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por Eduardo Sota / Página

Los contemporáneos inquisidores de Dorrego

por Eduardo Sota

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A los pocos días del memorable discurso de Cristina por la conmemoración del Día de la Soberanía, en recuerdo de la batalla de la Vuelta de Obligado, se crea por decreto presidencial el Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego bajo la órbita de la Secretaría de Cultura. Entre sus objetivos se busca estudiar y divulgar la obra de los mayores exponentes del “ideario nacional, popular, federalista e iberoamericano”, desde los padres fundadores de la nacionalidad, pasando por los caudillos federales, los presidentes populares del siglo XX e incluyendo a los grandes luchadores por la emancipación americana; se supone que el resultado de dicha tarea obligará a “revisar el lugar y el sentido que les fuera adjudicado por la historia oficial, escrita por los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX”. Esta legítima iniciativa pretende expandir la conciencia histórica añadiendo un nuevo instituto a los ya existentes como el sanamartiniano, belgraniano y tantos otros dirigidos a profundizar y difundir la obra de los prohombres que forjaron nuestra patria. La misma pone en movimiento un fértil ejercicio histórico que no es otro que el de reavivar esa memoria colectiva depositaria de nuestras mejores epopeyas y trágicas derrotas y, sin embargo, desterradas a los socavones ocultos por la historiografía oficial, desactivada de toda implicancia política sobre nuestro presente e incapaz de estimular nuestra imaginación sobre un promisorio futuro posible latinoamericano. No causalmente, instancias emancipatorias como en la que actualmente cabalgamos son las que atraen a la historia por aquel pasado vivo preñado de significados para nuestra actual coyuntura; se trata, pues, y a título de ejemplo, de profundizar en la gesta independentista de San Martín pero también en su tácita demanda de nuestras deudas pendientes como movimiento popular para llevar hasta sus últimas consecuencias las tareas libertadoras inconclusas; se trata, precisamente, de esos momentos donde la memoria viva de los pueblos acuden a la historia para que le provea de conocimientos más precisos de lo que hasta ahora son meras intuiciones y, a la vez, la historia desentierra aquellas palabras y acontecimientos olvidados y soslayados por la historia oficial y que han guardado y guardan, sin embargo, profundas resonancias en las luchas populares actuales. Este encuentro infrecuente y casi excepcional entre Historia y Memoria colectiva y viva de los pueblos no es sino provocada y hecha posible por la irrupción de la política sustantiva y revulsiva que trastocó el orden establecido instituido por el neoliberalismo. La intrusión de los sobrantes, excluidos y desafiliados del sistema en el 2003 encarnados, una vez más, en el peronismo iconoclasta, supuso poner en cuestión el orden de los saberes, relatos y modos de comportamientos políticos heredados y legitimados. ¿De qué orden justo hablamos que desordena la supervivencia de las mayorías, de qué igualdad que sustrae de los bienes esenciales a esas mismas mayorías, de qué saberes sino los construidos por la mirada del amo?

El poder disgregador del populismo tan temido por el linaje liberal implica precisamente la osadía de subvertir la gramática de la distribución de los saberes, de los cuerpos y de lo pensable que escriben los sabios del statu quo, sean éstos filósofos, economistas o historiadores. El “fantasma del populismo” que actualmente recorre Latinoamérica que implica, en el plano económico, reelaborar los criterios de redistribución de las riquezas, tiene su correlato, en el plano cultural e ideológico, introducir el principio de la igualdad de saberes, esto es, que la búsqueda de aquellas historias silenciadas y distorsionadas puedan ser articuladas en lenguajes audibles y comprensibles con no menor legitimidad que los discursos académi-

