

LA CRÓN ICA



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Por Pablo B. De la Rosa
El cine, ese séptimo arte nacido del ingenio de los hermanos Lumière en 1895, no solo revolucionó la manera de contar historias, sino que transformó para siempre la vida social y el paisaje urbano.
Lo que comenzó como curiosidad tecnológica esas primeras proyecciones en París pronto se convirtió en un fenómeno global que mezclaba innovación, cultura y espectáculo.
Y México, siempre atento al ritmo del mundo, no tardó en abrazar esta magia: para 1896, apenas un año después de su invención, el cine ya se proyectaba en la capital gracias a empresarios como Claude Ferdinand Bon Bernard.

Pero el cine no solo llegó a México como un arte nuevo; lo hizo también como una experiencia arquitectónica. Lugares como el Salón Rojo (1898), el Teatro Principal o el exótico Palacio Chino (1920) dejaron de ser simples recintos para convertirse en auténticos íconos urbanos.

Estos espacios algunos modestos, otros verdaderos palacios no solo albergaban películas, sino que reflejaban la modernidad de una época. Eran puntos de encuentro donde el arte, la tecnología y la vida cotidiana se fundían.
El cine Lido contó con una capacidad para 1,310 espectadores y el costo del boleto fue de 2 pesos

Con el tiempo, el cine mexicano encontró su propia voz. Pioneros como Salvador Toscano capturaron los rostros y las calles del país, mientras que décadas después, durante la Época de Oro, figuras como Dolores del Río, Pedro Infante y Emilio “El Indio” Fernández llevarían ese arte a su máxima expresión.
Pero más allá de las pantallas, los cines se convirtieron en testigos de la historia: en sus butacas se forjaron identidades, se vivieron amores y revoluciones, y se construyó, a oscuras y entre butacas, la memoria colectiva de todo un país.
Hoy, aquellos majestuosos Movie Palaces son parte de nuestro patrimonio, recordándonos que el cine no es solo lo que vemos, sino también el lugar donde lo vivimos.
El mítico cine se inauguró en marzo de 1940, exterior del cine “Palacio Chino”
Los cines Piojitos: el cine que se hizo pueblo
En el corazón de los barrios populares de la capital mexicana, entre el bullicio de los mercados y el trajín diario de las vecindades, surgió a principios del siglo XX una forma singular de disfrutar el cine. Eran los llamados cines Piojitos, espacios improvisados donde, por unos cuantos centavos, las familias humildes podían acceder al entonces novedoso espectáculo del cinematógrafo.

A diferencia de los elegantes cines de primera clase que comenzaban a proliferar en el centro de la ciudad, estos locales rudimentarios se adaptaban en patios, corralones y hasta en cuartos de azotea, convirtiéndose en verdaderos centros de convivencia comunitaria.
El origen de estos espacios de exhibición se remonta a las décadas de 1920 y 1930, cuando el cine dejó de ser una curiosidad tecnológica para convertirse en un medio de entretenimiento masivo. Sin embargo, para las clases trabajadoras que habitaban en barrios como Tepito, La Merced, Peralvillo o Contreras, el precio de un boleto en los cines establecidos resultaba demasiado caro.
Fue así como surgió la ingeniosa solución de los cines Piojitos, llamado obraban general por las modest

Este cine es legendario pues se cuenta que allí surgió la porra de la UNAM
Lo que hacía especiales a estos cines era precisamente su carácter efímero y adaptativo. En el patio de una vecindad, tras colgar una sábana blanca que hacía las veces de pantalla y disponer algunos bancos de madera o incluso cajones de fruta como asientos, quedaba lista la sala.
El proyector solía ser un aparato antiguo, muchas veces accionado manualmente, que pasaba películas ya descartadas por los cines comerciales. La imagen podía estar borrosa, el sonido cuando lo había era irregular, pero esto no disminuía el entusiasmo del público.
“EL PROYECTOR ERA MÁS QUE UNA
MÁQUINA: ERA UN PORTAL A OTRAS ÉPOCAS. CON IMÁGENES BORROSAS Y SONIDOS INTERMITENTES, TRANSFORMABA PELÍCULAS OLVIDADAS EN TESOROS COMPARTIDOS”.

