Miguel hernández 2013

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IES PRINCIPE DE ASTURIAS MIGUEL HERNÁNDEZ

José Tomás Ríos CURSO 2012-2013


IES PRINCIPE DE ASTURIAS

José Tomás Ríos

Pocos poetas tan generosos y luminosos como el muchachón de Orihuela (…) ¡Nos toca ahora y siempre sacarlo de su cárcel mortal, iluminarlo con su valentía y su martirio, enseñarlo como ejemplo de corazón purísimo! ¡Darle la luz! ¡Dársela a golpes de recuerdo, a paletadas de claridad que lo revelen, arcángel de una gloria terrestre que cayó en la noche armado con la espada de la luz! Pablo Neruda, premio Nobel de Literatura en 1971

”Era puntual, con puntualidad que podríamos llamar del corazón. Quien lo necesitase a la hora del sufrimiento o de la tristeza, allí le encontraría, en el minuto justo (…) Él, rudo de cuerpo, poseía la infinita delicadeza de los que tienen el alma no sólo vidente, sino benevolente (…). Era confiado y no aguardaba daño. Creía en los hombres y esperaba en ellos. No se le apagó nunca, no, ni en el último momento, esa luz que por encima de todo, trágicamente, le hizo morir con los ojos abiertos”.

Vicente Aleixandre. , premio Nobel de Literatura en 1977 Todos los amigos de la "poesía pura" deben buscar y leer estos poemas vivos. Tienen su empaque quevedesco, es verdad, su herencia castiza. Pero la áspera belleza tremenda de su corazón arraigado rompe el paquete y se desborda, como elemental naturaleza desnuda. Esto es lo escepcional poético, y ¡quién pudiera esaltarlo con tanta claridad todos los días! Que no se pierda (…) esta voz, este acento, este aliento joven de España".

Juan Ramón Jiménez, premio Nobel de Literatura, 1956


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1. LA POESÍA ESPAÑOLA DESDE PRINCIPIOS DEL SIGLO XX HASTA LA POSGUERRA Los libros de versos, Miguel, caminan muy lentamente ( Federico García Lorca) A finales del siglo XIX y principios del XX se produce una crisis generacional en la que algunos jóvenes inconformistas y críticos se enfrentan contra el conformismo burgués, contra lo viejo y caduco, dominados por una angustia vital que les impulsa a cambiar la realidad. Con actitud provocadora rechazarán el pensamiento y la literatura decimonónicos, para acogerse a la nueva corriente estética que el nicaragüense Rubén Darío hace triunfar en América y Europa: el Modernismo. Este movimiento, adoptando el lema “el arte por el arte” y la búsqueda de la perfección formal propios del Parnasianismo, y los supuestos irracionalistas del Simbolismo, propugnará una poesía cosmopolita, con capital en París, y de renovación estética tanto en lo formal como en el contenido. Así, se enriquece el vocabulario con cultismos, arcaísmos, extranjerismos…; se adopta un lenguaje sensorial, rítmico y musical; se cultiva lo exótico y sensual, lo legendario e histórico, lo mitológico, todo ello con el fin de huir de la realidad inmediata. La estancia de Rubén Darío en España y el conocimiento de sus obras (“Azul” y “Cantos de vida y esperanza”) y de los simbolistas franceses, serán decisivas para la conformación del Modernismo en nuestro país, si bien este será de corte intimista, menos preocupado por el esplendor formal. Cultivan esta corriente Manuel Machado, Francisco Villaespesa y Eduardo Marquina…, si bien otros muchos se sienten atraídos en un principio por la estética modernista para evolucionar luego hacia una poética más personal. Es el caso de Antonio Machado (“Soledades”) y Valle-Inclán (“Aromas de Leyenda”), que pronto adquieren preocupaciones existenciales y actitudes sociales – preocupación por España y sus gentes- comunes a las de los autores de la Generación del 98. El Antonio Machado de “Campos de Castilla” refleja la dolorida evocación de la esposa enferma o fallecida y del paisaje soriano con un tono personal e intimista muy diferente al modernismo de su primera etapa con “Soledades”. Por su parte Juan Ramón Jiménez desnudará el modernismo sensual e intimista de sus primeras obras (“Arias tristes”) para convertirlo en una poesía pura, despojada de adornos formales y extravagancias temáticas. Sus obras “Eternidades” y “Piedra y cielo” son exponente de este tipo de poesía que cultiva la palabra justa para expresar la esencia de las cosas y la sensación de plenitud que reside en la fusión de la poesía, la naturaleza y el afán de eternidad. Su estilo poético influirá decisivamente en los escritores de la Generación del 27.


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Por su parte las vanguardias o ismos1 -futurismo, expresionismo, cubismo, dadaísmo y surrealismo- se abren paso en el panorama europeo en las primeras décadas del siglo XX, sucediéndose de manera vertiginosa. Caracterizadas por el irracionalismo y la rebeldía hacia el arte y la literatura establecidos, se oponen a la tradición decimonónica de carácter burgués y a todo tipo de normas. En España estos movimientos son divulgados por Ramón Gómez de la Serna en las tertulias del café Pombo, cuya revista publica la traducción del «Primer Manifiesto Futurista» de Marinetti, durante la segunda década del siglo. En este sentido deja especial huella el surrealismo iconoclasta e irracional, con sus teorías freudianas sobre el subconsciente, y dos reelaboraciones hispánicas: el creacionismo, procedente del chileno Vicente Huidobro, que considera al poeta “un pequeño Dios” capaz de crear de la nada un mundo nuevo con la palabra, y el ultraísmo, movimiento ecléctico que recoge influencias del dadaísmo y el futurismo: el gusto por lo urbano, la velocidad y los inventos modernos como la luz eléctrica o el asfalto. René Magritte (pintor surrealista) Con este dibujo, el autor pretende demostrar la separación entre la obra de arte y la realidad misma.

“La tertulia del café Pombo”, Gutierrez Solana (Museo Reina Sofía, Madrid)

Numerosos escritores españoles se mostraron atraídos por los movimientos de vanguardia, aunque luego evolucionaran hacia otras orientaciones literarias. Así, Gómez de la Serna practicó todos los ismos, Gerardo Diego el creacionismo (“Imagen”) y Guillermo de Torre el ultraísmo (“Hélices”). 1

- Futurismo: defiende el riesgo, el valor, la audacia. Busca la belleza en la acción, en la velocidad de un automóvil o de un salto mortal. - Expresionismo: arraiga en la cultura germánica, reproduciendo lo feo, sucio o absurdo que existe en la realidad, con un tono pesimista. - Cubismo: rompe el hilo del discurso, mezcla textos de distinta naturaleza, juega con el tipo de letra y la disposición tipográfica de los versos para componer caligramas o “collage” al estilo pictórico. - Dadaísmo: pretende acabar con las manifestaciones de la cultura y civilización burguesas, en un intento por volver a la pureza primitiva del mundo infantil. Trata de crear un mundo contradictorio y falto de lógica y sentido.


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Los poetas de la Generación del 27 –Pedro Salinas, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Rafael Alberti- adoptan una actitud receptiva ante las vanguardias, que practican en mayor o menor medida, para evolucionar luego hacia nuevos rumbos estéticos y temáticos, de acuerdo con las circunstancias sociales y artísticas que les tocaron vivir. Se caracterizan por aunar innovación y tradición, de ahí su admiración por los ismos, por Rubén Darío como renovador de las formas y ritmos poéticos, por Bécquer y por los autores clásicos como Góngora, fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Garcilaso…


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Varios factores aglutinan a estos escritores, muy diferentes entre sí: su relación con las revistas contemporáneas que difundían las ideas de vanguardia (Revista de Occidente, España), su convivencia en la Residencia de Estudiantes en Madrid durante la carrera y su participación en las conferencias y estudios organizados para conmemorar el tercer centenario de Góngora. Se pueden destacar tres etapas en la evolución de esta generación de escritores: a) Hasta 1928: PURISMO Y VANGUARDIA El lenguaje poético de esta primera etapa es un lenguaje deshumanizado, desprovisto de sentimiento. Se busca la perfección formal y un cierto hermetismo propiciado por la apertura a las vanguardias. Exponentes de esta poesía heredada de Juan Ramón Jiménez serán Jorge Guillén (“Cántico”) y Pedro Salinas (“Seguro azar”). Por su parte el estilo gongorino y el neopopularismo de inspiración andaluza se reflejan en “Marinero en tierra” de Alberti y “Romancero gitano” de García Lorca.

