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MISIÓN Y PERSPECTIVA

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LA VOZ DEL PAPA

LA VOZ DEL PAPA

La vocación al matrimonio

Dios, quien nos ha creado por amor, quiere que todos sus hijos permanezcan en ese amor. La situación que actualmente vive la sociedad, refleja una necesidad del amor de Dios, pero que es rechazado por los intereses egoístas del hombre moderno. En este sentido la relación hombre-Dios se ha visto trasformada por condiciones culturales, superficiales, económicas y placenteras.

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La vocación a la santidad, a la que todo hombre está llamado, ha tomado grandes retos. El ser humano, criatura de Dios, está llamado a ser feliz a través de las distintas y bellas vocaciones: matrimonio, soltería, vida sacerdotal y religiosa. Todas importantes para Dios y la sociedad. Una no es más importante que otra, sino que cada una de ellas, cumple con una misión en el plan salvífico divino.

San Juan Pablo II en su encíclica Familiaris consortios, expresa como un signo profético la palpable realidad que se vive en el mundo con respecto al matrimonio. Esta vocación es un camino de gracia y santificación para todo el pueblo de Dios; a través del testimonio de la familia es que se puede seguir educando y formando en los valores humanos y cristianos que tanto se necesitan en la sociedad. La vocación al matrimonio es de las más ordinarias, es decir, cada uno ha tenido la experiencia de crecer y vivir dentro de una familia. En el convivir de cada día se encuentran testimonios de matrimonios que hacen vida las palabras que un día expresaron frente al altar.

En el libro del Génesis encontramos la experiencia del matrimonio. Dios colma al hombre de una digna compañera y une sus vidas: «por eso el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer y los dos llegan a ser una sola carne» Gn 2, 24. Dios siempre ha estado bendiciendo al matrimonio y es con Cristo quien lo eleva a la dignidad de sacramento entre los bautizados (CIC can. 1055, §1).

El camino de un matrimonio no es sencillo, se va forjando cada día en el amor y confianza mutua. Las experiencias desfavorables como favorables implican el esfuerzo, la comunicación y el apoyo de ambos. Y así como cada una de las vocaciones a la santidad tiene sus retos y alegrías, la vocación al matrimonio debe responder con seguridad a las necesidades del tiempo de hoy. El noviazgo debe ser la preparación próxima al matrimonio. En la experiencia de muchos jóvenes, el fin del noviazgo que es conocerse, descubrir y madurar el amor que se tiene, ha perdido su fuerza. Difícilmente en nuestros días se da esa recta intención. San Ignacio de Loyola menciona la rectitud de intención como la madre de la mirada limpia, de la palabra sencilla, de la mano abierta y la sonrisa honesta, de la desnudez y pureza, de la búsqueda y comunión con lo mejor de todos los hombres. Sabemos que es madre de todo esto, pero conviene saber también de quien es hija, dónde está el origen de la recta intención.

La vocación al matrimonio: un camino de respuesta al amor de Dios

El noviazgo, la experiencia humana, sincera, próxima al matrimonio

Es decir, los intereses propios de placer y superficialidad, hacen que ya no se abra el corazón a la otra persona, cierra los ojos del amor, ya no se quiere por lo que se es, sino por lo que se tiene.

En este sentido, muchos jóvenes necesitan consejos que les ayuden a abrir los ojos al amor y descubrir los tesoros que tiene la vocación al matrimonio. Algunos consejos para vivir el noviazgo, y de esta manera, madurar día a día el amor que se tiene son los siguientes:

• Sinceridad y honestidad: cada uno debe ser tal cual, no aparentar, ni ser como quiere el otro que sea. La sinceridad expresa un deseo de conocer y aceptar al otro. Si en un noviazgo o en el matrimonio no existe la sinceridad, no se vivirá auténticamente el amor.

• Comunicación. El diálogo es la respuesta a tantas dificultades y problemas que pude haber en el matrimonio. El orgullo o la pérdida de interés crean una barrera para el diálogo.

• Confianza: Es poner nuestra vida en el otro. La respuesta a la confianza es la fidelidad.

La esperanza de poder perseverar y madurar en el amor no es imposible, sino que al pensar en la vocación al matrimonio se tiene que abrir nuestro corazón al amor que Dios nos tiene.

«El amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona —reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad—; mira una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma» (Familiaris constorsio, 11). De esta manera, cuando el hombre y la mujer unen sus vidas, necesariamente esta unión exige:

• Unidad e indisolubilidad: la unidad del matrimonio aparece ampliamente confirmada por la igual dignidad personal que hay que reconocer a la mujer y el varón en el mutuo y pleno amor (GS 49,2). El matrimonio será sin duda una sola carne entre los dos esposos, comparten su vida.

