No. 20. Historias de ciudad

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no se conocen. Al verse imaginan mil cosas una de la otra, los encuentros que podrĂ­an

ocurrir entre ellas [‌] Pero nadie saluda a nadie, las miradas

las miradas se cruzan un segundo y despuĂŠs huyen, buscan otras miradas, no se detienen. En Cloe, gran ciudad, las personas que pasan por la calles


La pluma en la piedra: Se complace en recibir a todos sus lectores y agradecer a todos los escritores que colaboraron con esta edición. Así mismo, reconocemos al equipo editorial, quien sigue, después de 20 números, trabajando a cambio de un vaso de agua.

“En Cloe, gran ciudad, las personas que pasan por la calles no se conocen. Al verse imaginan mil cosas una de la otra, los encuentros que podrían ocurrir entre ellas […] Pero nadie saluda a nadie, las miradas las miradas se cruzan un segundo y después huyen, buscan otras miradas, no se detienen.”

Cita: Italo Calvino, “Las ciudades y los cambios 2” en Las ciudades invisibles. Portada: Vincent Van Gogh, Starry night (Detalle). Derechos Reservados. La

pluma en la piedra , Toluca, México, No. 20, abril 2013.

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Escribieron en esta edición

 Alejandra C. L.  Karina Posadas Torrijos  José J. González  Sergio Fernando Palacio Pérez 

Fotografía

 Karina Posadas Torrijos 

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Editorial 5

Historias de ciudad Amores de autobús Alejandra C. L.

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La formación de un herue Karina Posadas Torrijos 10 La ciudad y la noche callan José J. González 12

La Galería Esfera transportadora Karina Posadas Torrijos

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Creación literaria L Sergio Fernando Palacio Pérez

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Sergio Fernando Palacio Pérez

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La maldición de Roma. Capítulo 9. La espada de Robz (Primera parte) Alejandra C. L.

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LII

Convocatoria 46

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D

espués de dos meses de angustiante espera, aquí estamos. Sabemos que estos días fueron terribles y que no dejaban de preguntarse en todo momento “¡por qué a nosotros!”. Pero eso ya terminó, he aquí el número 20 de la revista

electrónica favorita de todos. En esta ocasión, les presentamos algunas historias de ciudad, historias cotidianas ambientadas en una urbe cualquiera, tal vez la suya. Disfrute, entonces, en algún café en el centro del lugar donde vive de “Amor de autobús” de Alejandra C. L., de “La formación de un herue” de Karina Posadas Torrijos y de “La ciudad y la noche callan” de José J. González. Así mismo, asómese a la ventana de nuestras oficinas y admire la Esfera transportadora, fotografía de Karina Posadas Torrijos. Y en la sección favorita de todos, no deje de leer los poemas L y LII de Sergio Fernando Palacio Pérez y la primera parte del capítulo 9 de La maldición de Roma de Alejandra C. L. Se recomienda no consumir este producto en una sola sentada. Distribúyalo en dosis moderadas a lo largo de los siguientes dos meses y espere la siguiente emisión. Puede haber efectos secundarios como: euforia, depresión, ansiedad, ganas de ser leído por otros y deseos de enviar sus colaboraciones sobre alguno de los elementos naturales, al puro estilo de Bachelard, para la edición de junio a laplumaenlapiedra@gmail.com.

La pluma en la piedra 5



Amores de autobús Por Alejandra C. L.

Y así pasan los días, de lunes a viernes como las golondrinas del poema de Bécquer de estación a estación enfrente tú y yo va y viene el silencio. “Jueves”, La Oreja de Van Gogh

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on las siete y media de la mañana. El frío pega en la piel como cuchillos mientras espero en la parada de Galerías Metepec que llegue el camión que me llevará a la facultad. Me pregunto si veré de nuevo a ese chico que sube en Plaza Las Américas y suele sentarse adelante mío.

Ya van varios días que lo observo con su peinado de pelos parados, sus ojos café oscuro

ocultos detrás de unos lentes de pasta negros, su chamarra verde abultada que oculta, a mí parecer, un cuerpo delgado. Trae una mochila de tirantes demasiado pesada. Supongo que es porque carga un montón de libros sobre ingeniería… Sí, ingeniería. Siempre lo he visto bajar en la entrada de esa facultad ubicada en Ciudad Universitaria de la UAEM, poco antes de la mía, la de Humanidades. Ahí viene el camión, debo realizarle la parada sin importarme que la música de mi Ipod no me deja escuchar el ruido que hace. El transporte se para y yo de inmediato lo abordo, dejando los siete pesos de pasaje. “¡Siete pesos!”, pienso mientras llego a mi asiento, el tercero detrás del chofer. Aún no me acostumbro a que subieron por segunda vez en dos meses el pasaje. Extraño pagar cinco pesos y aún así se me hacía bastante. Le subo a la música del Ipod descubriendo que está Romeo & Cinderella de Hatsune Miku. Mi corazón comienza a latir, puesto que a la velocidad que va el camión no tardaremos en llegar a la parada de Plaza Las Américas. “Espero que esta vez se siente a mi lado”, es lo único que logro pensar mientras saco un libro para leer en el trayecto. Tarea para avanzar de las materias de literatura.

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Alejandra C. L.

El camión se para de nuevo. Hemos llegado a Plaza Las Américas y empieza a subir mucha gente. Miro de reojo para checar si viene el chico de ingeniería con el cual concuerdo todas las mañanas. Mi corazón parece una bomba de tiempo, acelerándose entre cada persona que va buscando un lugar. “Váyase hasta atrás, seguro que hay lugar. Este asiento va reservado”, es lo que voy pensando para alejar a la gente que mira el lugar vacío a mi lado como si pensara sentarse ahí. De pronto… ¡Ahí va subiendo! El chico de ingeniería que siempre carga aquella mochila negra con un montón de libros. Aplico la regla general de todos los días: “siéntate conmigo, siéntate conmigo”, pienso… pero mi pensamiento al mismo tiempo comienza a contradecirme. “¿Le hablaré si se sienta conmigo?”, lo cual me pierde entre tantas ideas y no me percato que me pregunta: —¿Puedo sentarme ahí? Volteo a verlo y sus ojos me sonríen. Le correspondo con una franca y tímida sonrisa. —Claro, claro —le contestó y me hago a un lado. Vuelvo a mi lectura, ideando un montón de ideas para hacerle la plática, por lo que no pongo atención a lo que voy leyendo. El chico también trae sus audífonos y mira hacia el frente, como si no pensara que existo. No sé qué hacer, todo me tiembla. Sólo me queda que entre arranque y arranque del autobús, llegue a tener un roce con él porque me ladee. Los topes son pasados con brusquedad y eso causa que mi lectura se interrumpa y lo vea de vez en cuando. Descubro que el chico también en ocasiones voltea a verme, como si quisiera decirme algo, pero sólo se queda en silencio… Silencio opacado por los audífonos de los dos y mi lectura. Debo agarrarme del barandal del asiento para no ladearme tanto porque el camión ha llegado a Gómez Farías y ha acelerado su paso, deteniéndose bruscamente en las paradas oficiales para subir a más gente. Lentamente descubro que el chico también ha colocado sus manos en el barandal y las va acercando a las mías. Siento que mi cabeza se vuelve una olla de vapor y el calor me va envolviendo a pesar del frío que va entrando por la puerta abierta del camión. Me muerdo los labios, tratando de pensar en alguna estrategia para hacerle la plática cuando siento que sus dedos rozan los míos. “¿Dios Mío, qué hago?”, me pregunto cuando ya casi vamos llegando a CU.

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Amores de autobús

“Su nombre, pregúntale su nombre”, me contesto con ansiedad. Volteó a verlo. Él me sonríe, no sin antes pararse porque hemos llegado casi a la Facultad de Ingeniería. Quiero retenerlo, sujetarlo de su chamarra verde, pero un impulso mayor me detiene, como si una pared se hubiera puesto entre él y yo. Se adelanta y le pide al chofer que lo baje, pues ya estamos enfrente de su facultad. Suspiro al verlo bajar. “Una vez más, perdí la oportunidad”, pienso. “Pero hoy se sentó a mi lado. Tal vez mañana corra con más suerte y ahora sí le pueda hablar. Me pondré mi falda más bonita y le preguntaré su nombre”. 

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La formación de un herue Por Karina Posadas Torrijos

Precepto 2: El héroe debe considerar todas las posibilidades Toluca, Estado de México. 7:30 am.

E

l joven Turbino de los Robles se encontraba camino al Centro de Enseñanza de Lenguas (CELe) ubicado en el cerro de Coatepec, cuando intempestivamente suben al camión donde viajaba, dos individuos con máscaras de patos, que al instante dijeron:

—Buenos días, señores pasajeros. Como habrán podido darse cuenta, no somos ni

grandes artistas, ni mucho menos grandes cantantes, pero esta mañana venimos ofreciendo nuestro trabajo porque bien dice el dicho que más vale pedir y no robar, razón por la cual estamos pidiendo cooperación voluntaria de todo lo que traiga en estos momentos. El dinero recaudado será donado a la casa de los patos sin oficio. Por su atención, gracias. Pasaremos a sus lugares a recogerles todo lo que tengan. "Chales" pensó Turbino, "ora sí me quedé sin desayunar. Tantos años conservando la tradición de mi guajolota para que unos truhanes vengan a quitármelo todo. Es hora de hacer algo. Sí, alguien debe defender esta ciudad a como dé lugar". Y pensó que era el momento justo de aplicar sus conocimientos de taicuando. Los enfrentaría y les daría los cates que bien merecían. Primero, amagaría al que estuviera más cerca de él, lo utilizaría como escudo y obligaría al otro a rendirse. Entonces, el chofer se detendría en la esquina donde siempre hay una patrulla y alertaría a los uniformados. Ellos se harían cargo de los maleantes y todos los pasajeros, incluida la chica buenota del primer asiento, le agradecerían el haberlos salvado. Ella le daría un abrazo y le contaría que estudia en Arquitectura, que ya lo había visto de lejos, pero que no se animaba a hablarle. Lo invitaría a desayunar, para que se les pasara el susto y quedarían de salir el próximo sábado. Se verían en Grand Plaza para ver una película y él la tomaría de la mano con delicadeza. Ella se recargaría en su hombro y

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La formación de un herue

él olería el dulce aroma del perfume de marca. Al salir, en medio de la lluvia, a ella se le rompería un tacón y él le ofrecería ir a su departamento, estratégicamente más cerca que la vivienda de la chica, a esperar a que pasara el agua y ella pudiera secarse. Aceptaría, sin duda, y al llegar, le preguntaría por la recámara para quitarse la ropa húmeda y ponerse algunos trapos prestados. Entonces él se daría cuenta que ella habría dejado la puerta abierta para que el entrara y al entrar… —¡¿30 pesos?! ¡Pinche jodido! Póngase a trabajar, en vez de hacernos perder el tiempo —le dijo el señor pato que le quedaba más cerca y el cual bajó de inmediato de la unidad, ante el cuac de su compañero. Turbino suspiró y se dijo a sí mismo: “Si hubieran permanecido unos instantes más, me cae que se habrían arrepentido de todos sus pecados. Ai será pa’la próxima”. 

