Revista Código hoy presenta una nueva edición que piensa y reescribe el ruido desde su mutabilidad, siendo un concepto que se enriquece a partir de la pluralidad de experiencias. Las voces que recopilamos enfrentan al lector a un re-reconocimiento del mundo, entendiendo el ruido como aquel elefante en la habitación, un pálpito del que no nos podemos despegar, ya sea porque es algo que se nos impone violentamente o nace del interior. Está también en la búsqueda del silencio, infamilar cuando nos situamos entre el esmog y el alboroto; es difícil habitar este estado, encontrarse frente a frente con uno mismo y verse sin los videos e imágenes efímeras: narcosis del ser. El sonido parte desde nuestra relación con lo visible, saboreable, olfativo y palpable, en sincronía con el todo sinestésico; también, de aquellas percepciones sin un lugar designado en el cuerpo, tales como el tiempo, espacio, la memoria y herencia.
Esta edición en su conjunto propone a través del texto y la imagen interpretaciones múltiples que materializan el ruido; estilos y géneros variados cuyos enfoques perpendiculares se entrelazan en la cotidianidad de la experiencia humana, nutriendo conversaciones más allá de las páginas. Leer a los autores empapa al lector de realidades que se sienten cercanas (a pesar de no ser propias): el viaje a un pueblo, enfrentarse a la guerra, sentir las huellas del pasado, el transcurso del ciclo de la vida y demás. El ruido traspasa el lugar común; ya no es una molestia, sino que es una aceptación, expresión, comprensión y armonía mutua que surge del diálogo.
Este es un llamado a desarrollar la intuición crítica con la cual escogemos a quiénes escuchar y a qué le damos resonancia, esto implica a su vez reconocer aquello que ha sido silenciado. Queremos que la lectura sea el dominó que potencie el movimiento y ensamble nuevos ecos. Invitamos al lector a reivindicar el ruido, asumiendo su inherencia en el mundo, no desde la división de unos con otros, sino como una oportunidad de ser sinfonía, mientras destacamos nuestras irregularidades sonoras.
Mi amigo imaginario
No hay ningún sonido como el de las venas estallando al guardar el silencio. Cada arteria deslizándose de manera grotesca y violenta a través de mi cuerpo, moldeando mí ya estático cadáver que finge tener vida. A veces me ahorcan, tratando de liberar lo que tanto guardo. A veces explotan, llenando mis pulmones con más sangre que aire; cual copa en la que se sirve vino, hay una estética, una elegancia y un límite. Cada vez que guardó silencio, la copa se desborda, se quiebra, se fragmenta, cada pequeño “crac” en su figura es el presagio del fin violento del silencio. No hay etiqueta ni dignidad en una copa rota. Por eso, aunque el silencio me destruya por dentro, reparo lo que queda con la voz de mi amigo imaginario.
Es mi amigo porque es el único que me escucha. No sé si por decisión propia o por obligación, pero su destino siempre lo lleva a mi cabeza, no importa cuantas vueltas de. Es imaginario porque solo existe cuando hablo. No tiene piedad alguna, pues es un tumor arraigado en las zonas más oscuras de mi ser que, aunque me arrebate la vida de a sorbos, me devuelve mucho más de lo que otros órganos podrían darme. Solo tengo que aguantar los dolores de cabeza y la espuma que sale por mi boca, ya que a veces la rabia, que posee mi ser, inunda mis mejillas y mi cuello. Es solo a través de aquellas vueltas que da en mi cabeza, con un taladro gigante,
Por Andrés David Neira Eslava
Fotografía por Martín Serrano Mejía
girando y quemando lo que hay dentro, incluso se siente el olor a caucho ardiendo a causa de este mecanismo inhumano, atornillando el cerebro con Dios sabe que, donde puedo finalmente romper el silencio. Mis labios están resecos, mi lengua está llena de arena. Pocas veces muevo la mandíbula a no ser que este comiendo. Porque hablar, ¿eso pa’ qué?
