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Esperanza y desilusión

Menos de dos meses habían transcurrido desde el accidente, y yo estaba lejos todavía de estar bien. Durante las ocho semanas que había pasado en el hospital. soporté 28 operaciones. Recibía dosis cada vez mayores de Demerol contra el dolor. La parte posterior de mi pierna derecha no era más que una delgada capa de piel que me habían quitado del estómago. En la pierna izquierda había también unos 30 centímetros de puntos. Tanto mi estómago como mi pierna lucían horriblemente quemados. Y cada día me llevaban a la terapia física, donde pasaba mucho tiempo en el hidromasaje, una experiencia terriblemente dolorosa.

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Mi cuerpo se negaba a acostarse en la cama. Me sentía débil y feo, a pesar de la omnipresente gorra roja que continuaba usando en la cabeza. Mientras estuve en el hospital. continué cuestionando a Dios, orando por una respuesta, del porqué tenía yo que pasar por tanto dolor.

Para ejercitar los músculos de los brazos y ayudarme a moverme sobre la cama, tenía una barra horizontal por encima de la cabeza. Después de cada ejercicio, me dejaba caer sobre la almohada, luchando para detener las lágrimas, recordando que mi amigo Clay Bird y yo acostumbrábamos a flexionar los músculos para demostrar nuestra fortaleza. Luego miraba con disgusto a mi enflaquecido cuerpo. ¿Y ahora, esto?

Me movía de la cama a una silla de ruedas o a las muletas para caminar con la ayuda de un zapato que tenía una horrible abrazadera de metal que me impedía asentar el pie derecho. El día que salí del hospital. lo hice en muletas, con mi gorra roja puesta y portando la odiada abrazadera.

Me encantó la emoción de volver a mi casa en la parte trasera de una camioneta Coach Smiley, a una fiesta en mi honor con banderas, gallardetes y globos. Pero cuando todo terminó, se me hacía más doloroso cada día ver a mi hermano y sus amigos dirigirse a la escuela.

Mis padres arreglaron con la escuela para que me mandara un maestro a domicilio. En mi mente de muchacho

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de catorce años, el año escolar se extendió a lo que me pareció una eternidad. Recuerdo el día en que la realidad de mi situación se me hizo clara.

Lágrimas de autocompasión me salieron desde lo más profundo del corazón cuando me senté en las duras bancas de madera de la gradería, para ver la línea cerrada de los delanteros del equipo de noveno grado. ¡Yo debería estar allíjugando! Tragué saliva, derramando lágrimas de desaliento.

Yo había sido el jugador por quien los demás equipos se preocupaban y a quien cuidaban. Ahora estaba sentado en un extremo del campo, con músculos atrofiados. Ya no soy una amenaza para nadie. ¡No soy más que un frágil inválido!

De alguna manera, a pesar de mi dolor, no podía aceptar la seriedad de mis heridas. El dolor de no estar en el campo con mis camaradas me dolía. Ser incapaz de jugar aquel juego en el cual era tan bueno, me hería profundamente. -Quizás el próximo año -murmuré. ' -Quizá -dijo mi padre, apretándome el hombro para reafirmarme.

Mi madre se limpiaba los ojos con su pañuelo.

En la casa, yo luchaba con las limitaciones que se me imponían. Cuando me quejaba con mi madre por no poder volver a la escuela, ella me recordaba: -Todd, no te quejes. El mismo hecho de que estés vivo es un milagro. Piénsalo así -y sacudía la cabeza asombrada. ¿Cuáles eran las probabilidades de que un médico y una enfermera, separados el uno de la otra, estuvieran en el muelle cuando tu padre te sacó del lago? Eso no es casualidad; eso es evidencia del amor de Dios por ti, hijo. ¡Yo agradezco a Dios cada día porque el equipo médico haya estado en el hospital de Muskogee disponible y listo para realizar la necesaria cirugía que te salvó la vida! -Lo sé, pero ... -Nada de peros ... Cuando llegué al lago, la enfermera que había ayudado a cuidarte me dijo que no llegarías vi-

vo al hospital de Tahlequah. Tienes mucho por qué estar agradecido a Dios, hijo.

Ella chasqueó la lengua llena de admiración, al contarme esto: -¡Perder tres cuartos de tu sangre! Tu padre dice que durante el viaje en la ambulancia rumbo al hospital de Muskogee, los paramédícos temieron que ya no recobraras la conciencia después que entraste en shock.

