Apuntes Ignacianos 63. La acción del Resucitado en la historia
Y EJERCICIOS - CIRE Espacios para el Espíritu Página Web: www.cire.org.co — E-mail: cire@cire.org.co Carrera 10 Nº 65-48. Tel. 57-1-640 50 11 — Bogotá - Colombia La acción del Resucitado en la historia «Mirar el oficio de consolar que Cristo Nuestro Señor trae» (EE 224) XI Simposio sobre Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola
El XI Simposio de Ejercicios Espirituales, cuya temática fue: «La acción del resucitado en la historia. Mirar el oficio de consolar que Cristo Nuestro Señor trae (EE 224)», pretendió ser una manera de entender más la IV Semana de los Ejercicios. El acercamiento a lo esencial de la fe en el resucitado, sobre todo en tiempos nada fáciles para una experiencia de fe auténtica, esperamos que haya sido para todos una perspectiva inspiradora de una vida de mayor profundidad y compromiso cristiano.
El camino temático y vivencial que se ofreció partió de una mirada al texto mismo de los Ejercicios. Víctor Martínez, S.J. al introducirnos en la materia, resaltó el fundamento de las contemplaciones propias de esta etapa, tanto en su aspecto formal como en su sentido profundo. Muestra cómo desde una experiencia de novedad del Resucitado cobra sentido todo el proceso de los Ejercicios.
La perspectiva neotestamentaria de la resurrección, a cargo de José Roberto Arango, S.J. reveló que creer en el Cristo vivo es también hoy sentir su presencia en medio de nosotros y, como testigos, hacer circular en nuestros grupos y comunidades los elementos que dan pruebas de la resurrección y totalizan la vida: la consolación, la alegría, la paz y la seguridad que da saberlo vivo, de todo lo cual dan cuenta los relatos de las apariciones.
El sentido eclesial de la IV Semana presentado por Alberto Parra, S.J. nos situó en la vida de la Iglesia que es el lugar donde se sigue a Jesucristo, dándonos a entender que la Iglesia es uno de «los verdaderos y santísimos efectos de la resurrección del Señor». Al mismo tiempo, su
reflexión quedó enriquecida con las necesarias interrelaciones entre la IV Semana y el cuerpo total de los Ejercicios.
Para Jorge Costadoat, S.J., la fe en Cristo resucitado tiene lugar entre nosotros en la lucha de los pobres por la vida buena y digna, y la implicación personal en esta realidad. La fe de los pobres nos representa a todos. La unión con el Resucitado no es una ilusión, es un hecho real que está transformando vidas.
Hasta aquí las ponencias del XI Simposio. Ofrecemos además una reflexión de Jorge Costadoat, S.J. sobre «La fe de la Iglesia en el creyente Jesús». ¿Cómo la Iglesia llega a la fe en Jesús, el creyente por excelencia? Este artículo ofrece una aproximación de respuesta.
Al concluir este XI Simposio, queda por reconocer que conviene seguir redescubriendo las gracias de los Ejercicios en la IV Semana. Cada uno haciendo su propio recorrido y cuidando el encuentro con el que vive y hace vivir. Lo que sigue a esta comprensión sea centrar nuestras comunidades en Jesucristo, conocido, vivido, amado y seguido como resucitado, confiados que él es quien da eficacia y fecundidad al trabajo evangelizador.
A quienes contribuyeron con sus magistrales ponencias, nuestros más sinceros agradecimientos.
El oficio de consolar que Cristo Nuestro Señor trae: entre el gozo y los efectos de la resurrección
El oficio de consolar que
Cristo nuestro Señor trae: entre el gozo y los efectos de la resurrección
DVíctor M. Martínez Morales
Víctor M. Martínez Morales
Víctor M. Martínez Morales
Víctor M. Martínez Morales
Víctor M. ,
CUARTA SEMANA DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES DE SAN IGNACIO
ar una mirada a la Cuarta Semana de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio en orden a su estructura, su dinámica interna y externa así como su aplicación es el cometido del presente artículo.
La estructura del texto de San Ignacio va de los numerales [218] a [229] un documento breve en el que podemos distinguir tres partes bien definidas:
I.- La aparición a Nuestra Señora. [218-220].
II.- Consideraciones para guiar la contemplación propia de la Cuarta Semana.
1.- La petición de la gracia de la Cuarta Semana. [221].
* Doctor en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma; Licenciado en Filosofía y Teología por la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Actualmente Superior de la Comunidad de la Pontificia Universidad Javeriana en Bogotá y profesor en la Facultad de Teología de la misma.
2.- Los tres primeros puntos son los acostumbrados. [222].
3.- El mostrarse de la Divinidad. [223].
4.- El oficio de Consolador que desempeña el Resucitado. [224].
5.- El coloquio. [225].
III.- Las cuatro notas que por su naturaleza pertenecen al Directorio interno de los Ejercicios. [226-229].
Ya esta primera aproximación nos lleva a resaltar algunos puntos que considero son muy importantes para San Ignacio en la manera y forma de proponernos la contemplación para esta Cuarta Semana.
La aparición a Nuestra Señora se constituye en prototipo para las otras contemplaciones propuestas, catorce en total que van de los numerales [299] a [312]. Allí San Ignacio propone al ejercitante los misterios de la resurrección hasta la Ascensión inclusive.
Las consideraciones que guían esta Cuarta Semana [221], [223] y [224] apuntan a enfocar la atención del ejercitante en el sentido de la resurrección. Tal es la presentación de esta Cuarta Semana de los Ejercicios: «Sentir y gustar la presencia del Señor resucitado».
LA APARICIÓN A NUESTRA SEÑORA1
La mayoría de los autores afirman la gran probabilidad que esta aparición del Resucitado a Nuestra Señora haya sido tomada por San Ignacio de la Vida Christi de Ludolfo de Sajonia. Uno y otro la presentan como la primera aparición y ambos argumentan a manera de explicación, porqué esta aparición se omite en la Sagrada Escritura.
Ahora bien, dada la importancia que le concede San Ignacio en cuanto al carácter paradigmático que le da en relación con las otras apa-
El oficio de consolar que Cristo Nuestro Señor trae: entre el gozo y los efectos de la resurrección riciones no podemos menos que reconocer la singular significación y el sentido especial que para él tuvo, haciendo ver esta aparición como algo fundamental, sencillamente evidente y necesario.
Esta aparición, como preámbulo de la Cuarta Semana, se constituye en el eje fundamental que estructura y da sentido a las otras contemplaciones. Además, hace ver con claridad el papel que juega Nuestra Señora a lo largo del texto ignaciano en referencia con el Misterio Pascual.
La presencia de Nuestra Señora es clave en la tradición eclesial, ella ocupa y posee un peso teológico altamente representativo en la historia de la salvación. Por otro lado, es reconocido por todos la presencia que Nuestra Señora tiene en la vida de Ignacio y como se hace presente en los momentos más representativos de su experiencia espiritual, de ello da sabia cuenta el texto de los Ejercicios.
Ahora bien, en la duración del sábado santo y en el paso de la muerte a la vida del Resucitado del texto de los Ejercicios, ella recupera además un protagonismo de excepción. Su figura está cargada de un valor simbólico tal que la convierte en la figura de la Iglesia a la que el Resucitado se aparece, en el fundamento de los demás relatos de aparición. La secuencia pasa de la vaciedad del «sheol» a la casa de María [219] y [220], en donde tiene lugar el encuentro del Resucitado, en cuerpo y alma, con su bendita Madre. Y este encuentro es el comienzo de la correcta «inteligencia de la Escritura» así como de la «consolación pascual» en quien se pone de manifiesto el don del Espíritu de Dios2.
Dado el camino hasta ahora recorrido, hemos de notar que la disposición que da San Ignacio a los materiales utilizados para la descripción de esta primera aparición del «Resucitado a su bendita Madre» lleva al ejercitante a colocarse de frente ante la realidad más profunda del misterio: Jesús el Cristo adviene a la humanidad, de manera particular a la Iglesia y permanecerá para siempre en el Espíritu.
2 SANTIAGO ARZUBIALDE, Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Historia y Análisis, BilbaoSantander 21992, 545-546.
Si regresamos al texto de los Ejercicios3 no es en este momento de relevancia alguna, en cuanto al ejercicio mismo, la mención del infierno4, el cual debió ser trabajado con propiedad en la primera semana, igualmente en el y de manera particular en el numeral5.
