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Cerrar los ojos
Gustavo Gálvez Egresado en Comunicación
Llegar a un centro comercial en ruinas es peligroso porque, por lo general, son lugares atestados de sobrevivientes violentos que no estaban dispuestos a compartir ni arriesgar el resguardo que les proveía de insumos de toda clase, al menos, los que habían quedado tras la voraz rapiña que duró semanas durante la pandemia que acabó con las miles de millones de personas en el mundo.
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Roger entró con el mayor sigilo posible, le temblaba el cuerpo, apenas podía evitar que sus dientes no chasquearan. Recorrió los pasillos más amplios del lugar para, en caso de que fuera atacado, resultara más fácil esconderse o huir.
Entró a una cafetería, tomó un vaso desechable empolvado, se sirvió un poco de agua y puso dos cucharadas de un concentrado en polvo de quién sabe qué menjurje. Las bebidas azucaradas no eran sus preferidas, pero es el fin del mundo, no había justificación para ponerse exigente. Habría estado mejor caliente, pensó. Al menos, la bebida le proporcionaba calorías que su cuerpo no recibía desde hacía semanas.
Tras un largo rato de merodear, se dio cuenta que el lugar no estaba ocupado y, ya más relajado, se metió a una mueblería en el último piso del edificio.
El mobiliario estaba semidestruido y con signos de saqueo. Sin embargo, nadie tuvo las ganas ni la fuerza para llevarse los muebles a su casa, que probablemente también sería saqueada, quemada o destruida.
Convenientemente, los colchones y recámaras estaban al fondo del establecimiento donde apenas entraban unos rayos de luz y ahí podría dormir tal vez algunos días antes de que algún grupo de sobrevivientes lo atacara en grupo, cosa normal en estos días. Nunca quedarse en el mismo lugar por mucho tiempo, era la primera regla de las películas de zombies sangrientas que veía Roger cuando era adolescente, ahora era directriz del sobreviviente.

Tiró la vieja mochila que traía y decidió lavarse el polvo pegado a su piel por la lluvia ácida que había caído días atrás. Bajó a la fuente de la plaza, que se convertiría en jacuzzi con agua tibia, calentada por el sol y, por un momento, decidió ignorar el relativo riesgo que corría al vulnerarse de esa manera, moriría desnudo.
Levantó los brazos y se quitó la playera negra y floja, se descubrió el torso marcado que había dejado de ejercitar, no hacía mucho en el gimnasio, su piel rosácea y clara agradecía los rayos del sol.
Se desabrochó el cinturón, se bajó los pantalones, se paró en la orilla de la fuente y observó su rostro y recordó que dedicaba varios minutos en la mañana a contemplar su nariz respingada con los bordes de sus orificios igualmente rosáceos que su pareja acostumbraba a delinear con la yema de sus dedos lentamente después de besarse y frotar sus cuerpos en esas tardes de sexo adolescente.
Por sus mejillas escurrieron lágrimas de nostalgia y recordó la manera tan simplona y común en que se despidió de él la última vez y nunca lo volvió a ver. Una discusión habría sido una justificación con más peso para reconocer y aceptar su rancia tristeza y melancolía.
Ya relajado vistió ropas nuevas que tomó de un outlet con escaparates destruidos y tenían ese desagradable olor a nuevo que al combinarse con el sudor huele aún peor.
Regresó a la mueblería y se recostó en uno de los colchones tirados. Estaba fresco y el cabello escurría en la almohada. Se volteó hacia su derecha y recorrió los surcos de las costuras con las yemas de los dedos, se concentró en lo suave de la tela, cerró sus ojos y su nariz pegó con el colchón. Suspiró. Sin darse cuenta, sus dedos recorrían un torso moreno. Su mano bajó y recorrió una cintura bien definida. Sintió el aliento del tipo que estaba enfrente de él, cara a cara. Se miraron a los ojos. El desconocido le tomó la mano y lo besó. Su respiración se agitó, el corazón se aceleraba. Ya excitados, el moreno tomó el control de la situación, el ritmo. Los dos jadeaban al tiempo que se lanzaban el aliento mutuamente y se besaban entre gemidos. El sudor les escurría por la frente, el cuello, el pecho, la ingle.
Con un movimiento brusco y la respiración agitada, dejaron de masturbarse. Juntaron sus pechos sudorosos. Lo envolvió en sus brazos, le respiró en el cuello y le jadeó en la oreja hasta que lo apretó y se vino con uno de los orgasmos más intensos que recordaría el resto de su vida.
Abruptamente, abrió los ojos. Seguía agitado. Estiró los brazos y se mantuvo así como cuando uno se estira por la mañana. El moreno no estaba.
Los besos del moreno se habían sentido tan reales que reaccionó con confusión, recordó que era un sobreviviente sin futuro y que el orgasmo era una combinación entre lo sublime y lo nostálgico, entre el amor y la desesperanza, entre el deseo y la soledad, entre las ganas de sobrevivir y la comida caducada; ese punto en medio de la nada y todo.
Se soltó a llorar, como cuando el cuerpo se convulsiona por la muerte de la madre, como cuando la tierra se estremece durante la erupción de un volcán. El amor, su amor, era la génesis y apocalipsis, el cielo y la tierra; el deseo, la excitación y el placer acompañados de la nada, el vacío en el limbo.