Desde el preciso instante en que el teatro y la música se unieron de una manera indisoluble, se inició una carrera en pos de lo fastuoso. Los viejos corrales en los que se presentaban las obras dejaron de ser suficientes para contener este maridaje. La ópera no puede existir sin grandilocuencia; la zarzuela sigue sus pasos, y los musicales compiten con gran éxito en el terreno de lo imponente. Lo que sucede en esos escenarios nos deslumbra y, a veces, nos pasma.
Sin embargo, la maravilla de estas producciones no se reduce a su magnificencia o a la posibilidad de crear piezas que se transformaron en parte de la cultura popular —como sucedió con una de las canciones de El hombre de la Mancha, que se convirtió en uno de los tópicos de las bodas—; estas obras también son una de las grandes escuelas sentimentales de los seres humanos...