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La ciudad y la noche callan Por José J. González

E

sta noche ha caído una tremenda lluvia en la ciudad, ha bañado las calles y plazas con intermitentes lágrimas de pordiosero, mientras los semáforos quedan paralizados por acto inminente de ignorancia cósmica.

Los grandes edificios observan expectantes a la gran mujer de niebla que se desliza suave bajo ligeros vestidos floreados, tendiendo la mano a la más alta esfera fuera de nuestra consciencia, más allá de los colores prismáticos-orgiásticos. Lanzamos dos líneas al vacío y tres puntos a una eternidad incomprobable. Sostenemos con nuestros dedos la fatiga de una odisea jamás actuada, de un viaje nunca planeado, de una estela fría de agua coronada. Sostenemos con nuestros huesos el amanecer furtivo del embalaje de una industria vívida y palpitante como gran monstruo de barro. Esta noche ha caído tremenda lluvia en mi ciudad. Nos hemos mirado de frente descubriéndonos, ya no en nuestras perfecciones, sino ahora descubriéndonos en nuestros miedos, en nuestros errores humanos. Nos hemos mirado a los ojos y nadie nos ha detenido para evitar hacernos daño, para evitar que nos demos cuenta de lo débiles que somos el uno con respecto al otro. Nos hemos mirado con las manos de cada uno como testigo; lentamente ha pasado una película de nuestros días juntos, de cada momento y segundo compartido bajo los faroles de esta inmensa ciudad que se sorprende por nuestras lágrimas. Alimentamos poco a poco la lluvia y ni cuenta nos damos. Nodo ascendente. Abierta puerta detrás de la oscuridad diáfana sombra. Esta noche, mientras llovía en la ciudad, en la ciudad de ella, coloqué colores de arcoíris en los bolsillos de un vago, y éste salió corriendo con un brillo de estrella en sus ojos. No pude evitar sentirme miserable por haberle dado la idea de esperanza en un mundo devorador, lleno de gente que bala estúpidamente mientras mastica una gran bola de basura. Nosotros somos distintos, ¿a poco no te das cuenta? Nosotros disfrutamos de los días que se van y vienen, vemos en cada edificio viejo el arte del tiempo y el espacio conjugados en un solo objeto.

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La ciudad y la noche callan

Podemos recordar aquellos sonidos kandinskyanos revolverse en nuestra memoria; sentir la dulzura de la menta sobre nuestros labios y lograr percibir el suave aroma a inmortalidad en cada una de nuestras palabras. Nos parecemos a aquellos extraños seres de agua que descifran el enigma de la música de los astros; somos como la bocanada de aire tibio que entra por nuestros poros abiertos a la trascendencia, a la brisa marina de una noche agitada, al olor del mar sobre la arena. Nos parecemos y pretendemos no saberlo, pues somos más felices de esta manera. ¿Desconocimiento? ¿Acaso conocemos el significado de esa hermosa palabra? Caminamos toda la avenida principal hasta caer en la cuenta de que estábamos dando vueltas; las aves que por las noches vuelven a sus hogares comenzaban con su concierto de graznidos. Miles de alas revoloteando en el color rojizo de una tarde rojiza y cercana a la noche. Nos quedamos escuchando cómo corría el agua bajo nuestros pies. Nos sentamos satisfechos a la orilla de un pensamiento de ella, lo evocamos, lo invocamos y al final nos desemboco en el instante precioso de una perversa mirada de ojos florecientes y crecientes. ¿Y me preguntas qué ha pasado? Día a día te amo más y más, tanto que me causa un dolor indecible en el alma, tanto que siento desquebrajarme en tremenda oleada de pensamientos. Me dueles como duele la lluvia cuando cae sobre mi carne de tierra, como duele el sol sobre mi piel quemada. ¿Aún así quieres saber qué ha pasado? La respuesta la tengo capturada entre mis dedos. La gente de la ciudad es cruel. Se mueve bajo máscaras. Creen conocerte por el simple hecho de haberte observado un minuto, por haber conversado contigo durante un segundo. A esa gente le importa tu ropa, tus zapatos, no les importa lo grandioso que puedas llegar a ser, lo mucho que puedas escribir, pintar y pensar. Lo que ven son simplemente un signo que les habla de cierto estatus económico, social, etcétera. Al parecer no nos hemos despegado de toda la superficialidad imperante. Me lastimo mientras reflexiono sobre estas cuestiones, ¿y en verdad el amor puede darnos una posible solución? Claro que lo puede, sólo tenemos que aprender a amar, ¿acaso es muy difícil? Tenemos que mostrarnos al otro tal cual somos, sin máscaras, sin miedo a que descubran nuestras imperfecciones, basta de los hermosos edificios que por dentro se están cayendo.

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José J. González

Esta tarde mientras llovía en nuestra ciudad he terminado una nueva pieza, transmutación de la locura VI, en verdad que tienes que verla, es como tú, un instante dentro de un cielo claro y callado, una gota derramada bajo el vacío crepuscular de una lánguida tarde claroscura. Hablo de un noumen triforme, de la Bella puellae. “I know it must seem to you like the strangest thing to say, but in the winter of this presence I´ve always felt warm and safe. I always knew no skirt or suit would ever bother me, as long as he is present, as long as this man stayed close to me.” Podrás decir que son todas un Pollock, pero si observas bien te percatarás que todas son una fotografía tuya, cada una con un rasgo característico. Algunas hablan de tu caminar, otras de tu forma de mirar, unas más sobre tus caricias, muchas otras sobre tu desnudez y mi debilidad, sobre tu grandeza y mi ínfima natura, de tu trascendencia y mi impermanencia, de tu compañía y mi soledad abrazadora. También son como la música, como el ruido de los automóviles pasando a gran velocidad sobre la avenida principal, son la altura de los edificios viejos, la dulzura de las casas antiguas. Son todo y nada a la vez. Son muerte mientras huyes y te escondes, son vida mientras te muestras y te abrazo. Esta tarde han venido los de mosca patas pa´ rriba, hemos charlado un buen sobre nuevos y viejos proyectos, ha venido Joaquín, Marina, Moni y Jazz. Todos siguen igual de locos, la ciudad los vuelve locos, a mí me vuelve loco. Hemos bebido. Han bebido y yo les he observado, lo cierto es que las tardes lluviosas me ponen mal; melancólico, triste y absurdo. Tú bien lo sabes. Y me pregunto qué estarás pensando. Tengo ganas de llamarte, de que el fantasma de mi voz se disperse entre aquellas líneas que cruzan todo el centro histórico. Me contengo, puede contestar mamá, y luego te dirá: “te habla ese vago”. Nodo descendente. Puerta que se cierra a la abreviatura universal del caos, del pi. Esta tarde hemos llorado los dos uno al lado del otro. La ruidosa ciudad nos enjuga los ojos con tóxicos aires, nos limpia las mejillas con su smog sabor a desafinación. Te abrazo y me abrazas y juramos nunca separarnos. La ciudad es sublime. 

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La GalerĂ­a


La Galería

Esfera transportadora. Karina Posadas Torrijos, fotografía a color.

Y nadie ha pensado que, mientras todos ven las cosas al derecho, existen quienes las miran al revés.

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L Por Sergio Fernando Palacio PĂŠrez

M

ujer en la que mis ojos se posan,

a ti que con tu voz ronca, y gran busto que mis instintos hoy se dirigen para hacer el viaje por el trayecto placentero del eros.

Con mis dedos recorriendo todos los terrenos

Haciendo un mejor uso

de tu cuerpo, que aun no

de mi lengua,

han sido profanados.

en lugar del habla, mis manos moldeando tu cintura.

liberando tu naturaleza de los grilletes del pudor para que tu boca sea un signo del placer y mi nombre deje su huella en tu cuerpo y mente. 

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LII Por Sergio Fernando Palacio Pérez

Q

uiero ser aquel

que limpie la lágrima de tu mejilla que otro dejó y el abrigo donde te sientas protegida.

La llave de tus secretos, y el hombro de tu desahogo, para dejar unos instantes aquella cruz que hace un nudo en tu garganta.

No quiero ser el esclavo de tus caprichos, sino el hombre que nunca conociste. 

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La maldición de Roma Por Alejandra C. L.