Si nos detenemos en el numeral de los Ejercicios Espirituales6. Para San Ignacio es en el encuentro del Resucitado con María, su Madre, donde el Espíritu da a conocer toda realidad a la Iglesia a la luz de la revelación de la Sagrada Escritura. Es el Espíritu quien da origen al reconocimiento del Resucitado.
Al respecto el P. Kolvenbach afirma:
La tendencia de los autores espirituales es a espiritualizar las mismas palabras «primera» y «aparición» cuando se trata de la Virgen. El hecho es tan singular y único que sería injusto hacerlo entrar en una categoría común… La progresiva espiritualización de esta contemplación, causada por el entender de la fe, ha comprendido la intuición de Ignacio, para quien el hecho de la resurrección del Señor (que tampoco describe la Escritura) y el hecho de la aparición a Nuestra Señora constituyen un único misterio [219)… Y como la Virgen es la primera en seguir de cerca a su Señor, de una manera absolutamente única, hasta las últimas consecuencias, la Pascua se realiza en ella silenciosa pero divinamente… Pascualmente presente «a su bendita Madre en cuerpo y en ánima» [219], el Señor resucita en ella para la eternidad… Ahora se trata de acoger al Resucitado para que viva en nosotros. Esta nueva anunciación hecha a María será para Ignacio el tipo y la fuente de todas las otras «apariciones» de la Cuarta Semana7
3 Cfr. Ejercicios Espirituales 219.
4 «Sabemos que la palabra «infierno» es falsa traducción de sheol (en griego, hades) con la que los hebreos designaban el estado de ultratumba: imprecisamente nos lo imaginamos como una especie de existencia de sombras, más como no-ser que como ser. Sin embargo, la frase «descendió a los infiernos», originalmente sólo significaba que Jesús entró en el sheol, es decir, que murió». MIGUEL ÁNGEL FIORITO, S.J. Buscar y hallar la voluntad de Dios. Comentario práctico de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, Buenos Aires 2000, 837-838.
5 Cfr. 50, 51, 52, 65 y 71.
6 Cfr. Ejercicios Espirituales 299; Mc 7,18; Mt 15,1 6; Mc 8, 21.
7 PETER-HANS KOLVENBACH, S.J., Selección de escritos 1983-1990, Madrid 1992, 336-337.
El oficio de consolar que Cristo Nuestro Señor trae: entre el gozo y los efectos de la resurrección
Por lo tanto, es a partir del encuentro del Resucitado con su bendita Madre que se inicia el despliegue de este don de «inteligencia espiritual», es el Espíritu que da origen al reconocimiento del Resucitado. Es a partir de María, figura espiritual y profética de la Iglesia, donde el misterio de Jesucristo gracias a la acción del Espíritu comienza a ser comprendido.
Inteligencia de la Escritura, don del Espíritu y María, son tres realidades íntimamente entrelazadas a lo largo de la Cuarta Semana, que San Ignacio comienza a contemplar desde la misma composición de lugar inicial, la cual consiste en el tránsito de la disposición del sepulcro al «lugar o casa de Nuestra Señora» [220]. Sobre el trasfondo de la casa de «María», figura de la Iglesia, la inteligencia espiritual de la Escritura es el don del Espíritu que la Iglesia recibe en el momento en que el Resucitado, su Hijo, se encuentra con María8
Finalmente, no podemos dejar de anotar, junto a varios autores, como para San Ignacio viene a darse en el encuentro del Resucitado con su Madre Santísima, la conversión definitiva a la eclesialidad.
Con la aparición a María nos hallamos, por consiguiente, ante el fundamento teológico del discernimiento específico de la Cuarta Semana: el sentir a la Iglesia como la esposa de Cristo, conducida por el Espíritu de Dios a partir del momento de la Ascensión (Hech 1,14)9.
La petición de la Cuarta Semana. El gozo y la alegría propios del Espíritu del Resucitado
Una mirada a los textos: «Demandar lo que quiero; y será aquí pedir gracia para me alegrar y gozar intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo nuestro Señor» [221].
«Queriéndome afectar y alegrar de tanto gozo y alegría de Cristo nuestro Señor» [229].
La alegría para San Ignacio es el resultado de la consolación10 y de la experiencia de la resurrección11.
En primer lugar, «esta gracia para alegrarme y gozarme intensamente» ya está presente en los evangelios, particularmente en Lucas, gozo y alegría propios del Reino. En segundo lugar, este gozo y alegría hallan su fundamento en el Señor Resucitado, igualmente testimoniado en los evangelios12.
La alegría para San Ignacio es el resultado de la consolación y de la experiencia de la resurrección
San Ignacio propone al ejercitante pedir la gracia de la alegría, es lo que debe querer y desear E. E. [48]. Siendo la materia de las contemplaciones de la Cuarta Semana la gloria y la victoria de Cristo nuestro Señor resucitado por Dios su Padre, el ejercitante está llamado a participar de esa intensa alegría y gozo al ser invitado a recorrer el camino de su gloria. Fijémonos que esta dinámica de su alegría, demandar gozo con Cristo gozoso, es una gracia que hay que pedir ni viene por esfuerzo propio, ni se obtiene de manera espontánea, la mirada ha de estar puesta en Cristo.
10 «Por tanto, aquello que es propio pedir en la Cuarta Semana, porque es don de la Resurrección y del Resucitado, ya viene acompañando al ejercitante desde mucho antes, una vez que, al ser campo de las mociones del Espíritu, él o ella habrán experimentado la consolación, que es entre otras cosas y muy especialmente, alegría». MARÍA CLARA LUCHETTI, La Cuarta Semana: El don y el desafío de la alegría: Manresa, Vol. 79 (2007) 142.
11 «San Ignacio utiliza, por consiguiente, la palabra «alegría» en dos sentidos diversos: como equivalente de la gloria o triunfo de Cristo y como experiencia subjetiva que provoca en el hombre la actividad del Espíritu de Dios. La primera es el origen de la segunda, y ésta a su vez, manifestación del desinterés del amor; participación del hombre en el triunfo y en la vida del Señor, que culmina en la misión. Por ello, la consolación, que en esta última etapa de la Cuarta Semana debe suplicar el que se ejercita, es una «experiencia objetiva» profunda e intensa de «lo religioso», cuya fuente dimana del hecho de hallarse presente ante la realidad del Crucificado que vive y se manifiesta ahora como la plenitud de Dios; que reconcilia a los hombres en su amor y provoca en el discípulo la recepción del Espíritu del Resucitado». SANTIAGO ARZUBIALDE, Op. cit. p. 549-550.
12 Cfr. MIGUEL ÁNGEL FIORITO, S.J. Op cit., p., 834-835.
El oficio de consolar que Cristo Nuestro Señor trae: entre el gozo y los efectos de la resurrección
«El primer, segundo y tercer punto sean los mismos sólitos que tuvimos en la cena de Cristo nuestro Señor»13
Se trata de los puntos ya dados en la tercera semana14 y a los cuales el ejercitante ya está acostumbrado: ver a las personas, oír lo que hablan, mirar lo que hacen y sacar algún provecho. Como en toda contemplación que Ignacio nos propone hay que ver a las personas y reflectir en mí mismo, oír lo que dicen y así mismo sacar algún provecho de ello y mirar lo que hacen para de ello aprovecharme.
La novedad de los puntos de esta Cuarta Semana está en los puntos cuarto y quinto los cuales ocuparán toda nuestra atención.
«El cuarto, considerar como la divinidad, que parecía esconderse en la pasión, parece y se muestra agora tan miraculosamente en la santísima resurrección, por los verdaderos
y santísimos efectos della»
15
Se trata de la manifestación milagrosa de la plenitud de la divinidad. Tal ocultamiento redentor era ya el comienzo de su glorificación. Es así como Ignacio lleva al ejercitante a penetrar en la teología de la cruz adentrándose en la inmensidad del misterio trinitario hasta llegar a la percepción de la milagrosa manifestación de la divinidad a la cual puede acceder y reconocer por sus verdaderos y santísimos efectos16.
Queda suficientemente claro que estos efectos no son otros que el gozo y la gloria propios de la Resurrección. Es decir, la humanidad de Jesús ahora resucitada en la que se transparenta la Divinidad que se irradia en forma de alegre y gozoso aumento de fe, esperanza y caridad, primero en Nuestra Señora y luego en sus discípulos.
