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Carmen Alardín: la poesía con y contra las palabras // Víctor Barrera Enderle

Se ha dicho que la actividad literaria es una forma de escape, de evasión ante una realidad que posee todo, menos una verosimilitud estética, puede ser, pero ese lugar común, peligroso como todos los de su especie, reduce la creación literaria a mero acto irracional, a una pulsión más cercana al principio del placer que al de la realidad. A mí me gusta pensar, sin embargo, que esa pulsión primigenia va más allá y, sin dejar de ser un impulso individual, se transforma en un registro social, porque la escritura poética es, además, una concatenación de ideas (sean éstas de cualquier índole), un rastro de deseos (toda escritura lo es) y de ansias de expresión (toda poesía debería serlo). La poesía, entonces, comunica, o, al menos, intenta comunicar lo muchas veces incomunicable (transmitir esa realidad que yace en el fondo de la vida cotidiana). Es esa lucha inefable con uno mismo la más difícil y la más épica de todas las batallas, porque en ella se contiene ese rito primigenio que es lo que los ancestros llamaban el “alma de la tribu” y el soporte de la experiencia humana: la búsqueda de expresión. En ese sentido, la escritura poética se lleva a sí misma dentro, como el caracol, es la palabra, la imagen y el sonido contenidos en esos trazos que garabatean la página en blanco. Carmen Alardín fue esa poeta caracol, como le gustaba definirse, esa portadora de ecos y de sueños pasados. La poeta que no quitaba el dedo del renglón, porque el renglón era ese jardín predilecto del caracol literario. Así, la página en blanco, ese campo de batalla cotidiano, que dista mucho de ser un espacio inocente, pasivo, se transformaba en una suerte de espejo que “reverbera sin tregua”, donde la futura escritura se convertía en un trazo doble. Esa dualidad no es sólo el diálogo con uno mismo sino con el otro y los otros y otras que llevamos dentro. Lucha de la palabra contra la propia palabra porque, a veces, la poesía tiene que superar la avería del lenguaje, hacerlo más vital y menos denotativo. Ese es el camino del caracol: andar en y sobre el lenguaje, reproducirlo y reinventarlo constantemente.

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Hoy recuerdo a la poeta como esa sabia artesana del lenguaje, pero también me gustaría invocarla en esta ocasión como interlocutora, como el enlace entre su creación y la inspiración que ésta provocará en las nuevas generaciones de autores. Hablar de su obra, pues, será acceder a buena parte de nuestro campo literario regional. La autora de La violencia del otoño ha dejado de ser una referencia individual de talento literario para convertirse en un punto de encuentro, en un cruce de miradas y voces de una región otrora ignota de las letras mexicanas. Así, la actividad literaria será también una forma de reconocimiento, de identidad cultural.

El universo literario de Carmen Alardín se estructuró como un texto a un tiempo histórico y estético, esto es, se convirtió en el registro de las interminables batallas entre la poeta y el lenguaje, y, al mismo tiempo, en la descripción de los artilugios de la creadora para configurar su genuina voz literaria. Como texto histórico, su escritura poética fue siempre ansia de presente, por lo que tuvo que revivir y reinventar constantemente el pasado, dialogar con él; como obra estética, su poesía vive en cada trazo, en cada palabra conquistada a la página en blanco, en cada intento por ampliar el periplo de ese viaje interminable hacia el presente: ese instante pletórico de ausencias:

Quién pudiera decir que estás presente aunque tu ausencia duerma por doquier, aunque tu ausencia siempre inexplicable, te convierta en pasado repentino.

Quién pudiera decir que estamos juntos celebrando el milagro de las bodas, aunque un fúnebre viento nos transporte donde el camino es grieta que devora.

Quién pudiera decir que en un recodo de la existencia nos sorprende el rápido copular de una cámara instantánea y estemos juntos, ¡ah, concomitantes, y encadenada en el papel tu cara!(“Instante”)

En la poesía de Carmen Alardín, las ausencias son esas figuras impregnadas en la página, esos ecos que hablan a través de su caracoleado escribir, en esa marcha hacia atrás y hacia delante, cargando en su trayecto escritural con la voz, la memoria y los deseos. Su poesía es colectiva a fuerza de ser monólogo perpetuo. Por ello, leer a Carmen es asistir a un desfile singular y presenciar un maravilloso desbordamiento, cada página contiene un libro entero, vivo y en plena comunicación con las demás hojas, pues

Quien conoce al caracol conoce a su padre y a su madre.

Entra en la pila de los elegidos como a su propio mar.

No pierde en el pantano a sus ancestros,

sigue la trayectoria que le marcan

para escapar del tiempo, para encontrar el hilo que nos lleva donde empezó el amor.

