José Luis Trueba Lara
Andróginas contra machos S
in que nadie dijera “agua va”, un día amanecimos más mexicanos que de costumbre y las cosas se pusieron muy raras. De alguna manera se tenía que justificar la gran rebelión. El millón de muertos que causó el numerito del “quítate tú para que me ponga yo” debía servir para algo. Y, para lograr su transmutación en un drama significativo, nada mejor que apelar a la edificación de un “nuevo” nacionalismo, a la creación de los mexicanos que estarían a la altura de la Revolución (con mayúscula, si no es molestia) y al país que estaba a dos cuadras de transformarse en una sucursal del paraíso. En muy poco tiempo, la nueva moda pegó con tubo: los indígenas quedaron obligados a parecerse a los pobladores de los murales; los obreros tenían la consigna de mostrarse como si posaran para un cartel del realismo socialista, y la gente que se autoproclamó revolucionaria con todas las de la ley se disfrazó sin grandes problemas: Diego y sus cuates andaban vestidos de obreros, y Frida se agenció un traje de tehuana con tal de no desentonar con los nuevos tiempos. Es más, si ella acostumbraba ponerse hasta las manitas con coñac, oficialmente nomás bebía tequila.
Contra lo que pudiera suponerse, las cosas no se quedaron de este tamaño, los triunfadores de la gran rebelión tenían que llegar más lejos. Cuando las balaceras comenzaron a sosegarse y se inició la misa negra de los sonorenses, las mujeres que anduvieron en la bola quedaron obligadas a mutar en seres que se ajustaban a los imaginarios. Las soldaderas —descritas por Salvador Novo como una serie de Catalinas de Médici encuadernadas a la rústica— se convirtieron en las adelitas, que presagiaban a las verdaderas mexicanas, a las hembras que sí estaban a la altura de la gesta y de la patria. Las fotografías del Archivo Casasola, cuidadosamente seleccionadas y editadas, dieron paso al nuevo mito: el de la chimiscolera que acompañaba a su Juan y se la rifaba en las balaceras con tal de alcanzar la tierra de la gran promesa. En el mundo creado por los sonorenses y sus empleados más leales, la mujer mexicana fue condenada a descubrir su verdadero y único destino: representar un ejemplo de nacionalismo y asumir que estaba sometida o que, por lo menos, se encontraba en vías de ello. En el cine, por ejemplo, hasta María Félix terminó por agachar las orejas con tal de lograrlo. Las feministas también tenían que alinearse para cuadrar con los sueños mujeriles de los caudillos de la gran rebelión. Lo que de ellas se esperaba era preciso. Según las alzadísimas que participaron en el Primer Congreso Feminista de Yucatán, las revolucionarias tenían que enfrentarse a sus más siniestras enemigas: las mujeres que eran esclavas de la moda, las que hacían versos y leían novelas, las que sólo pintaban y bordaban, pues las verdaderas hijas de la bola sólo tenían por delante una vida “austera, sencilla y honesta”, la cual les permitiría asumir la “responsabilidad de su deber cívico”, por lo menos esto es lo que se lee en los memorables acuerdos que tomaron en Yucatán. Estas imágenes tenían usos precisos: no sólo justificaban la gesta y el deber ser de los mexicanos, también resultaban exportables y ratificaron que la paz de a deveras había llegado para instalarse. México era el país de la pachanga sin miramientos, de las fiestas con cohetes y tiros al aire, el lugar donde los nacionales podían ser turistas en su tierra y, de pilón, donde los fuereños podían correr aventuras memorables. De este lado de la frontera sí podían emborracharse como 8
Dios manda y tener aventuras con las “lindas señoritas” que —por lo menos en teoría— se pasaban de castas. A golpe de vista, las cosas funcionaban a todo dar, pero —sin que nadie se diera mucha cuenta— el mal comenzó a asomarse para pervertir a las mexicanas:
las mujeres comenzaron a ir al cine y se encontraron con maneras de vivir que apantallaban a la más plantada; en las revistas y los periódicos se publicaban fotos de las damiselas que no posaban como Marías y, para colmo del horror, en los fonógrafos y los primeros tocadiscos sonaron piezas frenéticas y sobradamente calenturientas. Incluso, debido a la malevolencia de esos medios, algunas comenzaron a modificar su cuerpo: las señas de identidad del nacionalismo revolucionario se fueron a la goma; asumieron el ideal de transformarse en algo que rimara con lo decó, con la modernidad que les permitía conducir automóviles, trabajar, hacer ejercicio e ir a las fiestas sin chaperones. La amenaza a la patria y a las buenas costumbres era real. La tradición y la modernidad no riman ni se arriman. Por lo tanto, algo había que hacer para frenar la degeneración y las costumbres extranjerizantes que se encarnaban en las pelonas, enloquecidas por el shimmy y el jazz; con las trinches viejas que parecían andróginas con los nuevos vestidos, que renegaban de los rebozos, y que —para colmo del horror— se cortaban sus púdicas trenzas para peinarse como chamacos flacuchos que no tenían nada agarrable ni apretujable. Eso de andar con las patas al aire y bailar como epilépticas era cosa de pirujas. Ante tamaño problema, más de tres desenfundaron sus plumas y la emprendieron en contra de estas chifladas que se mostraban como la versión autóctona de las flappers. Algunos médicos señalaron que esas danzas impías provocaban esterilidad, y otros, aún más radicales, sostuvieron que le abrían la puerta a la homosexualidad, pues —a la hora de la hora— el machín mexicanísimo y revolucionario no se podía dar cuenta si se estaba fajoneando con melón o con sandía. Esos médicos y defensores de lo machín a carta cabal no fueron los únicos que escribieron en contra de las pelonas, en los poemas populares también hay augurios de la tormenta que estaba a un chirris de tronar: Se acabaron las pelonas, se acabó la pretensión. La que quiera ser pelona, pagará contribución. […] Las muchachas de mi tierra son flojas pa'l metate, quieren andar pelonas con sombrero de petate. Se acabaron las pizcas, se acabó el algodón, ya andan las pelonas de purito vacilón.