13 Ejercicios Espirituales 222.
14 Cfr. Ejercicios Espirituales 194.
15 Ejercicios Espirituales 223.
16 «Estos efectos de la resurrección no son otros que el gozo en la fe del Resucitado y la consolación, que consiste precisamente en un aumento de fe, esperanza y caridad [316] en María». PETER-HANS KOLVENBACH, S.J.,Op. cit., p. 339.
Nótese bien, San Ignacio no afirma que la resurrección sea un milagro, lo que evidencia es como la Divinidad aparece y se muestra tan milagrosamente en la santísima resurrección.
«El quinto, mirar el oficio de consolar que Cristo nuestro Señor trae, y comparando cómo unos amigos suelen consolar a otros»17
San Ignacio no afirma que la resurrección sea un milagro, lo que evidencia es como la Divinidad aparece y se muestra tan milagrosamente en la santísima resurrección
Ignacio invita a mirar el oficio18 de consolar que trae el Resucitado. Detengámonos, en un primer momento, sobre el significado de este oficio de consolar. Consolar es aliviar, mitigar y confortar el sufrimiento y el dolor como la tristeza y la nostalgia que ello produce. Juntamente, consolar es animar, vivificar, estimular, exhortar, avivar, fortalecer. Tal es una de las misiones propias del Espíritu Santo: consolar. San Ignacio en lugar de nombrar al Espíritu, hace alusión indirectamente a él refiriéndose al don. «Consolar es, pues, conceder el Espíritu sin medida y a la vez el nuevo modo de presencia del Resucitado en medio de nosotros (por ejemplo en la fracción del pan Cfr. Lc 24, 3035). La efusión abundante del Espíritu Santo se derrama de este modo, ya en plenitud, en esta etapa final»19.
17 Ejercicios Espirituales 224.
18 «Es posible que este uso de la expresión «oficio» pueda tener aquí algo de deliberada diferenciación con la mera «humanidad física», pero lo que resulta más claro todavía es que «el oficio de consolar» es una referencia expresa a Dios, el único de quien es propio «dar consolación al alma» [316, 330]. Atribuir a Jesús dicho «oficio» implica contemplarle ahora desde unos parámetros sensiblemente diferentes a los que habían sido habituales en él hasta el día de su muerte». ANTONIO GUILLÉN, El proceso espiritual de la Cuarta Semana: Manresa, Vol. 79 (2007) 132.
El oficio de consolar que Cristo Nuestro Señor trae: entre el gozo y los efectos de la resurrección
Por lo tanto, veamos como para San Ignacio Jesucristo resucitado realiza con sus discípulos la misión de consolar, experiencia idéntica a la del Espíritu Santo. Consolar como vivencia usual entre amigos que se reconfortan mutuamente.
Sabemos que la contemplación de la vida terrena de Jesús termina en los Ejercicios con la Ascensión [312]. Misterio al que Ignacio parece haber tenido tanta devoción (Autobiografía, 47). Esto ha dado lugar para que algunos se pregunten por qué el santo no propuso un ejercicio particular sobre Pentecostés. La verdad, a mi modo de ver, es que así como Juan –a diferencia de Lucas-, coloca un doble Pentecostés ligado inmediatamente con el misterio de la muerte-resurrección: el primero en el momento mismo de expirar, cuando «entregó el espíritu»; el otro al aparecerse a los discípulos reunidos a puerta cerrada y decirles: «reciban el Espíritu Santo» (Jn 19,30; 20,22); también Ignacio contempla el don del Espíritu en la mañana misma de la resurrección, cuando propone mirar el oficio de consolar que trae el Señor resucitado20.
Quisiera resaltar como en la Cuarta Semana es donde la presencia del Espíritu Santo se explicita para el creyente en su relación más originaria como fuente de consolación al manifestarse la Divinidad en el cuerpo glorioso del Resucitado.
El Resucitado, trae para San Ignacio el oficio de consolar. Consolar es la función propia del Espíritu Santo de ahí que como consecuencia, al igual que en el Nuevo Testamento, la actitud que se siga sea la de adoración y apertura a la misión.
Coloquio21
San Ignacio propone al ejercitante terminar con un coloquio o coloquios según subyecta materia, es decir, según la disposición espiritual en la que se encuentre y terminar con un Padre Nuestro.
20 JAVIER OSUNA, S.J., El oficio de consolar que trae Cristo nuestro Señor: Apuntes Ignacianos 59 (2010) 84-85.
a.- Se basa en la tercera semana como el modelo que se ha de seguir23. Igualmente, en cuanto a la distribución de los ejercicios y puntos como a los días y a la adaptación24.
b.- Se deben contemplar todos los misterios de la Resurrección, hasta la Ascensión inclusive25.
c.- La Aparición a Nuestra Señora es la norma y paradigma que rige y han de seguir las demás contemplaciones, tanto en los preámbulos como en el fin que se pretende.
Segunda nota [227].
En cuanto al número y tiempo de estos ejercicios.
a.- Da a conocer los medios que favorezcan un clima propio para contemplar la Resurrección. Por ello, es conveniente hacer cuatro ejercicios diarios, tres de contemplaciones y una aplicación de sentidos.
b.- El tiempo para hacerlos: El primero, al levantarse; el segundo, antes o después de la misa o antes de comer; el tercero, antes o después de vísperas; y el cuarto, después de éstos haciendo una aplicación de sentidos.
Tercera nota [228]
En cuanto al número de puntos.
Conviene antes del ejercicio determinar el número de puntos que parezca más conveniente. Es decir, se ha de adaptar el número de
El oficio de consolar que Cristo Nuestro Señor trae: entre el gozo y los efectos de la resurrección
puntos a la situación espiritual según lo que se pretende, en este caso de alegría y gozo pascual.
Cuarta nota [229].
Adaptación de cuatro adiciones, de las diez adiciones26, en orden a una mejor adaptación. Se trata de la segunda, la sexta, la séptima y la décima.
a.- La segunda. Al despertar resumo la contemplación que voy a hacer. Queriéndome afectar y alegrar por el gozo y la alegría del Resucitado.
b.- La sexta, evocar en mí, motivos de alegría, placer y gozo espirituales en sintonía con el Resucitado.
c.- La séptima. Ayudarme de medios naturales que me dispongan para la alegría y el gozo espiritual como luz y buena temperatura.
d.- La décima. Conviene en la alimentación y en la penitencia la temperancia y la moderación. Sin dejar de cumplir las prescripciones eclesiales.
Las Catorce Apariciones27
En el libro de los Ejercicios Espirituales, en los misterios de la vida de Cristo nuestro Señor los correspondientes a la Cuarta Semana van de los numerales [299] a [312], son catorce apariciones que San Ignacio propone al ejercitante.
No es mi propósito entrar a mirar en detalle cada una de estas apariciones lo cual sería objeto de otro tipo de estudio que hoy exigiría la competencia de expertos en exégesis bíblica.
8.- Aparición a los Discípulos (7) en el lago de Tiberiades.
Jn 21,1-6.7.9-10.12-13.15-17.
9.- Aparición a los Discípulos en el monte Tabor.
Mt. 28, 16.17-18.19.
10.- Aparición a más de 500 hermanos juntos.
1Cor.15, 6ª.
11.- Aparición a Santiago.
1Cor.15, 7ª.
12.- Aparición a José de Arimatea
Vita Christi LIV, c75 fol. 199v Col I.
13.- Aparición a San Pablo.
1Cor.15, 8.
14.- De la Ascensión de Cristo nuestro Señor.
Hech 1,3-4. Lc 24,49.50. Hech 1,9.10-11.
Podemos afirmar que los relatos evangélicos concernientes a la resurrección del Señor los podemos agrupar en dos categorías: una, las apariciones a sus discípulos, a los once, quienes van a constituir el cuerpo apostólico en la Iglesia primigenia. La segunda, las apariciones a los familiares y amigos del Señor. Testigos cercanos de su vida y de sus obras28.
28 «El primer tipo de relato implica una irrupción del Señor resucitado en la vida de los once, con un carácter apocalíptico que acentúa la realidad gloriosa del Señor, de tendencia más teológica y que podría centrarse en Galilea. El segundo tipo de relato es más familiar y como hagiográfico, centrado más bien en Jerusalén, que subraya el aspecto sensible. El tipo «Galilea» de la narración permite no reducir al Resucitado a la condición de uno que ha vuelto a la vida de antes: apoyándose sobre el señorío de
El oficio de consolar que Cristo Nuestro Señor trae: entre el gozo y los efectos de la resurrección
Ciertamente, las apariciones son la manifestación del triunfo del Reino de Dios. La vida ha triunfado sobre la muerte, todo pecado ha sido vencido en Jesucristo; Dios al resucitar a su Hijo de la muerte salva a toda la humanidad de su total aniquilamiento. Así, «la divinidad que parecía esconderse en la pasión aparece agora y se muestra tan miraculosamente en la santísima Resurrección»29, manifestando así que Jesús el Cristo es el único Señor.