L

9 La espada de Robz (Primera parte) a noticia sobre la información que había dado aquella mujer era realmente aterradora, en especial para María, quien no sabía si eran simplemente distracciones que había tratado de causar la hechicera para que no peleara contra las brujas que venían enfrentándose día a día. Cuando llegaron a la aldea más cercana, María les comentó

de su visión. Todos comían algo de mariscos en una posada. Antes de eso, Xavier había pedido muchas cosas siendo por Victoria reprendido y él al final se decidió por una paella. Martha, quien quería sorprender a Xavier, pidió lo mismo que él sin saber que el chico acababa de pedir un platillo que Martha jamás en su vida había consumido, por lo que después de servirse el platillo, la muchacha lo miró largo rato sin saber lo que realmente era. —¿Qué… no os gusta? —dijo Xavier con la boca llena de comida. Martha levantó la vista mientras se mordía los labios— Si no lo queréis, me lo puedo comer yo. Martha negó con la cabeza. Realmente tenía hambre, pero no encontraba las palabras exactas para definir que tenía apetito aunque le causaba desconfianza el platillo, así que comenzó a comerse poco a poco la paella, sin encontrarle sabor. —Esta niña cada vez la encuentro más rara —susurró Adela a María, quien engullía un bacalao. —¡Y quién no! —rió María, luego comenzó a pensar en lo que se le había revelado anteriormente, suspiró— ¿Creéis en la inmortalidad Adela? Adela abrió los ojos sorprendida, sin concebir porque acababa de preguntárselo su amiga. —Debéis de dejar de pensar en esas cosas tan fantasiosas que afectan... —No, esto va en serio —susurró María preocupada— anoche... —Oigan, ¿qué tanto murmuráis? —anunció Xavier extrañado desde el otro lado de la mesa, señalándolas con un tenedor—. ¿Acaso no somos un equipo para contarnos todo? —¿Un equipo? —desairó Adela—. ¿A qué os referís? —Eres una des... —trató de decir Xavier con odio, pero fue recriminado por Victoria.

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La maldición de Roma. 9. La espada de Robz (Primera parte)

—A ver chicas, ¿qué tanto murmuráis entre las dos? —sonrió Victoria después de haber reprendido a Xavier—. Si es que concierne al equipo. —Es que... —María suspiró— anoche tuve un sueño en el que me decían que esta misión iba a ser mi condena. —Para todos los Balzac es una condena —reprochó Xavier enojado—. Todos se mueren, todos los elegidos. Eso ya es normal. —No, no era eso —comenzó por hablar con voz triste María—. Es solo que... hablaba sobre ser… sobre no reunirnos en la muerte. —María, demasiada novela os está dañando —suspiró Victoria, luego hizo señas a un joven que estaba sirviendo en una mesa cercana—. Monsieur... Pocas semanas después de salir de aquella selva llena de playas, decidieron experimentar viajar por los aires con un hechizo de invisibilidad que los ocultaba de las miradas indiscretas. La noche del 24 de diciembre, festejaron por los aires la víspera de Navidad a petición de Xavier. En vísperas de Año Nuevo, mientras aún dormían los chicos, Victoria descendió el carruaje a lo que parecía un hermoso bosque que le recordaba los cuentos de hadas que leyó de niña. Sin embargo, recordó que desde tiempos antiguos, la Iglesia consideraba malditos aquellos lugares, anunciando que habitaba el propio Lucifer en ellos. —Mamá, odio que haga eso —dijo Xavier mientras se levantaba del suelo una vez más, después que Victoria transformara el carruaje en la típica salita. —Viajaremos en un lugar muy transitado, debéis de salir —ordenó Victoria. —Sí, ya voy —replicó Xavier mientras salía. —Tía, ¿no se supone que deberíamos de comer algo? —insinuó María intrigada por no encontrar la cocina. —Pues... si querréis comer algo, más vale que lo vayáis a buscar —mandó Victoria. Al ver que Victoria hablaba en serio, después de un rato, las tres chicas salieron en busca de comida. Xavier, quien estaba sorprendido porque lindas mujeres salían por comida, decidió dejar el carruaje a la deriva y perseguirlas. Después de varios minutos de andar por el bosque, María se alejó un poco debido a que Martha no dejaba de hablar alegremente en inglés, lo cual era otra de las cosas que le molestaba. —¡Mirad, un río! —señaló Adela alegremente hacia un gran riachuelo que se encontraba a escasos metros de ellas—. ¿Por qué no vamos? A lo mejor pescamos algo. —¿Pescar? —repitió Martha tontamente.

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Alejandra C. L.

—Sí niña, pescar. Atrapar peces —reclamó María como quien regaña a una hija—. Habrá que quitarnos el vestido —suspiró al final. —En eso tenéis razón —aspiró Adela, miró a todos lados para averiguar si no había algún hombre por ahí. Al estar segura de no haber encontrado a alguien, comenzó a desabrocharse el vestido, las demás la imitaron. —¡Ay, ay, ay! —dijo Xavier, quien las estaba espiando detrás de un árbol, sintiendo unos extraños nervios. Mientras ellas se sumergían en el agua tratando de pescar algo, Xavier se sentó en las orillas a observarlas, sonriente. Unos minutos después, María sacó la cabeza para salir. —¡Esa Martha! —bufó y chocó con Xavier. Inmediatamente ella se tapó con las manos el pecho. —Ay niña, si tenéis puesto el fondo —rió Xavier—. Además, ¿qué cubrís si aún no tenéis nada? —Oye —chistó María—, dadme una ilusión. —Malo... malo... —siguió riendo Xavier—, así no llegaréis a nada. —¿Qué haces aquí? —dijo una voz molesta detrás de él. —Nada, Adela, sólo viendo cómo pescan —contestó Xavier molesto, sin voltear. —Andáis de desmoralizado, ¿verdad? —insistió Adela. —Cállate —espetó él. —¡Cállame cuando me mantengas! —ladró Adela. —¡Pues te mantengo! —soltó Xavier con la cólera enfurecida—. Sólo que tú no te das cuenta. —Mejor le sigo ayudando a Martha a pescar —dijo fríamente Adela, aún enojada. —Xavier no debéis de tratarla así —anunció María con delicadeza, mientras observaban como Adela volvía a sumergirse en el río. —Ella empieza —dijo con odio, luego animado agregó—: Oye, ¿por qué no le escondemos la ropa a Martha? —Sería divertido —se rió María—. ¿En dónde? —Atrás de ese árbol estaría bien —señaló Xavier hacia uno que estaba a espaldas de ellos. Inmediatamente juntaron los vestidos de Martha. Ella seguía recolectando pescados y los aventaba a la ribera del río. Al poco rato, los amontonaron donde habían acordado.

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La maldición de Roma. 9. La espada de Robz (Primera parte)

—Ser mucho pez ya —avisó Martha a Adela con una sonrisa—. Con esto va a alcanzar. ¡A salir! —Sí —contestó Adela e inmediatamente salió. Comenzó a juntar sus prendas y buscar las de Martha. Xavier y María comenzaron a reírse mientras Martha salía desesperada por no encontrar el vestido y el corsé—. Creo que se llevaron vuestra ropa —predijo Adela preocupada. —¡No llegar al carruaje así! —gritó Martha asustada—. ¡Ese chico...! Ay... I don’t know! —¿Os referís a Xavier? —preguntó Adela. Martha asintió—: Bueno, tenéis razón. Siempre os anda hablando extraño y quién sabe qué os dirá ahora que lleguéis sólo con el fondo. —I’m afraid —susurró Martha con miedo. Las risas de Xavier y María cada vez eran más fuertes. —Algo me dice que ahí atrás hay algo —anunció Adela astutamente, observando hacia un árbol. Xavier y María comenzaron a desternillarse de la risa. Adela propuso: —Vamos a ver, Martha. Martha asintió. Comenzaron a caminar hacia el árbol, sin hacer ruido. En unos instantes apareció enfrente de ellas un chico no mayor de trece años, con los mismos rasgos de Xavier, salvo por los ojos que eran de color gris, vestía una túnica azul añil y una capa negra. Les sonrió. —¿Qué hacen dos chicas hermosas caminando solas por estos bosques? —dijo con una sonrisa encantadora. —Nada que os importe —lanzó Adela fríamente. —No hacer caso —suavizó Martha. El chico volteó a verla dulcemente, ésta se sonrojó—. Es... —Bien —sonrió el chico—. Sé lo que tenéis, sus gritos se escucharon desde las profundidades del bosque. Querréis algo de ropa, ¿no, dulce dama? —¡Demonios! —dijo Xavier enojado, pateando el suelo con furia. —¿Acaso tenéis celos? —murmuró con sorna María, apoyando la mano en el tronco. —¿Eh? No, no —contestó Xavier perturbado mientras se sonrojaba. —Sí, claro —rió María. —Thank you —agradeció Martha después que el muchacho, de la nada, apareció prendas de vestir. —Por nada —admitió él haciendo una reverencia para después besarle la mano a Martha. Xavier, escondido con María tras el árbol y viendo todo, apretó los dientes. El chiquillo sonrió con delicadeza—: ¿Querréis venir a mi aldea?

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Alejandra C. L.

—Oh, I... I... —Martha estaba nerviosa. —No, no quiere venir —objetó Adela—. No es por nada, niño, pero nuestra madre se va a preocupar. Tenemos un largo viaje por recorrer. Gracias de todos modos. —E inmediatamente se jaló a Martha para seguir caminando ante la sorpresa del mozo. —Bye! —despidió Martha con una sonrisa. El chico le correspondió igual. —Oye, Martha… yo encontré vuestra ropa y... —trató de simpatizar Xavier con las prendas en los brazos cuando se cruzaron a la vuelta. —Adela contar todo desde un principio —espetó ella—. Xavier ser un idiota. —¿Idiota? —chilló Xavier y miró a María—. ¿Qué quiso decir? —Que

no le caes —contestó María.

