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por Sylvia Nadalin / Página

reflexiones sobre el libro “historia del pueblo argentino” de milcíades peña dEsmitiFiCar la Historia

por SyLVIA NADALIN

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Si como dice la canción a “la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia: la verdadera historia”, esa que critica, profunda, lúcida y brutalmente la pluma de un autor igual de olvidado que de imprescindible: Milcíades Peña (1933-1965). La edición definitiva (Emecé, 2012) de HIStORIA DEL PUEBLO ARGENtINO, una obra ambiciosa que intenta “desenmascarar los mitos y las falsedades” del proceso de formación económico-social argentino desde la colonización española hasta la revolución libertadora de 1955, poniendo en discusión las verdades históricas que se disputaban su legitimidad (liberales y revisionistas), constituye una manera de actualizar las lecturas de clases (e intereses) que siguen obstaculizando y retrasando la implementación de políticas autónomas y emancipadoras.

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“La falsa historia es el origen de la falsa política” Juan Bautista Alberdi, Escritos Póstumos.

Los militantes y/o gobernantes que menosprecian a los intelectuales que juzgan, revisan y cuestionan la política deberían revisar sus propios estereotipos de época. Porque hubo alguna vez -como en los cuentos- hombres que edificaron su gran erudición y pensamiento desde la autodidaxia, en los tiempos intersticiales de la militancia estudiantil primero y partidaria después.

Con apenas 14 años, a mediados de la década del ’40, Milcíades Peña ingresó a las Juventudes Socialistas de La Plata, dos años después militaba en el Grupo Obrero Marxista (GOM) de orientación trotskista que lideraba Nahuel Moreno, del que se alejó en 1952 cuando se proletarizaron. La urgencia de la militancia y la avidez intelectual truncaron su bachillerato, al que abandonó para dedicarse a escribir en revistas de izquierda, formar cuadros, investigar y analizar la historia como una forma de praxis militante. Luego de varios intentos de suicidios, a los 32 años terminó con su vida.

Formado en el marxismo ortodoxo fue un crítico inflexible de quienes serán las figuras intelectuales de la década del ’70, Gino Germani, Jorge Abelardo Ramos, Rodolfo Puiggrós y Juan J. Hernández Arregui, autores con los que disputa la interpretación del revisionismo de izquierda poniendo en duda sus hipótesis, derribando sus argumentos o mofándose de cierta ingenuidad teórica, a la que compara con el peor liberalismo.

Porque el propósito que impulsa la escritura de la Historia del Pueblo Argentino es precisamente ese: desmitificar la historia argentina de sus “falsedades históricas seudomarxistas, seudonacionales [que] pesan como una lápida sobre la lucha por la transformación revolucionaria de la Argentina y América Latina”, destruyendo los mitos que cada vencedor fue imponiendo como sentido, discurso y verdad durante cinco siglos de historia. A esta ciclópea tarea se abocó entre el ’55 y el ’57.

Tenía 25 años cuando la terminó.

El mito de la colonización de América

El primer mito a derribar es aquel que pregona que la dominación española estaba asentada en una política mercantilista, el primer estadio del capitalismo en su fase industrial. La impronta monárquica española era de tradición metalista de tipo feudal, lo que generó en América una sociedad precapitalista mercatilizada donde “una minoría parasitaria de origen extranjero vivía del trabajo casi esclavo de las grandes masas indígenas” que desconocían el salario, estructurador económico del concepto de clase social. Esto explica, según Peña, el desarrollo desigual pero combinado (porque el excedente se vendía al mercado mundial) de nuestra estructura económica y los orígenes oligárquicos y antidemocráticos de nuestra superestructura política.

Además, en Argentina se dio “la maldición de la abundancia fácil” donde la prosperidad de la tierra “obnubiló la conciencia de que se trataba de un país atrasado, haciendo concebir la ilusión retrógrada de que con vacas podía constituirse una gran nación moderna”.

A este primer desencuentro con los procesos históricos que sacudían las bases de la sociedad feudal dando origen a un nuevo sistema de producción en Occidente, se sumó la “fábula” del 25 de mayo de 1810, un hecho que no fue ni revolucionario ni su objetivo fue la independencia. Peña arremete contra la historia oficial de Mitre: “las clases dominantes de la colonia que no encontraban ocupación lucrativa dentro de la estrecha estructura colonial (¡los abogados!) necesitaban contar con un Estado propio, que les ofreciera ocupación”. Y Napoleón colaboró encarcelando a Fernando VII en el camino de una revolución que, otra vez, fue europea.

El mito de los nacionalismos populares

Si la historiografía liberal es desacreditada con datos certeros que invalidan la oficial lectura de los hechos hasta 1810, los revisionismos de tinte progresista se des-

moronan ante las críticas de clase a la que somete a los personajes que conforman el proyecto nacional y popular: Rosas, Irigoyen y Perón.