«Pedir gracia para alegrarme y gozar intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo nuestro Señor»30
Quien ha mantenido aquel grande ánimo y generosidad podrá en la Cuarta Semana de sus Ejercicios Espirituales sentir y gustar la presencia del Resucitado. Desde esta experiencia cobra sentido todo el proceso vivido a lo largo de los Ejercicios y es aquí donde la densidad e intensidad espirituales de los Ejercicios encuentran su punto culmen.
El objetivo de la Cuarta Semana es la contemplación de Jesucristo resucitado31.
Se trata de un gozo radicalmente nuevo. El gozo que nos viene del Señor Resucitado. El ejercitante ha de contagiarse de la alegría y el gozo que de él provienen. Tal es la petición propia para la Cuarta Semana.
Nótese que estamos al final del camino: es gracias al inmenso amor que el ejercitante ha cultivado en las contemplaciones anteriores que ahora sintoniza con la felicidad del Resucitado.
Jesús, describe el encuentro fundamental y fundador de la Iglesia bajo la forma de una irrupción gratuita y definitiva de aquel que ha sido entronizado en el cielo. El correctivo aportando por la presencia familiar del Resucitado entre sus discípulos, propio del tipo «Jerusalén», no proviene sólo de fenómenos extraordinario sino del mismo ser de Jesús; ni es sólo un período de cuarenta días –según Lucas– , sino una nueva era, caracterizada por la presencia del Emmanuel o Dios con nosotros». MIGUEL ÁNGEL FIORITO, S.J., Op. cit., p. 836.
Se ha de pedir con honda y profunda convicción esta gracia. La cual cobra una fuerza especial al comprender que de ella depende la capacidad de mantener la felicidad y la paz ante la adversidad y la desgracia ya sean propias o de otros.
«Los verdaderos y santísimos efectos de la Resurrección»
32
La Resurrección se contempla en sus efectos. San Ignacio propone acceder a la Resurrección mediante la contemplación de las apariciones del Resucitado a aquellos hombres y mujeres tan profundamente desesperanzados. Se trata de captar la nueva presencia en los efectos que ella causa a sus discípulos. Por los efectos queda al descubierto la causa que los produce.
Una mirada a aquel grupo de hombres y mujeres nos lleva a evidenciar en rostros concretos de abatimiento, nostalgia, hondo pesar, llenos de miedo una transformación. ¿Cómo explicar este nuevo comportamiento? ¿Quién hace posible que, quienes ayer estaban decepcionados y abatidos, hoy se comporten en personas valientes y fortalecidas?
Dios se da a conocer de manera efectiva, racional y afectiva tal es la invitación para el ejercitante, comprobar la presencia de Dios al encontrarle y descubrirle en los acontecimientos de su vida.
«El oficio de consolar que Cristo nuestro Señor trae»
33
La manera de contemplar la figura de Jesús en la Cuarta Semana que propone San Ignacio es completamente novedosa. Se trata de ver a Cristo nuestro Señor, en su oficio de consolar.
El oficio de consolar hace referencia explícita a Dios, pues es Dios el único de quien con propiedad nos viene la consolación EE [316, 330]. Ahora bien, aunque se trata del mismo Jesús, ahora está Resucitado, los parámetros son en verdad diferentes al Jesús antes de su muerte. «Su presencia ahora es diferente y nueva, aunque sigue mostrándose
El oficio de consolar que Cristo Nuestro Señor trae: entre el gozo y los efectos de la resurrección expresamente en el contexto de lo que había sido su vida entera. La novedad incuestionable en la Cuarta Semana es «el oficio de consolar» de Jesús que en su vida pública no aparecía de un modo tan determinante y eficaz34.
Queda pues claro, que atribuir a Jesús «el oficio de consolar» implica contemplarlo desde la novedad propia del Resucitado.
Consolar es transformar, tal es la acción del consuelo, dar nuevo sentido a aquello que había producido el desconsuelo. Hacer una nueva lectura y encontrar otro sentido es lo que hacen ahora los discípulos tras el encuentro con el Resucitado.
Pero el «oficio de consolar que trae Cristo nuestro Señor» no se agota en los relatos de las apariciones: a lo largo de la historia Jesucristo continua realizando una acción personal, universal y permanente, con la que acompaña a su Iglesia, animándola y santificándola; sigue ofreciendo a cada hombre y a cada mujer una fuerza con la que siempre podemos contar: la consolación de su Espíritu. Esta actividad consoladora del Señor Resucitado es la que Ignacio propone contemplar. Pedimos la gracia de participar del inmenso gozo de Jesucristo y de la Madre, pero no para quedarnos extasiados e inertes «mirando al cielo» (Cfr. Hech 1, 11), la alegría interior con la que somos consolados nos impulsa a prolongar en nosotros mismos la acción consoladora de Jesús: «El nos consuela… para que nosotros podamos consolar también a los que sufren, con la misma consolación con la que hemos sido consolados (Cfr. 2Cor 1, 3-7)35.
he sido crucificado, vivo yo, más no yo, es Cristo quien vive en mí»
(Gál 2, 19ss)
J J osé
PERSPECTIVA BÍBLICA DE LA RESURRECCIÓN
Introducción o pretendemos aquí presentar análisis exegéticos pormenorizados con el objeto de probar el sentido de un texto o la intención de algunos de los autores neotestamentarios que nos testimonian la fe en la resurrección. El objetivo es más sencillo: aportar cuál es el sentido de la fe en la resurrección según el Nuevo Testamento, con el fin de iluminar la presentación del misterio central de nuestra fe1, dentro de la práctica del «dar» Ejercicios Espirituales ignacianos.
N
En últimas, el interés nuestro como discípulos misioneros que nos servimos del legado espiritual de Ignacio para ayudar a los demás en lo más profundo que los constituye, es profundizar en el fundamento de
* Licenciado en Sagrada Escritura por el Pontificio Instituto Bíblico de Roma. Actualmente Superior de la Comunidad del Juniorado del Sagrado Corazón de Jesús y Profesor de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá 1 «…y si Cristo no ha resucitado, vana es entonces nuestra predicación, y vana también vuestra fe» (1Cor 15, 14).
«Con Cristo he sido crucificado, vivo yo, más no yo, es Cristo quien vive en mí»
nuestra fe y capacitarnos para ser testigos más cualificados de la acción del resucitado en la historia por medio de cada uno de nosotros, como personas y como comunidades religiosas o laicales.
Partimos de la fe en la resurrección.
Esta fe nuestra es real y nosotros, hombres y mujeres de fe, somos historia
Así, pues, ¿qué nos puede interesar saber acerca de la Resurrección de Jesús y de nuestra fe en él, presente y actuante hoy en medio de nosotros? Estoy seguro de no equivocarme si afirmo que muchas de las preguntas que primero nos vienen a la mente tienen que ver con la «historicidad» de la resurrección, pensada ella en términos espacio - temporales y con el mismo carácter histórico de, por ejemplo, la batalla del Pantano de Vargas. Otras afloran también, al plantearnos el problema de cómo es el cuerpo del resucitado, o de qué es lo que autoriza a Pablo a afirmar tan categóricamente que a él también se le apareció el Señor, y cómo se le dejó ver.
Ustedes tienen su propia lista de preguntas e inquietudes. Pero creo que lo mejor es colocarnos aquí y ahora: hombres y mujeres, laicos y laicas, sacerdotes, religiosos y religiosas sinceramente interesados en los Ejercicios Espirituales y en su indudable potencial, experimentado por todos, como camino hacia una auténtica experiencia de Dios y de su Hijo Jesucristo hoy en nuestra realidad concreta. Esta misma ubicación nuestra aquí y ahora nos pregunta precisamente por la posibilidad de esa experiencia de Dios, la nuestra y la que queremos seguir facilitando por medio de los Ejercicios Espirituales.
