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La asimetría de derechos territoriales en el ordenamiento colombiano

afrodescendiente y campesina. Dichos conflictos no entrañan necesariamente cosmovisiones que choquen en términos integrales; por el contrario, en muchos casos, están enraizados en marcos compartidos, a pesar de que sus actores se encuentren enfrentados (Benavides, 2020). En efecto, los estudios sobre estas tensiones a nivel nacional coinciden en que aquellas son alimentadas por tres elementos comunes: i) el acceso restringido a las tierras y los territorios por parte de estos pueblos y comunidades; ii) las desigualdades estructurales; y iii) el modelo territorial adoptado por la Constitución Política de 1991(Duarte, 2015a, 2015b; Duarte, Duque y Espinosa, 2014; La Rota-Aguilera et al., 2015; Valencia y Nieto, 2019).

En este capítulo, nos acercamos a este tipo de conflictos entre los sujetos subalternos de la ruralidad, esto es, campesinos, afrocolombianos e indígenas. Nuestro propósito es caracterizar las tensiones que han surgido entre estos actores debido a la superposición de sus territorios y la asimetría de sus derechos en el ordenamiento colombiano. Para ello, esquematizamos la regulación de los derechos territoriales de estos sujetos y los desbalances jurídicos que de allí derivan; caracterizamos algunos rasgos generales de tales conflictos; presentamos las respuestas a esos conflictos por parte de la jurisprudencia constitucional; y exploramos algunas ideas para un trámite más apropiado y democrático de esas tensiones desde el derecho vigente.

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La asimetría de derechos territoriales en el ordenamiento colombiano

Como lo expusimos en los dos primeros capítulos, el giro multicultural abrió los sistemas jurídicos occidentales para superar el colonialismo legal, que históricamente había negado los derechos y las formas de gobierno de los pueblos indígenas (Barabas, 2014; Bonilla Maldonado, 2006; Castillo Gómez, 2005). Con fundamento en ese paradigma, los ordenamientos jurídicos nacionales reconocieron explícitamente diversos grados de autonomía de los sujetos étnicos, así como un catálogo de derechos específicos como una forma de reparación histórica por las injusticias sufridas durante el descubrimiento/invasión española.

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Rápidamente, esas garantías jurídicas fueron extendidas a las comunidades afrodescendientes, quienes tampoco eran visibilizadas por los sistemas jurídicos, a pesar de las injusticias que habían sufrido con la esclavitud. Sin embargo, ese reconocimiento étnico –con fuerte acento en la identidad indígena– ocasionó desigualdades y asimetrías en el reconocimiento de las comunidades afrodescendientes y campesinas (Friedemann, 1991; Hernández Castaño, 2015). Con base en un entendimiento monolítico de las identidades, el constitucionalismo multicultural –o, al menos, algunas de sus versiones más restrictivas– ha encasillado las diferencias étnicas y culturales en categorías rígidas, que descartan cualquier entrecruce entre estas en una misma persona o pueblo. En clave jurídica, ese reconocimiento inflexible y separado frente a cada sujeto ha conllevado que la protección y garantía de los derechos se traduzca en decisiones de todo o nada cuando estos entran en colisión con los derechos de otros sujetos subalternos.

Como lo expusimos en el capítulo tercero, esa asimetría de derechos quedó plasmada en la Constitución de 1991 en el tratamiento diferenciado de los sujetos subalternos de la ruralidad. Sin embargo, ello no es una fatalidad, por cuanto la Constitución es globalmente igualitaria y transformadora. De ahí que parece constitucionalmente adecuada una interpretación que radicalice las diferencias entre esos sujetos, las intensifique y obstaculice una cooperación democrática entre ellos.

Entre los sujetos subalternos de la ruralidad, los pueblos indígenas fueron los únicos que obtuvieron una protección explícita de sus derechos en el texto constitucional. En particular, los territorios indígenas adquirieron el carácter de entidades territoriales, lo que implica la autonomía de este sujeto para gobernarse por autoridades propias, administrar recursos, establecer los tributos necesarios para el cumplimiento de sus funciones y participar en las rentas de la nación (arts. 286, 329 y 330 de la Constitución).

En menor medida, las comunidades afrodescendientes quedaron recogidas en el artículo 55 transitorio, que ordenó el desarrollo legislativo posterior de los derechos de “las comunidades negras que han venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos de la Cuenca del Pacífico”.

En los márgenes, el campesinado quedó mencionado en la Constitución de 1991 con el mandato de acceso progresivo a la propiedad rural (art. 64).