El Salón Rojo, el primer cine de la Ciudad de México, se encontraba en la esquina de las calles Bolívar y Madero, en el Centro Histórico
Propaganda del cine Chapultepec, este complejo contaba con 2,390 butacas

Algunos de estos cines adquirieron cierta fama en sus barrios. En Tepito, por ejemplo, funcionaba el conocido Cine del Salado, mientras que en La Merced existía el Cine de la Candelaria.
Otros llevaban nombres más pintorescos, como El Cine de la Amargura en la colonia Doctores apodo que, según los cronistas urbanos, hacía referencia tanto a la mala calidad de las proyecciones como al carácter de su dueño o el Cine Progreso en Contreras, cuyo nombre reflejaba el espíritu de modernidad y desarrollo que se buscaba impulsar en la zona.
La magia de lo precario
La programación de los cines Piojito era tan singular como los espacios que las albergaban. Al no tener acceso a estrenos, estos locales exhibían cintas que ya habían pasado por los circuitos comerciales, muchas veces en condiciones precarias: películas mudas cuando el sonoro ya dominaba las pantallas, rollos incompletos o mezclados, copias tan gastadas que apenas se distinguían las imágenes.
El repertorio incluía desde viejas cintas de Chaplin o las primeras producciones mexicanas de la época revolucionaria, hasta melodramas y noticiarios obsoletos.


En algunos casos, la falta de sonido se suplía con la imaginación: el dueño del cine o algún asistente con dotes narrativas explicaba los diálogos, mientras un viejo gramófono aportaba la música ambiental.
Esta interacción entre pantalla y público creaba una experiencia única, muy distante de la solemnidad de los cines tradicionales. Los niños se agolpaban en las primeras filas, los adultos comentaban en voz alta las escenas y todos compartían la emoción de ver imágenes en movimiento, aunque fueran las mismas películas una y otra vez.
George D Wright en México Motion Picture Magazine, octubre de 1918
Eran salas humildes, llenas de butacas gastadas y un ambiente festivo, muy distintos a los cines elegantes de la alta sociedad. Aquí no importaba si la película ya llevaba meses estrenada: lo valioso era la experiencia.
Familias enteras llegaban con sus tortas, niños descalzos correteaban por los pasillos y vendedores ambulantes ofrecían cacahuates y refrescos. (Las palomitas de maíz, curiosamente, aún no eran la tradición que hoy conocemos; su popularización llegaría décadas después con la influencia del cine estadounidense).

El origen de un nombre legendario
El término Piojito tiene varias teorías. La más popular dice que, por el hacinamiento, algunos espectadores salían con “visitantes no deseados” en la cabeza. Pero también viene del lenguaje popular: según el Diccionario de Mexicanismos de Francisco J. Santamaría, piojera era la ropa de los pobres, llena de piojos.
La Academia Mexicana de la Lengua añade que piojo podía referirse a algo de mala calidad o, en el caso de un piojo resucitado , a alguien humilde que lograba mejorar su posición social. Así, estos cines eran el reflejo de un México marginado, pero lleno de vida.

Fotografía donde se observa el cine Contreras hoy Victor Manuel Mendoza
Uno de los más famosos fue el Cine Progreso , que, como ya mencionamos, buscaba fomentar el desarrollo en la zona de Contreras. A lo largo de los años, tuvo varios nombres, incluso llegó a adoptar el de la alcaldía. En 1947, el actor Víctor Manuel Mendoza lo adquirió y lo rebautizó con su propio nombre.
Sin embargo, los vecinos siguieron llamándolo Piojito , apropiándose del término despectivo y transformándolo en un apodo cariñoso. Para ellos, este cine era un tesoro que guardaba los recuerdos de su infancia, cuando la magia del cine era parte de su vida cotidiana.

Fachada de El Piojito, antes cine Victor Manuel Mendoza, erigido en 1940
El ocaso de una era
Con los años, estos cines pasaron de mostrar películas de luchadores como El Santo en los 60, a cintas de ficheras en los 70 y narcos en los 80. Pero para los 90, casi todos habían desaparecido, reemplazados por multicines o cadenas comerciales, y el auge del VHS terminó por sepultar su existencia.
Hoy, los cines Piojito son parte de la nostalgia mexicana. Aunque ya no existan, su espíritu sigue vivo en quienes recuerdan esas tardes de “permanencia voluntaria”, cuando el cine no era solo ver una película, sino vivir una aventura compartida. En ellos, el séptimo arte no era un lujo, sino un derecho popular, una prueba más de que el cine, en todas sus formas, es capaz de unir a una comunidad bajo el mismo hechizo luminoso.
"LOS CINES PIOJITO FUERON TEMPLOS DE LA IMAGINACIÓN DONDE LAS PELÍCULAS NO SOLO
SE VEÍAN, SE VIVÍAN: ENTRE BUTACAS
GASTADAS Y RISAS COMPARTIDAS, CONVIRTIERON EL CINE EN UNA AVENTURA
COLECTIVA QUE HOY SIGUE VIVA EN LA MEMORIA DE QUIENES CRECIERON BAJO SU HECHIZO."