Partimos, entonces, de una realidad que, a su vez, está constituida por la fe que nos estructura como seres humanos al estilo de Cristo: nuestra existencia cristiana, que es tal por la acción del resucitado en nuestra historia. Es decir, partimos de la fe en la resurrección. Esta fe nuestra es real y nosotros, hombres y mujeres de fe, somos historia. Y desde allí nos formulamos preguntas acerca de la fe que tenemos en la eficacia de Cristo presente en nuestra vida.
José Roberto Arango, S.I.
Presupuestos
La Sagrada Escritura como testimonio de fe
Recordemos, para empezar, que la Sagrada Escritura no es un libro de historia en el sentido moderno de la palabra. El interés de sus escritos no es en primer lugar la fidelidad a acontecimientos ocurridos en el pasado con la pretensión de presentar objetivamente los hechos. Esto no quiere decir que en la Biblia no encontremos acontecimientos que no podamos calificar de históricos o que tengamos que afirmar que los hechos a los que se refieren sus escritos son pura ficción.
Los libros sagrados son ante todo testimonios de la fe de un pueblo en su Dios Yahveh, en muy diferentes momentos de su historia. Israel llegó a entender su historia como una serie de acontecimientos guiados desde el principio, incluso desde antes de que Israel llegara a ser Israel, por la acción invisible y amorosa de Dios, dirigida a concederle a través de todos los sucesos y vicisitudes, la comunión de vida con él estableciendo con ese pueblo una relación íntima que al fin de los tiempos, en el Nuevo Testamento, los creyentes en Jesús supieron descubrir como plena y perfecta en el judío, hijo de María, Jesús de Nazareth, no sin antes haber experimentado, después de su muerte, que su maestro y Señor continuaba inexplicablemente presente en sus vidas, inspirándolos, transformándolos y animándolos a continuar su misma misión de comunión, hecha carne en Él, y ahora en ellos mismos.
Nunca Israel concibió a Dios alejado de la historia sino siempre unido cada vez más profundamente a él en los avatares de sus intrincados acontecimientos. Para Israel Dios está siempre presente dirigiendo su vida. Y es a ese Dios a quien Israel testimonió de muy diversas formas: Himnos, fórmulas de fe, códigos legales, relatos pequeños y grandes de sus propios orígenes y desarrollos históricos, instituciones políticas, etc. Al testimoniar una fe en el Dios que los guiaba en los acontecimientos era imposible prescindir de su propia historia. Pero no buscaban simplemente contar los hechos con objetividad, sino confesar y testimoniar a ese Dios que siempre les salió al paso en todos sus hechos. Se trata, pues de una fe vivida en la historia o de una historia vivida con y desde la fe.
«Con Cristo he sido crucificado, vivo yo, más no yo, es Cristo quien vive en mí»
En consecuencia, tales testimonios preñados de historia, no pueden ser tomados como hechos «objetivamente» narrados y, por tanto, no se puede decir de ellos que sean históricos en el sentido moderno. Pero tampoco se puede afirmar de ellos que no sean reales. Uno es el conocimiento histórico, el que da la ciencia histórica cuando verifica ciertos acontecimientos. Otro es el conocimiento de fe, cuando se dice «Jesús resucitó». Este hecho enunciado es un testimonio de fe y, en cuanto tal, es real para el creyente, pero rebasa el conocimiento histórico. Los hechos enunciados o testimoniados por la fe, son «trans-históricos» y abren la historia a algo diferente a los datos científicos2.
La
afirmación de fe en la resurrección es inseparable de toda la vida de Jesús, en particular del hecho crítico y fundamental de su muerte
Por ello al ponernos delante del testimonio de la fe histórica del Nuevo Testamento en relación con la resurrección de Jesús no podemos esperar que nos hablen testigos oculares del hecho de la resurrección, ni ningún tipo de espectador de tal acontecimiento que nos haga una descripción del mismo, pues se trata de la presencia actuante de Jesús más allá de las dimensiones espacio – temporales3 y, sin embargo, experimentada por hombres y mujeres dentro de esas mismas coordenadas, como efectivamente real.
Pero, al mismo tiempo, tampoco podemos por eso prescindir de la historia para adentrarnos en la fantasía, pues según el carácter de los testimonios bíblicos, la afirmación de fe en la resurrección es inseparable de toda la vida de Jesús, en particular del hecho crítico y fundamental de su muerte. En otras palabras, la experiencia de la resurrección de Cristo supone una tradición histórico – testimonial dentro de la cual surge, a saber, el desarrollo del pensamiento judío acerca de la muerte y de
2 Cfr., XAVIER LÉON-DUFOUR, Resurrección de Jesús y mensaje Pascual, Salamanca 31978, 266-267.
3 Cfr., C. BRAVO, El fundamento de la fe de Pascua, Notas de estudio, 2ª edición revisada, -sin fecha-, p. 4.
José Roberto Arango, S.I.
una vida más allá de ésta, como lo veremos más adelante, a lo cual se sumó la experiencia con el Jesús histórico4.
La antropología bíblica
Para expresar nuestra fe decimos que creemos en que Cristo Resucitó. Al emplear la palabra «Resurrección» nos ubicamos inmediatamente en una tradición específica que es la del Antiguo Testamento y, por tanto, también en su concepción de hombre dentro de la cual se comprendía de una manera singular dicha categoría.
En cuanto a tal concepción bástenos decir aquí que para la antropología bíblica el hombre es un ser unitario y no está formado por dos principios separables: cuerpo y alma. El hombre es un cuerpo espiritual o un alma corpórea5. El cuerpo, pues, «es el hombre mismo en cuanto se exterioriza; el hombre, en efecto, se manifiesta entero a través del alma, la carne, el espíritu, el cuerpo»6. Así, pues, no puede pertenecer a esta concepción la afirmación, que nos es todavía muy común, de que después de la muerte el alma de la persona va al cielo y el cuerpo se queda en la tierra. Esta concepción es deudora de la mentalidad dicotómica griega y, como nuestra fe se inculturó en el mundo griego, los creyentes fueron tomando también esta manera de entender al ser humano.
De estas dos concepciones resultan dos formas diferentes de entender la resurrección: para el griego la resurrección consistiría en la reanimación de un mismo cadáver, o de otro, como sería el caso de la reencarnación. Para el judío el individuo en su totalidad (la nefesh - alma), él mismo, al morir, va al sheol a una vida disminuida separado de Dios, pero con una cierta forma de supervivencia, ya que popularmente se creía que era posible consultar a los muertos o evocar el espíritu de ciertos personajes como Samuel; allí en el sheol el individuo espera inerte el último día cuando Dios lo rescatará de allí7 en su integralidad.
4 Cfr. C. BRAVO, Op. cit., p. 4 y 41.
5 Ibíd., p. 15.
6 ROBINSON H.W., Hebrew Psichology (1925), 363; Inspiration and Revelation in the Old Testament, Oxford 1946, 70; citado por X. Léon-Dufour, Op. cit., p. 57.
7 Cfr. C. BRAVO, Op. cit., p. 12.19.
«Con Cristo he sido crucificado, vivo yo, más no yo, es Cristo quien vive en mí»
La procedencia de la categoría «Resurrección»
La fe en la Resurrección en el Nuevo Testamento se remonta explícitamente al Antiguo. Pablo, al transmitir la tradición que él recibió dice que Cristo «fue resucitado al tercer día, según las escrituras»8. Todo lo referente a Cristo, a sus padecimientos y entrada en la Gloria lo explica el compañero de camino a los discípulos entristecidos y desilusionados que se dirigen a Emaús, basándose en Moisés y los profetas9, es decir, en el Antiguo Testamento.
En efecto, algunos textos veterotestamentarios tardíos nos muestran una evolución en cuanto al pensamiento de Israel sobre la vida más allá de la muerte. Esos textos afirman que el poder de Dios alcanza el sheol, o sea, que ya se ve que la incomunicación de Dios con el reino de la muerte terminará. Dos textos nos ilustran lo anterior:
¿Adónde me iré de tu Espíritu, o adónde huiré de tu presencia? Si subo a los cielos, he aquí, allí estás tú; si en el Sheol preparo mi lecho, allí estás tú10 .
«Pues tú tienes el poder sobre la vida y sobre la muerte, haces bajar a las puertas del Hades y de allí subir» 11 .
Dios, pues, alcanza con su acción vivificante el reino de los muertos. «Dios hace morir y hace vivir»12. Este poder divino es una preparación indirecta de la fe en la resurrección13.