Con ese nuevo marco constitucional, los derechos territoriales de estos tres sujetos fueron regulados con acentos distintos en la legislación posterior.3 En el caso de los indígenas, los resguardos adquirieron mayores garantías jurídicas frente al sistema normativo anterior, dado que se convirtieron en propiedad colectiva, inalienable, imprescriptible e inembargable, y quedaron amparados por el fuero indígena y su sistema normativo propio (Tostón, 2020). Al lado de los resguardos, el ordenamiento jurídico protegió las “áreas poseídas en forma regular y permanente por una comunidad, parcialidad o grupos indígenas y aquellas que, aunque no se encuentren poseídas en esa forma, constituyen el ámbito tradicional de sus actividades sociales, económicas y culturales” (Tostón, 2020, p. 97).

Esta protección se traduce, según la jurisprudencia constitucional, en los derechos a i) “la constitución de resguardos en territorios que las comunidades indígenas han ocupado tradicionalmente”; ii) “la protección de las áreas sagradas o de especial importancia ritual y cultural, incluso si están ubicadas fuera de los resguardos”; iii) “disponer y administrar sus territorios”; iv) “participar en la utilización, explotación y conservación de los recursos naturales renovables existentes en el territorio”; v) “la protección de las áreas de importancia ecológica”; y vi) “ejercer la autodeterminación y autogobierno” (Sentencia T-387, 2013).

Por su parte, los derechos territoriales de las comunidades afrodescendientes tuvieron protección legal por primera vez en la historia del país. La Ley 70 de 1993 reconoció el derecho a la propiedad colectiva de las comunidades negras de las zonas rurales que estas venían ocupando de acuerdo con sus prácticas tradicionales de subsistencia (art. 1). Además, la norma creó la figura del consejo comunitario que, entre otras funciones, se encarga de “velar por la conservación y protección de los

3 Para una revisión más detallada del desarrollo normativo de los derechos territoriales a favor de estos tres sujetos, consultar Güiza Gómez y Gómez Mazo (en prensa).

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La constitución del campesinado: luchas por reconocimiento y redistribución en el campo jurídico derechos de la propiedad colectiva, la preservación de la identidad cultural, el aprovechamiento y la conservación de los recursos naturales” (Ley 70, 1993, art. 5). A partir de entonces, la propiedad colectiva afrodescendiente tiene el carácter de inalienable, imprescriptible e inembargable, aunque las áreas asignadas a un grupo familiar pueden enajenarse por disolución de aquel (Ley 70, 1993, art. 7). No obstante, los territorios colectivos afrodescendientes no pueden estar ubicados en terrenos donde se asienten comunidades indígenas –incluidas las nómadas y seminómadas– o agricultores itinerantes o sean reservas indígenas.

Por último, las zonas de reserva campesina (zrc) son la figura formal que protege la territorialidad de este sujeto. La ley de la reforma agraria (Ley 160 de 1994) creó esta institución que, un par de años después, fue reglamentada por normas de menor rango (Acuerdo 024, 1996; Decreto 1777, 1996). A pesar de su tardía regulación, las zrc tienen antecedentes más remotos, desde los años veinte, en que los campesinos desarrollaron mecanismos con “la idea de su preservación como comunidad, es decir, cada uno con su predio, pero reconociéndole el Estado la comunidad” (Fajardo Montaña, 2019).

Entre sus objetivos, las zrc buscan controlar la expansión inadecuada de la frontera agropecuaria del país; evitar y corregir la inequitativa concentración o fragmentación antieconómica de la tierra; y crear condiciones para la adecuada consolidación y desarrollo sostenible de la economía campesina (Decreto 1777, 1996, p. 17).

Según la normatividad vigente, esta figura puede crearse en zonas de colonización, en las regiones con mayor número de baldíos, las zonas de amortiguación del área del Sistema de Parques Nacionales Naturales, los predios declarados en extinción de dominio y las áreas “cuyas características agroecológicas y socioeconómicas requieran la regulación, limitación y ordenamiento de la propiedad o tenencia de los predios rurales” (Decreto 1777, 1996). Sin embargo, dichas áreas no pueden estar ubicadas en zonas de reserva forestal, territorios indígenas, comunidades afrodescendientes, ni aquellos reservados por la autoridad agraria. Para asegurar el cumplimiento de esas restricciones, la constitución de las zrc debe estar precedida

por su determinación geográfica y una radiografía del estado de la tenencia de la tierra, su ocupación y aprovechamiento (Acuerdo 024, 1996, art. 9).