Dime, ¿alguna vez has sentido el peso de mil cadenas?, ¿has sido aplastado por mil libros? Jamás me han colocado cadenas en las muñecas, ni he escuchado el rechinar de su metal oxidado, pero cuando me obligan a hacer silencio junto mis brazos y mi piel, mis manos se entrecruzan, como un moño o nudo son imposibles de abrir. Los pelos de mis brazos se enredan, me prohíben moverme, ya no tengo ese derecho, e incluso temblar de miedo es un delito. Quién imaginaría que el contacto con la piel sería tan frío y tan artificial, tan… máquina. Jamás cargó con más de tres o cuatro libros en la maleta, mucho menos visito librerías públicas, sin embargo, en mi cabeza cargo con mucho conocimiento de tantos libros que me atrevería a decir que he leído más de mil. Pero cuando me quitan la voz, no importa que tanta información posea, me rompen las vértebras, me oprime el cuello y mi mirada es forzada al suelo. No soy un estudiante, soy un sumiso joven a disposición de una generación que dice entenderme y saber “lo que es mejor para mí”. Aunque, a duras penas entienden como me llamo. No puedo levantar la cabeza, el dolor me consume y su peso es mucho. No importa qué tanto sepa, en el silencio todo ese conocimiento se pierde bajo su propio peso, incluso cuando cae de manera violenta y no atendida, nadie lo recuerda. Nadie lo escucha.
El silencio me aterra, porque la gente normal dice que el silencio es una respuesta. Pero cuando escucho a un policía decir, “estás
Pinturas por Cristina Franco
en tu derecho a guardar silencio”, me pregunto, ¿es el silencio alguien que, irónicamente, me habla? Por supuesto, eso es mentira, el silencio nunca responde, solo calla la verdad y crea supuestos falsos que se terminan interpretando como verdad. Incluso cuando se ignora la verdad absoluta, de que todo hace ruido. Los animales, las plantas, lo artificial, lo humano y lo no humano, los sueños y las pesadillas. Vivir en silencio es la ficción húmeda de la distopía, ya que, si no hay ruido, no hay nada, y si no hay nada, entonces solo hay silencio.
Por eso hablo y hablo con mi amigo imaginario. Le doy existencia, le doy voz: para que me ayude a romper las cadenas de carne y hueso que amarran mis brazos; para que me ayude a cargar con tanto libro y pueda mirar al frente; para que la luz vuelva a ser reflejada en mis ojos una vez más. No miento cuando digo que soy un cadáver, porque a veces solo vuelvo a la vida cuando hablo, incluso si el que habla a través de mí, no sea yo. Me encanta debatir, argumentar, pensar, equivocarme y tener la razón cuando hablo con mi amigo imaginario, porque solo desde ese espacio dentro de mi cerebro, al usar mi sangre como petróleo y mis neuronas como luz, logro, aunque sea por unos instantes, burlarme del silencio.
Insisto, que el caos que pueda generar un bebe llorando, unos perros ladrando, un carro pitando, un tren andando, un grupo de amigos hablando, unos pájaros cantando, un celular texteando, un estudiante bostezando, un ciclista entrenando, una canoa remando, un trabajador roncando, una madre regañando, un artista soñando… superará en creces cualquier romanización que pueda tener el silencio. Sí, el ruido es vulgar y en ocasiones violento, es grosero y ofensivo, pero es natural, es necesario, y es lo que nos recuerda que estamos vivos. ¿Quién mejor para recordar esto que el habla de los muertos, quiénes existen solo en el campo del silencio? Qué mejor testigo que aquel que es incapaz de hacer ruido, por más lindo y pacifico que pueda parecer.
Hay que recordar que somos increíblemente estéticos. La belleza dictamina nuestras acciones, hasta cierto punto. Es fácil amar, querer y anhelar aquello que es fácil para la vista, fácil para la escucha. Es difícil admirar, apreciar y respetar lo que incomoda. La belleza es una falacia, lo lindo es, en realidad, algo increíblemente horrible y digno de horror. Es más fácil, y apreciado, escuchar una canción de reggaetón que el grito de una madre de Soacha.
Fotografía por Laura Sofía Guillén Moreno
Fotografía por Luna Sofía Villafáñez
Una carta al ruido que siempre está conmigo
Por Laura Maria Contreras Palacios
Aunque tal vez no te presto atención o me distraigo para olvidarte un rato, creo que me haces falta, bueno, muy de vez en cuando.
El ruido que hace tu voz; porque no me gusta, el ruido que hace tu perfume; porque me encanta, el ruido que haces tú; porque me confundes. ¿Qué me pasa? ¿Por qué el ruido que siempre está conmigo se apaga cuando estoy contigo? Decido no darte el poder de controlar mi estado de ánimo, aunque me gusta que controles esa parte de mí que escondo tras ruidos más extraños.
Fotografía por Carlos Stevan Cortés Pachón
El ruido que hacen tus manos al tocar mi piel, el ruido que atraviesa mi cuerpo al saber que no vas a volver. Qué sentimiento extraño, qué ruido más audaz, pues sin hacer ningún sonido ensordece mi existencia y acaba con mi paz.