Al llegar al carruaje, las peleas comenzaron. Xavier alegó que Adela no debía meterse en sus asuntos y Martha echaba espuma porque María había ayudado a Xavier para esconder las prendas. Al final, Xavier cansado de escuchar represalias por parte de su madre, Martha y Adela, se salió. —¡Xavier! —gritó Victoria, pero el chico siguió caminando sin hacer caso. ***** —¿Buscarlo? —se quejó Adela después de unas horas. Al ver que no regresaba en el atardecer, Victoria decidió encontrarlo. —Queréis o no, es uno de los elegidos de los que tiene que... —Sí, sí, tía —Adela suspiró—. Pero ¿Y si él decidió que esto ya no era para él? —I shouldn’t decir cosas tan feas a Xavier —anunció con tristeza Martha—. En verdad yo desear disculparme con él. —Yo... me quedo si vais a buscarlo —dijo Adela enojada. —No, no será necesario —sonrió Victoria mientras la empujaba hacia fuera, después uno a uno salieron. Victoria volteó a ver el carruaje, apretó el emblema Balzac y éste se transformó en un baúl que la mujer cargó—. Ahora vamos a buscarlo. Comenzaron a caminar sin rumbo gritando “¡Xavier!”. Al caer el crepúsculo de la noche, Adela alegó que a Xavier ya se lo había comido un demonio, pero aun así, haciendo caso omiso de las palabras de la joven, siguieron con su búsqueda hasta que... María tropezó con la raíz de un árbol. Habiendo perdido el equilibrio comenzó a rodar a lo largo del cerro. Los demás, preocupados, comenzaron a seguirla sin ayudarle a pararse. Unos instantes después, María fue detenida por un tronco de árbol.

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La maldición de Roma. 9. La espada de Robz (Primera parte)

—¡Ay, mi espalda! —dijo con dolor mientras se levantaba. —Parece que en el bosque ni siquiera me vais a dejar en paz, ¿verdad? —dijo una voz conocida e incómoda tras María. —¿Xavier? —anunció esperanzada Victoria, después de ver que su hijo estaba recostado al lado de María. A continuación corrió a abrazarlo y al llegar frente a él lo llenó de besos. —Mamá —se quejó Xavier—, me pone en vergüenza. Adela se empezó a reír. —Pensé que os había pasado algo, como cuando fuisteis un niño —sollozó Victoria. —No, cómo cree —dijo Xavier perturbado mientras trataba de alejarse de su madre—. ¿Aquí en el bosque? —Vámonos hijo, que aún nos falta mucho camino —sonrió Victoria dulcemente. —Sí, sí —dijo Xavier arrastrando las palabras, mientras se levantaba de mala gana. Al apoyar la mano derecha, sintió una piedra o más bien varias piedras que le cortaron la palma de la mano. Al ver cómo su mano sangraba, intrigado por saber qué cosa le había hecho eso, volteó a donde anteriormente había apoyado su brazo. Una luz resplandeciente cubría el suelo. Xavier, aún perturbado, decidió observar mejor esa luz pues no se le hacía normal que una luz le hubiera hecho una rajada. Sin embargo, al poco tiempo se percató de una empuñadura bañada en oro e incrustada de rubíes. El chico emocionado la levantó. —¡Mirad, me encontré una espada! —gritó Xavier admirado mientras se las enseñaba. —¡Dejad esa espada y vámonos! —refunfuñó Adela que comenzaba a fastidiarse. —Dejadlo, Adela —sonrió Victoria—, desde cuando quiere una. —Luego miró a Xavier—: Más vale que la sepáis manejar. —De eso no se preocupe, madre mía —anunció Xavier con dulzura después de haberse levantado. Cuando comenzaron a caminar, escucharon ruidos detrás de los arbustos. Sólo Iván comenzó temblar y María tuvo que tranquilizarlo. —Han de ser ratas —sonrió con tranquilidad—. No os alarméis, hermanito. Os aseguro que ellas tienen más miedo a vos. —Sí, tenéis razón —murmuró Xavier preocupado—, ha de ser una animalejo. —Bueno, si es así —Adela suspiró— debí de haber traído la ballesta para matarlo de un flechazo.

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—Mi buena Adela —expresó Xavier con petulancia—, no os preocupéis por la ballesta, que yo tengo una espada. —Sois un inmaduro —repuso Adela fríamente. —Y vos siempre arruináis todo con vuestra frialdad —replicó Xavier enojado. —Mald... —pero Adela ya no terminó de decir su frase porque Martha gritó mientras corría a ocultarse detrás de un árbol. —¿Qué le pasa? —preguntó extrañada María. Su respuesta se aclaró al poco rato al ver cómo varios hombrecitos con nariz puntiaguda y ropas extrañas, los custodiaban a su alrededor. Martha fue traída de vuelta, custodiada por dos de esos extraños seres. Xavier, queriendo rescatarla, se abalanzó sobre ellos, pero aquellos hombrecitos le apuntaron con una lanza. Xavier desenvainó la espada y los enanos empezaron a murmurar entre sí, soltando a Martha y apresándolo a él. —Oigan, oigan, ¿qué hicimos? —rebatió Xavier. Un hombre de la estatura de Xavier, con finas barbas negras, salió de entre la multitud y se acercó al muchacho. —¿Dónde conseguisteis esa espada? —cuestionó aquel. —¿Rodrigo? —preguntó Victoria en el instante que miró al señor. Este volteó. —¡Victoria! —aclamó emocionado e inmediatamente corrió a abrazarla—. ¡Cuánto tiempo sin veros! ¡Qué gusto! ¿Qué hacéis en estos bosques con tantos niños? Los muchachos se miraron entre sí, Xavier alzó una ceja intrigado cuando ellos dos se saludaban. —Ya sabéis, el asunto ese de mi familia —contestó Victoria con una sonrisa. Rodrigo volteó a ver a cada uno de los muchachos, incluyendo a Xavier que seguía apresado. —No me digáis que todos son vuestros —rió Rodrigo. —Sólo el muchacho —contestó Victoria. Rodrigo mandó que lo soltaran. —Es igual de bello que vos —dijo. Victoria se sonrojó. —¡Tiene pretendiente! —alborozó Xavier.

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La maldición de Roma. 9. La espada de Robz (Primera parte)

Rodrigo volteó a verlo inquisidoramente. —Decidme dónde encontrasteis esa espada —repitió él severamente. —Me la encontré —gruñó Xavier y señaló los árboles hacia la derecha—. Por allá. —A vuestro hijo le faltan modales —confesó Rodrigo a Victoria—. Se nota que le faltó el padre. —Pues sí, le faltó —Victoria no sabía qué decir. —¿Acaso esta espada tiene algo de especial para vosotros? —inquirió Xavier, molesto por la actitud de su madre. —¿Especial decís? —preguntó desesperado Rodrigo. Xavier asintió con la cabeza—. Esta espada no ha sido levantada por nadie. Se supone que nadie la agarraría, no hasta que... —levantó la cabeza hacia el cielo y agregó como quien habla con Dios— el elegido llegue en su caballo blanco, vistiendo ropas finas, dignas de un príncipe del Oriente. Sólo el elegido podrá levantar la espada para que enfrente y destruya el alma de la bruja más perversa de este planeta, me refiero, por supuesto, a Amelia. —Un momento, ¿cómo sabe lo de Amelia? —preguntó María alterada. Los guardianes apuntaron hacia ella con arco y flecha. Rodrigo hizo una señal de que bajaran las armas, estos así lo hicieron. —Tuve contactos, ¿verdad, Ceres? —respondió él. Victoria asintió. —Veréis, la familia de Rodrigo es una de las solemnes en España. Se relacionó con la nuestra por las cuestiones de la magia. Como uno de sus parientes se casó con un Balzac, a esta familia se le reveló el secreto. —Vaya —suspiró Xavier. —Pero eso no quiere indicar que le deba reclamar a Xavier por haber levantado esa espada —murmuró Adela. Xavier volteó a verla agradecido. —Habrá que ver —espetó Rodrigo, alterándose por ver que los chicos eran demasiado entrometidos. Miró a Iván con ternura al ver que era el único que no había puesto objeciones, después de Martha. —Pues ir a lugar y mostrar que Xavier levantar espada —sugirió Martha. Rodrigo torció la boca. —Un niño malcriado no puede ser el elegido para esa espada —susurró para sí mismo, alterado. 27


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—Hay que admitirlo, Rodrigo —suspiró Victoria—, mi hijo levantó la espada. No siempre lo que se dice de cómo tiene que venir debe ser cierto. —Por supuesto, lo más seguro es que Iker... —susurró un aldeano. —¿Qué Iker qué? —espetó Rodrigo pasmado. —Bueno, es que Iker debía proteger la espada por el asunto ese de su familia, en caso necesario… ¡Él debió haber visto cuando la levantó el chico! —explicó el labriego. —Sí, sí —celebró Xavier con algarabía, tratando aún de soltarse de los lazos que lo ataban. —Bueno y decidme, ¿por qué Iker no está aquí? —interrogó Rodrigo—. ¡Se supone que debió dar aviso! —¿Aviso? —preguntó María contrariada. —Sí. Porque nadie de la aldea la puede levantar… —contestó Rodrigo como quien no quiere la cosa—. Solamente el elegido. —¿Cómo que nadie la había podido levantar? —comenzó por gritar Xavier—. ¡Esto de una profecía es una estupidez! ¡Estaba tirada en el pasto del bosque! ¡No estaba atorada en una maldita piedra para que se predijera semejante tontería! —Xavier, calmaos —suavizó Victoria, pero este seguía alterado. —¡Se agarra de la maldita empuñadura y se levanta del suelo! ¿Acaso es trabajoso hacer eso? —ladró Xavier. Los hombrecitos, aterrados, le acercaron los arcos con las flechas cerca de su pecho. —No podéis hacer afirmaciones estúpidas —masculló Rodrigo—. ¿Sois un hechicero no? ¿Usasteis magia? —¡No usé magia! —escupió Xavier, los aldeanos le apuntaron las flechas hacia la garganta, el chico abrió los ojos de miedo—. Sólo la levanté con mi mano —enseñó la mano donde se había hecho la herida. —¿La levantasteis de la hoja? —ridiculizó Rodrigo. —¡NO! —rugió Xavier desesperado, volteó a ver a los demás, mientras le amarraban las manos—. Oigan, ayudadme. —He tells the truth —sonrió Martha. Los hombrecitos, tomando esa afirmación como negatividad, apretaron el nudo más fuerte. —¡Martha! ¿Cuántas veces os ha dicho María que habléis es-pa-ñol? —suplicó Xavier. —Oh, I’m sorry —se disculpó Martha. Xavier hizo un gesto de desaprobación.