Me volví hacia la pared. Me sentía atrapado, aislado de todos. Sin embargo, sabía que ella tenía razón. Me sentía agradecido de estar vivo, tan agradecido como un muchacho de catorce años que podía observar desde las barreras a sus camaradas atrapar los pases de fútbol y atajar a los mariscales de campo. -Tú sabes que el doctor nos dijo después de tu operación que probablemente nunca más podrías caminar. Sin embargo, ocho semanas después del accidente, te vimos salir caminando del hospital. -Supongo que tienes razón, pero no es.fácil -y volteé para ver a mi madre, que tenía los ojos anegados por las lágrimas. -Si yo pudiera hacer algo, daría cualquier cosa para calmar el dolor. - Lo sé, mamá -suspiré, y dirigí la vista al cielorraso de mi recámara-. Lo sé. -No siempre sabemos la forma en que Dios dirige nuestra vida, pero tú sabes que sí lo hace -y su voz se quebró-. Él está dirigiéndote. Dios tiene un plan para nuestra vida. No siempre sabemos en el momento en qué consiste ese plan, pero si seguimos preguntando cuál es su voluntad, él nos la mostrará. Recuerda, todas las cosas les ayudan a bien a quienes son llamados conforme al propósito de Dios.

Aparté de ella los ojos, y flexioné muchas veces los músculos de las quijadas.

Si bien mi familia asistía a la iglesia cada semana, yo nunca había pensado mucho en cuanto a la forma en que

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Dios quería obrar en mi vida. Y en cuanto a mi vida, no podía ver cómo era posible que esta tragedia fuera parte de su plan. Para mí, la iglesia era el lugar donde me encontraba con mis amigos los fines de semana. Algunas veces un grupo de nosotros.junto con las muchachas, encontraba algún cuarto solo en la parte trasera del templo donde jugar a la botella señaladora o cualquier otro juego propio de losadolescentes, lejos de las miradas de los adultos. Sin embargo, desde el accidente, todo había cambiado en mi vida.

Mis amigos mi visitaban con bastante regularidad para verme, y yo apreciaba mucho eso, pero sus visitas no compensaban todo lo que me faltaba. Me sentía muy solitario. Las tareas de la escuela eran fáciles de hacer, y mis calificaciones eran muy buenas. Volví al salón de clases al segundo semestre, y descubrí que estaba bastante atrasado con relación a mis compañeros. Dediqué el resto del año para ponerme al día académica, social y emocionalmente.

Cuando mis amigos supieron que yo todavía no podría participar en los deportes escolares, la capitana del equipo de fútbol femenino me hizo una propuesta. -Todd, tú sabes mucho de fútbol.

DeAnn se acercó a mí una tarde después de la clase de matemáticas de primer año y me preguntó si me gustaría ser el director técnico de su equipo. -No sé-dije, arrastrando las palabras.

Yo no estaba seguro de querer involucrarme con el equipo femenino. ¿Qué pensarían mis camaradas si yo llegara a ser director técnico del equipo femenino? -Sí, amigo, anímate. Te va a ir bien. Sabes mucho acerca del juego -dijo ella, para presionarme. -Lo pensaré-prometí.

Durante los siguientes días la muchachas me presionaron y me sobornaron con donas y refrescos. Finalmente acepté. En poco tiempo, consideré que dirigir el equipo de fútbol femenino era más divertido que jugar el juego con los muchachos.

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La abrazadera de metal que usaba para mantener mi pie en su lugar, rozaba contra la piel, produciéndome escoriación en la pierna. Aunque no podía sentir las llagas debido a los nervios dañados, las infecciones afectarían el resto de mi cuerpo. Perdí muchos días de clases el resto de ese año.

Siendo un adolescente típico, tenía una conciencia muy clara en cuanto a la forma en que se veía mi pierna. En la parte posterior del muslo derecho podía ver el enorme vacío del tejido faltante y el bulbo del tendón de la curva a través de la piel roja e inflamada.

Yo trataba de ocultar mis costras físicas de mis amigos. Rara vez nadaba en público para no mostrar la pierna atrofiada y las horribles cicatrices. Usaba el sentido del humor para ocultar mis cicatrices mentales. Me gustaba bromear acerca de los bien alimentados peces del lago Tenkiller.