Sin embargo, sólo después del exilio en Babilonia Israel desarrolló un pensamiento explícito sobre la resurrección, en sentido aproximado al del Nuevo Testamento, y en relación con el individuo, asunto que no se planteaba antes, pues las promesas divinas eran relacionadas con todo el pueblo, de manera que la problemática individual carecía de sentido. El hombre muere, pero el pueblo permanece.
8 1Co 15, 4.
9 Cfr Lc 24, 26-27.
10 Sal 139, 7-8.
11 Sab 16, 13.
12 1Sm 2, 6.
13 C. BRAVO, Op. cit., p. 13.
José Roberto Arango, S.I.
En el siglo II A.C. se habla de resurrección, no simplemente en el sentido de retorno a la existencia terrena, como se concebía antes, sino en el sentido de una vida nueva. A esta concepción se llegó por una experiencia particular: En tiempo de Antíoco Epifanes, hacia el año 167 A.C. muchos judíos morían confesando su fe. Dios es justo y no podía dejar en el sheol a quienes habían muerto dando testimonio de su alianza. El segundo hijo macabeo le decía al rey: «Tú, criminal, nos quitas la vida presente. Pero el Rey del mundo nos resucitará a una vida eterna a nosotros que morimos por sus leyes»14. A esta convicción se llega no solamente por el horror que están viviendo y que debería tener algún sentido puesto que se asumía por la ley divina, sino sobre todo por la fe en el Dios creador, con quien la madre de esos héroes vincula ahora explícitamente la resurrección, según lo dice en las palabras con que consolaba a sus hijos: «Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia…»15.
Se habla de resurrección, no simplemente en el sentido de retorno a la existencia terrena, como se concebía antes, sino en el sentido de una vida nueva
Esta experiencia particular de los mártires probablemente fue un factor determinante que llevó la fe a la certeza de que los muertos, en el último día, «despertarán: unos para la vida eterna, otros para el horror eterno»16.
Examinando el Antiguo Testamento se puede observar cómo el vocabulario de la resurrección se fue formando con el paso de las experiencias y las sucesivas interpretaciones, todas a la luz del Dios Creador que comunica vida y nunca muerte: él hace revivir, resurgir, ascender, despertar17.
14 2Mac 7, 9.
15 2Mac 7, 23. Cfr. XAVIER LÉON-DUFOUR, Op. cit., p. 57. 58. C. BRAVO, Op. cit., p. 17-18.
16 Dan 12, 1-3. Cfr. XAVIER LÉON-DUFOUR, Op. cit., p. 59.
17 Cfr. XAVIER LÉON-DUFOUR, Op. cit., p. 58.
«Con Cristo he sido crucificado, vivo yo, más no yo, es Cristo quien vive en mí»
El terreno estaba preparado para poder formular la experiencia trascendental de la nueva presencia solidaria del crucificado en la vida de los primeros creyentes con la fórmula: Dios resucitó a Jesús de entre los muertos. La resurrección se esperaba para el fin de los tiempos, pero al ser aplicada tal categoría a un momento del tiempo, se pasó de lo escatológico a lo histórico: «un hecho anunciado para el fin de los tiempos tuvo lugar en el curso del tiempo»18.
Los primeros Testimonios de la Resurrección19
Pocos años después de la muerte de Jesús, entre los años 35 y 42, comienzan a aparecer los primeros testimonios de la fe en la Resurrección. La forma que van tomando estas tradiciones es variada: primero, fórmulas de fe e himnos, a los cuales se sumarían los relatos de aparición a partir del año 65 aproximadamente con el evangelio de Marcos; entre el 70 y el 80, con Mateo y Lucas, y hacia el año 100 con el evangelio de Juan.
Las fórmulas de fe son tal vez las más numerosas. Se trata de confesiones de fe que afirman el hecho de la resurrección de Cristo. Unas tienen como sujeto de la acción a Dios mismo, otras a Cristo como sujeto activo y otras como sujeto pasivo. Tales fórmulas están dirigidas a responder a necesidades vitales de los creyentes: instruir a los neófitos, asegurar la autenticidad de la fe y proclamar en la liturgia la unanimidad de los participantes20. Veamos algunos ejemplos:
…porque si confiesas con tu boca a Jesús por Señor, y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo21 .
Y Dios, que resucitó al Señor, también nos resucitará a nosotros mediante su poder22 .
18 Ibíd., p. 63. Cfr. G. Lohfink, La resurrección de Jesús y la crítica histórica: Selecciones de Teología Vol. 9, no. 33 (Enero-Marzo 1970), 131.138.
La anterior fórmula en estilo narrativo es la primera en aparecer. El resto del Nuevo Testamento hace referencia a esta fórmula pero transformándola en gran medida23.
La afirmación de que Dios resucitó a Jesús de la muerte es una nueva afirmación sobre Dios y, por tanto, expresa una nueva experiencia trascendental de Dios que irrumpe inaugurando el fin de los tiempos en el mundo con la llegada de una vida participable a todos24.
La fórmula cristológica simple, es decir, la que tiene a Cristo como sujeto activo, suena así:
Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios traerá con Él a los que durmieron en Jesús25 .
No es este el espacio para realizar un análisis del contexto en que se encuentran las anteriores fórmulas26. El propósito nuestro es simplemente mostrar cómo comienzan a expresar los primeros creyentes su experiencia de encuentro con Jesús, el Cristo, más acá de su muerte y, por lo tanto, a experimentarlo vivo y continuador de su misión en ellos.
Ejemplo de las fórmulas que tienen a Cristo como sujeto pasivo es 1 Co 15, 3-8, uno de los testimonios más antiguos e importantes. Esta carta de Pablo ha sido datada por los estudiosos de los escritos paulinos entre los años 55 y 56. Pablo transmite a los corintios una tradición que él recibió. Dice así:
3 Porque yo os entregué en primer lugar lo mismo que recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras;
4 que fue sepultado y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras;
5 que se apareció a Cefas y después a los doce;
6 luego se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, la mayoría
23 Cfr. GUSTAVO BAENA, Fenomenología de la Revelación. Teología de la Biblia y Hermenéutica, Estella (Navarra) 2011, 767.
24 Cfr. C. BRAVO, Op. cit., p. 35.
25 1Tes 4, 14.
26 Cfr. GUSTAVO BAENA, Op. cit., p. 775-780.
«Con Cristo he sido crucificado, vivo yo, más no yo, es Cristo quien vive en mí»
de los cuales viven aún, pero algunos ya duermen; 7 después se apareció a Jacobo, luego a todos los apóstoles, 8 y al último de todos, como a uno nacido fuera de tiempo, se me apareció también a mí.
Esta tradición anterior a Pablo podría ser de entre los años 35 a 42, dependiendo de si su origen es palestino o antioqueno27. Esta tradición contiene dos expresiones paralelas, una sobre la muerte y otra sobre la resurrección. Nos centraremos en la segunda que es el interés de esta exposición.
El verbo con el cual se afirma la resurrección quiere decir literalmente «despertar» o «despertarse» (egeirein). El verbo es utilizado en voz pasiva y, por tanto, significa literalmente que Cristo ha sido despertado. En este caso, según la mentalidad semítica, se da a entender que el sujeto activo de la acción es Dios: Dios resucitó a Jesucristo. Sin embargo la forma pasiva podría entenderse también en sentido medio: «Cristo se ha despertado»; en este caso Cristo habría estado activo en su resurrección28.
Pero más importante es el tiempo verbal utilizado, pues con el tiempo perfecto («ha sido resucitado») Pablo está proclamando que Cristo está hoy resucitado, como efecto de una acción ocurrida en el pasado, su Resurrección. Lo que interesa, pues, no es tanto el hecho pasado al que se alude con ese tiempo verbal, sino el nuevo estado y presencia del Señor presente hoy, resultado de lo anterior. Lo que importa es la actualidad del resucitado aquí y ahora.
Hay dos precisiones acerca del hecho mencionado e interpretado: sucedió al tercer día y según las escrituras. Con la primera no se fija una fecha, sino que comunica ya una interpretación del hecho: «la resurrección de Jesús es el acontecimiento capital, lo que, en sentido pleno equivale a escatológico»29, es decir lo último y definitivo que Dios ha realizado en la historia de la humanidad. Lo que nos queda no es otra cosa que
27 Cfr. XAVIER LÉON-DUFOUR, Op. cit., p. 43.
28 Ibíd., p. 44.
29 Ibíd., p. 46.
José Roberto Arango, S.I.
acoger ese acontecimiento y dejarnos introducir en él con toda nuestra realidad personal, social, comunitaria y cósmica.