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La maldición de Roma. 9. La espada de Robz (Primera parte)

—¡Un momento!— sugirió Iván después de un tiempo de no haber hablado, Rodrigo negó con la cabeza—. ¿Por qué mejor no lo llevan a donde estaba la espada antes de que llegáramos nosotros y la deja en su lugar y les demuestra cómo la levantó? Así verán como mi primo sí la levantó —terminó con determinación y cruzándose de brazos. —¡Eso mismo digo yo! —replicó Xavier con alegría. Martha bufó. —Yo no lo considero necesario —anunció Rodrigo, Xavier hizo una mueca de alegría—. Pero no celebréis buen mozo, pues he decidido que iremos a dejar la espada al lugar de origen. —¿Y ahí se quedará? —dijo Xavier con dolor. —Por supuesto que no —rió Rodrigo—. Como jefe de la aldea de Robz he decidido que veremos si es que tenéis coraje para obtenerla. Si en realidad sois el elegido. Aunque lo dudo mucho —comentó con sarcasmo al final. —¿Sabe qué? —contradijo Xavier—: Usted es... —Además, ese maldito de Iker —dijo entre dientes Rodrigo—, le voy a decir que su vida... —Hola —dijo una vocecita feliz atrás de él—. ¿Qué ocurre, tío? Todos voltearon a ver a la persona que acababa de llegar: un chico no mayor de trece años que se parecía a Xavier enormemente. A Victoria le recordó cuando el chico era un niño de esa edad. Las chicas que, al igual que Xavier, habían tenido un encuentro con el adolescente anteriormente, se sorprendieron que fuera el sobrino de Rodrigo. —Ah, con que aquí estáis —anunció Rodrigo severamente al muchacho—. ¿No se supone que debíais vigilar la espada y ver al elegido levantarla? —En eso estaba, tío, en eso estaba —bostezó Iker—. Pero me aburrí, me dio hambre y fui a buscar algo de comer. Además, a estas horas regreso a la aldea porque termina mi turno y le toca a mi hermano Negu. ¿Por qué? —terminó con inocencia el niño. —Pues resulta que mientras os fuisteis a caminar por el bosquecito —reprendió Rodrigo—, la espada fue recogida. —¿En serio? —preguntó Iker esperanzado. Agachó la mirada al ver la mirada furiosa que le dirigía su tío—. Oh, cuánto lo siento, tío, en verdad, cuánto lo siento. —Tío, la espada... —comentó un joven de buen ver, de 25 años al parecer. Se calló al ver el arma blanca que colgaba del cinto de Xavier. —Ah. Os presento a mi sobrino Negu —anunció con orgullo Rodrigo al Equipo Balzac—, alguien que sí cumple con su deber —dirigió una mirada de ira a Iker, quien suspiró.

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“Qué alto es”, pensó María al observarlo detenidamente. Era un chico demasiado alto para la región, ya que Xavier, siendo de estatura grande, parecía un muñequito a su lado. Su cabello café, largo y lacio le daba facciones finas a su rostro ovalado. Sus ojos de color gris, al igual que los de Iker, eran grandes y tenía una boca grande de labios rojos y gruesos como si hubieran sido delineados por un excelente pintor. —Hola —sonrió este tímidamente. —Hi —saludó Martha, quien había quedado cautivada con el muchacho. Xavier apretó los dientes con furia. —Como veréis, vuestro hermano causó un gran error —señaló Rodrigo. —Sí, ya veo, tío. Pero, por favor, no lo castigue —suplicó Negu. Iker sonrió esperanzado. —No, por supuesto que no —rió Rodrigo. Los dos hermanos exhalaron de alivio. —¿Entonces me quedo con la espada? —cuestionó Xavier esperanzado, sin dejar de mostrar recelo en sus palabras. —No, ya os dijimos que... —¡Pero ya dije que no se crea esos malditos cuentos! —escupió Xavier, tratando de soltarse de sus captores—. ¡Mi primo dijo que vayamos al lugar de los hechos, se lo muestro, si usted quiere! ¡Pero yo estoy seguro que no levanté la espada con magia! —Nunca había visto a Xavier tan furioso —susurró Adela. —Bueno, algún día lo teníais que ver —contestó María. —Yo creo que debemos hacer lo que él dice —sugirió Iker asustado por los gritos que Xavier daba—. Vamos a la región y que nos muestre como la levantó. —Bien, bien. Con las manos atadas llevaron a Xavier hasta donde se veía claramente la marca de que una espada había estado ahí. Ordenaron al chico que la colocará para explicar cómo había levantado la espada. Su cabello rebelde le golpeaba la cara, por el viento extremo que había. —Bien, yo me acosté al lado de la espada —dijo y se volvió a acostar—, porque estaba cansado y luego, después de varios pleitos con mis compañeros y mi mamá, me tuve que parar —se paró inmediatamente como había sucedido—. Al apoyar mi mano en el suelo, sentí varias piedras —puso su mano donde estaba la espada—. Cuando volteé para ver lo que era —miró hacia la espada— fue cuando la agarré —y terminó como si nada al mismo tiempo que levantaba la espada, como si fuera lo más normal. 30


La maldición de Roma. 9. La espada de Robz (Primera parte)

Entre los ciudadanos manifestaron muestras de sorpresa y admiración. Sin embargo, Rodrigo sonrió con arrogancia, acariciándose la barba negra. —Lo admito, es probable que seáis el elegido. —¿Entonces ya me la llevo? —cuestionó Xavier con arrogancia. —No. Antes tenéis que pasar otra prueba. —¿Prueba? —Así es, Xavier Balzac —comentó Rodrigo—. Con mis sobrinos. —¿Para qué demo…? —Porque así está escrito —terminó Rodrigo sin decir más, luego le sonrió a Victoria—. ¿Gustáis comer en mi casa, Ceres? —Sólo sí me decís en qué consiste la prueba para mi hijo —atajó Victoria. —Por eso me encantáis, Victoria. Tan astuta como siempre —contestó Rodrigo con picardía. Xavier sintió una oleada de celos, no sólo por su madre sino también porque Martha no dejaba de platicar con Negu. Apostaba a que ni siquiera lo había volteado a ver cuándo fue la recreación del encuentro con la espada. —El lunes de la siguiente semana —anunció Rodrigo con potencia para hacerse oír ente los presentes— se hará la prueba que consistirá en una carrera, participando Negu, Iker y el hijo de Victoria... —Me llamo Xavier —dijo éste entre dientes. Rodrigo seguía hablando. —Callad —advirtió María. —Una carrera que se hará por aire, tierra y agua. El viaje comenzará en el pueblo y terminará en el río que se encuentra metros abajo de esta colina —continuaba Rodrigo—. Mientras tanto, la espada se quedará aquí. En los días de la carrera será trasladada al fondo del río, donde será recogida por el primero que llegue. En caso de que mis sobrinos la alcancen primero que el hijo de Victoria, la espada permanecerá en la aldea, guardada en la alcaldía —dirigió a Iker y a Negu una mirada fulminante—. Y más vale que no hagan trampa. Ceres, ¿venís? —sonrió después, dirigiéndose a Victoria— y por supuesto traed a vuestros hijos —agregó, viendo con rencor a Xavier. —Por supuesto —comentó Victoria tímidamente. Luego se dirigió a los niños—: Vamos. —¡Claro! —exclamaron con alegría a coro los chiquillos, con excepción de Xavier, que sólo se cruzó de brazos, torció los labios y volteó los ojos. —¿Ceres? —inquirió Adela extrañada, inmediatamente que caminaron—. ¿Es vuestro segundo nombre? 31


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—No, así me decía Rodrigo cuando tuvimos un romance —anunció Victoria con alegría. Dejó escapar un suspiro—: Porque me encantaba cultivar plantas cuando nos conocimos. —Ah, vaya —resopló Xavier—, es su antiguo “noviecito”. ¿Y por qué no se casó con él? Victoria miró enojada a su hijo. —Porque la familia no lo permitió. Sin embargo —dijo con sinceridad— quedamos como amigos —suspiró. —Es que no lo concibo —decía Xavier entre dientes— siempre, siempre me estuvo interrogando y yo siento que ni me ve con buenos ojos —miró hacia el cielo por un momento para después ver a su madre, quien volvió a tener la palabra. —Mira, hijo, aceptó que podrás llevaros la espada —susurró Victoria tajantemente—. Y a mí consideración... —¡Se va a hacer una prueba, mamá! —espetó Xavier en un arrebato de ira, la que había contenido mientras anunciaban la carrera—. ¡¿Y eso es dármela?! ¡Si no paso, se va a quedar aquí! ¿Entendéis? ¡A mí consideración, eso NO ES DARME LA ESPADA! ¡SI HABLA DE AMELIA, DEBE ENTENDER QUE NOSOTROS SOMOS LOS ÚNICOS ELEGIDOS! —terminó con furia, dándole más énfasis a elegidos. —Muchacho, así no obtendréis nada— dijo Rodrigo trémulamente de espaldas, parándose por un momento en seco—. Consideradlo. Xavier hizo una mueca desagradable, susurrando varias palabras altisonantes. Volteó a ver a Martha para consolarse, pero sólo encontró una excusa más para enojarse: Negu y ella platicaban alegremente. Y lo que era peor: los dos iban abrazados. ***** Al equipo Balzac le sorprendió la extraña ciudad de Robz, construida en medio del bosque y con casas hechas de granito, muy al estilo medieval. Por las calles empedradas y estrechas se podían observar como caminaban los pobladores tan extraños del lugar: chamanes, juglares, tlaloques, brujas, magos y duendes. Siempre era interesante observar en cada esquina varios espectáculos de magia sin censura, donde la gente se arremolinaba para sólo mirar y/o mostrar sus dotes prodigiosas para compararse con otro. —Interesante, ¿no? —sonrió Iker a Adela, quien lo miró con desprecio. El chico no hizo caso de la actitud de la muchacha y continuó: —Robz es exclusivamente una ciudad de magos y criaturas fantásticas. —Sí, ya me di cuenta —comentó Adela apretando los dientes.

