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Los cantos de Carmen fueron y son // Miguel Covarrubias

CARMEN, inis (*casmen, n.: oráculo, profecía, encantamiento. || […] || oración. || canto poético, poema, verso, poesía. || sonido, melodía. || epitafio.

VICENTE BLANCO GARCÍA, Diccionario ilustrado latino-español y español-latino

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Nos hemos roto el alma con los dientes desgarrando a pedazos la sonrisa por las fauces hambrientas del destino. ¿A dónde irán rodando nuestros dientes cuando la muerte venga a provocarlos como loba feroz?

CARMEN ALARDÍN, La libertad inútil y algunas noches

Sería a eso de las cuatro o cinco de la tarde, no lo recuerdo bien, cuando conoceríamos a una autora ya por esos años muy prestigiada. Su nombre Carmen… y Alardín su apellido. La habíamos disfrutado como poeta al leer algunos números de Kátharsis, revista de atractivo diseño y extrañas colaboraciones. La “extrañeza” provenía de una indudable calidad artística captada incluso por los poetastros y neófitos lectores —éramos las dos cosas al mismo tiempo—, ingenuos debutantes en Apolodionis.

Ya Jorge Cantú de la Garza, uno de los últimos directores o “responsables” de la publicación que apareciera entre 1955 y 1960, nos había acercado un par de poemas alardianos. En el número sexto de Apolodionis, en sus primeras páginas, figuraban “Trapezio” y “Teseo” (a esta pieza la acompañaba una línea que indicaba su pertenencia al libro “Todo se deja así, próximo a aparecer”). De ese modo, la transferencia de colaboradores que emigrarían de la fenecida Kátharsis rumbo a Apolodionis se hacía más tangible. Así fue como terminamos colectando los nombres de Ario Garza Mercado, Ernesto Rangel Domene, José María Lugo y Abigael Bohórquez, amén de los pioneros Cantú y Alardín.

Nos estaba faltando, no cabe duda, conocer a Carmen en persona. En esa época tanto Jorge como Carmen vivían en la capital mexicana. Allá se estaban labrando un sitio propio. Jorge había cambiado los estudios de derecho en Monterrey por una beca del renombrado Centro Mexicano de Escritores, el de Francisco Monterde, Juan José Arreola y Juan Rulfo —entre otras figuras igualmente notables—. Y Carmen, casada con el as de la radiodifusión Ramiro Garza (también poeta), cursó la carrera de letras alemanas en la UNAM y publicaba en Pájaro Cascabel y en otras revistas de parecida calidad.

Y es el segundo de los textos que mandó Carmen a nuestra revista por intercesión de Jorge, “Teseo”, el que nos permitirá atisbar el arte literario de nuestra autora en aquellos años. El poema aparecía dedicado a Héctor Benavides.

El “para qué” no está en la punta

del ovillo del tiempo

sino en el corazón.

Sigue desenrollando y no preguntes

el por qué de los sueños.

Sigue cazando estrellas con los hilos

de lluvia o de dolor.

Encontrarás en una de estas vueltas

laberintos de ausencia,

y tendrá tu cordel nudos posibles

e imposibles olvidos.

Hasta que llegues a la luz de pronto

con el alma enredada en otras almas

que dirán el por qué de tu naufragio.

Sin pretender fabricar un soneto, Carmen en estos catorce versos utiliza la clásica combinación de líneas de once y de siete sílabas. Con la excepción del primer verso (eneasílabo), de modo aleatorio se trenzan seis heptasílabos y siete endecasílabos. Al abandonar la rima de la lírica tradicional, la poeta nos orillaba a que entendiéramos cómo su pieza se había liberado de una severa atadura formal. Además, las imágenes nos tendían una hamaca conceptual apta para que, al descansar en ella, al asumirnos como destinatarios de su admonición, la voz del —o la— poeta lograra de manera casi inadvertida que dejáramos atrás el “para qué” y aun el “por qué”: “no preguntes / el por qué de los sueños”. Al llegar al desenlace de “Teseo” (uno de los mayores héroes helénicos, compañero frecuente de Hércules en sus aventuras), “otras almas / […] dirán el por qué de tu naufragio”. Cada uno de los lectores de esta obra cimentada en la leyenda y en la imaginería griegas, podría llegar a exclamar: “¡De verdad soy Teseo!” (Pero… ¿y Ariadna?) Si el mundo es un laberinto y en nosotros ha prendido la determinación de liberarnos muy pendientes —literalmente muy pendientes— de un hilo, la subyugante alianza de Ariadna y Teseo jamás será destruida. Así, todos y cada uno de nosotros viviremos per omnia saecula saeculorum una historia maravillosa de acuerdo a la raíz más profunda de la cultura occidental que por derecho propio nos pertenece a cabalidad.