Sin embargo, hay ruidos cálidos, ruidos que por más estruendosos que sean me dan ánimos, ruidos como el del amor de mi madre, ruido como el de mi perro al llegar tarde, el ruido que hacen mis metas y mis sueños. Tal vez haya muchos ruidos externos: unos fuertes, otros leves. La verdad es que hay uno que nunca descifro, pero está en mí, siempre presente.
Desearía poder apagarlo, cerrar mis oídos y dejar de escucharlo. Tan fácil como cerrar mis ojos y dejar de verte, o cerrar mis labios y dejar de hablarte. Tan fácil como eso, tan difícil como dejar de besarte.
A ese ruido hoy le escribo; un poema, un verso, algo significativo, pues siempre está conmigo, pero es difícil describirlo. Sé que se siente solo, sé que se siente tonto, atención no le pongo. Pero cuando lo hago, me deprimo, quisiera dejar de oírlo, o al menos, que me diga algo positivo.
Tal vez duré mucho tiempo cubriéndote, impidiéndote salir, perdón por eso; perdón porque todo el ruido atrapado en mí se disfrazó de sonrisas y buenos gestos. Pero en el fondo deprimió a este ser, aquel al que he aprendido a amar, con sus falencias y disgustos, con sus escandalosos silencios.
Esta carta es para el ruido que siempre está conmigo, hoy más que nunca le agradezco y prometo siempre tener espacio para escucharlo. Porque, aunque es el más discreto, es aquel que yo siento, siempre, todo el tiempo y merece ser tenido en cuenta en cada momento.
Escuchar algo y mantenerse vivo
Por Vanessa Guzmán Rojas
La última vez que estuve en un lugar completamente en silencio conmigo misma fue probablemente el vientre de mi madre. Incluso ahí, la tenía a ella. A todos los órganos retorciéndose y procesándome el alimento. De ahí le ha seguido el caos, alboroto y ruido del mundo. Mis primeros meses de vida los acompañé con el arrullo de impresoras industriales trabajando a toda marcha. Mi madre no tenía con quién dejarme. Luego, claro, el bullicio de la calle, del tráfico que entra por la ventana y los vecinos aspirando arriba. El ruido de la gente que lo aborda a uno hasta en la intimidad de su propia cama.
Hay ausencias que me gritan al
oído que no
las deje ir cada vez
Estoy acostumbrada a tener ruido de fondo, a no estar sola en el mundo. Me cuesta concentrarme cuando no siento la presencia de alguien al lado. Mi cabeza se va a otro lado y suple el silencio con todo lo contrario, rebelde como es. Creo que lo hace porque el silencio me parece irritante hasta el punto de hacerme creer que no soy real, que estoy sola y todo a mi alrededor está muerto (como lo estaría yo si no hiciera ningún ruido). Me hace creer que tengo libertad de tomar mis propias decisiones y mucho tiempo por delante. El silencio me obliga a mantenerme viva con la bulla de la gente. A alzar más mi propio ruido para hacerme ver en una tormenta de mar que no se calla.
No me gusta. No me gusta casarme con uno de los dos, acariciar a uno de los dos y luego engañarlo con la paz que trae el otro cuando ya me hartó el primero.
No encuentro que todas las señales de presencia sean amigables. Los ruidos del chicle mascado son irritantes, y una respiración muy fuerte puede matar la melodía del aire. Pero esas son el tipo de cosas con las que firmamos un pacto para tolerar desde que nacemos. Porque estamos vivos.
Pero he descubierto que el ruido no siempre se encuentra en la presencia. Hay ausencias que me gritan al oído que no las deje ir cada vez que cierro los ojos. Me llenan de imágenes que no puedo pasar de largo y tengo que detenerme a reflexionar. Hay unas que son engañosas, prometen un efecto y causan uno inmediatamente contrario. Hay otras más lentas, más densas de pensar. Cuando pido un abrazo y nadie responde. Cuando el cielo no habla. Cuando me acuesto en la cama y apago la luz, y no hay nadie. Me dan ganas de gritarle al espacio en blanco para que se llene con algo, para que me tenga miedo y se vaya. Pero no se puede ser injusto, hay ausencias también que remedian y abren espacio para algo más. Hay ausencias para todo. Me gustaría creer que no tengo opción, y todos los sonidos, por más irritantes que sean, tienen un sentido en el mundo, como quizá clasificar una enfermedad, un hábito o una descortesía: al final todo ruido son huellas de algo que está ahí, latiendo frente a nuestras narices, y no deberíamos pasar por alto, sino mantenernos abiertos a que nos impregnen.