Quietas, dormidas están, las treinta, redondas, blancas. Entre todas sostienen el mundo. Míralas, aquí en su sueño, como nubes, redondas, blancas, y dentro destinos de trueno y rayo, destinos de lluvia lenta, de nieve, de viento, signos. Despiértalas, con contactos saltarines de dedos rápidos, leves, como a músicas antiguas. Ellas suenan otra música: fantasías de metal valses duros, al dictado. Que se alcen desde siglos todas iguales, distintas como las olas del mar y una gran alma secreta. Que se crean que es la carta, la fórmula, como siempre. Tú alócate bien los dedos, y las raptas y las lanzas, a las treinta, eternas ninfas contra el gran mundo vacío, blanco en blanco. Por fin a la hazaña pura, sin palabras, sin sentido, ese, zeda, jota, i... Pedro Salinas, Fábula y signo (1931)


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Título:, “Las muchachas Underwood”, esto es, las teclas de la máquina de escribir.

El mar. La mar. El mar. ¡Sólo la mar! ¿Por qué me trajiste, padre, a la ciudad? ¿Por qué me desenterraste del mar? En sueños la marejada me tira del corazón; se lo quisiera llevar.

Padre, ¿por qué me trajiste acá? Gimiendo por ver el mar, un marinerito en tierra iza al aire este lamento: ¡Ay mi blusa marinera; siempre me la inflaba el viento al divisar la escollera! (Rafael Alberti)

b) Desde 1928: HUMANIZACIÓN POÉTICA A partir de 1928 se advierte en los poetas del 27 la influencia del surrealismo, que propugna el libre fluir del subconsciente con el uso de la metáfora visionaria y la escritura automática. Al mismo tiempo la poesía se rehumaniza dando lugar al sentimiento, las pasiones humanas y la expresión de rebeldía incipiente por la situación social y moral del momento. Destacan las obras “La destrucción o el amor” de Vicente Aleixandre y “Los placeres prohibidos” de Luis Cernuda.

SI EL HOMBRE PUDIERA DECIR Si el hombre pudiera decir lo que ama, Si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo Como una nube en la luz; Si como muros que se derrumban, Para saludar la verdad erguida en medio, Pudiera derrumbar su cuerpo, dejando solo la verdad de su amor, La verdad de sí mismo, Que no se llama gloria, fortuna o ambición, Sino amor o deseo, Yo sería aquel que imaginaba; Aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos Proclama ante los hombres la verdad ignorada, La verdad de su amor verdadero. Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien

Cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío; Alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina, Por quien el día y la noche son para mí lo que quiera, Y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu Como leños perdidos que el mar anega o levanta Libremente, con la libertad del amor, La única libertad que me exalta, La única libertad por que muero. Tú justificas mi existencia: Si no te conozco, no he vivido; Si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido. Los placeres prohibidos (1931) Luis Cernuda (El poeta reivindica el tema de la homosexualidad)


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José Tomás Ríos Deja, deja que mire, teñido del amor, enrojecido el rostro por tu purpúrea vida, deja que mire el hondo clamor de tus entrañas donde muero y renuncio a vivir para siempre.

Unidad en ella Cuerpo feliz que fluye entre mis manos, rostro amado donde contemplo el mundo, donde graciosos pájaros se copian fugitivos, volando a la región donde nada se olvida. Tu forma externa, diamante o rubí duro, brillo de un sol que entre mis manos deslumbra, cráter que me convoca con su música íntima, con esa indescifrable llamada de tus dientes. Muero porque me arrojo, porque quiero morir, porque quiero vivir en el fuego, porque este aire de fuera no es mío, sino el caliente aliento que si me acerco quema y dora mis labios desde un fondo.

Quiero amor o la muerte, quiero morir del todo, quiero ser tú, tu sangre, esa lava rugiente que regando encerrada bellos miembros extremos siente así los hermosos límites de la vida. Este beso en tus labios como una lenta espina, como un mar que voló hecho un espejo, como el brillo de un ala, es todavía unas manos, un repasar de tu crujiente pelo, un crepitar de la luz vengadora, luz o espada mortal que sobre mi cuello amenaza, pero que nunca podrá destruir la unidad de este mundo. La Destrucción Aleixandre

o

el

amor.

Vicente

c) Después de 1935: COMPROMISO, DESARRAIGO Y EXILIO El contacto con Pablo Neruda a partir de 1935 y la guerra civil acentúan el compromiso de los poetas del 27 dando lugar a una literatura de combate, cargada de ideología (Rafael Alberti y Miguel Hernández) y de preocupación por los problemas sociales y humanos. Tras la guerra y el fallecimiento de García Lorca y Miguel Hernández, como consecuencia de ella, el grupo se disgrega: unos, desde un exilio interior, adoptan posturas existenciales de tono angustiado y solidario (“Hijos de la ira” de Dámaso Alonso), otros –la mayoríadesde un largo exilio exterior continúan su labor creativa cargada de nostalgia por la lejanía de la patria (“Entre el clavel y la espada” de Rafael Alberti). El soldado soñaba, aquel soldado de tierra adentro, oscuro: -si ganamos, la llevaré a que mire los naranjos, a que toque la mar, que nunca ha visto, y se le llene el corazón de barcos. Pero vino la paz. Y era un olivo de interminable sangre por el campo. Entre el clavel y la espada. Rafael Alberti

Miguel Hernández: componente tardío de la Generación del 27, su trayectoria poética se resume en estas etapas: - En su primera obra “Perito en lunas” (1933) los temas y preocupaciones de la vida cotidiana se revisten de la retórica gongorina.


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Su segunda obra, “El rayo que no cesa” (1936), es una exaltación del amor, entre el gozo y el dolor. Su poesía combativa se recoge en dos obras: “Viento del pueblo (1937) y “El hombre acecha” (1939). Su última obra, “Cancionero y romancero de ausencias” (1938-41), es una dolorosa elegía escrita en la cárcel, donde glosa los desastres de la guerra y añora a su mujer y a su hijo.

2. VIDA, AMOR Y MUERTE EN LA POESÍA DE MIGUEL HERNÁNDEZ Para hacer y leer versos, como para trabajar, es necesario (¿verdad?) amor. (Miguel Hernández) La vida y la obra de Miguel Hernández son realidades tan inseparables que podemos decir que su obra es como una vida, con sus balbuceos iniciales, sus momentos de empuje juvenil, sus alardes de autoafirmación personal y su convencimiento de que no hay más que aceptar la vida como una pena. Hasta que escribió El rayo que no cesa , sus poemas contienen cierta despreocupación consciente, cierto vitalismo y optimismo natural. Es una época en la que su vida va por un camino (sueña con poder dedicarse a la poesía por completo) y su obra por otro (contempla el mundo desde la perspectiva de sus poetas admirados). Son muchos los poemas en los que rinde homenaje a la naturaleza con júbilo exultante: las plantas, las piedras, los bichos…, todo lo vivo es bello e inspira una gracia contagiosa. En estos poemas se nos presenta un Miguel Hernández alborozado y vital, que busca en la Cruz de la Muela, en la colina de San Miguel o en las huertas de Orihuela el refugio de los clásicos para cantar los desdenes de la amada, la esperanza de una respuesta amorosa, la armonía de la naturaleza… Percibe las cosas como si estuvieran vivas: la piedra amenaza, la palmera le pone tirabuzones a la luna, la espiga aplaude al día…Aquí no hay muerte, destaca el cariño con el que el poeta contempla la naturaleza y exalta lo aparentemente insignificante (“Lagarto, mosca grillo…”).

LAGARTO, MOSCA, GRILLO Lagarto, mosca, grillo, reptil, sapo//, asquerosos seres, para mi alma sois hermosos. Porque Iris, señala con su regio pincel, vuestra sonora ala y vuestra agreste piel. Porque, por vuestra boca venenosa y satánica, fluyen notas habidas en la siringa pánica. Y porque todo es armonía y belleza en la naturaleza

(Cruz de la Muela, Orihuela)


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Si algo de pena se cuela en los poemas de esta primera etapa es más una pena literaria que vivida, una especie de melancolía que lo acerca más al dolor artificial que al real. Su poema “Pastoril” es buen ejemplo de esta pena ficticia, virgiliana. Según Gloria Guardia, “hasta que no sufre la muerte de personas cercanas o las de la guerra, la muerte es un sentimiento más literario que real”. PASTORIL Junto al río transparente que el astro rubio colora y riza el aura naciente llora Leda la pastora. De amarga hiel es su llanto. ¿Qué llora la pastorcilla? ¿Qué pan, qué gran quebranto puso blanca su mejilla?

¡Su pastor la ha abandonado! A la ciudad se marchó y solita la dejó a la vera del ganado. ¡Ya no comparte su choza ni amamanta su cordero! ¡Ya no le dice: "Te quiero", y llora y llora la moza!