Salí con varias chicas. Pero siempre, cuando rompíamos, acusaba a la chica injustamente: -¡No te caigo bien a causa de esta pierna!

No podía creer que los rompimientos fueran debidos a las causas normales por las cuales los estudiantes de nivel medio disuelven sus relaciones.

Aprendí la forma de convertir mi abrazadera en una ventaja. Cuando jugaba fútbol en el vecindario, me quita1.Ja la abrazadera y la usaba corno una honda para derribar n algún corredor que llevaba el balón. En otras ocasiones, ncontraba que mi abrazadera era horrible, engorrosa, y una fuente constante de dolor y vergüenza.

Mi segundo año de nivel medio pasó sin ningún incid · nte notable, hasta un día en que un amigo llamado Ken 1 n detuvo en el pasillo de la escuela. - Hey, Todd, ¿sabías que Doug se ríe de ti a tus espaldas? - No, ¿qué dice?-pregunté, entrecerrando los ojos.

De todas maneras aquel tipo nunca me había caído bien. -Te dice el lisiado de labio leporino.

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-No es más que una excusa para darle salida a un poco de su ira. -¿Oh, eso dice?

Como era un adolescente típico, me sentía inseguro acerca de mi cuerpo. Pero todo se exacerbaba por el hecho de que yo había nacido con labio leporino y paladar hendido, por lo cual me habían hecho cuatro operaciones antes de los tres años. Tenía una clara conciencia de mis deformidades. Y ahora, después del accidente, era más sensible aún. -Sí. ¿Quieres que yo lo arregle en tu nombre? -dijo mi amigo como si no pudiera contener su impaciencia. -Gracias, pero mejor lo haré yo mismo. ¿Dónde está?

Ken hizo un gesto señalando hacia los guardarropas del gimnasio. Cuando di vuelta a la esquina y entré al cuarto donde estaban los guardarropas, divisé a mi enemigo mientras sacaba ropas deportivas de su estante. Sin ninguna advertencia lo agarré por detrás, le di vuelta y lo estrellé contra el banco de los guardarropas. -¿Es cierto que me andas llamando "el inválido de los labios leporinos"? -Oye, yo ... este ... -dijo balbuciendo. -No lo niegues -le grité tirándolo del cuello de la camisa y atrayendo mi cara junto a la suya-. Yo te sugeriría que dejaras de ponerme apodos, ahora mismo. ¿Entiendes?

Movió la cabeza de arriba abajo en un rápido asentimiento. -Está bien. Ya no lo diré. Lo prometo -dijo con voz temblorosa. -Te lo advierto. -Muy bien. Arreglado. No más apodos.

Le di un tirón del cuello para hacer énfasis, y luego lo solté. Él se frotó el cuello y apartó sus ojos de los míos. Me alejé satisfecho. Hasta donde sé, cumplió su palabra.

Cuando estaba en tercer año, fui sometido a varias operaciones para que los trasplantes de piel se fijaran en la parte posterior de la pierna operada. Durante algunos me··

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ses estuve con un brazo quirúrgicamente cosido 1 parte posterior de la pierna para darle una provisión d ngre del brazo a la piel de esa extremidad. Los médicos trataban de injertar los nervios para reconectar el que me faltaba en la pierna derecha con el propósito de venc r la parálisis del pie. Me pareció una verdadera tortura; y al final no funcionó. Así comenzó a formarse un patrón en mi vida: la esperanza de recuperación seguida por la desilusión.

Como resultado falté muchos días a clases en el siguiente curso, y perdí mucho peso y músculo, de tal modo que la espina dorsal comenzó a arquearse hacia afuera. Llegó al punto en que no podía sentarme cómodamente en una silla, y además estaba produciéndome ulceraciones en micolumna. Disgustado con lo que estaba ocurriendo a mi otrora robusto cuerpo, decidí que trabajaría levantando pesas.

Casi me di por vencido cuando comencé, porque no podía levantar más de veinte kilos. Pero día tras día continuaba añadiendo más y más peso, y haciendo más y más planchas, hasta que después de un año de duro trabajo gané el campeonato de lucha libre de mi escuela. Decidí que lo que no podía hacer con las piernas, lo podría hacer con la parte superior de mi cuerpo. Fortalecí mis músculos hasta que pude ejercer una presión del 200% de mi peso. Estos deportes me ayudaron a reconstruir mi bastante ajada estima propia. Quizá no era físicamente indefenso, después de todo.

