Memorias olvidadas en un ático

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Memorias olvidadas en un 谩tico. Manne Van Necker

Edici贸n: Erica Castelo.


Memorias olvidadas en un ático. Copyright © 2012 Manne Van Necker. All rights reserved. Todos los derechos reservados.

Los goznes que sostenían la vieja puerta de tablones irregulares sonaron cuando él la abrió. Ante el movimiento se generó una brisa. El viento libre y ligero se coló por la apertura haciendo que el polvo se esparciera por el aire y esto, inevitablemente, hizo toser al visitante. Se cubrió con la manga de su camisa la nariz y la boca, pero eso no impidió que continuase tosiendo. Todo lo que había a su alrededor estaba cubierto de polvo y algunas telarañas en los rincones. Todo era señal del pasado, pero nada era capaz de cubrir sus recuerdos, ni siquiera el velo del olvido que se deja caer con los años. A pesar de la humedad del ambiente y el aroma del encierro, estaba ciertamente seguro que la esencia que lograba percibir era la del perfume de ella que aún estaba suspendido; inmaculado, como si el paso de los años jamás hubiese existido en aquel lugar, como si la dulce fragancia hubiese cautivado todo cuanto le rodease logrando impregnarse en la esencia íntima de cada antigua cosa que había permanecido guardada y olvidada. El visitante estaba taciturno, aún de pie bajo el umbral de la maltrecha puerta, el perfume parecía haberle embriagado y aquella agradable sensación le invitaba a perderse. —¿Me enseñarás?—sonrió la joven. Sintió su tacto áspero, sus manos cubiertas de arcilla y la sonrisa tierna en su rostro. Era todo tan real como efímero, era todo tan intenso como falso. El recuerdo de aquella voz

pero no encontró aquel rostro que esperaba, en realidad no encontró a nadie. Ella no estaba

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juego que le hacía su mente. Parecía real y no pudo evitar voltearse a mirar a sus espaldas,

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pareció haber sido más que un sonido suave o un susurro al oído proveniente de un cruel


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allí depositando su mano en su mejilla húmeda por las lágrimas ante aquel recuerdo, no estaba sintiendo su aroma ni el calor de su piel sobre su cuerpo cansado… Ella no estaba, pero podía sentirla… Se sentó en una de las sillas que estaban en el rincón junto a una ventana con los vidrios empañados. No le importó que esta estuviese sucia o que hubiera crujido cuando se sentó, solo lo hizo y esperó. Su cuerpo cansado por los años de expectación, agotado por el sufrimiento y el anhelo de la larga espera se rindió. Ella le había prometido volver y él no lo había olvidado, era algo que recordaba a diario, lo recordaba incluso mejor que su propio nombre. Ella volvería, era una certeza en su corazón, lo haría. —¿Qué haces?—sonrió nerviosa la joven—. Nos caeremos ladera abajo si continúas con tus piruetas, ¡déjame bajar ya! Aquel fue el primer día que la había visto reír de esa manera. Una moto había sido testigo de aquella historia y ahora estaba arrumbada en un rincón de la casucha, era tan vieja que ya no parecía la misma. Tenía la pintura irregular y en algunas partes estaba oxidada, le faltaba uno de los espejos y la rueda delantera junto con el manubrio estaban chuecos. «¿Cuándo había quedado tan destruida?—pensó.» Pero fue incapaz de recordarlo. Giró sobre sí para mirar todo a su alrededor, seguía buscándola, no importaba cuanto tiempo transcurriese, sabía que algún día ella estaría allí, de pie frente a él, sonriéndole como

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—Javiera—sollozó mientras sostenía su rostro con sus temblorosas manos—. Javiera.

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si todo estuviese bien, aunque realmente estuviese desmoronándose.


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El llanto que había contenido por años empezó a fluir como el cauce tormentoso de un río. El dolor que en esos momentos sentía su pecho y su alma eran irretratables, ni siquiera el llanto necesitado ni los gemidos que salían de su interior podrían alcanzar a describir el vacío que estaba sintiendo en ese momento; un vacío doloroso. Cerró los ojos que le escocían y se apoyó sobre la mesa polvorienta y allí se quedó hasta que perdió la noción del tiempo, hasta que el perfume de ella anestesió por completo sus sentidos y el llanto se hubo calmado. El crujido de las tablas que componían el suelo le sacó del estado taciturno en el que se había sumergido. Los rayos del sol, que estaban extinguiéndose, alcanzaban a una de las ventanas y por allí se colaron cegándole en primera instancia, para luego iluminar aquella silueta que se erguía ante él. —Daniel—escuchó—. ¡Oh, Daniel! Los rasgos de su rostro anciano rejuvenecieron en el preciso instante que oyeron aquella voz, sus manos dejaron de ser torpes, sus rodillas dejaron de dolerle y su corazón dejó de latir desganado, todo había sido reemplazado por la vigorosidad de antaño. Su corazón latió desbocado, latía tan fuerte en la prisión de su pecho que llegaba a doler. Parecía que el corazón subiese por su garganta y se quedase en ella impidiendo el paso de su voz. Estaba allí, ella estaba allí, de pie en el umbral, tal cual como lo habían prometido una vez. —¿Javiera?—preguntó incrédulo, nervioso incluso ansioso porque la respuesta fuese un sí.

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—¿Qué haces aquí?—la figura preguntó a modo de respuesta aún de pie en el umbral.