En relación al amor y el erotismo, Perito en lunas aunque con notorio hermetismo se convierte en clave expresiva de irrenunciables manifestaciones de sensualidad. En la Orihuela de los años treinta, y en los ambientes en que Miguel Hernández se desenvolvía, no debía ser frecuente que un poeta dedicase una poesía a entretenimientos sexuales como los que Miguel recoge, como en la octava «Sexo en instante» (p. 88), presidida, significativamente, por una cita de Góngora y otra de Guillén. También en la octava “Negros ahorcados por violación” (p. 93) encontramos, dentro de la más estricta retórica gongorina de los años veinte y treinta, sobre una sólida estructura metafórica, una profundo simbolismo sensual/sexual: “fuego de arenal” (el deseo irrefrenable), “náufraga higuera” (el falo), “nácar hostil” (cuerpo femenino), “serpiente” (símbolo fálico / deseo).

Ejemplos de sexualidad literaria en Miguel Hernández Octava X A un tic-tac, si bien sordo, recupero la perpendicular morena de antes, bisectora de cero sobre cero, equivalentes ya, y equidistantes. Clama en imperativo, por su fuero con más cifras, si pocas, por instantes; pero su situación, extrema en suma, sin vértice de amor, holanda espuma. (Perito en lunas) ÉGLOGA NUDISTA Desnudos, sí, vestidos de inocencia... Desnudos, sí, desnudos: el verde es más suave, los guijarros más rudos. Aspira los olores campesinos de par en par el poro. ¡Ningún calzón que corrobore y trabe la libertad del sexo en primitivo! … En el primer poema se hace una referencia clara al onanismo y en el segundo el poeta se dirige a su compañera, desnudos ambos junto al agua. Se evoca el Paraíso: ellos son Eva y Adán que "ha reanudado Dios a la edad nueva".


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A partir de El rayo que no cesa (1933), la constante presencia de la vida y la muerte en la poesía de M. Hernández configuran la indisoluble asociación de su biografía y su producción literaria. Todo es vida y muerte en la poesía de M. Hernández; ambos elementos, en discordia, escindiendo su yo, conforman la imagen que el poeta posee del mundo. Su propia experiencia amorosa contiene una palpitación destructiva muy cercana a la experiencia de la muerte (“los rostros manifiestan / la expresión del morir que deja el beso”).

Ciertamente, este poemario nos revela por primera vez la inmensa “herida” de su interior, encarnada en el “rayo” y el “cuchillo” fatídico y amenazante, que tiñen de sangre los temas del amor y de la vida: “Un carnívoro cuchillo / de ala dulce y homicida / sostiene un vuelo y un brillo / alrededor de mi vida” [de «Un carnívoro cuchillo», p.159]. El amor es pasión atormentada por el anhelo insatisfecho y unas ansias de posesión frustradas; en sonetos de gran intensidad lírica el poeta pena de amor. En este “penar” por amor, un amor humano y apasionado, vívido y vivido, el poeta depura Miguel Hernández. su artificioso lenguaje neogongorino a favor de metáforas fluidas e intensas, Postal a Josefina desde Valencia, 22 de julio de 1937 desagarradas, enérgicas e hirientes. Así, la pena ya no es sólo “cardo”, “zarza” o “arado” sino también “huracán de lava”, “rayo”, “carnívoro cuchillo”…; la melancolía de enamorado deviene herida, “picuda y deslumbrante pena”, pasión desagarrada. La herida del amor (rayo/cuchillo) se encarna, además, en el símbolo trágico del “toro” [«Como el toro he nacido para el luto», p.169]. En El rayo…, la “voz herida” del enamorado ha madurado tiñéndose de tragicismo: el motivo central será el amor vivido como fatal tortura. Sus modelos clásicos (el “dolorido sentir” de Garcilaso, más lejano, y el “desgarrón afectivo” de Quevedo, más cercano) y sus modelos actuales (Aleixandre, Guillén, Neruda) quedan asumidos y autentificados por su propia vivencia amorosa: el descubrimiento de la pasión amorosa, encendida (de “calentura”) y dolorosa por imposible [Maruja Mallo], el desaliento por la esquivez, el recato y la distancia de la novia [Josefina Manresa] y el amor como lejanía platónica inalcanzable [María Cegarra]. A su vez, la estructura y los componentes temáticos del poemario nos remiten al modelo del “cancionero” de la tradición del “amor cortés” petrarquista. Así, su experiencia (pena) amorosa se articula en tres tópicos dominantes: la queja dolorida, el desdén de la amada y el amor como muerte. Ciertamente, el poeta vive su pasión amorosa como una tortura, un permanente sufrimiento («Umbrío por la pena, casi bruno…», p. 161). Desde este estado de tortura íntima, el poeta se representa como una hipérbole de la pena de amor (en la segunda estrofa de «Un carnívoro cuchillo», p. 159, el “yo” lírico identifica su tormento con el suplicio al que fue castigado Prometeo, al que un ave depredadora le devoró las entrañas: el “rayo…picotea mi costado y hace en él un triste nido”). Por su parte, la amada aparece siempre como inaccesible o esquiva; ante ese desdén, el poeta no duda en expresar su sumisión incondicional, su “vasallaje”, en «Me llamo barro…» (he aquí otro eje temático del “cancionero” tradicional). Además, en esta vivencia trágica, tensa y conflictiva del tormento de amor, el poeta, como el


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“toro”, vive a menudo la pena de amor como muerte («Como el toro he nacido para el luto…», p. 169). No faltan tampoco, como en todo “cancionero” amoroso, poemas de circunstancias que recrean anécdotas o situaciones del juego amoroso (juego siempre de amor esquivo): «Me tiraste un limón, y tan amargo…», p. 161 (el “limón”: pecho femenino). Su poesía se impregna de un fatalismo trágico, sobrecogedor, con el que todo queda envuelto por un funesto presentimiento (“Me dejaré arrastrar hecho pedazos, / ya que así se lo ordenan a mi vida / la sangre y su marea / los cuerpos y mi estrella ensangrentada). Aunado a ese destino trágico se encuentra el tópico de la sangre, término ambivalente, por ser elemento que se derrama y, como la tierra, vehículo de vida; por eso, para M. Hernández, tierra y sangre son sagradas. La plenitud vital del toro, símbolo del poeta, se muestra también marcada por un destino trágico, por encima de esa masculinidad agresiva con que muge y se desangra. A este respecto, en El rayo que no cesa el poeta alcanza “una maduración del concepto del amor como destino trágico del hombre”, según José Luis Ferris. El amor es muerte, al tiempo que supone un impulso irresistible que busca la procreación, la búsqueda del vientre de la amada. Son precisamente este tipo de paradojas y contradicciones las que emparentan al autor con las grandes paradojas quevedescas y las proverbiales dudas calderonianas. Su misma poesía está llena de una exaltación vitalista que, en ocasiones, llega a poner en duda su propia existencia, al más puro estilo de Calderón o Quevedo. Así, llega a decir que su existencia es un rodar constante “a la desnuda vida creciente de la nada” y que la vida es un “hermoso penar tan moribundo”. La muerte como asunto poético, el morirse a cada instante, es un tema recurrente tanto en M. Hernández como en Quevedo. La muerte es, de hecho, un acontecimiento cercano a las vivencias del poeta: mueren tres de sus hermanas, su primogénito y algunos amigos y conocidos. Precisamente con la noticia de la muerte de Ramón Sijé sus versos se llenan de rabia y dolor: “cuchillo”, “rayo”, “cornadas”, “puñales, “heridas” expresan el dramatismo y desesperanza en la elegía dedicada al amigo. En su famosa Elegía a Ramón Sijé nos dice que vivir es penar y morir (“¡Cuánto penar para morirse uno!”). El poeta canta a la muerte, calificándola de “muerte enamorada”. En Viento del pueblo, el poeta nos muestra una poesía fuertemente ligada al contexto bélico de la España del momento. Aquí el tema del amor se funde con la poesía de combate y se supedita al enfoque políticosocial, como podemos ver en la «Canción del esposo soldado» (pp. 229-230): ahora el poeta canta su amor, encendido por una pasión erótica de dimensiones casi bíblicas (remite al «Cantar de los cantares»), a la esposa, la compañera, preñada de su simiente. El amor queda insuflado del tono épico que preside el poemario y se funde con la lucha social Por su parte, en El hombre acecha (1939) M. Hernández se convierte en “un hombre vuelto hacia adentro, enmudecido”, según María Zambrano. Su intimismo se puebla de una visión desalentadora ante las heridas, las muertes y los odios originados por las dos Españas que se han declarado la guerra (“Alarga la llama el odio / y el dolor cierra las puertas. / Voces como lanzas brillan, /voces como bayonetas” – Tristes-tristes guerra-). Desaparece todo entusiasmo y los poemas se tiñen de dolor, sangre y desesperanza. Del mismo modo, del “cántico” erótico-amoroso del poeta -“esposo soldado” se pasa ahora a una comunicación más íntima, alejada del tono épico, a la “carta”. Así, en «Carta» (pp.257-260), el poeta soldado y todos los soldados, “malheridos por la ausencia” y “desgastados por el tiempo”, esperan cartas de amor; el amor es ahora la única esperanza entre la crueldad de la guerra,


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una emoción que conserva ternuras en “el palomar de las cartas”: “Mientras los colmillos crecen, /cada vez más cerca siento / la leve voz de tu carta / igual que un clamor inmenso”.