Estaba cerca el fin de mi último año cuando noté una ampolla negra debajo del talón. Para cuando la descubrí, la ampolla se había infectado y se había abierto. La piel que la rodeaba había muerto y la infección se había extendido hasta el hueso. Me las arreglé para asistir a todos los ejercicios de graduación aunque para ello ingerí grandes cantidades de champaña.

La infección del pie se agravó durante el verano y durante mi primer año en la universidad. Siempre que caminaba, el pie me sangraba. Entré en el hospital y salí de él

aquejado por poliomielitis en el hueso del talón. La infección se extendió al resto de mi cuerpo, produciendo fiebres, de modo que rara vez sabía si la temperatura del día era alta o baja. Las fiebres agotaron mis energías y dieron al traste con mi entusiasmo. Nunca sabía si el día siguiente estaría en clases o en una cama del hospital.

Mis dolencias continuaron durante mi segundo año de universidad. A los 19 años era miembro de la fraternidad; no tenía dificultades económicas ni de otro tipo, excepto el inconveniente y continuo sobresalto del pie. Intelectualmente sabía que podía hacerla en los estudios. Externamente todo era bueno, al menos tal como el mundo lo define. ¿Entonces, por qué soy tan infeliz?

En los límites de mi ocupada vida estudiantil había preguntas, muchas preguntas en cuanto a Dios y mi relación con él. Todos los años en que había asistido a la iglesia con mis padres, nunca la había convertido en mi religión. Y ahora, por alguna inexplicable razón, me sentía compelido a entregarme a Cristo. Comencé a leer la Biblia. Cuando mencioné mi deseo a dos de mis amigos que asistían a la iglesia regularmente, ellos comenzaron a estudiar la Biblia conmigo.

Mientras más estudiaba, más claramente sabía que debía hacer una decisión. Pero no podía. Me encantaba mi estilo de vida. Me gustaba ir a fiestas con mis amigos. Me gustaba sentirme libre para hacer lo que quisiera, sin tener que darle cuentas a nadie. No quiero que las cosas cambien, razonaba. Además, he dado demasiado durante estos últimos años. Simplemente estoy llegando a ser libre.

Luché con mi decisión durante más de una semana. Durante el fin de semana, fui a mi casa y les conté a mis padres acerca de mis luchas.

Mi madre, que estaba estudiando para el ministerio, lloró al decirme: - Me siento muy contenta de que vengas a casa y nos lo digas. Hemos estado orando por ti.

-Harás la decisión adecuada, hijo -me aseguró mi padre-. Sabemos que lo harás.

Cuando iba de camino hacia la universidad, no podía apartar_.sus palabras de mi mente. Encendí la radio a todo volumen, esperando acallar la voz de Dios que luchaba con mi corazón. Pero una vocecita suave y dulce seguía llamándome con insistencia. Sentí un fuerte impulso de llorar, pero lo sofoqué.

Golpeando con el puño en el volante del coche, grité: -¡De ninguna manera, Señor! ¡No puedo hacer esa clase de entrega a tu voluntad!

De repente, unas luces que venían en sentido contrario me sobresaltaron. Giré rápidamente el volante para evi- . tar un accidente. Me detuve al lado de la carretera. Puse el motor del coche en neutral (punto muerto) y recliné la cabeza sobre el asiento, cerrando los ojos. - ¡No hay ventajas en seguirte, Señor! ¡No hay diversión! Interferirá con todo lo que me gusta, con mis citas con las muchachas, mis fiestas, mis objetivos, mis sueños: ¡todo!

Excepto por el monótono canto ritual de un par de grillos, el silencio de la noche caía sobre mí. Observé a través de los vidrios de las ventanas, y una miríada de estrellas resplandecían en el cielo de Oklahoma. Enjugué las lágrimas que me corrían por las mejillas y suspiré 1 rofundamente. -¿No podemos tomar esto paso a paso? ¿No hacer gran( les decisiones, sino un poquito a la vez?

Ninguna voz me respondió en la tinieblas; ninguna 1· spuesta vino a calmar mi dolor. Al siguiente día, después ( 1 clases, tomé mi Biblia y caminé hasta un parque cereal I al plantel. Me senté bajo un árbol, al lado de un arroyo 11·;:inquilo, abrí mi Biblia y comencé a leer el libro de los !i:1lmos.