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La maldición de Roma. 9. La espada de Robz (Primera parte)

La verdad es que no quería conversar con el doncel, pero él seguía. —Fue fundada en el año de 1627 por Sir Guillermo Tinajeros que venía huyendo de la Santa Inquisición con otros hechiceros, entre ellos mujeres. Al ver la seguridad del bosque, se propusieron fundar un pequeño pueblo para ocultarse y a los magos que también huían de la Inquisición. Claro, ocultándola al público que no puede hacer magia, pero en especial a los que servían a la Iglesia. De hecho, Robz no puede ser cruzada por ningún individuo que no tenga magia. —Ah, qué bien. Entonces yo sí tengo magia escondida —susurró Adela agriamente—. Si no, hubiera sido mandada muy lejos por su extraño escudo. —De hecho —explicó Iker dándose aires de superioridad— los que no practican algún tipo de magia, no ven nada más que un nido de serpientes muy extenso, tanto como lo es la ciudad. Nadie se atreve a cruzarlo. Inteligente, ¿no creéis? —Sí, muy inteligente —contestó entre dientes Adela. —La ciudad ha prosperado. Muchos se han dado cuenta de su protección, es por eso que las criaturas mágicas casi tipo humanos se vienen a vivir aquí —terminó Iker. —Bienvenidos a mi humilde hogar —sonrió Rodrigo, estando frente a una puerta de madera con un grabado de dragones. Los muros de piedra caliza se alzaban imponentes de lado a lado. —¡Ah, por fin! —suspiró Adela con alivio y desesperación a la vez. Ya se había exasperado de la plática aburrida de Iker. —¿Humilde? —inquirió Xavier con ironía. Nadie le contestó. La puerta se abrió con un rechinido. María se preguntó cómo le habían hecho para que no hubiera necesidad de usar llave, sin embargo, rápidamente encontró la respuesta: un muchacho desaliñado con ojos violetas les había hecho el honor de abrirles; al percatarse de eso, se reprimió por ser tan tonta para creer que se había abierto con magia. “Todo lo quiero hacer con magia”, pensó. Entraron por el vasto jardín verde, rodeado de árboles, para llegar a la casona de estructura colonial renacentista. Ahí se hospedaron durante la semana, mientras Xavier entrenaba con su mamá por los rincones de la casa para cada una de las pruebas. *****

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—¡Concéntrate, Xavier! —reprimía Victoria por cuarta vez en la hora. Xavier no sabía si hacerlo. Miles de pensamientos cruzaban por su cabeza, en especial la serie de eventos desafortunados que habían ocurrido en los últimos cuatro días: había decidido que si quería ganar la espada, tenía que aprender a volar en escoba y a respirar bajo el agua. Sin embargo, al salir de los duros entrenamientos de su madre y darse una vuelta por la ciudad o por los jardines de la casa, siempre se encontraba a Martha con Negu. Casi siempre aprovechaba esa oportunidad para disculparse con ella sobre el incidente del primer día, pero ella se alejaba enojada, dejando a Negu y Xavier solos. El primero, cuando ocurrían esas cosas, se rascaba la cabeza y le sonreía a Xavier, después el segundo era interceptado por Adela, quien se burlaba en sus narices alegando que Martha prefería a los altos y no a “caritas” idiotas. Xavier se iba contra ella y la correteaba hasta llegar al estanque rodeado de piedras, detrás de la casa. Ahí venía Iker y defendía a Adela, quien aprovechando que los dos chicos discutían, los aventaba al estanque y se escondía, para ser encontrada solamente a la hora de la cena y eso en la mesa. Sólo María parecía ser la que tenía consideración de él ya que constantemente le preguntaba, cuando Xavier iba de paseo por la ciudad, cómo le iba en el entrenamiento y si sentía algo por Martha, si tenía celos cada que estaba con Negu, qué opinaba de que Rodrigo y Victoria dieran caminatas largas al atardecer solos, si creía que ganaría la carrera, etc. Sin embargo, poco le duraba el gusto de encontrar a alguien que lo escuchará sobre sus problemas, debido a que Iván llegaba llorando por haberse peleado con un niño o por haber hecho retas de magia con adolescentes. Y María, por supuesto, como buena hermana lo consolaba y compraba todo lo que quería el infante, olvidándose por completo que Xavier existía. —¡Xavier! —gritó Victoria más enojada. Xavier dio un giro extraño y cayó al suelo, con la escoba encima de él. —Esto es para especializados —comentó el chico mientras se paraba—. Yo no voy a saber manejar esta cosa en tres días. —Lo único que os falta es concentración —anunció Victoria delicadamente—, por lo menos ya domináis el elevarla. —Eso no es nada —replicó Xavier dolido, cruzándose de brazos. —Hola, Ceres —anunció una voz desde la puerta de la habitación de herramientas, que era donde estaban entrenando Victoria y Xavier—. ¿Aún vuestro hijo no domina la escoba? —Hola, Rodrigo —sonrió Victoria corriendo a atender a éste—. Por supuesto que sí. Mi hijo ganará la carrera, ya lo veréis. Además, lo de respirar bajo el agua ya lo domina tan bien como su habilidad con el carruaje —agregó con orgullo. 34


La maldición de Roma. 9. La espada de Robz (Primera parte)

—Sí, cómo no —rióo apagadamente Xavier, saliéndose de la habitación. —¿Qué le ocurre? —preguntó Rodrigo intrigado. —Es el crecimiento —dijo Victoria aún con alegría, olvidándose de que apenas hacía unos minutos estaba a punto de estallar contra su hijo. Xavier ya no aguantaba la presión de los entrenamientos, en especial con el arte de volar. Pensó inmediatamente, sintiendo escalofríos, que iba a ser lo primero que se calificaría. Fue a sentarse frente al estanque para aventar piedras que se encontraban a sus pies. El sol se ocultaba haciendo que el cielo se pintara de un color rojizo, rodeando a las nubes de un color anaranjado. Vio como Negu y Martha caminaban juntos por el otro lado. No podía más. Tenía que hablar con Martha, pues no entendía el porqué de su actitud con él, tenía que aclarar esas cosas. Se levantó con un suspiro, sintiendo cómo el miedo a ser rechazado de nuevo le invadía el cuerpo. Pero tenía que enfrentarlo. Rodeó la laguna para llegar a ellos. Pronto los vio de frente, teniendo miedo una vez más de la impresionante estatura de Negu. “¿A que le teméis?”, dijo una vocecita en su cabeza. “Este asunto sólo es entre ella y vos”. Tragó saliva y habló trastabillando. —Martha... yo... Martha, al verlo, se dio la vuelta y le indicó a Negu que hiciera lo mismo en inglés. —Martha I need to talk with you —dijo Xavier con precisión—. You must understand... —Mira, la señorita no desea hablar con vos —anunció Negu con ira, imponiendo su metro noventa entre Martha y Xavier—. Así que iros de aquí. —Escuchad, grandote —replicó Xavier sintiéndose estúpido. Lo iba a golpear por haber usado ese vocablo tan ofensivo, sin embargo, siguió hablando, titubeante—: yo no quiero haceros daño. Sólo quiero entender qué le ocurre —miró a Martha por un momento con ternura, Negu emitió un gruñido y avanzó un paso más. A Xavier no le detuvo eso—: El que debería salir huyendo, deberíais ser vos —a Xavier comenzó a temblarle la voz— porque yo... soy un gran hechicero y no sabéis con quién os estáis metiendo. —¿Qué clase de hechicero tan poderoso no sabe volar en una escoba? —rió Negu. —Mira —continuó Xavier sin hacer caso de las palabras de Negu—, este asunto es sólo entre ella y yo. All right? Así que... —Me consta, porque ella ya hubiera cedido. Sin embargo —Negu abrazó a Martha, Xavier apretó los puños para no mostrar sus celos—, yo la cuido y no le hago bromas tan pesadas como vos... comprenderéis. Xavier sintió como un balde de agua fría caía a su cuerpo. No podía haberse dado cuenta a menos que... 35


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Miró a Martha con la boca abierta. —Martha yo... —Vamos —dijo Martha refiriéndose a Negu. —No, no —sollozó Xavier—. Martha, en verdad disculpadme por haber hecho eso. En verdad lo lamento —Martha lo miró con una mirada tan penetrante, mostrando unos extraños ojos rojos (“¿Rojos?, ¿qué no eran verdes?”, pensó Xavier) que lo asustaron—. Supongo que no —susurró Xavier con tristeza, luego levantó la voz con melancolía—. ¿Qué puedo hacer para que me perdonéis? Martha tomó eso como un insulto. —Nada —dijo con ira. —No me digáis eso —chillaba Xavier cada vez más desesperado—. Yo en verdad —tomó las manos de Martha— en verdad... —agarró aire y dijo de golpe—: Siento algo muy especial por vos, os quiero más que a mi vida —luego agregó con tono poético—: sois la luz de la mañana que me despierta cada noche, en la amargura de las torturas que me ocurren día a día en compañía de Adela, os amo desde la primera vez que os encontré y desde ese día no dejo de pensar en vos, sois para mí la más hermosa de las rosas y… —¡Calla! ¿Quieres? —interrumpió Martha divertida, harta de la mala poesía del chico. —Martha, I love you —contestó con tono enamoradizo Xavier—. Y por eso ganaré la carrera para dárosla —Negu carraspeó celosamente. Xavier no le hizo caso, siguió hablando soñadoramente—. La ganaré para vos, será vuestro regalo de cumpleaños por adelantado. —Sí, claro, ya soñáis —ridiculizó Negu con sarcasmo. —Hacer lo que quieras —dijo Martha secamente—. Negu, vámonos. Y acto seguido se dio media vuelta, junto con Negu. Xavier se quedó petrificado mientras los veía alejarse, sintiéndose como un estúpido, ahí parado. Acababa de revelar sus sentimientos de una forma tan inverosímil, no acorde con su persona, para que Martha le diera por su lado. —Pudo ser peor —dijo una voz atrás de él, que se le hizo conocida. Xavier volteó intrigado, ¿quién hubiera tenido poco tacto para espiarlos? Seguramente era Adela para burlarse de él una vez más. —Ah, hola María —dijo sin ánimos y volvió a darle la espalda. María, enojada, caminó para quedar cara a cara con él. —Vamos, por lo menos no os dijo “No” —comentó María tratando de ser amable. —¿De verdad deseáis que yo me casé con ella? —inquirió Xavier atónito.