El rastro lo conforman la memoria y la tinta que van quedando en esas páginas, impresas ya por una especie de intemporalidad que las vuelve contemporáneas de los deseos y fantasmas evocados por ellas. Este rastro es ausencia y, por tanto, evoca siempre una presencia: es la certeza del devenir poético, de la confrontación entre creadora y olvido. Poesía y caracol podría ser la fórmula de esta faena. Existe un elemento que llama sobremanera la atención en la escritura poética de Carmen Alardín: su constancia, pero me apresuro a aclarar que ésta no es sólo de corte laboral, sino principalmente de orden estético. La poesía es peligrosa cuando se la abandona o cuando se le explota sin mesura: es decir, cuando cumple funciones ancilares. Sin embargo, en Carmen, la poesía permanece en peligroso y fantástico equilibrio: mantiene sus luchas y preocupaciones en el propio campo de la creación, soportando la tensión de ser a la vez objeto estético y ejecución verbal. Es la complicada relación pasional entre las palabras y las cosas que significan o deberían significar la que se manifiesta de manera grandilocuente en cada verso de nuestra autora, y que a mí me hacen evocar un concepto desarrollado por la modernidad literaria para contrarrestar el indiferente automatismo de los tiempos que corren: el de poesía lárica. Fue Rilke el creador de esta nueva forma de revelación poética que consiste en intentar recuperar el sentido primigenio entre las personas, las cosas y el mundo: esa revelación primitiva del universo. Forzar, o mejor: seducir a las palabras para hacerlas algo más que signos, y convertirlas en puentes, en árboles y en ancestros, en pocas palabras, en hacer de ellas lo que fuimos y lo que seremos:

Yo fui aquel

que dibujó con sangre

los murales de piedra.

El que buscaba en el camino

cómo peinar esos arbustos tristes

que podían herirte.

Ahora soy el animal inmóvil

que devora los días

esperando que nombres

el mar donde me esperas.

Invocar a los dioses domésticos, aquellos que habitan en las pálidas páginas de nuestros álbumes, en el ocre onírico de los retratos, en los espacios vacíos de la cocina; escuchar las voces de los niños perdidos y recorrer como hormigas los dominios de la infancia transterrada ahora en nuestros recuerdos; hablar con las piedras de la fugacidad de las golondrinas. En una sola frase: revelarnos el mundo a través del logos poético. Esta revelación nos anuncia el otro lado de la literatura: su capacidad interlocutora, esto es, el don para transmitir significados primarios, dotados por una experiencia vital. En ellos nos reconocemos. No es catarsis, es anagnórisis. Descubrirnos en cada trazo, en cada renglón recorrido por el caracol. Es más todavía, es encontrarnos habitados por el caracol, caer en la cuenta de que su tácita presencia había permanecido en estado latente hasta el momento de recorrer las páginas de Alardín y cerciorarnos, entonces, de que es imposible detener a los elefantes, pues ya hemos sido tocados, convertidos. Ellos nos han encontrado y nos han incorporado a su marcha eterna, siempre en pos de uno, siempre tras de todos.

Pero la conversión implica también complicidad, o mejor aún: coincidencia, feliz comunión en los campos sinuosos de la literatura, allí es a donde tendríamos que llevar o dejar llevarnos por los elefantes. En ese prado extenso encontramos la voz de Carmen Alardín y tratamos de reconocer sus conexiones, sus posibles deudas con la tradición, y creemos, de pronto, escuchar, en su trazo poético, ecos de Whitman, de algún Neruda, o quizá de algún Jorge Teillier escondido en los bosques australes, pero esa sensación es momentánea, si escuchamos con cuidado, nos enteramos de que Carmen había recorrido su trayecto de caracol en la soledad de su propia compañía, y desde allí había elaborado pacientemente su propia tradición, porque ella escribía para los que se fueron y para los que vendrían luego, dejando su palabra bajo y sobre tierra, en espera de una pronta germinación que puede darse en un instante o en toda una vida:

Semejante a la tierra es mi palabra

que se ahoga en sí misma.

El viento y las heridas le hacen surcos

su textura ya es áspera,

pero cumple con su cárcel de siglos,

con su color enardecido.

Mis palabras son huellas

que alcanzarán la tarde aunque no llueva,

aunque en su sombra no se asome

nadie.

Las huellas son siempre una dualidad, son ellas y a la vez el peso (el significado) que las horadó dejando su impronta. Son esa ausencia elocuente que nos permite seguir andando, atravesar la noche con sus múltiples significados y llegar al alba de un nuevo instante. “Aunque mienta la noche con estrellas, / con sus sueños y perfumes. / ¡Aún me queda incrustado entre los labios el beso inacabable!”, nos confesaba la poeta. La noche no es sólo el espacio de los sueños y las pesadillas, también es el dominio del profeta, del artesano de las palabras. Durante las horas nocturnas, la palabra era trabajada a conciencia para que cobrara vida de nuevo al llegar la aurora. Era en el desvelo de la creadora donde el oficio se transformaba en destino, en certidumbre y en el cual cada página arrojada al cesto de la basura no se olvidaba ni se borraba, sino que se incorporaba de manera silenciosa a las hojas pergeñadas en la marcha de la poeta.