Al lado de ese desarrollo normativo, los territorios indígenas y afrodescendientes han recibido protección jurídica en instrumentos internacionales de derechos humanos, que integran el orden doméstico a través del bloque de constitucionalidad. Entre ellos, se encuentra el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (oit), el cual la Corte Constitucional ha usado con alta frecuencia en su jurisprudencia sobre el derecho a la consulta previa a favor tanto de pueblos indígenas como de comunidades afrodescendientes (sentencias T-693, 2012 y T-955, 2003). Este instrumento ha sido relevante para proteger los derechos territoriales de estos sujetos frente a las industrias extractivas y las políticas gubernamentales de desarrollo. Igualmente, la Corte Constitucional ha aplicado directamente la Declaración Sobre Derechos de los Pueblos Indígenas para resolver casos que comprometen los derechos territoriales de estos pueblos (sentencias T-514, 2009 y T-704, 2006).

Lo mismo no ha ocurrido frente a los derechos campesinos. Hasta finales de 2018, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración sobre los Derechos de los Campesinos y Otras Personas que Trabajan en las Zonas Rurales. Si bien este instrumento no reviste la forma de tratado internacional, sí tiene cierta fuerza normativa en el ordenamiento colombiano dada su categoría de derecho blando y el inciso segundo del artículo 93 de la Constitución Política. De acuerdo con la jurisprudencia constitucional, los instrumentos de derecho blando fijan líneas de trabajo que sirven a los Estados para nutrir su derecho interno de herramientas de interpretación útiles para la adecuación de la normatividad a los estándares internacionales (Sentencia C-659, 2016). Por tanto, esas fuentes “constituyen criterios y parámetros técnicos imprescindibles para la adopción de medidas razonables y adecuadas para la protección de los diversos intereses en juego” (Sentencia T-235, 2011).

Estos estándares internacionales y nacionales de derechos humanos han tenido un impacto dual en los derechos territoriales de indígenas, afrodescendientes y campesinos. Por un lado, ese material jurídico ha protegido las territorialidades

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La constitución del campesinado: luchas por reconocimiento y redistribución en el campo jurídico de los sujetos subalternos de la ruralidad frente al gran capital nacional y extranjero, así como a las políticas gubernamentales de corte desarrollista. Por otro lado, el acento de ese cuerpo jurídico en el sujeto indígena ha intensificado los conflictos entre estos sectores empobrecidos. Muestra de ello es la prelación de la adjudicación de baldíos a favor de pueblos indígenas cuando estos constituyen parte de su hábitat, sin que necesariamente aquellos hayan mantenido la ocupación de esos terrenos y sin consideración de la población campesina que allí puede encontrarse (Ley 160, 1994, art. 65). Bajo esa lógica, las normas prohíben la constitución de consejos comunitarios y zrc en territorios indígenas (Ley 70, 1993; Acuerdo 024, 1996; Ley 160, 1994).

En el mismo sentido, el saneamiento de resguardos aplica sin tener en cuenta si esos terrenos fueron ocupados por personas no indígenas, incluso antes de la constitución del resguardo (Ley 160, 1994, art. 85). Esta regla también rige en la ampliación de resguardos en zonas habitadas por población campesina (Decreto 2164, 1995, hoy contenido en el Decreto 1071 de 2015 de Minagricultura). En estos dos supuestos, las normas califican a la población campesina como colonos, quienes podrían tener derecho a la compensación por las mejoras que hubieren hecho a esas tierras (Decreto 1071, 2015, arts. 2,3,4,5,7,14.; Decreto 2164, 1995). Si esos colonos tienen la calidad de sujetos de reforma agraria, el Estado podrá ofrecerles la oportunidad de reubicación (Decretos 1071, 2015 y 2664, 1994).

De esa forma, la normatividad trata al sujeto campesino como un tercero desde la perspectiva del derecho civil, lo que implica el desconocimiento de su derecho fundamental a la territorialidad y a un plan de vida ligado a territorio específico. En efecto, no existe la obligación de indagar por las relaciones preexistentes en el territorio entre las distintas comunidades presentes ni por las prácticas sociales y culturales del campesinado que lo habita.

Dicha asimetría de derechos se traduce en, primero, la “reetnización” de los otros sujetos en busca de proteger sus derechos territoriales. En el suroccidente colombiano, por ejemplo, poblaciones mestizas –en buena parte, campesinas– han reforzado sus raíces indígenas con el fin de recibir un tratamiento más benéfico por parte del Estado (Chaves, 2007).