Lo cierto es que toda esta dilucidación no pertenece a nuestro pasado sino al momento actual. Porque aquella tarde sólo la expectativa de reunir a dos talentosas poetas reineras —coincidentemente nacidas en el puerto de Tampico— nos conducía a la efervescencia. Para nuestro bien y por lo pronto, una elocuente musicalidad y una sabia convicción de índole alardiana se nos imponían como características de un hacer poético soberano: “otras almas / […] te dirán el por qué de tu naufragio”.

Fueron César Isassi y Sir George, si no me equivoco, quienes incluyeron a Gloria Collado en su plan para que pudiéramos conocer al fin a Carmen. Y Gloria, que aún se encontraba en la etapa inicial de su incorporación al grupo que ahora se reconocía a sí mismo como Arte Universitario, aceptó de buen grado. Nos recibiría en su envidiable y envidiado estudio de la calle Hidalgo. Nos sentíamos al borde de una experiencia inconcebible hasta esa fecha, ya que durante las primeras tres ediciones de Apolodionis no dejábamos de constituir un auténtico Club de Tobi misógino (este niñito regordete y simple, recuérdenlo, era camarada, a regañadientes, de la Pequeña Lulú). Pero ya en aquella ciudad de mediana dimensión, en la que vivíamos y escribíamos, dos poetas jóvenes alentaban. Carmen era nuestra antecesora y a partir de esa tarde se iniciaba un acercamiento sin duda irrefrenable.

Carmen desplegó esa tarde sus mejores artes: abierta simpatía personal, ideas inusitadas, clarísima dicción a la hora de reproducir una poesía primeriza que le confiábamos con reticencia y confianza al mismo tiempo. Con el transcurso de los años supimos que la autora de Entreacto gozaba de un asombroso olfato literario. A varios de nosotros nos favoreció con sus juicios certeros, cargados de sugestivas intuiciones hermenéuticas. Sin duda, derivada del conocimiento que obtuvo de su anfitriona, de haber calado sus avances poéticos, son las palabras que publicó en Vida Universitaria de Monterrey un martes 1° de noviembre, hace casi cuarenta años.

"En algunos momentos llega Gloria Collado a una poesía desértica, desnuda de todo lo cotidiano y circunstancia, y alejada en lo posible de los sentimientos humanos. Es entonces cuando nos parece que logra aislar su poesía de toda la oscuridad del mundo y atraparla en una esfera de cristal, concentrada y aparentemente inaccesible. Defiende Gloria la individualidad de la poesía con la misma lealtad y devoción que un teólogo defendería la unidad de la Santísima Trinidad. Pero no hay que entender sin embargo que la suya sea una ocupación de escribir poemas a la poesía misma, sino que en ese riguroso quehacer poético nos va descubriendo los secretos de la convivencia y del destino. Secretos que, sin duda, descubre inconscientemente pues palpitan en ella todavía numerosas dudas y angustias personales, que sin querer o a pesar de sus cuidados, se transparentan entre las líneas de sus versos."

Que Carmen Alardín hubiera dado un paso franco hacia el incierto futuro de una revista empecinadamente volcada en la pura literatura impura significó —entre otras muchas cosas— el nacimiento y desarrollo de unas ligaduras de mutuo interés profundo y persistente. Culminarlas nos llevó a erigir un cerco fraternal de cinco décadas.

Con frecuencia nuestra amiga observaba de soslayo el mundo, o acometía algunas tareas de manera oblicua. Quizás lo que voy a contar enseguida pudiera ejemplificar esta aseveración.

En la dedicatoria de uno de sus libros, nuestra entrañable poeta se llamaba a sí misma “tu futura vecina” (de su puño y letras provenía esa peculiar identificación). Lo cierto es que Carmen continuaba entonces —año de 1977— residiendo habitualmente en la capital. Pero coqueteaba con dos ideas: vivir de manera casi permanente en Monterrey… o vivir a trancos en Villa de García. Con este último lugar la ligaban —y no se diga a Ramiro— antecedentes familiares. Y en cuanto supo que nosotros le habíamos dicho sí a un ofrecimiento para que pudiéramos ocupar una esquina de la calle principal del bien dotado de agua fresca —y bien sombreado— pueblo, se regocijó con la idea de la vecindad. De acuerdo con esos sueños o deseos, las dos parejas podríamos mirarnos las caras durante —por ejemplo— las tardes de otoño, acompañados de humeantes tazas de café y empanadas henchidas de cajeta de leche o calabaza. ¡Para un mejor control de calidad, nos comprometíamos a hornear los panecillos —los saboreábamos ya en la imaginación— en un horno de leña instalado en su casa o en la nuestra!