Ya hemos aludido a lo que contiene la expresión «según las escrituras» cuando hablamos del contexto histórico – tradicional en el que se enmarca la resurrección de Cristo: así se da cumplimiento a las promesas del Antiguo Testamento y se muestra la fidelidad de Dios en procurar, a través de los sucesos históricos, la salvación, ahora no solamente para Israel sino para todo hombre y mujer en forma integral, mostrando, en continuidad con la fe en el Dios de Israel, pero en forma definitiva, la cercanía incondicional y radical de Dios con cada ser humano.
Cristo no murió por sus pecados, sino por los nuestros, para transformarnos participándonos de su vida
Demos un paso más: la fórmula menciona también la muerte de Jesús. Pero con la mención sucesiva de la resurrección de aquel que murió en forma brutal, se explica su sentido que le llega no por sí misma, sino por la fe en la resurrección: Cristo no murió por sus pecados, sino por los nuestros, para transformarnos participándonos de su vida. Así, pues, la resurrección de Cristo es, no sólo un hecho del pasado que se deja sentir en el presente por las apariciones, sino «la respuesta de Dios que declara redentora la muerte de Jesús… la acción de Dios al resucitar a Jesús es una acción salvífica que concierne a todos los hombres… la salvación es una consecuencia de la resurrección»30. Y esa salvación se experimenta en la actualidad de la comunidad corintia, como lo quiere resaltar Pablo.
El testimonio de Pablo al recoger aquí la tradición e interpretarla usando el verbo en perfecto, nos coloca en forma plena en el curso de la historia, porque la resurrección está inserta en una sucesión de acontecimientos: muerte y sepultura, resurrección y apariciones. Al mismo tiempo, estos acontecimientos están comprendidos en el designio divino: «según las escrituras». Además se ve claro el interés de la comunidad: la
30 Ibíd., p. 47-48.
«Con Cristo he sido crucificado, vivo yo, más no yo, es Cristo quien vive en mí»
historia actual de los hombres, referida constantemente al testimonio dado sobre Cristo muerto y resucitado31.
Finalmente, la fe de los primeros creyentes, que mediante fórmulas respondió a la necesidad que tenía de afirmación del hecho de la resurrección, también sintió la exigencia de expresarse de forma diferente a las fórmulas que precisaban la fe de la primitiva comunidad y aclamó a Cristo en los himnos como el Señor exaltado y glorificado por Dios.
Destaca entre estos el de Flp 2, 6-11 en el cual, después de hablar del despojo y anonadamiento de Cristo, contrapone la humillación hasta la muerte (v.8) a la exaltación que es inmediatamente glorificación (v.9). Aquí no hay resurrección después de la muerte y sepultura, sino el inmediato acceso al señorío universal. Lo que importa es el señorío y la gloria de Jesucristo. Obviamente, aunque el autor no lo dice, se supone la resurrección.
La exaltación y glorificación de Cristo es la otra línea de afirmaciones que tienen que ver con el mismo hecho de la resurrección32 y que señalan el estado de Cristo luego de su vida terrena, de su muerte y resurrección. La comunidad primitiva ha expresado el encuentro con Cristo viviente de dos formas, afirmando el hecho de la resurrección de Cristo o afirmando su estado actual, exaltado al cielo y constituido Señor y Cristo. Estas afirmaciones manifiestan una experiencia real de los discípulos y comunican un Cristo que, glorioso y exaltado junto a Dios, se deja ver vivo y actuante en medio de su comunidad. Ese es el hecho misterioso que nosotros, dentro de la tradición en la que hemos recibido nuestra fe, denominamos resurrección.
Los relatos de aparición
Al comunicar Pablo el evangelio recibido como tradición afirma dentro de la misma secuencia, que se dejó ver a Cefas, a los doce, a quinientos hermanos, a Santiago y finalmente a él mismo33.
31 Ibíd., p. 49.
32 Iídb., p. 67-71. Otros himnos y textos son: 1Tim 3, 16; Ef 4, 7-10; Rom 10,5-8; 1Pe 3, 18-22; 4, 6.
33 Cfr. 1Co 15, 5-8.
José Roberto Arango, S.I.
A la afirmación del hecho fundamental de la muerte, sepultura y resurrección de Cristo le siguen las apariciones. Estas son, entonces, la forma expresión del contacto real del crucificado - resucitado con sus discípulos. No nos vamos a detener en cada una de ellas ya que no habría suficiente tiempo y tampoco sería interesante para lo que pretendemos con esta exposición. Queremos, en cambio, mostrar qué comunican tales relatos y cuáles son las consecuencias en la vida de la comunidad creyente, no solo en la comunidad primitiva sino, y sobre todo, en nosotros como seguidores actuales de Jesucristo.
Las apariciones llamadas oficiales por Léon-Dufour, porque tienen alcance eclesial, suceden unas en Jerusalén34, otras en Galilea (Mt; según el anuncio de Mc) o en el lago de Tiberíades35 (Jn 21). Hay algunas apariciones denominadas privadas, pues se refieren a personas individuales: a las santas mujeres (Mt) o a María Magdalena (Jn y Mc) y a los discípulos de Emaús (Lc y Mc)36.
El interés de las apariciones está centrado en comunicar y aclarar la realidad interna del acontecimiento pascual, más que en hacer una descripción externa37. En general, aunque con los acentos particulares propios de cada evangelista, las apariciones tienen un esquema bastante reconocible: Iniciativa del resucitado, reconocimiento de Jesús, el crucificado, y misión.
Durante la relación que los discípulos de Emaús hacen a los once acerca de su experiencia por el camino, cuando aún estaban hablando de eso, «…él (el Señor) se presentó en medio de ellos…»38. Así mismo, cuando las mujeres con miedo pero gozosas, salieron del sepulcro a contar la noticia de la resurrección a los discípulos, Jesús les salió al encuentro39. La iniciativa del resucitado nos muestra que la experiencia de los discípu-
34 Cfr. Lc 24, 36-53, Mc 16, 9ss y Jn 20, 19-29; dos veces.
35 Cfr. Jn 21.
36 Cfr. XAVIER LÉON-DUFOUR, Op. cit., p. 136-137.
37 Cfr. G. LOHFINK, Op. cit., p. 135.
38 Lc 24, 36.
39 Cfr. Mt 28, 9.
«Con Cristo he sido crucificado, vivo yo, más no yo, es Cristo quien vive en mí»
los no es una invención, sino que Jesús interviene en medio de personas que no lo esperaban y pone de relieve el aspecto pasivo de las apariciones.
Además, no se trata de un espíritu o de un fantasma, como ellos pensaron al inicio. Jesús se hace reconocer de diferentes maneras: muestra sus heridas, o come con ellos o ante ellos. «Soy yo mismo»40, les dice. Sin embargo, al mismo tiempo que tienen con él esa familiaridad, Jesús aparece como compañero de viaje (Emaús), o como el hortelano, o como un hambriento más a la orilla del lago41, pero luego misteriosamente desaparece, una vez que ha sido reconocido como el mismo Jesús. El resucitado es un ser corpóreo. La aparición no es una alucinación sino una auténtica realidad.
Los discípulos dirigen su mirada al pasado de su experiencia con Jesús y de su tradición que ubica el acontecimiento dentro de los designios de Dios siendo referidos a las escrituras42; pero esa mirada surge desde un presente de nueva actualidad de su Señor que experimentan como cumplimiento.
La mirada, sin embargo, no se ancla en el pasado: se dirige luego al futuro. No hay que quedarse tampoco embelesados con la experiencia presente. Es preciso obedecer al envío de aquel que se ha hecho ver y oír de nuevo: «E id pronto, y decid a sus discípulos que Él ha resucitado de entre los muertos»43. De esta forma Jesús, experimentado como vivo más acá de su muerte, transforma a los discípulos haciéndolos abandonar sus nostalgias del pasado y cambiar sus desilusiones en ardor presente que los impulsa a la misión, como de manera fina lo muestra el relato de los discípulos de Emaús. El resucitado da origen a la comunidad de creyentes, a la Iglesia, a partir del gozo experimentado por su presencia transformadora en ellos que los capacita para comunicar la buena noticia. «Las apariciones tienen como fin fundar la Iglesia»44.