Fotografía por Luna Sofía Villafáñez
Concierto para piano en cuatro movimientos
Por Candelaria Samper Olivera
Entre todas las cosas sin alma, lo más cercano que conozco a un organismo vivo es mi piano. Lo descubrí hace años en la sala de mi casa que olía a pino y quedaba en una montaña. Algunos pianos están hechos de madera de pino, pero el mío era de arce. ¿A dónde habrá ido a parar el alma de aquel árbol? ¿Estará atascada entre la parte de atrás del teclado y la pared? Era un objeto raro. Lo había heredado de una bisabuela que no conocía la electricidad, así que tenía dos candelabros de cobre que servían para velar al difunto arce en la madrugada. Como yo era más chiquita que ahora, lo veía desde abajo como una criatura con dientes amarillos y dos brazos de metal que bien podía, a las tres de la tarde, estrangularme y llevarme al mundo de las cosas desalmadas con él.
Detrás del atril que ocupa casi toda la parte vertical del piano hay unos tendones que parecen cuerdas. Son como el micelio de las notas, los cordones de un pulpo titiritero o los hilos que están en la parte de atrás del
escenario de la vida y tiemblan cada vez que se tensionan porque nos alejamos mucho del mar. Esas cuerdas son golpeadas por unos martillos de algodón que llevan el mensaje de una nota. Así, cuando yo digo “sol”, ellas me responden “sol para ti también”.
ii.
El clavicordio, abuelastro del piano, se lo inventaron unos señores que estaban preocupados porque no había nadie que les respondiera de vuelta cuando gritaban sus notas. Eso fue por la misma época en que Galileo Galilei descubrió que todos los objetos, almados o desalmados, caen al vacío con la misma aceleración, y que Copérnico dijo que la tierra giraba alrededor del sol.
Estamos solos.
Desamparados.
Dijeron todos al unísono, y se pusieron a hacer cosas con las manos. Crecieron iglesias del tamaño de la angustia de los hom-
bres, pintaron gente sin ropa y se toparon con otro mundo en un intento por intercambiar especias.
Me imagino que el primer piano que llegó a Colombia lo hizo en barco. Lo trajeron descuartizado en pequeñas piezas y luego lo suturaron en la casa de alguna María del Socorro Escolástica de Domínguez en Bogotá. Seguro vivía en una hacienda helada de pisos vinotintos, donde subieron los paramédicos en mulas o caballos.
Me imagino que el segundo piano que llegó a Colombia lo hizo también en barco, pero no llegó a la quinta de María del Socorro Escolástica de Domínguez, sino al monasterio de Santa Clara en Tunja. Los curas tienen fama de que gritan sus notas, o eso parecía el 2 de febrero de 1790, cuando los pequeños frailes se desvelaron cantando sus notas con el piano, luego de que asesinaran al sacerdote más joven de la orden por colaborar con los independentistas.
Al poco tiempo, el marido de María del Socorro Escolástica de Domínguez, Rafael Antonio Domínguez, y sus hermanos Miguel Amador Domínguez, Pedro Nel Domínguez y Patricio Gonzalo Domínguez se unieron al ejército libertador y murieron en orden de nacimiento.
María del Socorro Escolástica de Domínguez, diminuta y silenciosa en una esquina de su hacienda, sintió cómo se le congelaban los pulmones y recordó que todos los objetos, almados o desalmados, caen al vacío con la misma velocidad. Ella no fue la excepción. Se llevaron su cuerpo sobre el lomo del mismo caballo que cargó su piano.
iii.
Mis manos crecieron hasta alcanzar una octava y al piano que teníamos en la casa de las montañas le salieron arrugas en la cara. Nos mudamos a Bogotá. Ya no había pinos, no había ventanas grandes, abejas ni monstruos que me quisieran estrangular. Y yo miraba a mi piano, que ya no afinaba ni sonaba
Fotografía por Candelaria Samper Olivera
Fotografía por Luna Sofía Villafáñez
reverberante, y sentía lástima. A las tres de la tarde se lo llevaron en un camión y trajeron uno nuevo.
Recordé al caballo que cargó los cuerpos desalmados del piano de doña María del Socorro de Domínguez y de su dueña. La práctica de una pianista se parece a la de la equitación. Una vez amaestrada la técnica de poner a galopar los dedos, basta con un empujón para que las notas se encaminen cabalgando. Se quiere mucho al piano, como se quiere al caballo, y es necesario tener ciertas precauciones, como las que se tiene con un potrico. Se debe ser cuidadosa y mantener las riendas cortas para que no salga corriendo con el primer impulso, pero la atención debe ser dada en su justa medida: el sobre análisis de cada paso estropea cualquier quehacer del alma.
iv.
