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Horas de ébano

Tomás Uprimmy Bogotá, Colombia.

Dios, curvado en tiempo, se repite, y pasa. –César Vallejo

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La pandemia irrumpió en mi vida la noche en que mi madre me anunció con voz quebrada que ya no podía abrazar a mi abuela. Hacía varias semanas que por la pantalla del televisor desfilaban, muy pomposos y orondos, impolutamente vestidos, todos y cada uno de los presidentes de la región machacándose el pecho a puñetazos, declarándole unilateralmente la guerra a un virus que no tenía conciencia de estar en una. Hacía casi un mes las horas se apilaban las unas sobre las otras y los días parecían tener tantas que me vi obligado a comprar un segundo reloj: no sabía qué hacer con semejante cantidad de horas ni con la sensación de que el tiempo rodaba sobre sí mismo. Era francamente evidente que el planeta estaba patas arriba pero no fue sino hasta que mi madre me prohibió rotundamente –recuerdo con claridad que empleó esa palabra: “te queda rotundamente prohibido”– abrazar a mi abuela que la pandemia se apoderó de mi calendario. Supongo que cada quien guarda en un oculto cajón de su memoria la fecha íntima, privada, única e irrepetible en que todo se le derrumbó, en que eso que llamábamos vida se convirtió “en humo, en polvo, en sombra, en nada”: en nada.

Nos encerraron en nuestras alcobas -según los anuncios de taquicardia que emitía diariamente el gobierno- para preservar nuestras vidas; y al hacerlo –vaya horrible paradoja-, nos arrancaron de la vida. El desespero, sumado a la impotencia, se tornó intolerable. O casi: a falta de diálogo con los vivos, me entretuve en una conversación placenteramente morbosa con los muertos. Me desvelaba viendo videos de la muerte desfilando por las calles con la guadaña terciada al hombro y rebanando las cabezas que se asomaban por las puertas de cuyos dinteles colgaba un hambriento pañuelo

rojo. Qué ágil que es la muerte, llegué a pensar. Qué elástica que es. En mitad de la noche, embrujado por las estrellas, sostenido nomás por el cayado de los recuerdos de mis amigos, cada minuto más acorralado por los espantos de una oscuridad que se prolongaba indefinidamente, sentía pender sobre mi nuca la misma fría pregunta que alguna vez se hizo el poeta Jacques Prévert:

A dónde va toda esa sangre derramada

Confieso sin ambages que hubo una madrugada en que estuve a punto de tirarme por la ventana del baño. Sucedió que, tras cerrar la llave de la ducha, me empiné para alcanzar la toalla y entonces advertí a lo lejos, en una desolada y larga calle, a un perro gordo que arrastraba toda la tristeza del mundo. Ese perro mohíno, lo juro, estaba ya harto de que sobre su lomo pesara la exigencia de ladrar. Guardaba un silencio monacal en señal de protesta, como diciendo: ya nadie me invita a conversar ni me acaricia la barriga, ¿y yo sí tengo que seguir ladrando? Picado por la curiosidad, pues el perro acusaba un ligero resabio de la era triásica, resolví sacar del estuche los binoculares y escrutar milímetro a milímetro al animal. Lo sometí a una inspección visual digna de aeropuerto norteamericano y aquí consigno para la posteridad mis hallazgos científicos: el ventrudo perro tenía un pelaje escaso, ralo, una piel lisa que reflejaba la resolana capitalina, sus piernas eran rechonchas y desproporcionadamente cortas, y corría a toda mecha como un minúsculo hipopótamo en busca de un transeúnte distraído con quien cazar un palique. De repente, y para mi sorpresa, la ausencia de ladridos cobró un perfecto y docto sentido: los hipopótamos no saben ladrar.