Pero las cosas sucedieron de otro modo. Nuestro proyecto de “casita rústica” abortó y el matrimonio Garza/Alardín se redujo —por lo que hacía a nosotros— a un par de reuniones dominicales en la antigua casa restaurada de la calle ¿de Juárez?, y en una sesión con ribetes de “donación a título de herencia literaria —en otro idioma—”. Y al describir este gesto libérrimamente afectuoso, Carmen dejaba claramente asentado que — con un solo movimiento— disminuía su acervo bibliográfico mientras lograba aumentar mi cuota de cariño y gratitud perennes.

Entonces, ¿de qué se trataba? Nada más ni nada menos que de arraigar allí su biblioteca personal (con aires de biblioteca pública) en beneficio de los escolapios de García (Nuevo León), al mismo tiempo que señalaba a esa misma biblioteca como depositaria de su escogida —pero no escasa— colección de libros en lengua alemana utilizada años atrás en sus estudios profesionales. No había sitio para la duda: los volúmenes magníficamente impresos mostraban la exacta y limpia tipografía de las editoriales alemanas. Entre otras, Suhrkamp Verlag, Limes Verlag, Rowohlt Hamburg, F. H. Kerle Verlag, Aufbau-Verlag... Y los autores, Schiller, Heine, Novalis, Benn, Brecht, Hesse, Hofmannsthal, Rilke, Trakl... Pero fue este conjunto de casas editoras y autores germanos los que Carmen había decidido entregarme a mí. ¿Qué puedo decirles? Me sentí halagado de manera inopinada, me sentí un heredero sui generis, comprometido — aún más— con la literatura alemana y sobre todo con mi amiga y mentora, poeta admiradísima que un buen día me confió los originales de su Colección de poemas. Canto para un amor sin fe, libro que fuera editado bajo el sello del Instituto de Artes de la Universidad Autónoma de Nuevo León.

Si esto que ahora cuento no les parece muy claro, entonces les confiaré que la espléndida donadora a mí me dejó —desde aquella tarde— medianamente confuso. A pesar de que para esas fechas yo había dado a conocer El traidor y un buen número de traducciones de poemas alemanes en la revista Deslinde de Filosofía y Letras, no recuerdo a Carmen glosando —de modo favorable o negativo— esas audacias. Pasados los años, pienso que mi amiga quiso mejor encauzarme o alentarme con esa entrega para ella de un altísimo valor emotivo, artístico e intelectual. Dejó pues para mejor ocasión o —ya se ve— para nunca, sus juicios quizá inquietantes para mí. No lo sé, no lo sé…

Para cerrar este capítulo, una mañana recibí un telefonazo de Carmen. Necesitaba, me dijo, que le “prestara” un diccionario que se había colado en alguna caja de libros alemanes. Se trataba del Langenscheidts Taschenwörterbuch. Spanisch-Deutsch, Deutsch-Spanisch. Me apresuré a regresárselo y nunca más volvimos a tocar el tema.

Ahora encuentro muy conveniente el esbozar un retrato físico, anímico y aun literario de la poeta Carmen Martí —así decidió llamarse tras la muerte de su madre—. Alardín quiso homenajear a la autora de sus días rindiéndole pleitesía de ese modo, olvidándose durante algunos meses del apellido con el que todo el mundo le conocía. Tema éste que, más allá de lo anecdótico, le ofrece luego al investigador de la literatura problemas de cierto calado, ciertas confusiones. Pasa el tiempo, pasan las generaciones… y lo que fuera un gesto de amor filial llegará —posiblemente— a configurar una duda de ribetes detectivescos. ¿Esa poeta que tiene modos estilísticos idénticos a los de esa otra autora tachada de eminente, es una inesperada continuadora, un clon involuntario, una imitadora servil? No, no en este caso. Para quienes un día llegaran a toparse con textos firmados por Carmen Martí, les aconsejamos franquear cualquier especulación inane. Carmen Martí fue —véase el caso como se vea— la mismísima Carmen Alardín.

Saludamos a la que fuera directora de Armas y Letras en los últimos tramos del siglo pasado. La veíamos en las oficinas de la revista ubicadas en la Biblioteca Universitaria Raúl Rangel Frías. Seguía siendo entonces un espíritu luminoso e inquietísimo, pleno de palabras cargadas de fresca poesía y segura en sus geniales adivinaciones, desconcertante… De cuerpo menudo, sorprendía por la fortaleza de una memoria que nunca la abandonó, aunque su esqueleto tiritara a causa del clima artificial. Nos encontrábamos en medio de un verano rabiosamente regiomontano ¡y ella se escondía dentro de un enorme abrigo y una boina de lana! Las corrientes de aire helado la obligaban a replegarse en las paredes del novísimo edificio, tentaleando sus rugosidades mientras encarecidamente les solicitaba una tregua a los dioses tutelares de la ciudad. “¡Aunque sea un poco, permitan que sople el sol de Monterrey dentro de estas galerías!”

