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Elefantes

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miente?

miente?

Marcelino Champo

Egresada en Lengua y Literatura Hispanoamericanas

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Una vez alguien que amo me contó que cuando las cosas no van bien, dibuja elefantes. “En la India —me dijo— la gente acostumbra a bañar elefantes como una especie de ritual para la paz o la prosperidad; y como yo no tengo ningún elefante a mi alcance, pues, lo dibujo”. Nunca me he dado a la tarea de averiguar si esa historia sobre la India es verídica, si por aquellos rumbos la gente tiene la costumbre de hacer aquel ritual con matices paquidérmicos; quiero pensar que así es. A veces es mejor una bonita ilusión que una realidad desangelada.

Hoy, que la vida toma un camino un tanto oscuro, intentaré ofrendar un elefante, pero como yo tampoco tengo a uno cerca, y soy pésimo dibujando, escribiré sobre él.

Mi historia no comienza en ningún circo, ni en las tierras de Asia o África, sino en la chaqueta de Karina, la niña que se sentaba justo delante de mí en quinto de primaria. Karina y su familia habían pasado la navidad en Puebla, y entre sus numerosos paseos sobresalía una excursión a Africam Safari, de la que mi compañera hablaba a la menor provocación. Al concluir su anécdota presumía su chaqueta azul con la figura de un gran elefante en la parte de la espalda. Mientras trataba de imaginar todo aquello que Karina nos contaba, veía hipnotizado aquel suvenir que llevaba puesto. Pasó el tiempo y con ello las horas observando, desde mi pupitre, aquel elefante de colmillos largos.

De niño nunca viajé con mis padres y las pocas aventuras que tuve las pasé frente al televisor. Mi vida era bastante aburrida, pero durante esa semana de clases hubo algo que le dio un pequeño giro y eso fue un sueño que se volvió recurrente: una estampida de elefantes atravesando la ciudad y destruyendo todo a su paso. La gente gritaba, iba de un lado a otro, el lugar era un caos. Por la mañana solía recordar ese sueño y pensaba en el paso implacable de todos esos animales cuya presencia hacía retumbar la tierra.

Cuando cumplí veinticuatro años visité Puebla por primera vez, estuve ahí un par de semanas durante un taller de teatro. En el último día de mi estancia, pensé en visitar Africam Safari y saldar una cuenta pendiente con la infancia; sin embargo, estuve en el bar del hotel hasta tarde. Ya entrado en copas, fui tambaleando hasta mi habitación y me quedé dormido en el sillón. Soñé con una ciudad devastada. Los elefantes se habían marchado.

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