Desde la cárcel el poeta escribía cartas a Josefina y cuentos a su hijo. Algunos como este (El potro oscuro) sobre papel higiéncio

Cuando pasa la guerra los poemas se oscurecen aún más. En la cárcel compone lo que se puede considerar un diario de la desolación, su Cancionero y romancero de ausencias: la muerte de su hijo (“Ropas con su olor”, “Negros ojos negros”), la enfermedad y soledad que le embargan (“Ausencia en todo veo”), la agonía hacia la que se dirige (“Voy alado a la agonía”), las heridas siempre presentes en su persona: vida, muerte y amor (“Llegó con tres heridas”)… Y por encima de todas las calamidades, el amor y la libertad (“Antes del odio”, “Hijo de la luz”). En sus últimos poemas, tiernos y melancólicos, aparecen constantemente la amada y su segundo hijo, la esperanza, la salvación que da el amor (“Sólo quien ama vuela”, leemos en el poema “Vuelo”). El amor frustrado por la ausencia, la soledad del amor vivido desde la cárcel, conllevan desolación y dolor; a pesar de ello, el poeta ve en el amor una fuerza redentora [«Vals de los enamorados y unidos para siempre», «Menos tu vientre», «Antes del odio», «La boca», «Después del amor», «Muerte nupcial»…]. Llegó con tres heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida. Con tres heridas viene: la de la vida, la del amor, la de la muerte. Con tres heridas yo: la de la vida, la de la muerte, la del amor. La poesía de Miguel Hernández se modula en torno a estos tres grandes motivos, tres grandes asuntos que todo lo invaden y determinan, y que, por otro lado, son los tres grandes temas de la poesía de siempre: la vida, el amor y la muerte (el vivir, el amar y el morir pugnan con idéntica insistencia por dominar su aliento poético). Así lo resume el poeta, en Cancionero y romancero de ausencias, con este célebre poema:


IES PRINCIPE DE ASTURIAS Llegó con tres heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida.

José Tomás Ríos Con tres heridas viene: la de la vida, la del amor, la de la muerte.

Con tres heridas yo: la de la vida, la de la muerte, la del amor.

El mundo poético de Miguel Hernández se puede concentrar, pues, en este hondo tríptico de elementos en perfecta correspondencia mutua: Vida = Amor + Muerte Muerte = Vida + Amor Amor = Muerte + Vida

La metáfora de la herida, perteneciente al lenguaje del amor-pasión de los cancioneros medievales y de la mística, se convierte en el vehículo simbólico de toda la existencia hernandiana.

3. EL COMPROMISO SOCIO-POLÍTICO DE MIGUEL HERNÁNDEZ “ La juventud siempre empuja, la juventud siempre vence, y la salvación de España de su juventud depende …” (“Llamo a la juventud” en Viento del pueblo) La arrebatadora personalidad de Miguel Hernández se manifiesta en su sincero compromiso con su tierra, sus ideas y el momento histórico que vivió; lo que le llevó, en un momento determinado, a poner su literatura al servicio de sus intereses políticos y sociales. En primer lugar, el compromiso social del poeta oriolano se manifiesta en la incorporación de este, con Enrique Azcoaga, a la Misiones Pedagógicas. Las Misiones Pedagógicas, que dieron comienzo en 1931 y finalizaron con el comienzo de la Guerra Civil en 1936, fueron un proyecto educativo español creado en el seno del Museo Pedagógico Nacionall y de la Segunda República Española de la Institución Libre de Enseñanza. Dicho proyecto se creó con el encargo de “difundir la cultura general, la moderna orientación docente y la educación ciudadana en aldeas, villas y lugares, con especial atención a los intereses espirituales de la población rural”, donde los índices de analfabetismo eran altísimos.


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UNA CURIOSIDAD Primera misión, Cabo de Palos, 1933 . En ese año, Carmen Conde y su marido Antonio Oliver, responsables de la Universidad Popular de Cartagena, proponen al Patronato de Misiones Pedagógicas el desarrollo de una misión en Cabo de Palos, Fuenteálamo y Zarcilla de Ramos. Para tal misión llaman a su buen amigo Miguel Hernández, quien se traslada de inmediato y colabora activamente como recitador, bibliotecario y músico.

En 1935, cuando el poeta visita Madrid por quinta vez a las puertas del estallido de la guerra, puede ya sentir el aire bélico que se respira, tal y como lo refleja en su poema “Alba de hachas” al mostrar una actitud solidaria con el pueblo y un espíritu combativo. Y una vez que comienza la guerra, fiel a sus ideas, ingresa en el Quinto Regimiento. El comienzo de la contienda fue amargo (en agosto es asesinado por unos milicianos el padre de Josefina Manresa, guardia civil), pero no por ello fue menos decidida su respuesta para defender a la República. Más tarde, a instancias del poeta Emilio Prados, se incorporará a las órdenes de Pablo de la Torriente Brau, comisario político por entonces, que busca a Hernández un destino más idóneo nombrándole jefe del Departamento de Cultura para que se encargue del periódico de la brigada y de organizar la biblioteca. En diciembre de 1936, tras la muerte en plena batalla de Pablo de la Torriente, el batallón se reorganiza en la llamada Primera Brigada Móvil de Choque, que cuenta con imprenta y publica el semanario «Al ataque», donde el poeta publica poemas significativos de este período. En febrero de 1937, con la guerra recrudeciéndose, Miguel Hernández es trasladado al Altavoz del Frente Sur, en Andalucía, entre cuyos cometidos está el uso de la poesía como arma de combate, propagándola a través de altavoces. En marzo, aprovechando el “sosiego” de la retaguardia, viaja a Orihuela para casarse civilmente con Josefina Manresa. Y, de vuelta a Andalucía, dirige el periódico «Frente Sur». Este es el tiempo en que el poeta compone Viento del pueblo que será publicado en Valencia en 1937. En ese mismo verano de 1937 participa en el 2º Congreso de Escritores Antifascistas y más tarde viaja a Rusia en representación del gobierno de la República. Fruto de su fascinación por este país es su poema “Rusia”. Con el fin de la guerra (1939) y su participación activa en la defensa de la República su situación es bastante comprometida. Intenta pasar a Portugal, pero es detenido y devuelto a España, donde comienza un triste peregrinar por distintas cárceles españolas. Finalmente muere a consecuencia de la tuberculosis en el Reformatorio de Adultos de Alicante (1942). Intervención de Miguel Hernández en la radio del Quinto Regimiento


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Dos son los géneros literarios que esgrime con este propósito una vez que la guerra comienza: la poesía y el teatro. Antes de la aparición en 1937 de su Teatro de guerra, claramente al servicio de la causa republicana, Miguel Hernández había escrito cuatro piezas largas: Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras, Los hijos de la piedra, El labrador de más aire y Pastor de la muerte; de las cuales la última entronca con su compromiso político al tratarse de una pieza que exalta el heroísmo de los defensores de Madrid y postula como deber la lucha. Por su parte, su Teatro de guerra se compone de cuatro piezas breves, de una sola escena (“La cola”, “El hombrecito”, “El refugiado”, “Los sentados”) que no son más que un pretexto para elementales discursos de propaganda bélica. Con todo, la mayor expresividad y calidad de su quehacer literario al servicio de la guerra la alcanza Miguel Hernández en sus obras poéticas Viento del pueblo y El hombre acecha, pues lejos de ser meros vehículos propagandísticos se constituyen en símbolos del sentir del pueblo. Significativo resulta al respecto el poema “Llamo a los poetas”, de El hombre acecha, con el que M. Hernández insta a los poetas a salir de sus refugios intelectuales y a luchar con un palabra despojada del “pavo real, de la toga”, es decir, del surrealismo. En Viento del pueblo prevalece el tono combativo al poner sus versos al servicio de los oprimidos, pero no por ello descuida el lenguaje y lo supedita exclusivamente a la causa. Su poema “Sentado sobre los muertos” es un buen ejemplo de ello. Se trata de un verdadero canto de solidaridad en el que el poeta, maduro, seguro de sí mismo y orgulloso de sus orígenes, demuestra haber resuelto ese conflicto inicial de “pastor-poeta” que le marcara en su primera etapa. De hecho, son precisamente sus orígenes como cabrero los que le hacen identificarse con el pueblo y adoptar un compromiso social. En el citado poema llega a decir “pueblo de mi misma leche, […]/ estoy para defenderte /con la sangre y con la boca/ como dos fusiles fieles”, donde manifiesta su solidaridad con el pueblo al poner a su servicio su persona (“sangre”) y su pluma (“boca”). El sentido de este poemario, que recoge los poemas escritos desde el estallido de la guerra, publicados puntualmente en diversas revistas, queda reflejado en su dedicatoria de Vicente Aleixandre: “... Nosotros venimos brotando del manantial de las guitarras acogidas por el pueblo […]. Los poetas somos viento del pueblo; nacemos para pasar soplados a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas […]. El pueblo espera a los poetas con la oreja y el alma tendidas al pie de cada siglo”.

