No. 18. Paranoia

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Aldo Rosales

aguantaba más la situación: tomó la escoba que estaba en la cocina y se dirigió al baño. Justo cuando iba a entrar, sonó el interfón: era Ángel. Laura bajó rápidamente a abrir la puerta. A través del cristal de la entrada, Ángel se veía más alto. Las llaves, temblando en manos de Laura, parecían una araña metálica de patas dispares. Por fin logró abrir. Luego que se abrazaron, y que ella le preguntó cómo había dado con su nueva casa, subieron las escaleras. Laura, por un segundo, creyó ver al hombre al que le había abierto la puerta, pero no estaba segura. Entró luego de ceder el paso a Ángel. Antes de siquiera invitarlo a tomar asiento, Laura le pidió a Ángel que fuera al baño y matara a la araña. Él accedió curioso: no recordaba que su mejor amiga y ex novia tuviera miedo a las arañas. Entró al baño. Su voz comenzó a tener eco: sus comentarios sonaban doblemente huecos en la pequeña pieza del baño. “¿Pero, cuál araña?” preguntó Ángel dentro del cubo de la regadera, mientras volteaba a todos lados y acercaba la vista a los huecos en el mosaico. Después de revisar por cuarta vez todos los rincones del baño, él le dijo que quizás aquel bicho había desaparecido por la ventana. Era posible. Laura se asomó al baño, siempre aferrada al brazo izquierdo de su amigo. Salieron a la pieza principal. Ángel se sentó en una bolsa llena de ropa, luego de sacudirla enérgicamente. Laura movía los pies rítmicamente mientras contaba, detalle a detalle, cómo había sido su separación. No lo había pensado hasta que se lo contó a Ángel, pero quizás, después de todo, Roberto la engañaba. Calló por un momento cuando escuchó unos pasos detenerse frente a su puerta: el sonido de una moneda contra la puerta la hizo saltar. Era el hombre que había subido a buscar a alguien. Laura no lo dejó terminar la petición: le dijo a Ángel que no tardaba, que sólo iba a abrir la puerta de abajo. En el camino no dijeron nada, sólo se sonrieron cuando el hombre se despidió luego de dar las gracias. Cuando Laura regresó, Ángel miraba a contraluz un jarrón. Se sonrieron. “¿Te acostumbras a estar sola?” preguntó Ángel mientras se abotonaba la camisa. Laura hizo un gesto vago y se levantó del colchón que habían improvisado con bolsas llenas de ropa. Compitieron para ver quién terminaba de vestirse primero. El castigo al perdedor: ir a buscar comida y algo de beber. Como Laura usaba ropas de domingo, fue la vencedora. Ángel sonrió y caminó hacia el baño. Antes de entrar le dijo a Laura que nunca lo olvidara si aquella araña asesina lo devoraba. Ella le arrojó un oso de peluche. El departamento comenzó a teñirse de sol moribundo justo cuando Ángel salió a pagar su apuesta. Laura encendió las luces. Sobre ella y sus pertenencias cayó una luz sucia, que lastimaba: habría que cambiar los focos. La ciudad se pintó los labios de luces frías y se colgó del cuello u n

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