No es que yo corriera derecho hacia el texto exacto que 111 ' dijera lo que tenía que hacer. Yo sabía lo que tenía que

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aquejado por poliomielitis en el hueso del talón. La infección se extendió al resto de mi cuerpo, produciendo fiebres, de modo que rara vez sabía si la temperatura del día era alta o baja. Las fiebres agotaron mis energías y dieron al traste con mi entusiasmo. Nunca sabía si el día siguiente estaría en clases o en una cama del hospital.

Mis dolencias continuaron durante mi segundo año de universidad. A los 19 años era miembro de la fraternidad; no tenía dificultades económicas ni de otro tipo, excepto el inconveniente y continuo sobresalto del pie. Intelectualmente sabía que podía hacerla en los estudios. Externamente todo era bueno, al menos tal como el mundo lo define. ¿Entonces, por qué soy tan infeliz?

En los límites de mi ocupada vida estudiantil había preguntas, muchas preguntas en cuanto a Dios y mi relación con él. Todos los años en que había asistido a la iglesia con mis padres, nunca la había convertido en mi religión. Y ahora, por alguna inexplicable razón, me sentía compelido a entregarme a Cristo. Comencé a leer la Biblia. Cuando mencioné mi deseo a dos de mis amigos que asistían a la iglesia regularmente, ellos comenzaron a estudiar la Biblia conmigo.

Mientras más estudiaba, más claramente sabía que debía hacer una decisión. Pero no podía. Me encantaba mi estilo de vida. Me gustaba ir a fiestas con mis amigos. Me gustaba sentirme libre para hacer lo que quisiera, sin tener que darle cuentas a nadie. No quiero que las cosas cambien, razonaba. Además, he dado demasiado durante estos últimos años. Simplemente estoy llegando a ser libre.

Luché con mi decisión durante más de una semana. Durante el fin de semana, fui a mi casa y les conté a mis padres acerca de mis luchas.

Mi madre, que estaba estudiando para el ministerio, lloró al decirme: -Me siento muy contenta de que vengas a casa y nos lo digas. Hemos estado orando por ti.

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-Harás la decisión adecuada, hijo - me aseguró mi padre-. Sabemos que lo harás.

Cuando iba de camino hacia la universidad, no podía apartar ,;;us palabras de mi mente. Encendí la radio a todo volumen, esperando acallar la voz de Dios que luchaba con mi corazón. Pero una vocecita suave y dulce seguía llamándome con insistencia. Sentí un fuerte impulso de llorar, pero lo sofoqué.

Golpeando con el puño en el volante del coche, grité: -¡De ninguna manera, Señor! ¡No puedo hacer esa clase de entrega a tu voluntad!

De repente, unas luces que venían en sentido contrario me sobresaltaron. Giré rápidamente el volante para evi- . tar un accidente. Me detuve al lado de la carretera. Puse el motor del coche en neutral (punto muerto) y recliné la cabeza sobre el asiento, cerrando los ojos. - ¡No hay ventajas en seguirte, Señor! ¡No hay diversión! Interferirá con todo lo que me gusta, con mis citas con las muchachas, mis fiestas, mis objetivos, mis sueños: ¡todo!

Excepto por el monótono canto ritual de un par de grillos, el silencio de la noche caía sobre mí. Observé a través de los vidrios de las ventanas, y una miríada de estrellas resplandecían en el cielo de Oklahoma. Enjugué las lágrimas que me corrían por las mejillas y suspiré profundamente. -¿No podemos tomar esto paso a paso? ¿No hacer grandes decisiones, sino un poquito a la vez?

Ninguna voz me respondió en la tinieblas; ninguna respuesta vino a calmar mi dolor. Al siguiente día, después de clases, tomé mi Biblia y caminé hasta un parque cercano al plantel. Me senté bajo un árbol, al lado de un arroyo tranquilo, abrí mi Biblia y comencé a leer el libro de los Salmos.

No es que yo corriera derecho hacia el texto exacto que me dijera lo que tenía que hacer. Yo sabía lo que tenía que

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hacer. Finalmente, luché para colocarme en pie y miré hacia arriba a través de las ramas y hojas de los árboles. Exclamé entonces: -¡Soy tuyo, Señor!

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