En “Vientos del pueblo me llevan” el poeta revela su compromiso social, es ese viento del pueblo que pasa y recoge con su voz las inquietudes de las gentes. Tanto éste como “Aceituneros” fueron recitados en las trincheras, cuando el poeta estaba destinado en Jaén, y contiene un claro tono de arenga, además de la identificación del poeta con las penas del pueblo. Por su parte “El niño yuntero” constituye un cambio evidente en esa poesía social de tono exaltado, al predominar un tono más intimista y sentido. El protagonista,


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un niño que vive la muerte como compañera y cuya infancia ha sido macerada en el trabajo y el sufrimiento, dista mucho del símbolo de esperanza, de vida y plenitud que todo niño encarna. El tono pesimista de “El niño yuntero” contrasta con la actitud vitalista que refleja “Canción del esposo soldado”. En medio de la guerra, el amor y el instinto de paternidad son capaces de recuperar el aliento de la vida (“he poblado tu vientre de amor y sementera…, / defiendo tu vientre de pobre que me espera, / y defiendo tu hijo”), de ahí el contraste que se establece entre el exterior (la guerra) y el interior del poeta, que siente esperanzado la paternidad como renovación de la vida. Viento del pueblo es, por tanto, poesía comprometida, poesía de guerra y denuncia y poesía de solidaridad con el pueblo oprimido. Esta concepción de la “poesía como arma” [“arma cargada de futuro”, dirá años después Gabriel Celaya] que domina este poemario implica que lo lírico cede a lo épico: el poeta asume una función “profética” (su voz se alza para proclamar el amor a la patria, para educar a los suyos en la lucha por la libertad y la justicia y para increpar a los opresores de la patria y los hombres). Dicha función se articula en tres tonos: - Exaltación (exaltación heroica de los hombres que luchan por la justicia y la libertad): “Vientos del pueblo”, “Canción del esposo soldado”, “El sudor”, “Rosario, dinamitera”… - Lamentación (lamentación por las víctimas de los opresores): “Elegía primera” [“A Federico García Lorca, poeta”], “Elegía segunda” [“A Pablo de la Torriente, comisario político”], “El niño yuntero”, “Aceituneros”… - Imprecación (imprecación a los enemigos, opresores y explotadores): “Los cobardes”, “Ceniciento Mussolini”. En 1939, apenas dos años después de la aparición de Viento del pueblo, M. Hernández publica su poemario El hombre acecha, novedoso con respecto al anterior no tanto en el contenido como en la actitud adoptada frente a éste, una actitud más desesperanzada y menos combativa. La guerra ya es solo muerte y odio, tal y como lo demuestran sus poemas “El soldado y la nieve”, “Carta” y “El tren de los heridos”. La ausencia o la lejanía de los seres queridos planea sobre todos ellos con un tono profundo y desgarrado. En “El soldado y la nieve” se evoca la imagen de un soldado derrotado no solo por la batalla sino por los elementos (el frío y la nieve), por el cansancio, por el hambre. Sin embargo, no podemos hablar de una actitud derrotista, porque aún es capaz de rescatar en sus versos un hálito de vida. En su poema “Carta” muestra el lado más humano de la guerra: el miedo a la muerte. A través de una carta el poeta presenta todo un abanico de sentimientos, desde la esperanza hasta el dolor de la carta sin respuesta. Por último, en “El tren de los heridos”, el más duro de estos tres poemas, sobrecoge la imagen de ese tren que cruza la noche en absoluto silencio, el silencio de la muerte. Tema clave en este poemario es también el de la España dividida en dos bandos, como lo ilustran los poemas “Los hombres viejos” y “El hambre”. En aquel se sirve de lo escatológico para describir a la clase burguesa que, acomodada en sus sillones, ve de lejos la guerra y decide el destino de los hombres del pueblo que luchan


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en el frente, con los que el poeta se identifica. En “El hambre” descubrimos el contraste entre dos mundos enfrentados, el de los ricos y el de los pobres, y la idea de que el hambre es capaz de convertir al hombre en animal movido por el instinto de alimentarse. Esta idea, central en este poemario y que el mismo título apunta, se basa en la máxima filosófica de Hobbes: “el hombre es un lobo para el hombre”, con la que se nos manifiesta claramente esa evolución hacia la desesperanza que comentábamos anteriormente a propósito de El hombre acecha. Este tema arranca a Miguel Hernández en plena guerra poemas impresionantes, proyección del “me duele España” del noventayochismo: «Llamo al toro de España» y «Madre España». Así, en «Madre España» [pp.266-267], el símbolo de España es la tierra como madre primigenia, originaria (“Decir madre es decir tierra que me ha parido”), lo que la asocia a la función maternal, la fecundación y la regeneración; es por ello que el poeta se siente a salvo abrazado a esas entrañas maternales de la patria-tierra-madre (“abrazado a tu cuerpo como el tronco a su tierra”, “abrazado a tu vientre, que es mi perpetua casa”) y convoca a sus hermanos, su pueblo/sus poetas, a defender “su vientre acometido” de las “malas alas” de los “grajos”. Su obra póstuma, Cancionero y romancero de ausencias, recoge en versos sencillos ecos de esta poesía de guerra, así sus poemas “La vejez en los pueblos” o “Guerra”, pero no como temática central. En conclusión, podemos decir que el poeta con sus versos trata de levantar el ánimo de los soldados, de instarles a la lucha y de mostrar su solidaridad. M. Hernández quiere ser la voz de todos cuantos han quedado sumidos en el silencio y la muerte. Tristes guerras si no es amor la empresa. Tristes, tristes. Tristes armas si no son las palabras. Tristes, tristes. Tristes hombres si no mueren de amores. Tristes, tristes. (En Cancionero y Romancero de Ausencias)

4. TRADICIÓN Y VANGUARDIA EN LA POESÍA DE MIGUEL HERNÁNDEZ. “De tu ventana a la mía Me tiraste un limón, Me pegaste en el pecho, Pecho de mi corazón” (Canción tradicional) En su primera etapa (1910-1931) Miguel Hernández se revela como un observador agudo de cuanto le rodea y un admirador de poetas clásicos como Virgilio, San Juan de la Cruz, Garcilaso, Góngora… y contemporáneos: Rubén Darío, Manuel


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Machado, su paisano Gabriel Miró… Tanto éste como su amigo José Marín (Ramón Sijé) influyen decididamente en él. Ramón Sijé, en concreto, le contagia el amor por los clásicos y, junto con Luis Almarcha, canónigo de la catedral de Orihuela, conduce su formación literaria y cristiana. Ambos amigos participan en la redacción de la revista local “Voluntad”. "Es el caso, querido don Luis, que quiero estudiar y en casa no pueden o no sé, no quieren mantenerme si no trabajo (mi padre dice si no doy "producto", como una máquina o un pedazo de tierra). Yo me ahogo en mi casa. Me dicen que no hago nada. Y yo no respondo que en los 6 meses que no hago "nada" he hecho más que nunca (dar un salto enorme en la poesía, leer muchos libros y preparar uno para dentro de unos días) porque para qué... Ellos no sabrán nunca que leer y hacer versos e inclinarse sobre la tierra o sobre las cabras, son la misma cosa..." Carta de Miguel Hernández a Luis Almarcha 10 de septiembre de 1932

