese por favor. –Sí, detective. Gabriel y Antonio se quedaron solos en la sala, viéndose por varios minutos a los ojos, hasta que se dieron cuenta: estaban frente a la única persona que, en mucho tiempo, sentían que los podía entender.
–¿Por qué quiere ir a la cárcel? ¿no hubiera preferido morir en su casa? –Ya les expliqué, mi casa es insoportable ahora que sé que solo me esperan rutinas hasta el último día. Me alegra haberles dado buen material para la prensa, nada más procure cerrar bien la puerta con el
próximo, seguro que no todos quieren ir a la cárcel como yo. Gabriel asintió, sabiendo que mentía, pero sin saber qué estaba intentando decir. Su interrogatorio se había vuelto personal, y cada pregunta tenía como propósito más el entender por qué se parecía a Antonio que el conocerlo.
–¿Desde hace cuánto piensa así?
–¡Desde siempre! Con los años se vuelve más fuerte. Es como esa historia, quién sabe si será verdad, la de las torturas, que a la gente les dejaban caer gotas de agua en la frente, algo así. –¡Oficial! ¿Además de cuestionar órdenes, va a evitar hacerlas? –Perdón, detective, ya salimos. –Bueno, oficial, fue un gusto conocerlos. Lamento que le gritaran. –¿Usted no tiene amigos o familiares? –De las personas yo me aburro rápido, Gabriel. Verá, yo quiero a las personas y me odio por eso, porque tarde o temprano me aburro de ellas, se me vuelven insoportables. La gente no entiende, no se aburre de comprar el mismo pan todos los días, de trabajar en lo mismo toda la vida, a la gente le gusta el silencio y la rutina. Yo no soporto la incertidumbre de hacer lo mismo siempre, mientras espero a ver “qué me depara la vida”. –¡Oficial, espéreme afuera! ¡Voy a terminar yo!
Gabriel caminó hasta la puerta de la sala, cruzó el pasillo y entró a la oficina donde había dejado sus
cosas, luego volvió a la sala cuando don Antonio estaba de pie.
El padre de Gabriel había estado enfermo meses antes de morir y aún en sus últimos días fue incapaz de mostrar sentimientos de dolor o de nostalgia hacia su hijo. El día de su muerte, Gabriel se odió a sí mismo por sentir alivio. Estaba cansado de mendigar paternidad, cansado de quererlo, de buscar una forma de darle sentido a su relación.
–Gracias, Antonio, seguro que su hijo lo estará esperando –¡Gabriel! ¡Le dije que me esperara… – Antes de que la detective pudiera terminar su oración, se escucharon dos disparos seguidos en la comisaría. Un momento después, un tercero. Antonio hubiera detestado el titular de su noticia al día siguiente, “¿Y ahora qué? Un asesino y dos policías muertos durante un interrogatorio”. Encontraron a la detective y a don Antonio tirados en el piso con una herida de bala en sus frentes. A un lado de la mesa en la que habían conversado, estaba el cuerpo de Gabriel con una herida de bala que iba desde abajo de la barbilla hasta la punta de la cabeza.
Ni la prensa ni la policía pudieron descifrar por qué Gabriel hizo lo que hizo. Era un buen oficial, muy tranquilo y nunca muy apasionado por nada.