Desde entonces, he visto cosas extrañas suceder arrellanado en la mecedora de mimbre situada frente al amplio ventanal del comedor, que ha sido el mejor compañero de encierro. Cosas que no sé si adjudicar a la locura o a la soledad. Y, sin embargo,

los políticos están empecinados en decretar el óbito de la pandemia. Dos años dilatados después, los mismos reyezuelos aparecen de nuevo aniquilándose a manotazos sus pechos inflados de paloma, con las rosas en las solapas y la espada al costado, mostrando con soberbia las estadísticas pavorosas de vidas “salvadas” y profetizando una ineludible vuelta a la normalidad. Pero ¿puede, acaso, una pandemia terminarse? No lo creo. Aún hoy, casi medio milenio más tarde, seguimos sumergidos hasta el sobaco en la peste bubónica del siglo XIV, que tras sucesivas recrudescencias redujo en un tercio a toda la humanidad. Esa cantidad incuantificable de dolor que ocasionó la muerte negra no se puede esconder debajo del tapete, no se esfuma, no se refunde, no se troca. Permanece acá,

entre nosotros, quizá pisando más suave y con más sigilo, sí, pero no nos abandona, se niega obstinadamente a dejar la comarca. Todos los llantos absorbidos por la tierra, y los gritos ahogados cuyos ecos resuenan con furia en algún rincón de Europa, y los pasos que nunca fueron dados y las sonrisas que nunca brotaron, y los cementerios que no se daban abasto, y el apocalipsis, y la parusía del juicio final, y los cuatro jinetes, y los judíos acusados falsamente de envenenar los pozos, y las carretas desnortadas y rebosantes de cadáveres putrefactos, y los deudos que no dijeron un adiós y los amigos que no recibieron un adiós.

La evidencia indica que la bacteria viajó, juiciosa, aferrada a las orejas de una rata, o quizá montada en su larga y delgada cola. Una rata que engordaba ociosamente en la bodega de un navío proveniente del mar Negro –todo lo relativo a esta epidemia lleva el adjetivo de negro- que atracó en Sicilia. Luego la bacteria se desbocó, se encolerizó y finalmente se fue al galope a reventarse contra las costas de Europa, y el resto de la historia es puro y hondo dolor. Un dolor que crepita para los chiquillos de primaria en las estupendas y resplandecientes imágenes del infierno medieval de las cuales salta para trepárseles al cuello. Un dolor que subsiste en las estampillas para turistas que se venden en los kioscos, aunque parezca frívolo siquiera decirlo, y en las máscaras negras de afilados picos de tucán que portaban los médicos de la baja Edad Media y que se han convertido en un símbolo mundial de la tristeza. Un dolor que no se va porque no lo olvidamos, porque todavía suspiramos–de miedo y de alivio–con las terribles y bellas narraciones de aquella plaga homicida. El cronista italiano Agnolo di Turna, que presenció y dejó testimonio de la peste negra, escribió: “Enterré con mis propias manos a cinco hijos en una sola tumba. No hubo campanas. Ni lágrimas. Esto es el fin del mundo”. En la prosa de di Turna, en sus apuntes de periodista y en sus reflexiones de poeta, palpita el horror del cataclismo que despobló hasta los huesos a todo un mundo. Algo hay de bello en eso: el horror no

sobrevive sin alguien que lo sienta y necesita de alguien que lo narre; pero también hay algo de estremecedor: el horror, qué horror, necesita de nosotros para existir.

El día en que por fin pude abrazar a mi abuela tuve la certeza de que la pandemia, como el universo mismo, y a pesar del pintoresco optimismo de los ministros de hacienda, no terminaría de expandirse jamás. No fue un abrazo como los de antes: no pude estrujar su corazón contra el mío, mi mirada no pudo bailar con sus apagados ojos de ardilla, tampoco pude acariciar con la palma de mis manos los pocos y dispersos pelos blancos que aún adornaban su cabeza, que era como un pequeño jardín después de una leve nevada. Tan solo pude abrazar, con la sola compañía de la mascarilla, el gélido ataúd en que dormirían para siempre los escombros de su cuerpo. Bajo aquel abundante cielo de Bogotá– seca explosión de un azul salpicado de nubes vagabundas en que el sol brillaba con un raro esplendor–comprendí que de esta vaina nunca saldríamos. Que el fin del mundo nunca termina.

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