En la madrugada del 3 de febrero de 1790, los pequeños frailes siguieron cantando sus notas en honor al difunto hermano. Pensarán ustedes que los sacerdotes no tienen dudas acerca de la reciprocidad del universo, que reciben una respuesta oportuna a sus oraciones y que la inspiración baja hasta sus plumas en forma de una lengua de fuego. Pero tanta certeza me parece sospechosa. Todo aquel que tenga un piano está buscando reemplazar la indiferencia de las estrellas por resonancia.
Por doscientos cincuenta años más, los desamparados alrededor del mundo compraron instrumentos para hacer frente a su soledad. Algunos de ellos vivían en ecosistemas peligrosos: llenos de culebras, caña de azúcar, hongos, sudor y erotismo. Sin misericordia, el trópico agarró un piano entre sus brazos de mangle e hizo cosas terribles con él. La sal del mar oxidó las cuerdas, le crecieron raíces de caucho por dentro y el teclado comenzó a
expulsar un olor amargo de tabaco y café. Manosearon al piano hasta volverlo una extensión de sus brazos. Los niños aprendieron a tocar. Replicaron el ritmo de sus pulsaciones cardiacas con los dedos. Se inventaron nuevos acordes. Le metieron tambores, claves, letras y bongós al asunto. Le metieron maracas, timbales, congas, guitarras y un bajo.
Le metieron tumbao y se lo llevaron para Nueva York. Allá se encontraron con otros almados del jazz y del blues, y en doce compases volvieron a decir:
Estamos solos.
Desamparados.
Al grito se unió todo el Caribe y los caleños. Le conectaron amplificadores, se pusieron unas gafas negras Ray-Ban y cantaron todos conectados a un soundsystem:
Ahí viene Richie, viene vira’o como bestia, tocando el tumbao.
Ricardo Maldonado Morales tocó, como una bestia al compás de los bongós, el Estudio en do menor Op 10 N°12 de Chopin y nuestras abuelas quedaron juagadas.
Eso es lo más cercano que hemos estado a recibir una respuesta del vacío.
Fotografías por Valentina López
20
Álbum citadino
Álbum citadino
Por Juan David Parra
Ha pasado mucho tiempo y sigo ebrio de sonido, mis sentidos se entorpecen, cuestiono si sigo despierto en medio de esta silenciosa cacofonía que desespera, se aleja, se agudiza. Se vuelve imposible ignorar este ruido de vida que resuena dentro de mi cabeza.
Son golpes en las ventanas de un TransMilenio, chasis de carros que se sacuden por los huecos, una colección de pitidos en un trancón. A veces solo son gotas de lluvia que rebotan en sombrillas y pisadas sobre charcos que embarran zapatos.
Otras veces es la tos de un bebé, fragmentos de una conversación ajena, unos audífonos con el volumen muy alto, un parlante que canta entrecortado o una familiar voz haciéndome compañía.
Hay vida en todo este ruido que nunca calla, pues el silencio de ciudad es una orquesta que toca sin director, que toca con prisa, que va tarde o simplemente no llega y se emputa y empuja al abrirse las puertas.
Bórrame
borra de mí sus ojos, nariz, labios ¿me encuentras? está tu color de piel mezclado con el suyo tintan los mapas de mis manos en ellas cubro mis carcajadas chillonas que chillan más si es que recuerdas también las carcajadas son suyas las dos arrugas de mi entrecejo el calor por discutir la soberbia: así la llamaste la llamaron en coro tú y tu madre y tu suegra y tus hermanas y tus comadres coristas que reverberan ecos sin vida cadáveres reusados de dichos dichos por él en el pasillo de los enmarcados cuadros míos hechos de papel cera entonan las coristas “como tú, como tú” pero no es como tú en la traslucidez no te ves no eres tú, es él en esa ella está él no quieres que sea como él sino como tú “como tú”, escucho coros en el espejo borro sus ojos, nariz, labios, apellido sonrío para alisar el entrecejo adorno la risa antinatural risa de burgués y moderna la amabilidad limpia la soberbia no seré él para ti sino seré tu ella llamaré: “soy tu ella” y me escucharán las coristas dejarán de entonar y me pertenecerán los mapas las risas entrecejos narices labios lunares e identidad. Su apellido será mío me verás por quien soy tú, ella nos veremos por quien soy.
Croquis
Croquis
Por Gabriela Espinel
Reino
En una superficie plana donde la vida florece, los pájaros entonan ¡tui tui!, y la reina Paz gobierna junto al rey Silencio, dos grupos de hombres, lejos uno del otro, irrumpen el silencio armonioso con el ¡chan! ¡chak! de sus palas creando líneas rectas con giros de 90 y 45 grados.