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La maldición de Roma. 9. La espada de Robz (Primera parte)

—No, la verdad no —contestó con sinceridad María. —Ya lo sabía —dijo Xavier, ladeando la cabeza. —Pero no aguanto veros así —dijo María lastimeramente al final. —A vos nunca os ha agradado Martha —anunció Xavier lacónicamente. —Eso es verdad, pero... hay cosas que uno no puede cambiar —dijo María sabiamente— y la atracción que sentís por Martha es una de esas. —Pues... —Xavier no sabía que decir. —Mirad. Sé que deseáis la espada para dársela a Martha —anunció María tratando de alentar a su primo—. Pero bueno —suspiró—, según lo que he leído, la espada os pertenece por ley. —Ay, María ni digáis tonterías —recriminó Xavier cruzándose de brazos. —Vos querréis la espada, ¿no? —preguntó María tajantemente. —Sí —contestó Xavier ilusionado. —Cueste lo que cueste. —Sí. —Incluso si se debe hacer trampa para ello, ¿no? —sonrió con maldad María. —¿Qué? —Xavier casi se caía de la impresión que las palabras de María habían hecho—. No, María, sabéis que Rodrigo... —Rodrigo no se enterará —dijo María con perspicacia. —Pero siempre anda con mi mamá —dijo preocupado Xavier— como tortolitos —expresó entre dientes al final. —¿Veis? Mientras ande con vuestra mamá, no se enterará. —¿Qué pretendéis? —cuestionó Xavier. —Sois malo con la escoba, ¿no? —siguió María. —Sí, sí —decía Xavier cada vez más desesperado—. Pero, ¿qué pretendéis? —Podríais usar la teletransportación. —Pero yo no sé hacer eso —dijo Xavier asustado. —Pues yo sí —comentó María alegremente— y os voy a enseñar. Así que los últimos tres días, el entrenamiento de Xavier se multiplicó. Por un momento creyó que todo sería interesante al empezar a usar la teletransportación, sin embargo, los entrenamientos de María eran tan rigurosos como los de Victoria. María, por lo general, siempre lo ponía a visualizar lugares cercanos que le agradaran. Pero a Xavier cada día le agobiaba la presencia

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de Negu y Martha juntos, así que no era fácil concentrarse, llegando a lugares indeseables como la vez que se encontró a Adela bañándose en el estanque. Por cinco horas Adela estuvo murmurando adondequiera que iba: “Algún día, cuando esté dormido, voy a clavarle una saeta contraarmadura a Xavier, lo haré cachitos y me comeré su carne en una olla hervida, para que no vuelva a molestarme”. Pese a ello, el sueño la embargó y al otro día ya no se acordó de lo que había dicho. La noche anterior a la carrera, Xavier se despertó sobresaltado. Rodrigo había anunciado que se realizaría cada etapa en un día, darían un descanso al mediodía de dos horas para volver a la carrera, al finalizar la etapa, que sería al atardecer, acamparían los participantes y al amanecer del otro día se realizaría la siguiente prueba. El miedo que le causaba no era tanto porque presentía que tanto Negu como Iker harían cualquier cosa para ganarle, incluso matarlo en el campamento fingiendo que había sido un accidente, sino porque aún no dominaba la técnica del vuelo, aunque la teletransportación ya había superado las expectativas de María. Cuando Xavier estuvo a punto de salir de la habitación, María lo detuvo. —¿Qué hacéis? —preguntó en un susurro. —No puedo, María. Esa espada se quedará aquí para siempre y toda mi vida me quedaré con las ganas de una —dijo Xavier apesumbrado—. Martha nunca me hablará y yo... —Habéis hecho bien el truco de la teletransportación, ¿no? —sonrió María—. Lo único que debéis hacer mañana es elevar tantito la escoba, avanzar un poquito y desapareceros sin que nadie os vea, por supuesto. Además si os ganan los sobrinos de Rodrigo, pronto les haré entender a esa familia de malditos... —María, no digas esas cosas —interrumpió Xavier alarmado. —Perdón —se disculpó María y siguió hablando apretando los dientes—. Les voy a hacer entender que vos sois el elegido. —¿Y cómo le vais a hacer? —preguntó Xavier mordazmente. —Con esto —María sacó un cuaderno de pergaminos. Xavier lo reconoció: era el que habían sacado de Guanajuato. La muchacha lo hojeó hasta encontrar un dibujo sobre una espada, igual a la de Robz—, porque estas son las profecías de Armando Balzac y ellos deben aceptar la realidad. Incluso hasta menciona vuestro nombre —María leyó—: “Xavier Balzac ganará la carrera a base de la teletransportación, sin embargo, la carrera será en vano porque la espada ya lo había elegido como su legítimo dueño desde que la encontró tirada en el bosque”. —¡Patrañas! —exclamó Xavier atónito.

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La maldición de Roma. 9. La espada de Robz (Primera parte)

—No, no lo son. Así que haced vuestro mejor esfuerzo. Yo me encargaré de hacerlos entender si no sucede lo que Armando dijo —María se dio la vuelta, pero Xavier nuevamente la interceptó. —María, una curiosidad muy extraña. ¿Cuántas profecías son en total? —No lo sé —suspiró María—, pues habla de cada uno de los elegidos, me imagino que deben ser más de 1500. —Está bien, ¿no las habéis leído todas aún? —No. Sólo lo que es de nosotros —dijo María susurrante. Xavier suspiró. —Bueno, gracias por la plática. —De nada —anunció María—, para eso estamos los primos, ¿no? ***** El pueblo se puso de fiesta el día de la carrera. Se veían banderitas de todo tipo adornando las calles de la ciudad, se vendían imágenes de los participantes en actos heroicos, salvo por Xavier, que lo mostraban cayéndose de la escoba y aterrizando en un charco de fango. —Qué insulto —decía Xavier enojado cada que se topaban con una. —No es más que la verdad —expresó Adela sonriente. —Maldita —le dijo entre dientes Xavier. —Los que maldicen lo son más —recordó Adela. —Mire, tía, espaditas de juguete —comentó Iván con alegría al encontrarse con una vendedora—. ¿Me compra una? —No, Iván, no hay tiempo. —Pero... —No, Iván. Vamos a llegar tarde al lugar. Iván comenzó a llorar, quería una. De verdad quería una. María le tomó de la mano con una sonrisa. —Toma y compradla rápido para que nuestra tía no se entere, escondedla muy bien, ¿de acuerdo? —le susurró. Iván se soltó de su hermana para asegurarse que tenía cinco monedas de plata. Se fue dando brinquitos. Xavier se estaba poniendo más nervioso. Escuchaba las caras apuestas que hacían los habitantes sobre los participantes, omitiendo a Xavier. “Es obvio que no creen que merezca el

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título, pero en algo coincidimos María y yo: si la leyenda del elegido de la espada habla sobre Amelia, es obvio que se refiere a uno de nosotros y dado que soy el único que no tiene arma como los demás, creo que yo soy el elegido”. Llegaron a una ladera, cubierta de pasto. Al ver la pancarta que decía Salida, pronto se percataron que ahí sería la carrera. Varias personas ya se encontraban platicando alegremente a cada lado de la pendiente, observando los instrumentos de la primera carrera, algo en lo que Xavier no dominaba: escobas. Las tres escobas estaban acomodadas en el suelo, su mango era de caoba donde con letras doradas se marcaba el nombre de cada uno de los competidores, sus pajitas estaba tan bien alineadas que parecía que la escoba era solo una vara. Negu e Iker ya estaban ahí, a un lado de su escoba, esperando el momento preciso. Martha le sonrió a Negu para gritarle después “Good luck!”. Él hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza, haciendo que Xavier se encelará y caminará demasiado rápido, apretando la mandíbula, hacia su lugar, en medio de los dos hermanos, tomó la escoba y se montó en ella murmurando varias maldiciones. —Oye, oye, relajaos —le sonrió Negu tiernamente, Xavier volteó a verlo con ojos que echaban chispas—. La verdad es que no os queda bien eso de apretar los dientes. Perdéis atractivo —miró a su hermano, para reírse después. —¿Eh? —Xavier no entendió las últimas palabras de Negu, abriendo los ojos a semejantes platos, recordando un suceso de su niñez. El frío le recorrió la espalda. —Se hace la carrera por la espada de Robz... —decía un señor gordo y calvo con voz de tenor que estaba subido a una tarima—. Debido a las sugerencias de... —Puras mentiras —susurró María al escuchar la falsa historia. —María, callad —susurró Adela preocupada—. Si cuestionamos sus ideas, nos van a linchar. —Pero os apuesto que este hombre ni siquiera estaba ahí hace una semana —replicó María molesta. —Pues no, pero no... —siguió susurrando Adela, sin embargo, paró de hablar cuando María fue hacia Xavier— y tenía que preocuparse por su primo —comentó enojada. —Y en sus marcas... —se oyó que decía el comentarista que había dado el falso testimonio. —María, ¿qué hacéis aquí? —inquirió Xavier al ver a su prima, nervioso. —Listos... —Sólo a deciros que no os pongáis nervioso.