Hace tiempo una joven escritora, Heidi Basabe, esbozó un retrato de la Carmen Alardín que fue y seguirá siendo —entre nubosidades y claridades propias de nuestra memoria— una Carmen inolvidable e inabarcable. Leamos pues algunas líneas.

"Conocer a Carmen Alardín, sus contornos, ¿qué significa?, ¿qué significa para mí?, a esa Carmen de desnudas piernas sin malicia aparente, con sus afrancesadas “eges”, su palabra “reaccionario”, su aparente “despiste” y las preguntas que hace y que no hace. […] Conocer a esa Carmen aparentemente infantil o inocente, en estado de gracia, como en un juego de boliche en el que el golpear de la bola provocara innumerables preguntas. Conocer la placidez de esta Carmen, su aparente instalarse cómodamente en el mundo, junto o a pesar de sus dolores de cabeza y espalda y su estar muy despierta como animal al acecho ¿por miedo o al ataque? A la Carmen tan mencionada y tantas veces vestida, desvestida y vuelta a cambiar de innúmeras caras y contornos. Conocer a alguien sintiendo que te desborda y no poder decir ni la primera ni la última palabra y mucho menos explicarlas."

Carmen envuelta en su propia magia

Así es como veíamos a Carmen Alardín aquella tarde de un verano de 1968 —muy probablemente. Pero sí, la fecha pudiera ser exacta—. Nos ayuda a pensar que así sería porque eran los años en que el Municipio de Monterrey —a cargo del ingeniero César Lazo— patrocinaba la Escuela de Verano Profr. Francisco M. Zertuche. Fue esa una manera de mantener la gallardía de la tradición humanística en la Universidad de Nuevo León, favorecida por los prohombres que se llamaron Raúl Rangel Frías, Francisco M. Zertuche y Alfonso Reyes Aurrecoechea. Bien, bien. Olvidémonos rápidamente de las reminiscencias de un enfrentamiento entre las corrientes conservadoras que encabezaba el gobernador en turno y el liberal o revolucionario ingeniero Lazo. Y por supuesto que había que fortalecer el legado de los hombres de pensamiento y letras que hemos mencionado. Seguros estamos que Carmen, ajena a las minucias de los manipuladores de la política silvestre, sólo quería dejar clavada su espada en el corazón de la ciudad que necesitaba de la poesía como si fuera una gratísima “agua de mayo” proverbial. No recuerdo el tema de esa tarde, las palabras precisas que Carmen derramaba a lo largo del corredor del segundo piso del ahora Antiguo Palacio Municipal. Pero lo que no dejo de recordar con asombro es cómo de pronto pareció envolver a la heroína de este relato un haz de luz que se extendió hasta nuestro lugar en el centro mismo de ese andador. Sentí la fuerza de su voz y su mirada. Como suele pasar en algunos films de gran popularidad, los demás parecían personajes totalmente ambientales. Se les veía —es un decir— moviéndose y hablando como en cámara lenta y en penumbra. En lugar del joven galán y la encantadora damisela mirándose con delectación suprema, éramos Carmen, Silvia y yo conectados magnéticamente por el discurso más estimulante que hubiéramos podido imaginar. Hacía años, desde aquella reunión en el estudio de Gloria Collado, que no la veíamos, y sin embargo no me cabía la menor duda de que se había establecido un amarre, una ligazón sólida como la de las amistades tocadas por la maravilla que transporta en su espalda curvada la mismísima Atenea o el mismísimo Apolo. No podíamos dejar de mirarnos, nuestro nudo jamás habría de romperse a partir de esa tarde. Fuimos cada uno de nosotros abducidos por la sensación más extraña, más digna del ensueño de las palabras más genuinas. Carmen abundó en su magia: su palabra cargada de sonidos nos recordó el de la poesía alemana. Hölderlin, Novalis, Rilke. Y no, no miento. Así transcurrió el hechizo de Carmen.

Kant, a 5 de febrero de 2015.

Notas

[1] Incluido en La vida encendida. Revisitaciones a Carmen Alardín, compilación de Luis Aguilar, Gobierno del Estado de Tamaulipas, Ciudad Victoria, 2015, pp. 57-67