En sus primeras creaciones, elaboradas en torno a los dieciséis años, se observa una gran capacidad para la percepción del mundo bucólico pastoril y para expresar las emociones que le provoca el paisaje de su tierra. En ellas abundan las escenas mitológicas –Diana, Apolo, Orfeo, Medusa, Dafne…- y escasean las referencias autobiográficas y la originalidad. Se trata de versos de gran sonoridad en ritmos de extensión variada, de tres a dieciocho sílabas, destacando los octosílabos, endecasílabos, dodecasílabos, hexadecasílabos y el verso libre. Por el camino de la modernidad y la vanguardia (1932) En noviembre de 1931 M. Hernández emprende su primer viaje a Madrid, con la esperanza de ver reconocida su incipiente creación poética. Sin embargo, a pesar de las recomendaciones favorables de algunas personas, no obtiene los frutos esperados y se ve obligado a regresar a Orihuela en mayo de 1932. Con todo, la experiencia le sirve para constatar que nivel poético no está a la altura, de ahí su decisión de acercarse a los movimientos de vanguardia y de renovar su lenguaje, su técnica y su estilo. Con motivo de la celebración del tricentenario de la muerte de Góngora (1927) entra en contacto con la poesía de Rafael Alberti, Gerardo Diego y la poesía pura, desprovista de artificio, de Jorge Guillén (Cántico). Estos poetas de la denominada Generación del 27 asumen el concepto de la “deshumanización del arte” que busca una “poesía pura”, asentimental y hermética, depurada de “anécdota” humana y de confesionalismo romántico. Las vanguardias buscaron un lenguaje propio que hiciera del poema un “artefacto artístico” basado, sobre todo, en la audacia de la metáfora. Gongorismo y Ultraísmo se funden, por ejemplo, en las octavas que encadenan metáforas en Perito en lunas. Comienza, por consiguiente, a cultivar el endecasílabo, las octavas reales, las décimas y el gusto por la metáfora elaborada, lo que dará lugar al ya aludido poemario de Perito en lunas (1933). Un libro que contiene, La fábula de Polifemo y Galatea que en palabras de Gerardo Diego, verdaderos “acertijos Góngora toma de la Odisea de Homero, cuenta cómo el cíclope es poéticos”, metáforas adivinanzas muy cercanas en su estilo rechazado por Galatea a favor del pastor Acis. El monstruo acaba con el a las greguerías de Ramón Gómez de la Serna. Estas eran joven arrojándole un canto rodado. resultado de unir metáfora y humor, con lo que se


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conseguía definir objetos cotidianos muy diversos (“Las flores sin olor son flores mudas” o “el agua se suelta el pelo en las cascadas”). Pues bien, siguiendo de algún modo el ejemplo de Gómez de la Serna y de las poetas vanguardistas, M. Hernández fija su punto de mira en objetos y escenas de la vida real y natural, como el gallo, el toro, la sandía, la oveja, el pozo, la palmera…; les aplica su particular iconografía lunar, influencia de Góngora y García Lorca (Romancero gitano) y las inserta en un molde tan gongorino (Polifemo y Galatea) como las octavas reales. Además de la luna, redondas son también otras imágenes del libro, como la noria, la gota de agua o la hogaza de pan. Así pues, a la luz de la metáfora –junto al hipérbaton, la anáfora y la elipsis- los objetos más comunes adquieren rango artístico; y en ocasiones las metáforas son de carácter surrealista, como puede ser la idea de colocarle a la palmera un tirabuzón, en su poema “Palmera”. El descubrimiento del amor (1934-1936) Con la publicación de El rayo que no cesa M. Hernández ha asimilado por completo la influencia de Quevedo y Garcilaso, así como la forma estrófica del soneto, que le sirve para expresar a la perfección su pasión de enamorado –en otoño de 1933 inicia su relación con Josefina Manresa, su futura esposa-. Así, este poemario de amor trágico funde una nueva concepción poética (“poesía impura” y metáfora surrealista) con la tradición más clásica: a) Trabaja la métrica clásica: domina el soneto quevedesco (la Gen´27 tiene grandes sonetistas) y hay tres composiciones en silvas, redondillas y tercetos encadenados. b) La estructura y los componentes temáticos del poemario nos remiten al modelo del “cancionero” de la tradición del “amor cortés” petrarquista. Así, su experiencia (penaherida) amorosa se articula en tres tópicos dominantes: la queja dolorida, el desdén de la amada y el amor como muerte. c) La “herida” de amor tiñe el poemario de un tragicismo que emana de la vivencia amorosa como una fatal tortura y encuentra sus modelos clásicos en el “doloroso sentir” del lamento garcilasiano y, sobre todo, en el “desgarrón afectivo” de Quevedo; en efecto, muchos de los sonetos de este poemario, los más desgarradores, tienen un hálito quevedesco (su sentir trágico, su manera de transmutar el sufrimiento amoroso en un dolor físico…).

Las Églogas de Garcilaso dan muestra de ese “dolorido sentir” por la ausencia o el rechazo amoroso que encontramos en Hernández

También se puede observar la impronta del Pablo Neruda de Residencia en la tierra y de la obra de Vicente Aleixandre La destrucción o el amor. A partir de ahora a Miguel le preocupa el problema de la existencia humana, concretamente de su vida, llena de amor y dolor, de ansiedad y deseo. El poeta partirá entonces de la poesía pura de Juan Ramón Jiménez para evolucionar hasta la poesía impura de Pablo Neruda. Así, aparecen las tres constantes que constituyen la clave de su obra: la vida, el amor y la muerte. El amor es ese rayo inagotable que habita en el poeta y se alimenta del fuego de la amada. El amante es como el toro que, habiendo percibido el olor de la amada, experimenta el poder irrefrenable del celo, y brama y llora. Además, como el toro, tiene el cuerpo acostumbrado al sufrimiento y a la pena; como el toro, se crece en el castigo, la sigue y la persigue, a


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pesar de saberse rechazado por ella y de ser consciente de que está condenado a morir en el empeño. Como podemos deducir, la pena es otro de los temas centrales de este poemario. Ésta se convierte en un “huracán de lava”, en un “avispero”, en un “carnívoro cuchillo”, porque la redacción final del libro se fragua durante un periodo de ruptura con Josefina Manresa –en el verano de 1935 se produce un distanciamiento debido a que Miguel, con la vida que lleva en Madrid, no muestra mucho interés por ir a Orihuela- y de rechazo por parte de María Cegarra, la amiga cartagenera por la que siente más bien un amor idílico y a la que finalmente renuncia (el poema “Yo sé que ver y oír a un triste enfada” da buena cuenta de ello). Además del soneto, el poeta se sirve de otras estrofas, como la cuarteta (“Un carnívoro cuchillo”, poema en el que el amor es ese cuchillo que se clava cada día en el corazón del poeta), la silva (“Me llamo barro aunque Miguel me llame”, poema de tono surrealista, lleno de imágenes negativas) y los tercetos encadenados (“Elegía” a Ramón Sijé, con la que Miguel se inserta en la tradición literaria de las elegías fúnebres de Manrique, “Coplas a la muerte de su padre”, y de García Lorca, “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”). La poesía revolucionaria (1937-1939) Con el estallido de la guerra civil la poesía de M. Hernández da un giro radical. Su producción bélica se puede resumir en dos poemarios: Viento del pueblo y El hombre acecha, bastante diferentes en cuanto a registros poéticos. En septiembre de 1936 Miguel se enrola como voluntario en el Quinto Regimiento del bando republicano, comenzando así su faceta de poeta-soldado. En marzo del 37 se casa con Josefina Manresa y en diciembre de ese mismo año nace su primer hijo. Entre el verano de 1936 y el de 1937 compone su libro Viento del pueblo, en el que vemos a un escritor profundamente enraizado en el pueblo, que se hace eco de sus inquietudes con un marcado tono épico-lírico (“Vientos del pueblo me llevan” o “Sentado sobre los muertos”), en consonancia con la poesía revolucionaria y surrealista de Rafael Alberti. Para Miguel la poesía es esencia del pueblo, tiene su origen y su destino en la tierra misma, tal y como escribe en la dedicatoria del libro: los poetas “somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplando a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas”. El poemario está cargado de duras imágenes, de elementos metálicos, armas y muerte. Ahora es cuando la poesía impura de Neruda y Aleixandre deja su mayor huella y cuando los poemas se llenan de imágenes surrealistas, cargadas de irrealidad y de elementos visionarios. Con todo, en el contenido de los poemas se aprecia una confiada esperanza en la victoria. M. Hernández lleva a cabo también en este poemario una renovación métrica: cultiva la silva, la décima, la cuarteta, el soneto alejandrino, los romances y los serventesios de pie quebrado. A comienzos de 1939 termina su libro El hombre acecha, en el que sobresale el tono desesperanzado: el conflicto bélico se va resolviendo en la derrota republicana, su primer hijo muere en 1938, y la muerte parece planear sobre todo. La “Canción primera” se abre con la contundente afirmación: “Hoy el amor es muerte, / y el hombre acecha al hombre”. En general los poemas son el resultado de una visión trágica, desalentada de la vida y de la muerte, de ahí que el poeta use sobre todo versos amplios -endecasílabos y alejandrinos-, más idóneos para los temas graves, y utilice menos los


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cortos, como los heptasílabos y octosílabos. El hambre se va extendiendo y enseñoreando de todo, las cárceles abren sus fauces en busca de hombres, los trenes circulan llenos de sangre y van derramando piernas… Apenas hay salida. La cárcel y la muerte (1939-1942) La última obra de M. Hernández, Cancionero y romancero de ausencias, alcanza la expresión de su madurez poética: la metáfora se perfecciona, no exenta de cierto sabor surrealista, y se prescinde de todo lo superfluo, dejando solo la esencia, al más puro estilo juanramoniano, como en sus primeros tiempos. Su poesía busca ahora la verdad de las cosas y de las personas. Se trata, en su mayoría, de poemas breves y versos cortos –canciones, romances, romancillos, coplas- con frecuentes paralelismos, correlaciones, similicadencias, reduplicaciones, estribillos y predominio de la rima asonante; todo lo cual los dota de cierta musicalidad, que los emparenta con la poesía neopopular de Federico García Lorca. Los asuntos tratados son variados; unos, referidos al ámbito familiar: la muerte de su primer hijo, la alegría por el nacimiento del segundo, la dura separación de la esposa amada, el vientre de la amada; otros, al conflicto exterior: la guerra, la cárcel, el hambre; otros, a la naturaleza: las aves, el olivo, la higuera, la tierra… En definitiva, el poeta se aparta de muchas de las influencias recibidas hasta el momento, para adentrarse en la búsqueda de sus raíces personales, en lo más íntimo de sí mismo, vislumbrando un resquicio de esperanza y de vida por el nuevo hijo nacido.