Como buen marxista, Peña aplica la teoría materialista a los procesos históricos, centrándose no solo en lecturas económicas (sin caer en el reduccionismo) sino intentando leerlo desde los sujetos históricos que conforman las fuerzas sociales que luchan en ese desarrollo, al que reconoce como contradictorio y desigual.

Desde esa visión, Rosas no es más que un estanciero y terrateniente bonaerense, continuador de Rivadavia en la gestión de un gobierno que acrecentó y consolidó la acumulación de tierras, vacas y peones, estructurando el futuro capitalismo argentino y logrando “aquello en que los unitarios habían fracasado: supeditó todo el país a Buenos Aires”.

Al período de Irigoyen, Peña lo describe como el gobierno que no cambia nada: mantuvo la lógica económica agroexportadora, respetó y amparó el latifundio (solo alargó algunos plazos de arrendamiento), amparó los intereses del imperialismo inglés detrás de un disfraz de neutralidad diplomática, y “masacraba al proletariado con tanta puntualidad y eficiencia como el más reaccionario de los gobiernos oligárquicos”.

No corrió mejor suerte el peronismo en la pluma de Peña, al que definió mordazmente como “bonapartismo con faldas” (en relación a su figura femenina: Eva Perón). El término, tomado de Marx refiere a “un régimen que no representa a ninguna clase, grupo de clase o imperialismo, pero extraía su fuerza de los conflictos de las diversas clases o imperialismos”, es decir que no había en el GOU ni en Perón un proyecto real de cambio de relaciones de propiedad sino que era el gobierno del “como si” en el cual las políticas sociales y laborales se presentaban como si hubiesen surgido de las luchas de los trabajadores a través de un proceso revolucionario.

Cuando Peña hace un balance de los logros peronistas: “Sindicalización masiva e integral del proletariado fabril y de los trabajadores asalariados en general. Democratización de las relaciones obrero-patronales en los sitios de trabajo y en las tratativas ante el Estado. Treinta y tres por ciento de aumento en la participación de los asalariados en el ingreso nacional. A eso se redujo toda la ‘revolución peronista”, escritores como Feinmann y Tarcus reaccionan espantados. Lo que para Peña en 1955 era apenas un lavado de cara de la estructura económica, sesenta años después y varias luchas populares que cobraron la vida de 30.000 compañeros, esas “mejoras” peronistas siguen siendo históricamente revolucionarias.

La crítica de Peña, sin embargo, va más allá: reprocha al peronismo haber mejorado las condiciones de los trabajadores al precio de su subordinación política al Estado a través de la sindicalización vertical y obligatoria, retrasando la conciencia de clase, alejándolos de la verdadera revolución proletaria, y reconfigurándoles una identidad ficticia basada en la lealtad al líder.

Feinmann, en su libro Peronismo I, rebate esos argumentos: “[Perón] No quería darle el poder a los obreros. Quería, sí (y esto era una dura blasfemia en la Argentina que lo recibió en el ’45) que los obreros fueran parte del poder. Gobernó, incluso, para ellos. Les dio lo que nadie les había dado”. Además, puntualiza dos errores de apreciación: la concepción clasista de Peña y “el de la izquierda peronista que creyó que ese pueblo peronista pelearía por el socialismo, algo que le era totalmente ajeno”.

Lucidez y tragedia

A lo largo de las casi seiscientas páginas que conforman la Historia del Pueblo Argentino se suceden ininterrumpidamente frases y comentarios del colosal Alberdi, cuya obra –completa- va desentrañando los hechos que configuran las desventuras de nuestra historia.

Peña rescata al Alberdi que polemizó la dicotomía sarmientina de civilización y barbarie1, el que vio en Rosas una reencarnación del peor centralismo colonial, el que se enfrentó a Mitre en la Guerra de la Triple Alianza, el que creyó en la Confederación y en los caudillos del interior como la única forma de reorganizar el país, el que se exilió en Europa para no negociar con el modelo oligárquico conservador roquista, el que murió voluntariamente expatriado representando “el drama argentino: la falta de clases reales en que apoyar el programa de gobierno para la construcción de una gran Argentina”.

La otra –y única- figura que reivindica es Sarmiento, no en su alianza con la oligarquía porteña ni en la denigración a las masas populares por bárbaras, sino en aquel que descubre que la implementación del programa liberal por parte del roquismo es un equívoco que nada tiene que ver con los postulados por los que peleó toda su vida.

Con un mismo origen pero caminando en veredas opuestas, Sarmiento y Alberdi son rescatados como los únicos próceres argentinos por su carácter de intelectuales que logran pelearse con su propia clase, criticando y expresando un proyecto nacional que no puede realizarse por la falta de una clase burguesa interesada en la producción nacional dirigida a un mercado interno.

No hay síntesis en la dialéctica que propone la Historia de Milcíades Peña. Solo tragedia y desencuentros que llevan al olvido, ese que lo identificó con el Alberdi de la derrota personal, la marginalidad intelectual y el desencanto político.

1 “Tenga cuidado el señor Sarmiento que hay una barbarie letrada mil veces más desastrosa para la civilización verdadera que la de todos los salvajes de la América desierta”

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