• La fidelidad del amor conyugal: es la consecuencia del don de sí mismos que se hacen mutuamente (CIC 1646), es decir, la fidelidad comporta que el matrimonio no es pasajero sino un auténtico compromiso de toda la vida.

• Apertura a la fecundidad: «Los hijos son el don más excelente del matrimonio y contribuyen mucho al bien de sus mismos padres…los esposos estén dispuestos con fortaleza de ánimo a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más» (Gs 50,1).

En la celebración del sacramento del matrimonio se fundamentan y concretizan las exigencias de estos fines. Es en la libertad de los hijos de Dios que se da el consentimiento en donde el hombre acepta como esposa, compañera de vida a la mujer y esta acepta como esposo, compañero de vida al hombre. Ellos son los ministros del sacramento, prometiendo fidelidad y amor en su nueva etapa de vida.

La Iglesia, que es misionera por naturaleza, encuentra un testimonio del amor de Dios en el sacramento del matrimonio; este se fortalece en fidelidad y amor, experimentando como Dios ama a su pueblo y Jesús a su Iglesia. Mediante el anuncio de la Pala-

Fines del matrimonio

La vocación al matrimonio: un servicio a la misión

FAMILIAS EN MISIÓN

Congregación para la Evangelización de los Pueblos / OMP

El matrimonio y la familia, junto con el trabajo, articulan la transfiguración del mundo, que es el camino cotidiano de la gran mayoría de los laicos para cumplir una misión, siendo testigos de su fe en la caridad. Hay una relación íntima entre la misión y la familia cristiana. Esta última es generada por la misión: para convertirse en una familia cristiana, fue evangelizada un día, recibiendo el anuncio de Cristo. La familia se establece como tal a través de la misión, sobre todo en su deber de construir una verdadera comunión de amor entre los cónyuges, y de engendrar y educar a los niños. La exhortación apostólica Familiaris consortio afirma que «la familia cristiana está llamada a tomar parte viva y responsable en la misión de la Iglesia de manera propia y original, es decir, poniendo al servicio de la Iglesia y de la sociedad su proprio ser y obrar, en cuanto comunidad íntima de vida y de amor» (FC 50).

La familia cristiana, fundada en el sacramento del matrimonio, es misionera por definición en virtud de la vocación y la tarea de transmitir la fe y la vida. La misión de educar a los hijos e hijas, presentándoles el verdadero sentido de la realidad y de las relaciones humanas y ecológicas a la luz de la verdad cristiana de la fe, representa lo específicamente misionero de la familia cristiana. Educar en la fe resalta la responsabilidad de evangelizar a los niños y hacerlos discípulos y misioneros de Cristo en un contexto sociocultural que no siempre es favorable a la familia humana fundada en el matrimonio, una realidad de amor y unidad entre el hombre y la mujer.

bra de Dios, la celebración de los sacramentos, es la Iglesia quien transmite el plan salvífico de Dios a sus fieles, a los que optaron por la vocación al matrimonio y desde ahí forman una familia.

Mediante la práctica de la Palabra de Dios y el servicio en el mandamiento del amor, la comunidad conyugal participa del misterio de la Iglesia. La vocación al matrimonio debe aspirar a vivir el mismo amor de donación que Jesús dio en la cruz por toda la humanidad. Los cónyuges, en virtud del sacramento, «poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida, por eso no sólo reciben el amor de Cristo, convirtiéndose en comunidad salvada, sino que están también llamados a transmitir a los hermanos el mismo amor de Cristo, haciéndose así comunidad salvadora» (Familiaris Consortio, 49).

De la vocación al matrimonio, surge la familia. Nacen aquí los que quedarán bautizados, siendo hijos de Dios. De esta manera la familia, fruto de la comunidad conyugal, engendra no solo física, biológica y psicológicamente sino también a los hijos de Dios en la Iglesia.

La comunidad conyugal debe tomar parte en la misión de la Iglesia poniéndose al servicio de la sociedad, lo que naturalmente es. Es decir, siendo una verdadera comunidad de vida y amor.

Enamorados de Cristo, los jóvenes están llamados a dar testimonio del Evangelio en todas partes, con su propia vida. San Alberto Hurtado decía que «ser apóstoles no significa llevar una insignia en el ojal de la chaqueta; no significa hablar de la verdad, sino vivirla, encarnarse en ella, transformarse en Cristo. Ser apóstol no es llevar una antorcha en la mano, poseer la luz, sino ser la luz [...]. El Evangelio [...] más que una lección es un ejemplo. El mensaje convertido en vida viviente».

Christus vivit, 175,

Los ojos de la misión

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