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Los curubos

Felipe Aramburo Bogotá, Colombia.

Aquella mañana había decidido dejar de vivir. Podría parecer apresurado pero el amanecer naciente era prueba irrevocable de que mi momento para trascender este plano de existencia había llegado. Esta aparente iluminación facilitaba la planeación de la jornada; después de todo, el morir al final del día hacía que el resto de las actividades palidecieran en su naturaleza inútil. Una taza de café para empezar el día. De todas mis adicciones, las cinco tazas de café diarias son en el fondo un ejercicio de seguimiento del tiempo, un mecanismo para controlar los diferentes segmentos en los que se compone la tediosa rutina diaria.

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Me preparo para asistir a mis compromisos laborales. Dejar de existir no puede ser una excusa válida para no alimentar la maquinaria incansable del mundo. Me resulta curioso pensar cómo durante nuestra existencia nos instruyen para ser parte de esta organización invisible con una complicidad cariñosa, sin siquiera darnos un minuto para cuestionar la validez del sistema mismo. Tal vez estos ejercicios metafísicos requieran toda una vida para dar como fruto

algún tipo de postulado infantil que logre madurar con el tiempo en el pensamiento colectivo de nuestra especie. Yo por mi parte cuento con unas cuantas valiosas horas, las cuales serán invertidas en algo, desde luego, diferente.

Mientras me dejo llevar por las masas que buscan algún espacio habitable dentro del sistema de transporte, actualizo incansablemente mi celular. Me gusta vivir mi vida vicariamente a través de aquellas personas que comparten cada minuto de su existencia; para que gente como yo, que contamos con una incapacidad fisiológica para sentir aquellas emociones más humanas, podamos consumir la vida como algún tipo de producto comercial. Este ejercicio no lo considero parte de la gran lista de adicciones que rigen mi paso por este planeta. Creo que es un ejercicio

tan natural como la oxidación de compuestos orgánicos a lo largo de las diferentes ramas del árbol de la vida. ¿Se puede considerar la fotosíntesis como una adicción de las plantas?

La verdad es que no existen razones para dejar de vivir. Esto en el fondo es una problemática wittgensteiniana del lenguaje, ya que cuando uno ha llegado a este punto sin retorno, se buscan las razones para continuar viviendo; algún tipo de señal divina o un acto puramente humano que justifique alimentar los ciclos metabólicos vitales durante una rotación terrestre más, para que de alguna manera inexplicable se puedan encontrar estas fuerzas (sobre) naturales de nuevo, una y otra vez. Tal vez la gente que me acompaña en este viaje ha decidido entregarse a la inconsciencia colectiva, como el antídoto epistemológico de esta epidemia. Quizá la inconsciencia sea realmente el vector en el que se transmite esta enfermedad. De nuevo me encuentro corto de tiempo para entregarme a tan noble ejercicio.

Enfrento las tareas de la jornada con el mismo desapego autómata de todos los días. La naturaleza mecánica de mi profesión me resulta infinitamente atractiva. La vida y sus porvenires ya son de por sí complejos y no merecen ser corrompidos con sentimientos fútiles. Pienso en una enredadera de curubo que decora mi jardín: esta

crece buscando las condiciones óptimas para su desarrollo, nunca parando a pensar en cómo se siente con su forma de crecer o si sus flores y frutos van a enorgullecer a una familia de curubos ilustres. La enredadera crece mecánicamente hasta cumplir su propósito y en el desarrollo de dicho propósito logra alcanzar un elevado valor estético. Hasta que deja de existir. Hay algo tan profundamente bello en existir, tan innegable, que no cambia con la no existencia. Aunque el día se va agotando, no he pensado en las posibles repercusiones de mi repentina ausencia. Me resulta nauseabundo que la gente piense en esta acción como algún tipo de declaración artística, que logre hacer de mi discreto paso por el planeta un evento notable. La invisibilidad constante ha sido hasta el día de hoy mi mayor logro. No comprendo la inagotable necesidad de validar cada momento a través de acciones que en el fondo

no son más que esfuerzos vacíos y deshonestos. Pareciera que la manera como nos relacionamos con el universo sólo pudiera adquirir su verdadera autenticidad si logramos aceptar una serie de complicados términos y condiciones con completo desinterés.

Llego a casa y me preparo la última taza. El último segmento del día se empieza a desplegar con una claridad cósmica. El recetario del tránsito mortal sugiere que en este momento de la preparación se agregue una dosis significante de arrepentimiento, esto con el fin de evitar una cocción prematura e indeseada. Este arrepentimiento tiene que venir de una remembranza primordial, que cumpla todos los clichés de la fenomenología óptica (ej. luz al final del túnel, imágenes apreciadas apareciendo y desapareciendo etc.), que a su vez logre activar una cadena compleja de dominós, comenzando en alguna profunda fibra myocardial, y culminando, satisfactoriamente, en corteza medial orbitofrontal. Este ejercicio requiere de una reserva de glucógeno considerable que no poseo.

Me invade un repentino agotamiento. Considero reprogramar este ejercicio; después de todo, y teniendo en cuenta mi aparente buen estado de salud, se podría decir que el calendario queda bastante abierto. Pienso en las incontables veces que he pospuesto esta tarea. Llevo años eligiendo el día perfecto para acabar con mi existencia y siempre llegando a la misma conclusión. Recuerdo el amanecer, bañando con su gracia el curubo florecido. Él también lleva posponiendo la misma tarea durante un largo tiempo. Tal vez todo esto sea una señal de esas que nos pasamos la vida buscando, o tal vez, mañana simplemente sea un mejor día para dejar de existir.

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