5. IMÁGENES Y SÍMBOLOS EN LA POESÍA DE MIGUEL HERNÁNDEZ. La poesía de Miguel Hernández, superada una primera época marcadamente críptica y con tendencia al juego neogongorino, al alarde predominante de la técnica y a la autodefinición como poeta, se irá convirtiendo en una proyección de sí mismo, dejándonos ver, leer, al verdadero poeta. Es entonces cuando imágenes y símbolos –en definitiva, la metáfora- se convierten en el mejor aliado de su pluma para expresar sus temores, sus anhelos, sus penas. El universo simbólico queda definitivamente entretejido en El rayo que no cesa (1936). Entre los símbolos más representativos de su primer poemario, Perito en lunas (Murcia, 1933), podemos citar el toro, con el significado de sacrificio y de muerte (sus cuernos son “mi luna menos cuarto” y los toreros, “émulos imprudentes del lagarto”: «Toro», p. 87); o la palmera, elemento paisajístico mediterráneo, que es comparada con un chorro: “Anda, columna; ten un desenlace / de surtidor” («Palmera», p. 87), lo que sin duda nos recuerda el soneto de Gerardo Diego «El ciprés de Silos», al que se dirige el poeta como “Enhiesto surtidor de sombra y sueño / que acongojas al cielo con tu lanza”. Por otra parte, hay en este primer libro de Miguel Hernández imágenes y símbolos muy de su tiempo, como cuando califica a las veletas de “danzarinas en vértices cristianos / injertadas: bakeres más viudas”, en alusión a la bailarina de moda J. Baker, también negra y viuda («Veletas», p. 90). Y un aire a Poeta en Nueva York (1929-1930), de Lorca, tiene «Negros ahorcados por violación» (p. 93), donde abundan los símbolos referidos al sexo masculino (“su más confusa pierna”, “náufraga higuera


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fue de higos en pelo”, “remo exigente”), al deseo sexual (“fuego de arenal”, “serpiente”) y al sexo femenino (“nácar hostil”). Por último, en «Sexo en instante, 1» (p. 88), canto impuro al onanismo, la virilidad queda expresada a través de “la perpendicular morena de antes / bisectora de cero sobre cero”. El tema fundamental de El rayo que no cesa (1936), sobre el que giran todos los símbolos, es el amor insatisfecho (o imposible) y trágico. Así, el rayo, que es fuego y quemazón, representa el deseo amoroso, enlazando con nuestra tradición literaria (Llama de amor viva, de San Juan de la Cruz) y añadiendo, a su vez, el concepto de “herida”: el rayo es la representación hiriente del deseo, como lo es “el cuchillo” o la “espada” (“¿No cesará este rayo que me habita / el corazón de exasperadas fieras / y de fraguas coléricas y herreras / donde el metal más fresco se marchita? / […] Este rayo ni cesa ni se agota / de mí mismo tomó su procedencia / y ejercita en mí mismo sus furores”, p. 160). A su vez, la sangre es el deseo sexual; la camisa, el sexo masculino y el limón, el pecho femenino, según podemos observar en un soneto como «Me tiraste un limón, y tan amargo» (“Pero al mirarte y verte la sonrisa / […] se me durmió la sangre en la camisa, / y se volvió el poroso y áureo pecho / una picuda y deslumbrante pena”, p. 161). La frustración que produce en el poeta la esquivez de la amada se simboliza en la pena, uno de los grandes asuntos de este libro («Umbrío por la pena, casi bruno», p. 161: “¡cuánto penar para morirse uno!”). Todos estos temas quedan resumidos en «Como el toro he nacido para el luto» (p. 169), que es una especie de epifonema; hay un paralelismo simbólico entre el poeta y el toro de lidia, destacando en ambos su destino trágico de dolor y de muerte, su virilidad, su corazón desmesurado, la fiereza, la burla y la pena: el poeta, que respira su pena por el “vendaval sonoro” de su cuello y lleva en sus palabras su profundo sentir (“la lengua en corazón tengo bañada”: “sangre”-“corazón”-“dolor por amor”), queda simbolizado, por el empuje de su deseo y por su destino trágico ante la amada esquiva, en la figura del toro (“Como el toro he nacido para el luto / y el dolor, como el toro estoy marcado / por un hierro infernal en el costado / y por varón en la ingle con un fruto”). Ese “hierro infernal” que marca su costado (como al toro) es un hiperónimo simbólico de la pena, que, al modo de Quevedo, deviene dolor físico y “herida”; en efecto, en este poemario podemos encontrar una constelación de símbolos cortantes e hirientes, como la “espada” cuyo gusto baña la lengua del “toro al final de la corrida” (p. 167):“espada”, “cornada”, “cuernos”, “puñales”, “turbio acero”, “pétalos de lumbre, “este rayo que no cesa” (p. 160) del que proviene el título y el “carnívoro cuchillo de ala dulce y homicida” que comienza el libro (ese cuchillo es, precisamente, un “Rayo de metal crispado / fulgentemente caído” que, aludiendo a la tortura de Prometeo, “picotea mi costado / y hace de él un triste nido”, p. 159). Son éstos instrumentos de las heridas de amor y muerte del poeta (“sufrir el rigor de esta agonía / de andar de este cuchillo a aquella espada”, en «Yo sé que ver y oír a un triste enfada», p. 168). Pero no sólo amor y muerte, también amistad y muerte; así, estos instrumentos del dolor que proporcionan alguna suerte de herida, adquieren una expresividad dramática, agónica y desesperanzada en la «Elegía» dedicada a Ramón Sijé (p.172). En ella aparecen unos términos que, acompañados por sus correspondientes adyacentes, configuran un mosaico de rabia y de dolor


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inconsolables: ‘manotazo duro’, ‘golpe helado’, ‘hachazo invisible y homicida’, ‘empujón brutal’, ‘tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes’, ‘dentelladas secas y calientes’... También hay poemas en El rayo que no cesa que se alejan de la bravura del deseo del toro para expresar el más puro vasallaje ante la amada. Así lo vemos en «Me llamo barro aunque Miguel me llame» (p.165), poema que expresa una entrega servil hacia la amada, “como un nocturno buey” (el “buey”, lo veremos en «Vientos del pueblo», es la mansedumbre en contraposición al “toro”), que deviene “barro” a sus pies, como un perro fiel (“Soy una lengua dulcemente infame / a los pies que idolatro desplegada / […] Bajo a tus pies un ramo derretido / de humilde miel pataleada y sola, / un despreciado corazón caído / en forma de alga y en figura de ola”) También en el soneto «Por tu pie, tu blancura más bailable» (p. 162) encontramos, con el símbolo del pie, la misma servidumbre: “pisa mi corazón que ya es maduro”. Viento del pueblo (1937) ejemplifica, muy a las claras, lo que es poesía de guerra, poesía como arma de lucha. En este libro hay un desplazamiento del yo del poeta hacia los otros. Así, pues, viento es voz del pueblo encarnada en el poeta, tal y como queda expresado en el poema «Vientos del pueblo» (pp. 215-217): “Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me aventan la garganta”. Justo en la siguiente estrofa del poema, al pueblo cobarde y resignado, que no lucha, se le identifica con el buey, símbolo de sumisión; el león, en cambio, es la imagen de de la rebeldía y del inconformismo: “Los bueyes doblan la frente, impotentemente mansa delante de los castigos: los leones la levantan y al mismo tiempo castigan con su clamorosa zarpa”. Pero el bestiario alimenta otros símbolos en este composición donde el poeta adopta un aire combativo y orgulloso (“Si me muero, que me muera / con la cabeza muy alta”): “Los bueyes mueren vestidos de humildad y olor de cuadra: las águilas, los leones y los toros de arrogancia, y detrás de ellos, el cielo ni se enturbia ni se acaba”. El poeta, como combatiente, se identifica con leones, águilas y toros (una nueva lectura del símbolo del “toro” frente al poemario anterior), símbolos del orgullo y la