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La maldición de Roma. 9. La espada de Robz (Primera parte)

—Pues lo estoy. —¡Fuera! —se escuchó un disparo y, antes de que Xavier se diera cuenta de lo que había pasado, Negu e Iker se adelantaron. —Ya sabéis lo que tenéis que hacer —sonrió María guiñándole un ojo. Xavier suspiró, mientras María se alejaba. —¿Qué va a hacer? —interrogó Iván. —Es un secreto —susurró María. Mientras tanto, ahí en la zona neutral, Xavier de verdad quería alzarse, mas sus pensamientos lo bloqueaban por lo que le había dicho Negu con una voz tan rara, igual al del hombre de aquella noche de invierno cuando contaba con seis años... Escuchó risas y eso lo despertó de su trance. Escuchó las porras del Equipo Balzac, de cada una de las personas, de todas, incluyendo a Adela que gritaba con desesperación: “¡Moved ese trasero, maldita sea!”. La única que no gritaba era Martha y eso lo sospechó desde un principio porque no se escuchaba su acento inglés entre la multitud. Volteó con ojos chillones a ver lo que hacía Martha. Ella estaba seria sin decir nada, sin embargo, al ver la expresión de Xavier no pudo evitar soltar una carcajada. El chico se sintió verdaderamente mal. Estaba seguro que Martha no creía que ganara la carrera para entregarle la espada a ella, la doncella que amaba. Se pasó las manos por el cabello, desesperado, sin saber qué hacer. ***** —Parece que vuestro hijo tiene problemas, Victoria —sonrió con maldad Rodrigo, pero en especial con triunfo, saboreando cada una de sus palabras. —Se las arreglará —comentó arrogantemente Victoria—. Además, ¿qué pasó con Ceres? Rodrigo sólo se limitó a sonreír con malevolencia. ***** Xavier estaba al borde de la locura, no entendía qué debía hacer. No podía usar la teletransportación en medio de la turba que lo estaba viendo y mucho menos enfrente de Martha. Le había prometido a María que la técnica sería un secreto y no podía fallarle. “¿Qué hago?”, pensó con tanta desesperación que pateó el suelo, elevándose por los aires. —Ah. Así que así se mueve una escoba —pensó en voz alta. Inmediatamente recordó que hacía más de cinco minutos habían dado la orden de salida y seguramente Negu e Iker ya estaban en el primer campamento de descanso. Se movió con rapidez, tratando de no dar giros raros o cosas anormales que delataran su mal desempeño en la escoba.

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Unos pocos segundos después de descubrir que ya no estaba ante miradas acosadoras, cuando estaba ya a 100 metros de altura, con el viento azotándole la cara y moviendo con delicadeza su cabello negro y rebelde, cerró los ojos recordando las palabras de María: “Eres malo con la escoba, ¿no? Pues usa la teletransportación, yo os la enseñaré”. Ahora era el momento de aplicar lo aprendido con su prima: puso los dedos índice y medio en la frente, tratando de encontrar los pensamientos de Negu e Iker, algo esencial para realizarla si querían encontrar personas. Escuchó los de Negu, en su cabeza, muy claros, que hablaban sobre él y sobre Martha. No le importó, sólo quería llegar con ellos y rebasarlos si así fuera posible. Susurró: — Teletransportación... a cien metros de donde se encuentra Negu. ***** María rezaba con todas sus fuerzas para que Xavier ya hubiera realizado la maniobra. Dado que no podían ver desde el suelo lo que se realizaba arriba, debido a lo tupido del bosque, decidieron caminar para llegar a la primera parada antes que los competidores y así vislumbrar quién era el primero en arribar a la primera meta. Caminar era sólo una metáfora que María usaba debido a la forma en cómo se transportaban: por encima de un extraño animal parecido a los conejos, sólo que 100 veces su tamaño y estos no tenían las orejas tan grandes como los roedores. Los animales corrían y saltaban igual que un conejo, pero 1000 veces más veloz. En un mismo animal de esos podían ir 6 personas montados en el lomo. Rodrigo, al hablarles de los seres para dar con el lugar, los llamó diazis. María, quien estaba detrás de Victoria, aferrándose con fuerza porque sentía que se iba a caer, miró hacia el cielo por un fugaz instante, antes de que dos sombras pasaran rozándole el hombro, haciendo que el animal, espantado, brincará más alto y corriera con más fuerza. —¡Que pare! ¡Que pare! —chillaba Iván, aferrado atrás de María. —¿Dónde está Xavier? —inquirió Adela preocupada, buscando por todas partes. Ella estaba atrás de Iván, sosteniéndolo con fuerza porque sentía que el niño se iba a caer. —Creí que llevarte tan mal con Xavier —dijo una voz aburrida detrás de ella. —Martha, en cuestiones como éstas, es mejor que apoyemos a alguien del equipo —contestó delicadamente Adela sin voltear—, me lleve bien con él o no. Una sombra pasó de repente, rebasando de la nada a Negu y dando unas extrañas volteretas. Al Equipo Balzac, con excepción de María, claro, se le hizo extraño que Xavier los hubiera alcanzado tan rápido.

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La maldición de Roma. 9. La espada de Robz (Primera parte)

—En verdad, es un milagro —susurró Rodrigo, quien manejaba el diazi, al ver como Xavier aceleraba describiendo pequeños círculos en su avance. —Yo creí a Xavier muy malo en eso de la escoba —anunció Iván inquieto, al contemplar cómo su primo daba un giro sobrenatural para rebasar a Iker, el primero en fila. —Y lo es —anunció nerviosa Adela, al señalar un árbol. Xavier seguía dando vueltas peligrosas, consideradas excelentes piruetas por los que contemplaban la escena, hasta chocar con el árbol señalado por Adela hacía unos instantes. —El primer campamento —dijo Rodrigo sorprendido—. Llegó al primer campamento con una exactitud incomprensible. —¿Exactitud? —dijo Victoria sorprendida. —Querida —sonrió Rodrigo volteándola a ver con ternura—, detrás de ese árbol se encuentra una puerta a la dimensión de la tierra. —¿Tierra? —inquirió Victoria sin comprender. —Así es —sonrió Rodrigo—, la prueba de mañana se realizará en ese mundo. Vaya que vuestro hijo tiene talentos, grandes talentos. Muy buen rival para Amelia. ***** Xavier sentía que la cabeza le daba vueltas. Y como no, si había girado como loco tratando de equilibrar la escoba, rebasando a Iker. Eso le reconfortaba. Era el primero, por el momento. Lo único que tenía que hacer era recoger la escoba para volver al vuelo. Se levantó con un fuerte dolor en el frontal pero no le hizo caso lo que importaba era mantener su posición. Se apoyó en el tronco para sostenerse en lo que se levantaba cuando vio la escoba a sus pies, hecha trizas. —¡Oh no!— gimió, meciéndose peligrosamente de atrás hacia delante para recoger el trozo donde estaba su nombre—. ¿Y ahora qué hago? ¿Cómo carajos voy a avanzar sin mi instrumento? En eso estaba pensando cuando sintió que detrás de él no había nada, cayendo a un extraño hoyo. Al mirar a su alrededor, se percató que no era el mismo bosque en el que estaba hacía unos instantes. Se encontraba en un lugar lleno de pura roca y arenas. —¡Esto es un desierto! —gritó desesperado—. ¡Estoy perdido! Volteó hacia todos lados en busca de una señal. Vio un agujero enfrente de él, muy extraño, como la entrada a una dimensión muy lejana. Discernió muy bien lo que estaba al otro lado, encontrando para su sorpresa que se trataba del bosque en el que unos momentos antes había roto su escoba. En varios extraños animales, parecidos a un conejo, iban montados los pobladores. Parecían acercarse y por el tamaño de los diazis, que Xavier identificó de momento porque su

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madre una vez le había hablado de él cuando iban en el barco hacia Nueva España, intuyó el peligro. Corrió desesperado entre las arenas del desierto a un refugio seguro. Pronto lo encontró. A lo lejos, se veía un campamento parecido a las tiendas de campaña en guerra o a las construidas por los gitanos errantes. Contempló que arriba, con letras plateadas y flotantes, decía: “Primera meta”. Al ver el letrero, su corazón comenzó a palpitarle con fuerza y embargándose de la emoción corrió hacia el campamento. ¡Era el primero! ¡Lo había demostrado! Claro, eso no había sido posible sin la ayuda de María. Se lo tenía que agradecer una vez que llegara. Mientras tanto, siguió corriendo. Al llegar a las puertas tan sutiles de tela, sintió el aire por encima de su cabeza. Al poco rato volteó para encontrarse con que los dos hermanos acababan de aterrizar atrás de él. —Vaya, sois muy astuto —sonrió Iker—. Era imposible que nos alcanzarais con la desventaja de que avanzasteis cinco minutos después que nosotros. ¿Cuál es vuestro secreto? —Y hasta creéis que os lo voy a decir —comentó Xavier ácidamente, metiéndose al campamento caminando con arrogancia. —Vamos, no os enojéis por las bromas de mi hermano —tranquilizó Negu, poniéndole una mano en el hombro—. Habéis ganado justamente esta primera carrera. —Sí, por supuesto —contestó con altanería Xavier, quitando la mano de Negu de su hombro. Caminó más rápido hacia el centro en esa habitación oscura, iluminada sólo por antorchas en cada esquina. Al final, en el centro, estaba una sombra esperándolos—. Éste constatará mi llegada —dijo entre dientes, sin esperar que era una trampa. 

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no se conocen. Al verse imaginan mil cosas una de la otra, los encuentros que podrĂ­an

ocurrir entre ellas [‌] Pero nadie saluda a nadie, las miradas

las miradas se cruzan un segundo y despuĂŠs huyen, buscan otras miradas, no se detienen. En Cloe, gran ciudad, las personas que pasan por la calles


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