El silencio es peligroso. Su presencia nos obliga a entrar en nuestra mismidad, a descubrir lo que somos y, por supuesto, a toparnos con aquello que creíamos olvidado y sepultado. Sin duda alguna, es el mejor aliado de los esqueletos que escondemos en el clóset para invocar a la desmemoria. Paul Valéry, en Monsieur Teste, tenía clarísimo este desafío cuando señalaba que “hay que entrar en nosotros mismos armados hasta los dientes”.
Sin embargo, el silencio no se reduce a este reto: en él también se esconden el miedo, la privacidad, lo inescrutable. Tú y yo nada podemos saber sobre lo que pasa en la mente de la persona que está nuestro lado y cuya mirada solo recorre los renglones de una página...