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lucha (“Si me muero, que me muera / con la cabeza muy alta”), pero también, como poeta (cantor de los “vientos del pueblo”), con el ruiseñor: “Cantando espero la muerte, que hay ruiseñores que cantan encima de los fusiles y en medio de las batallas”. El poeta sigue teniendo la lengua “bañada en corazón”, como en El rayo…, pero ahora no para expresar su pena amorosa, sino las penas de los oprimidos (la “pena” es ahora el fruto de la injusticia). Así lo expresa en «Sentado sobre los muertos» (pp. 213215): “Si yo salí de la tierra, […] no fue sino para hacerme ruiseñor de las desdichas, […] y cantar y repetir a quien escucharme debe cuanto a penas, cuanto a pobres, cuanto a tierra se refiere”. En efecto, la mirada del poeta se vuelve solidaria hacia los que sufren. De ahí poemas como «El niño yuntero» (pp. 217-219), que desde su nacimiento es “carne de yugo” (tal el buey), “como la herramienta / a los golpes destinado” (cosificación), que está “empezando a vivir, y empieza a morir de punta a punta” (vivir/morir, antítesis muy del gusto del Barroco). La tierra es aquí la madre, símbolo que en El hombre acecha se unirá al de España. La contraposición entre ricos y pobres se da en «Las manos» (pp. 226-228), poema en el que están simbolizadas las que para Miguel Hernández eran las dos Españas. Según el poeta, “unas son las manos puras de los trabajadores”, las cuales “conducen herrerías, azadas y telares”. Las otras son “unas manos de hueso lívido y avariento, / paisaje de asesinos”, que “empuñan crucifijos y acaparan tesoros”. Asimismo, ya no se canta tanto a la amada como deseo, sino que ahora se pone el acento en su maternidad. El símbolo, por tanto, va a ser el vientre; de ahí que en el comienzo de la «Canción del esposo soldado» (pp. 229-230) leamos: “He poblado tu vientre de amor y sementera”. El hijo futuro será la prolongación de los nuevos esposos y la esperanza de una España mejor (“Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado”, “para el hijo será la paz que estoy forjando”). En el siguiente poemario, cuando el tono combativo se acalla ante tanto sufrimiento, el título El hombre acecha (1939) recuerda la máxima latina homo homini lupus (atribuida a Plauto y retomada siglos después por Thomas Hobbes), en virtud de la cual “el hombre es un lobo para el hombre”.En ese sentido, nos vamos a encontrar el tema del hombre como fiera y, en consecuencia, con colmillos y garras. La “garra” es símbolo de fiera; a su vez, fiera (y sus equivalentes tigre, lobo, chacal, bestia, animal) es símbolo de la animalización regresiva del hombre, a causa de la guerra y del odio. Todo ello lo podemos observar en la «Canción primera» (p. 245), poema que abre el libro y nos desvela sus claves. Las “exasperadas fieras” de El rayo… eran las de su interior


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atormentado por la pena amorosa (“¿No cesará este rayo que me habita / el corazón de exasperadas fieras…?, p. 160), ahora las fieras son los hombres que se despedazan en una lucha fraticida llena de odio (“Ayudadme a ser hombre: no me dejéis ser fiera / hambrienta, encarnizada, sitiada eternamente”, p. 257). Del libro merecen destacarse los poemas que tratan de los desastres de la guerra. Las dos Españas, enfrentadas, aparecen en «El hambre» (p. 255), puesto que el poeta dice luchar “contra tantas barrigas satisfechas” (símbolo de la burguesía, del capitalismo). La sangre, que en El rayo… significaba el deseo, es ahora lisa y llanamente el dolor. A su vez, en «El tren de los heridos» (pp. 262-264), la muerte viene simbolizada por un tren que no se detiene más que en los hospitales, centros del dolor humano: “El tren lluvioso de la sangre suelta, / el frágil tren de los que se desangran, / el silencioso, el doloroso, el pálido, / el tren callado de los sufrimientos”. Ese “tren” está presidido por la sangre y el silencio, un silencio que se opone al canto combativo del ruiseñor del “viento del pueblo” en el poemario anterior. Por otro lado, el amor a la patria queda de manifiesto en «Madre España» (pp. 266267), a la que se siente unido el poeta “como el tronco a su tierra” y de cuyo “vientre”, otro símbolo hernandiano, ha nacido: el símbolo es tópico (tierra-madre(vientre)España: “Decir madre es decir tierra que me ha parido”. A su vez, nos encontramos con el símbolo del tronco y de los árboles, hijos de la tierra, que son los hombres del pueblo y el mismo poeta (“Acércate a mi clamor / pueblo de mi misma leche, /árbol que con tus raíces / encarcelado me tienes, / que aquí estoy para amarte / y estoy para defenderte / con la sangre y con la boca / como dos fusiles fieles”, leíamos en «Sentado sobre los muertos», p. 213, en Vientos del pueblo). Se cierra este poemario con la «Canción última», un claro homenaje a Francisco de Quevedo (“Miré los muros de la patria mía”), porque tanto aquí como allí casa es el símbolo de España. Y no es el único homenaje al poeta del XVII, porque en «Carta» (pp. 257-260) se da el tema del amor constante más allá de la muerte: “Aunque bajo la tierra / mi amante cuerpo esté, / escríbeme a la tierra, / que yo te escribiré”. Cancionero y romancero de ausencias, obra póstuma, se abre con elegías a la muerte del primer hijo del escritor, Manuel Ramón, fallecido en 1938 a los diez meses; éste es evocado mediante imágenes intangibles: “Ropas con su olor, / paños con su aroma”; “lecho sin calor, /sábana de sombra”. La esperanza, no obstante, renace con la venida de un nuevo hijo («Hijo de la luz», pp. 288-289), que llevará por nombre Manuel Miguel: a él, que vino al mundo a principios de 1939, van destinadas las tiernas y tristes «Nanas de la cebolla» (pp.301-304). En ese nuevo hijo queda simbolizada la pervivencia del poeta: “Tu risa me hace libre, / me pone alas. / Soledades me quita, / cárcel me arranca”. Esas alas, las aves (“alondra de verdad” es el hijo que mama “cebolla y sangre”), son la esperanza, la libertad, que vienen de la mano del amor: “Sólo quien ama vuela” («Vuelo», p. 315). La guerra es el horror y el odio (“Alarga la llama el odio / y el amor cierra las puertas”, en «Guerra», p. 299), sólo el amor es el que basta (“Tristes guerras / si no es amor la empresa”, en «Tristes guerras», p.286). Y el amor, ahora, es la luz, identificada con el hijo vivo y con la amada, que ahora es esposa y madre, simbolizada en el vientre («Menos tu vientre» / «Orillas de tu vientre»). El amor a la esposa, como la risa del hijo (sus alas) es la libertad (“en tus brazos donde late / la libertad de los dos. / Libre soy. Siénteme libre. / Sólo por amor”, p. 293, en «Antes del odio»). Frente a la luz, las alas y el vientre (esposa/hijo/libertad/amor), la cárcel, la muerte y el sufrimiento son la sombra y la ausencia («Hijo de la sombra» / «Ausencia en todo veo»). También


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la casa, a raíz de la muerte del primer hijo, se hace ataúd (“Mi casa es un ataúd”, dice en «Era un hoyo muy hondo», p. 281). Es en este «Cancionero» del dolor, la ausencia y la muerte donde el poeta enuncia las tres “heridas” que alumbran sus versos desde siempre. Vuelve el símbolo de la “herida” (amor-vida-muerte: «Llegó con tres heridas», p. 276) en las puertas de la muerte, que, simbolizada por el mar, como en Jorge Manrique, empieza a ser la única certeza para el poeta: “Esposa, sobre tu esposo / suenan los pasos del mar”, en «Cantar», p. 312). Claro que ante esta certeza, la boca de la esposa se encarga de dejar para la eternidad la escritura del poeta y sus heridas («La boca», p. 295): “Boca que desenterraste el amanecer más claro con tu lengua. Tres palabras, tres fuegos has heredado: vida, muerte, amor. Ahí quedan escritos sobre tus labios”.

BIBLIOGRAFÍA -

Antología poética de Miguel Hernández. Ed. Austral. 2008. Cano Ballesta, Juan. La poesía de Miguel Hernández. Ed. Gredos. 1963 Cano Ballesta, Juan. La imagen de Miguel Hernández. La Torre, 2009. Esteve Ramírez. Miguel Hernández de la A a la Z. Diccionario temático hernandiano. Riquelme, Jesucristo: Un poeta para espíritus jóvenes. Ecir. Madrid, 2010. www.cvc. cervantes.es blogs.periodistadigital.com www.miguelhernandezvirtual.com es.wikipedia.org educarm.es (temas de la PAU) http://pauntes.blogspot.com.es Peñaranda Medina, Charo : http://www.sabinamora.es/


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