Pronto, ya no hay pájaros, desplazados por el constante ajetreo del hombre sin corazón, sin sentimientos, devotos a un único objetivo.
Sobrevivir.
Llegan los carros y camiones ¡rummm…!, los cañones ¡tirrrrr…!, los tanques ¡grurrrr…!, y la infantería con botas que
aplastan la vida ¡tantantan…! Las ratas con su ¡CHIIII…!, reemplazaron a los pájaros y los nuevos rey y reina, Guerra y Orquesta, ejecutan a la reina Paz, se deshacen de su cuerpo agujereado en una zanja y exilian al rey Silencio.
Las fichas ya están en su lugar. Ambos, el rey y la reina, soplan sus silbatos.
¡FIIIIIIIIIIIIIIII!
De ambos lados suenan cañonazos: ¡TAN! ¡TUM! ¡TUN!, escuchan los soldados, algunos un ¡TIN…! Y se echan al piso dispuestos a llorar. Los proyectiles arquean el cielo nublado haciendo un ¡iiiuuummm...!, impactando con un ¡PAM! Unos intentan escapar, estos, empujados contra una pared, escuchan un solo ¡TA! El ambiente queda sordo
Por Samuel Bejarano Cubides
Fotografía por Matias Hosie
y suena un ¡chak chak! La tierra sangra, los árboles caen produciendo un ¡crak… TAN!, y a lo lejos los gritos y el fuego se toman el escenario. Suena un segundo silbato ¡FIIIIIIIIIIIIIIIII! Los soldados salen de su tumba paralela y se dirigen a la otra, hay gritos de dolor ¡AHHGH!, miedo ¡AHHHH!, furia ¡RAAAA! y una respiración ajetreada ¡UFUFUFU! Se disparan los rifles ¡TA! ¡TA!, mientras del lado opuesto los reciben múltiples ¡TA! y una ráfaga de ¡TARATARATARATARA…!
Los tanques avanzan con su traqueteo incesante, de vez en cuando, salen de ellos los ¡TAUM!, y ¡TARATARATARATARA…! En el cielo, aviones van en picada haciendo un ¡FIUMMMM!, combinado con el ¡TARATARATARATARA…! Otros sobrevuelan el antiguo reino con el ¡VUMMM! de sus motores. Suena un ¡CLACK!, globos sin helio caen a una velocidad que no da tiempo de reacción.
¡Fiuuu…! Suenan los globos y cuando impactan hacen ¡BOOM! o ¡BAM! Los más desafortunados no llegan siquiera a escuchar algo.
Esto continúa así, hasta que los gritos de dolor, angustia y soledad descuadran la orquesta que sus dirigentes, sentados en carpas lujosas riendo con sus ¡JAJAJA! ¡ÑAMÑAM! y ¡GLUGLU!, han estado disfrutando. Se ordena una retirada.
Terminó el movimiento, no el concierto.
Este no finalizaría hasta que el silbato número 8 sonara y la reina Orquesta y rey Guerra decidieran que esta tierra no valía nada, y se fueran a conquistar otra.
En una superficie plana donde la muerte expone su putrefacto olor, los ratones y aves carroñeras cenan y el rey Silencio entierra a su esposa. Es donde se tocó una de las sinfonías más humanas que jamás hubo.
Fotografía por Carlos Stevan Cortés Pachón
Todo el espacio es blanco. Aunque no hay ni una sola alma con la que convivir, hay ruido. Tanto que es insoportable. Pensé que los cajones escondían algo. Busqué sin éxito. Nada. Todo abandonado. No importa, lo que escucho es muy fuerte, cuchichean gritando y no logro identificar lo que dicen porque hablan muchos, nunca de a turnos, ni con ideas claras. Las paredes también son blancas. Empecé a arañar. Arrancarme, uno por uno, los pelos. La pintura se iba cayendo a medida que le daba gritos, las uñas me sangraban y los nudillos se volvían púrpuras. Cada violento impulso iba desprendiendo un pedazo del cuerpo que me habita. Detrás del cemento no había nada más que un vacío oscuro, pero en lo negro vi un reflejo, una persona. De allí provenían las voces. Al acercarme caí en la monotonía del agujero estrecho, de ese sin opiniones, sin pensamientos, sin identidad.
Identidad: un destello de persona espejo.