Por eso es claro que Carmen Alardín no fue sólo la autora de títulos como Celda de viento, Canto para un amor sin fe o Entreacto, sino la escritora de un solo y eterno volumen, que se configuró día a día como aquel libro de arena del que hablaba con pasión y temor Borges. Y la cronología de su obra pierde por tanto su dimensión y división cronológica, el primer poema es posterior al más reciente, y el último sólo es el comienzo. La racionalidad, por tanto, se trastoca, lo aparente y sencillo aparece como trascendente y vital. El amor y el erotismo dejan de ser simples medios para la sobrevivencia, para la reproducción, y se nos revelan como formas de comunicación, de trascendencia. El logos poético es, pues, significado y significante, principio y fin de la vida, de la memoria, en un “cuento de nunca acabar”:

Aquí me tienes al alcance de tu alma

Y a merced de tus ojos,

Protagonista de una historia que no he vivido

Y que sin embargo se ha eternizado en el tiempo

Y se ha filtrado dentro de tu piel.

He luchado por encontrarte, sin darme cuenta

Que desde hace muchos siglos vivías dentro de mí,

Saliendo a veces a la superficie

Con una palabra lejana

Semejante a un faro

Que busca un barco en la tormenta.

He pugnado por encender un fuego que tú no conocías,

Porque el fuego eras tú.

Ahora ya no quiero que nadie lleve mis cenizas

A donde habitan los batracios,

Si no que los espolvoreen los fantasmas

Que llevas en las piernas.

Pero vivo y respiras y a veces nos encontramos

Sin que en medio de nosotros

Haya algo más que las semanas, los meses y los años.

Lo cierto es que a la muerte

Tú y yo no llegaremos

La muerte ya se aleja y el camino es inútil,

Plagado de letreros incongruentes

Que prohíben el paso.

Nuestra historia no se muere como el mar

En las orillas de la arena.

Nuestra historia no acaba.

Te acurrucas en mi pasado sin chistar,

Como un niño goloso de caricias,

Y sigues embistiendo al horizonte

Bajo el asombro de este amor tenaz.

En esta epifanía la historia se vuelve escritura, literatura; en una palabra, conocimiento estético. Es la razón alternativa que la poesía de Alardín inaugura para hacer de la vida aquella hoja en blanco, nada inocente, que espera por el caracol para obtener sentido, es decir, sensibilidad y comenzar a vivir de veras. De aquí nos queda desde luego otra certeza: la literatura no es evasión de la realidad, sino la realidad vista desde sus significaciones. Por eso, su escritura muchas veces va en contra de las mismas palabras, de esas palabras que han perdido su fuerza a causa de una peligrosa rutina que nos priva del asombro, de la fascinación.

He aquí, pues, la sustancia que yacía en los esfuerzos escriturales de Carmen Alardín: la vida, la realidad. Su poética es su ética, su manera de convivir y de relacionarse con sus pares. Somos, de esta forma, invitados privilegiados a este festín de humanidad; participamos de su mensaje, lo hacemos nuestro y lo transmitimos a su vez. Esa es una función vital para el campo literario, para las letras locales. Nuestra seña de identidad. Estamos, así, ante un nuevo inicio de su obra poética, en la cual no sólo serán sus inagotables páginas las que ocuparán nuestra lectura, sino la de los nuevos creadores, quienes accederán a nuestra literatura a través de su legado y de su obra. Ese es el gesto que completa a la función literaria, gesto individual y colectivo a la vez. Reconocimiento, en una palabra. Abrevar dos veces del mismo manantial literario, pues como nos explica en uno de sus poemas nuestra autora:

Bebo la misma agua,

La que sacia tu sed,

Aunque la mar que se interponga

Entre los dos

No reparta su sal equitativamente

Para curar nuestras heridas.

Bebo el agua y en mí te transparentas,

Mientras mandas tus barcos

Cargados de cerezas,

Frutos que ya tritura la instancia

Que se bebe a sí misma y se devora.

Es, pues, esa constancia poética, voluntad inquebrantable, la que recordamos en esta ocasión. No se trata de una recompensa, sino de un estímulo. Sabemos que Carmen Alardín siguió con devoción su propio trayecto, y que su escritura continuará hablándonos por muchas páginas más, dándonos “casi la respuesta”, pero a la vez dejando en claro el terreno de su búsqueda: el universo de las letras. Así que, parafraseando uno de sus poemas, podríamos finalmente preguntarle por qué había vivido, y ella con sólo escribir nos habría respondido. Dejemos, entonces, por un momento el farragoso andar de esa realidad sostenida por los fines de lucro y ornamentada por los medios de información, y acerquémonos a este caracol, brindándole el mejor homenaje posible: el de su lectura, sólo así caeremos en la cuenta de que su poesía es esencia viva, poema hecho con y contra las palabras.

Índice de ilustraciones

Pág. 61 https://moteltampico.blogspot.com/2015/11/ el-otro-dia-platique-con-carmen-alardin.html