cos consagrados. ¿Porqué el pluralismo tan declamado en el plano político por nuestros liberales provoca tanto rechazo cuando se exige, asimismo, un pluralismo epistemológico, que dé cabida a diversas versiones de nuestro pasado? Algo de estas contradicciones, y otras, ha puesto de relieve la creación del Instituto Dorrego en nuestra Academia, ya que la misma ha provocado una suerte de exhumación de los fantasmas de aquellos que gatillaron todo su odio sobre el cuerpo de Dorrego bajo la orden de Lavalle. En efecto, en un comunicado, destacados intelectuales, entre ellos liberales como Halperín Donghi, Luis Alberto Romero, Natalio Botana, Hilda Sábato, o marxistas como Carlos Altamirano y Horacio Tarcus y la insuperable síntesis y complicidad de estas dos expresiones personificada en Beatriz Sarlo, han puesto de manifiesto sus enérgicas advertencias y denuncias. Entre ellas figura la remanida imputación de propiciar una historiografía reñida con lo que supone un “saber científico” y al servicio de espurios intereses ideológicos para “promover un discurso oficial sobre el pasado”; para la consecución del mismo, se debería eliminar toda perspectiva pluralista que inspire la investigación del pasado. Se denuncia, pues, una estrategia totalitaria por parte del estado, de carácter maniquea y anticientífica, con el propósito de avanzar “hacia la imposición del pensamiento único, una verdadera historia oficial”. la de atribuir al gobierno lo que a ellos mismos aqueja: un profundo antipluralismo. Como dijimos más arriba, el decreto simplemente viene a agregar un nuevo instituto histórico a los ya existentes con sus propios propósitos y programas ampliando así la miríada de perspectivas y contribuyendo, por ende, al tan deseado pluralismo en el orden del conocimiento. Pareciera que la sola emergencia de programas alternativos implicara la supresión de la producción y líneas de trabajo ya vigentes en la esfera académica lo cual es desmentido tanto por la letra y por el espíritu del decreto. Lo que oculta esta impostura de victimización, por el contrario, es la estrategia de preservar como única voz autorizada aquella que se elabora desde las instituciones consagradas por el establishement. La desmesura adquiere tonos alucinatorios cuando denuncia la decisión de imponer una historia oficial única, por parte del estado cuando, en realidad, desde el mismo espacio institucional desde el cual se pronuncian –universidades, centros de investigación, etc.- son entidades, mediatas o inmediatamente, dependientes del Estado, en el que impera la más irrestricta libertad de cátedra e investigación. Aquí es evidente el uso político-ideológico de la recriminación –la entronización de una historia oficial única- ya que se interviene en la esfera pública para crear un sentimiento de zozobra y de amenaza a la libertad por esta pretendida avanzada de una política “totalitaria” que es la creación del Instituto Dorrego. En realidad, estas reiteradas inculpaciones de “antidemocráticos”, “totalitarios” y “antirrepublicanos” –tomadas prestadas del coro opositor- revelan más la propia estirpe de estos nuevos inquisidores -curiosamente procedentes de la academia- que de las políticas de las memorias desarrolladas por el gobierno popular.

Todo parecido que reviste este discurso con la estrategia llevada a cabo por la oposición en el campo político durante estos años no es casualidad. En primer lugar, se sostiene en una profunda falacia cual es

A pesar de la semejanza retórica, no deja de sorprender, sin embargo, que sectores intelectuales aparentemente más sofisticados, proceden bajo el mismo y mediocre modus operandi que la oposición política: se rasgan las vestiduras y enuncian proclamas altisonantes sobre presuntas acechanzas totalitarias que encubren, en realidad, su rechazo visceral a que la noción y las prácticas de la “democracia” sean reformuladas, ampliadas y transformadas por el sujeto popular; a que se ponga en cuestión lo que se supone debe ser el normal desenvolvimiento de las instituciones republicanas y los relatos que traman nuestra historia, con sus inclusiones y exclusiones, con lo entronizado como paradigmático y aquello como merecedor de olvido, con lo valorado como contribuyente a lo civilizatorio en desmedro de la barbarie.

Y, así como los Cavallo y Redrado se erigen en los custodios de los valores y reglas que deben regir el universo económico, los firmantes de la Carta se instituyen en los guardianes de la ortodoxia histórica que se vincula, a su vez, con una práctica científica garante de los más caros valores de la tolerancia y libertad de investigación.

Curioso pluralismo éste que excluye todo aquello que no sea entendido en sus propios términos.

Como militantes del campo popular, posiciones como ésta no deben, sin embargo, exasperarnos ni llevarnos a incurrir en una victimización simétrica sino en advertirnos que el antagonismo desnudo que se reveló en el 2008 con la patronal rural, está adquiriendo una mayor complejidad y densidad puesto que el conflicto se instala en el corazón mismo de lo que verdaderamente está en juego: ¿qué es la democracia popular y cuál su alcance; cuál es el significado y el rumbo de nuestra actual hora latinoamericana; qué de nuestro pasado nos reclama nueva indagación en función de nuestras expectativas actuales?

La disputa corre, pues, en la permisión o prohibición de plantearnos estas y otras preguntas, en tratar de darles respuestas de una u otra manera y aquí interviene cierto sector de la intelligentzia queriendo poner orden y llamándonos al orden sobre estas cuestiones que sólo ellos tienen el privilegio, aparentemente, de legislar.

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