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Él puso su mano sobre su frente intentando cubrir la luz que molestaba a sus viejos ojos, agudizó su vista para distinguir la figura que allí estaba. Sus ojos no estaban seguros de lo que estaban viendo fuese real, muchas veces antes le habían engañado, pero él en su interior quería creer que era cierto lo que mostraban ante él. —¡Javiera!—se levantó de la silla al reconocerla— ¡Javiera! Caminó con seguridad hasta donde ella estaba, sus piernas y pies fueron ágiles, no hubo cansancio ni dolor alguno, los rayos del sol ya no molestaban a sus ojos y tuvo la certeza de que era ella, podía ver sus singulares pecas, su nariz recta y sus ojos con aquella mirada dulce como un melocotón. Sonrió tímidamente en un principio para luego dar paso a una risa nerviosa incontrolable. La abrazó fuertemente y luego recordó lo delicada que era por lo que aflojó su abrazo y volvió a mirarla. —Has venido, Javi—pegó su frente a la de ella. Los años habían sido generosos, seguía teniendo esa lozanía que él recordaba, su tersa piel, su suave tacto, sus manos lisas y finas. Parecía como si no hubiese pasado ni un solo año sobre aquel cuerpo, estaba tan inmaculado que creyó haber visto a Javiera como una imagen celestial. Ella, su Javiera, no dijo nada. Se quedó en silencio, le miró dulcemente y posó una de sus manos en su mejilla. Las lágrimas en sus ojos no parecían de alegría, sino de tristeza. Daniel

—¿Algo va mal?—cuestionó Daniel asustado.

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se estremeció al ver que sus ojos se llenaban de ellas.


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No hubo respuesta a eso, solo un incómodo silencio que bastó para que se evidenciara la respuesta. Se quedaron mirando por largo tiempo, él quería guardar en su mente el hermoso recuerdo de aquel rostro, no quería que con los años se volviese borroso, quería recordarle siempre, porque muy dentro de él sabía que no la volvería a ver. Era un encuentro fugaz, un cruel regalo del destino y del tiempo. Él mantuvo la esperanza que todo fuese real, miró sus manos y se encontró con las mismas temblorosas, pecosas y arrugadas manos que se habían convertido con el paso de los años. Miró a Javiera, joven y lozana, entonces comprendió que algo iba mal, pero su cansada mente no fue capaz de llegar a una conclusión, quizá porque no quería hacerlo. En un instante de confusión toda la felicidad de aquel encuentro se desvaneció y a su paso dejó la incertidumbre de la veracidad de su encuentro, en esta confusión, todo comenzó a nublarse, las piernas se le aflojaron bruscamente y lo último que sintió fueron las manos de su Javiera, su amor, sosteniéndole. Cerró sus ojos aunque realmente no deseaba hacerlo, sus párpados se habían vuelto tan pesados que no fue capaz de luchar contra ellos, entonces en él solo quedó el gozo que había sentido al ver a su mujer y las memorias del tiempo con ella. Las vivencias del pasado que volvían al presente estaban difusas, como si hubiesen surcado una travesía por un pequeño agujero de su memoria y hubiesen conseguido quitar el velo del olvido de sus ojos, no sin

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antes quedar maltrechas.


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Ella le había dado todo, cada gesto hacía él era la transmisión de los sentimientos más profundos que sentiría. Su rostro, sus suaves manos y su tierna sonrisa, todo era tan vívido que parecía poder tocarla y abrazarla entre sus brazos. Las imágenes fueron dando vida a una historia que él había guardado para sí, que había olvidado tantas veces y que nuevamente volvía a ser tan clara como el presente. Él le había entregado todo lo que conocía, todo lo que estuviese a su mano lo habría dado por ella, pero el tiempo se marchó demasiado pronto y para cuando él se dio cuenta, se la habían arrebatado, así como todos los sentimientos inconclusos que alguna vez esperó que saliesen de sus labios, que la acurrucasen y la hiciesen sentir segura, pero estos se quedaron detrás del frío, áspero y duro cemento, estrellados en un viaje de motocicleta, secos e intactos, nunca expresados, ahora parecían pesar mucho más, parecían no querer extinguirse jamás. Con lo único que le quedaba, la humedad de sus ojos y el dolor de su alma, cerró el orificio de aquel amargo recuerdo, esperando reencontrarse con ella una vez más como si nada hubiera ocurrido. —Javiera—murmuró adormilado mientras una lágrima rodaba por su mejilla. —Sí, soy Javiera. Tu Javiera—se abrazó a él con fuerza—. Soy tu Javiera, papá—sollozó. Abrazados en el suelo de la vieja casucha, donde el polvo se había adueñado de los escasos recuerdos de Daniel, su hija hizo honor a su madre y lloró junto a él. Lloró por un recuerdo

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sufrimiento de su padre ante el vacío que dejó su partida.

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que había sido una historia, lloró porque su madre se marchó demasiado pronto y lloró por el


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Hermosos rayos de sol alumbraban el horizonte, extinguiéndose entre preguntas sin respuestas, rayos que bañaban las nubes de un tierno rosa le hicieron recordar lo que fue y que jamás volvería a ser. Cuando él cerrase sus ojos volvería a los brazos de ella, siempre volvía a ella, cuando todo se tornase a negro, serían sus brazos quienes le sostendrían hasta el viaje

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final.


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