SIN SALIDA
Cerrar los ojos y abrir los oídos me dejó un ruido blanco infinito. De esos provenientes del estruendo del cielo al chocar con lo real. Cuando ves la casa hecha migajas y tu vida esconderse, diminuta, en un rincón donde no la encuentren, donde no obliguen a escucharla. Ellos comprendieron que al fondo se encuentra Nadie.
Hubo un momento en que los colores invadieron. La piel parecía muy gris bajo esa luz, entonces hui. Al lado de la mesa negra en la que me senté había un azul de bata. Con un bisturí escarbaban a una mujer muy parecida al pasado mío. Le buscaban las voces en el estómago, luego en el corazón. No supe quién lloraba tanto, solo sé que nunca le tocaron el cerebro. Tal vez ella se resignaba a creer que ya estaba curada y sus manos no serían hematomas por siempre. Lo que sí volvió a pasar fue el vómito, pequeños charcos de palabras con pedazos de ignorancia. Yo no se lo limpié, sino que la clavé en él. Entre todo, ella trataba de despejar los ladrillos para ver en dónde caería. Una y otra vez.
Fotografía por Luna Sofía Villafáñez
Por Laura Sofía Guillén Moreno
AMOR JUICIO
AMOR JUICIO
El Amor y el juicio
Por Tomas Trujillo
Se alza el tribunal de la noche, y en el centro, allí estaba, desnudo y sin testigos. Nadie sabe si es reo o juez, si es ley escrita en los huesos del cosmos o un eco que se deshace en la boca del tiempo.
Las voces lo acusan de ser fuego y ceniza, de prometer eternidad y desvanecerse en la aurora. Dicen que es el alba y la sombra, la herida y el bálsamo, el dios y el exilio de su propio templo.
Pero el amor no responde, sólo deja su rastro en la piel de los siglos, en el llanto que no pide justicia, en la risa que nunca supo de leyes.
Al final, nadie dicta sentencia. Solo queda la pregunta sin dueño, flotando en el aire como un juramento roto, como el último susurro antes del olvido.
Así acabó en un simple instante, aunque todos pendientes en la sala se dieron cuenta en ese momento, que siempre estuvieron amando en secreto aquello que intentaban comprender.
Fotografía por Valentina Forero
Fotografía por Leonardo de León
Fotografía por Valentina Forero
El ruido del silencio
Por Silvia Chamorro
A los 15 años conocí el silencio. Había vivido toda mi vida protegida de ver el cielo por el smog de la ciudad, y había siempre contado con la contaminación auditiva para evadir mis pensamientos. Pero en esas vacaciones de junio, mi abuela me dijo que me llevaría a su pueblo, a un terreno que le había dejado su papá.
No quería ir. Quería dormir, ver televisión. Según yo, descansar.
Pero la seguí, por ese amor condescendiente del que solo ella puede aprovecharse. Y entonces, conocí el silencio.
En el camino pedí poner música, para armonizar el viaje, me dijeron que no, que escuchara a la naturaleza.
Luego quise hablar; no me gustan los silencios incómodos, me repitieron que escuchara la naturaleza. Protesté, armé mi argumento a base de que yo también era naturaleza, y que, por tanto, todo sonido que saliera de mí era natural.
No tuve respuesta.
Ellos, al saberse en lo correcto, me dejaron creerme vencedora.
Al llegar, no solo tuve que esforzar mis oídos, sino cada parte de mi citadino cuerpo.
Me ardía la nariz porque el aire estaba impregnado de algo ácido.
Me pesaba el pecho porque la altura no me dejaba respirar.
Me dolían las piernas al tener que clavarlas con fuerza contra la tierra húmeda por la llovizna.
No sabía si sentía frío, por el aire húmedo que golpeaba mi cara, o calor, por el sudor que bajaba corriendo por mi espalda.
Fueron momentos agitados, jalando por una loma no solo a mi cuerpo, sino a cinco arbolitos que queríamos sembrar.
Luego llegó la calma, no sé si menos o más abrumador que la agitación
Ellos, apiadándose de mí, me dejaron sentada cuidando nuestras cosas, mientras ponían sus manos experimentadas a trabajar
Mi abuela, con más de ochenta años, se movía más ágil que toda su descendencia junta. En la ciudad, toma mi brazo para caminar allí, fue la primera en salir trotando hacía una pendiente.
Me quedé sentada, sin más tarea que estar atenta, no sabría a qué peligro.
Al regresar, mi abuela quería saber cómo me había sentido.
Me preguntaron si había escuchado al caballo que estaba cerca, si había sentido pasar a algún vecino, o si, quizá, el duende me había cantado.
Tuve que decir que no. Que en las más de dos horas que estuve ahí sentada, no escuché nada.
