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Cuando Otoño enfermó

Para Toño, mí abuelo

De seguro cuando me veas. Tus ojos brillarán alegres cuál verde, y frondosa pochota entre los mangos. Que en efecto mi sonrisa responderá. Al nacimiento de tu sonrisa como verdoso rizo de agua del cañón a medio día.

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Y entre tus labios nacerá una pregunta destinada a mi juventud, que ya trae una respuesta. Me preguntarás, ¿hijo, cómo estás?,

¿cómo está Tuxtla?

Pues bien, padre, te diré: La capital está como siempre y como nunca. La tierra arde, el viento quema, y tú no estás.

Te diré cómo en tu ausencia la música de las aves, al dormitar, no es ya majestuosa sino fúnebre, y el ocaso más que bello y fresco, amargo y melancólico.

¿Recuerdas, abuelo, que íbamos con la abuela y tú a los pelones árboles, en horizontal, a un costado de la cazadora, sólo para contemplar al crepúsculo, los zopilotes habitar las ramas?

Pues aquí está gran parte de tu ausencia. Que visto y respiro, que lloro y acarició, aquí en tu entrañable Tuxtla de juventud, tan mío ahora como tuyo, porque desde que enfermaste, ya nada es igual como entonces. Nosotros, y todo aquél que te concibe en su memoria y corazón, también enfermamos contigo.

Ahí dónde menguan las axilas de la luna y roe violento el viento sobre los pinos. Ahí donde caíste, levantarás, así como despertaste varias semanas después, y en lo que para ti fue solo un instante, un destellar entre pestañas, para nosotros siglos.

Aquí solo importa decir que la apuesta la ganaste tú.

Que los milagros existen. Que los muertos resucitan. Que el barquero no se llama barquero, sino vaquero.

Que la fiebre de la primavera se adelantó en ti y en el jardín de tus fauces.

Que otoño venía enfermo por un maligno y cancerígeno “perdón” enraizado en tus entrañas, motivo por el cual, te derrumbó la vida, y venciste la muerte.