Que el silencio me aturdió. Que no tuve siquiera pensamientos. Que no había notado el pasar del tiempo. Pero algo sí había cambiado, yo había entendido, finalmente, qué era el silencio.
Fotografía por Luna Sofía Villafáñez
Fotografía por Laura Valentina Bueno Capera
DESCOMPOSICIÓN DE LA FRUTA
Por Lorena Andrea B. Galindo
Yo fui la que mordió la fruta prohibida la que agredió tus ojos con locura.
Liliana Cadavid, La sorprendida
Te envío un mensaje las hormigas se me trepan hasta la cabeza intentan entrar por mis ojos para robarse lo cursi de estas palabras me respondes quisiera que nos volviéramos ambas lulos manzanas y aguacates en el paraíso te contesto ¿en Thea? me respondes unos emoticones que se ríen se te va un corazón encendido muerdo la manzana esperando que en el centro estemos las dos Las enamoradas. Las amantes. Las amigas. Las mejores amigas por siempre y para siempre. Si yo pudiera ser fresa primero sería flor que muere luego fruta que es comida hace mucho no hablamos pero si yo fuera fresa te daría besos en el cachete con mis aquenios te digo en el centro de Templo mientras un hombre con tanga brasilera llena el piso de sudor. Tú y yo somos las que no se besan las que deben dejar de comer sin dejar de hacerlo arrancarse la piel pelarla para comerse
la pulpa la sustancia lo que realmente importa comerse el cuerpo con cáscara y todo así se vea con manchas cortadas bultos rojos morados saliva y tantas, pero tantas lágrimas.
Muerdo la manzana esperando que en el centro estemos las dos “ ”
El pelito del lulo se despeluza en un costal de fibra gruesa moviéndolo fuerte para que sienta y aprenda a quitarse la pelusa de lulo la pelusa de una lula y otra lula se juntan para levantar tres copas y mover el culo Que este amor es tan profundo nosotras somos pelusa de lulo cuando estamos juntas me explicas mientras alguien canta estas palabras sin pensarlo tanto esta noche soy lesbiana tú me das las ganas lo que un día se botó a la basura porque no servía ¿eso como para qué o qué? contesto mientras te aplicas brillo de cereza en los labios. Cuando una llega a la casa si es que acaso llega tiene que aplicarse unas gotitas de limón en las cortadas de la otra para que duelan para que sanen guardar la fruta podrida y envolverse en las cobijas empapadas suavizante de manzana verde suavizante de coco suavizante para suavizar el espacio entre las sábanas y los gritos para suavizar las palabras Cuando muera Dios no me lo va a perdonar y va a hacer que me queme en el Paraíso.
Fotografía por Manuela Fernández
Fotografía por Luna Sofía Villafáñez
Me-moría epóxica Memoria epóxica
Me-moría epóxica Memoria epóxica
Por Melia Alzate
Reventó el ruido dentro de las bocas ¿Dónde está la muela cordal para apretarla y hacerla trizas? exigir que no arranques la decisión de tragar o escupir o dolerse Todo no puede descuajarse de la raíz de estas bocas Revienta el pavimento el diente de león.
El 27 de enero me hice consciente del cuerpo la doctora Nelly aconseja: hay que sacar las cuatro cordales no han masticado bocados de historia son inútiles.
“Aparece una vez otra vez y otra” se repite feroz desde la tarde-noche pisar coercitivo
¿Podés adivinar los heridos-muertos por la garganta asfixiada de la ambulancia? hace días que esas llantas pasan con ruido regados regañando la vida para verlos no solo es correr lagañas
El silencio se explaya a falta de ruido y por abundante tapón huele mal. ¡Tiznamos porque el grito no es bastante!
Me trago la pastilla roja veo maniobrando en ese mi lugar ¿Casa?
¡Caza!
Tórax, pecho, tronco, caja, hueco, pozo
¿Dónde me escondo? del vacío que se creó con la extracción de las muelas cordales saltó un trozo de algo vivo rebotó en la muñeca de la mano en la pupila de los ojos pintándolo todo porque el grito no fue bastante.
Tres, diez, diecisiete, todo en febrero chirriar los otros dientes hasta volver el silencio menudito tiznar el pavimento como flores de diente de león sonar el pito para recuperar el brinco de los ojos y tragar o escupir o dolerse. En este punto centro de engranaje.
Doctora Nelly
¿Cuántas muelas diagnósticas me quedan?
Fotografía por Marisol Moreno Martínez
Fotografía por Matias Hosie
Fotografía por Luna Sofía Villafáñez
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