40 Lc 24, 39.
41 Cfr. Jn 20,15; Jn 21,5.
42 Cfr. Lc 24, 26-27; 44-47.
43 Mt 28, 7.
44 XAVIER LÉON-DUFOUR, Op. cit., p. 157.
José Roberto Arango, S.I.
Pero el Señor no abandona a los misioneros. Jesucristo en persona es quien anima la misión eclesial, el Emmanuel es ahora realidad hasta el fin de los tiempos45. Él dice a sus discípulos: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo»46, luego de darles el encargo que de manera solemne presenta Mateo en su relato de aparición en un monte en Galilea47. Lucas, debido a su esquema teológico, ve esa animación como obra del Espíritu que el resucitado promete y, por tanto, no se confía la misión sino que se anuncia para un futuro muy próximo. De allí que, al comenzar su segundo libro, los Hechos de los Apóstoles, Lucas relata la venida del Espíritu Santo que es el Señor como lo afirma Pablo48.
La misión consiste en continuar el movimiento iniciado, pues el Señor exaltado que se manifiesta repentinamente, les encarga a los once que hagan discípulos mediante el bautismo (vivir la misma vida de Cristo, muerto y resucitado), y la enseñanza, que no es una doctrina, sino la guía hacia el contacto personal con el señor49. La Iglesia, pues, queda constituida ante todo como una comunidad de discípulos creyentes en Jesucristo vivo y operante en la actualidad de todos sus tiempos, constantemente referida a su propia tradición donde percibe su ser y hacer como designio divino según las Escrituras y conforme a las palabras mismas de Jesús50, y que, por lo tanto, como su Señor de Nazareth, se olvida de sí misma, entregando su vida convencida de que es la única manera de vivir verdaderamente y para siempre, y así participar de la Gloria de aquel que es el camino y que ahora, desde la meta a la que Él llegó, pero siempre presente en medio de su comunidad, la anima y la capacita para tal misión, siendo ésta ya, participación de la vida divina.
Por tanto, los discípulos tienen un papel fundamental: son los testigos de la presencia del resucitado y en eso consiste su misión51. Tal misión supone, entonces, el encuentro personal con el resucitado y la experiencia de Jesucristo como el viviente siempre presente. Sin esta
45 Cfr. XAVIER LÉON-DUFOUR, Op. cit., p. 154.
46 Mt 28, 20.
47 Cfr. Mt 28, 16ss.
48 Cfr. 2Co 3, 17.
49 Cfr. XAVIER LÉON-DUFOUR, Op. cit., p. 212.
50 Cfr. Mc 16, 7; Mt 28, 6.
51 Ibíd., p. 218.
«Con Cristo he sido crucificado, vivo yo, más no yo, es Cristo quien vive en mí»
experiencia es imposible el testimonio. En otras palabras, sin la aparición de Jesús en la vida del discípulo no hay posibilidades de ser verdadero testigo. Pero no basta una aparición privada. Esta experiencia debe ser común y compartida como es el resultado de la aparición a los discípulos de Emaús52. Lo que permanece en el tiempo es la actividad testimonial de los creyentes. Las apariciones son sólo un momento del mensaje pascual53, a no ser que, como lo hemos insinuado, veamos en la experiencia de la presencia de Jesucristo en nuestra historia concreta, las apariciones que enraízan nuestra vida en la misma vida divina, en el encuentro personal con el resucitado, lo único que puede producir la fe y una vida al estilo de Jesús.
Lo que permanece en el tiempo es la actividad testimonial de los creyentes
Ahora bien, las apariciones o experiencias del resucitado tienen una condición que las hace posible: el afecto por aquel a cuyo lado estuvieron y a quien recuerdan con profundo cariño, como nos los muestra la nostálgica respuesta de los discípulos de Emaús al repentino compañero de camino: «… nosotros esperábamos que él fuera el redentor de Israel… pero ya van tres días…»54 o cuando, luego de desaparecido Jesús de su presencia, una vez que lo han reconocido al partir el pan, los dos discípulos caen en la cuenta: «¿No ardía nuestro corazón cuando nos hablaba por el camino y nos explicaba las escrituras?»55. Sin esa conexión vital con el Señor, sin una cierta familiaridad con él en la propia vida, la experiencia transformante del resucitado no habría sido posible, pues el reconocimiento la supone. Se trata de volver a conocer a aquel con quien habían compartido en la vida corriente y que ahora se veía de nuevo, de manera misteriosa pero real, logrando la transformación que antes no había sido posible: se les abrieron los ojos, antes cerrados por estar solamente anclados en el pasado. Esta misma insistencia en el amor lo pone de relieve Jn 21, 7 cuando anota que fue el discípulo a quien Jesús amaba quien exclamó: «Es el Señor».
52 Lc 24, 34-35.
53 Cfr. XAVIER LÉON-DUFOUR, Op. cit., p. 223.
54 Lc 24, 21.
55 Lc 24, 32.
José Roberto Arango, S.I.
El relato de Jn 20, 11-18 nos confirma magníficamente la importancia del amor en este hondo encuentro con Cristo vivo. María Magdalena, llorando, busca a su Señor, a quien se han llevado y quiere saber a dónde para llevárselo ella. Solo su nombre, pronunciado tantas veces por Jesús, la hace reconocer al Maestro. Hay aquí una atmósfera de amor entrañable que evoca a la amada del Cantar de los Cantares buscando a su amado:
En mi cama, por la noche, buscaba al amor de mi alma: lo busqué y no lo encontré. Me levanté y recorrí la ciudad por las calles y las plazas, buscando al amor de mi alma; lo busqué y no lo encontré. Me han encontrado los guardias que rondan por la ciudad: ¿Vieron al amor de mi alma? Pero apenas los pasé, encontré al amor de mi alma, lo agarré y ya no lo soltaré56 .
Este amor, tan delicadamente expresado en el relato de Juan, no se queda embelesado y estático. Aquí María, a diferencia de la amante de Cantares, tiene que soltar al Señor para recibir y cumplir la misión pascual que pone de relieve la hermandad de Jesús con los discípulos y de éstos entre sí, basada en una paternidad común: «Suéltame porque todavía no he subido al Padre; pero ve a mis hermanos, y diles: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios»57. Se trata de reconocer al Señor para más amarle y seguirle.
Un aspecto final. Jesucristo, en su nuevo estado de eterno viviente junto a su comunidad, es el consolador. En griego esta palabra es parakletós, es decir, paráclito, como es llamado el Espíritu Santo58. Según Pablo, el
56 Cant 3, 1-4.
57 Jn 20, 17.
58 Cfr. Jn 14, 26; 15, 26; 16, 7.
«Con Cristo he sido crucificado, vivo yo, más no yo, es Cristo quien vive en mí»
Espíritu es el Señor59. Paráclito es el que es llamado al lado de alguien (del verbo parakaleo; ad-vocatus)60; en el uso corriente, es el abogado defensor que se pone del lado del judicializado. Pero si lo miramos en este lenguaje teológico en el que nos movemos, Jesucristo resucitado, es decir, el Espíritu, es el verdadero paráclito, o sea, el Dios con nosotros, solidario61 con el ser humano, que está a nuestro lado acompañando de manera eficaz nuestra propia vida de testigos, configurando nuestro ser y hacer a la vida misma suya y, por tanto, siendo causa de nuestra auténtica felicidad que se siente en la alegría y gozo, como se pone de manifiesto en las apariciones a las mujeres y a los once62. El oficio de consolador que Jesús resucitado trae no consiste en una palabra vacía o una frase de cajón para distraernos momentáneamente, sino que es su presencia eficaz que nos pone en el camino, la verdad y la vida que es él mismo constituyéndonos, a medida que avanzamos en él, en verdaderos hijos de un mismo Padre y, por tanto, hermanos entre nosotros. Ésta es la fuente del profundo gozo, signo inconfundible para Ignacio de la acción del buen Espíritu.
El caso de Pablo
Los relatos de apariciones confluyen en su mayoría en la misión de la comunidad primitiva. Lo que interesa a los autores es dar razón del presente de sus respectivas comunidades, es decir, interpretar desde la fe, la nueva experiencia trascendental que han tenido después de la muerte de Jesús, pues han acontecido en ellos transformaciones radicales.
Este punto concreto de experiencia es para nosotros de un interés central, ya que el lenguaje de las apariciones y la realidad que tratan de comunicar no dejan de tener un sabor un tanto lejano e inaccesible. Al
59 Cfr. 1Co 3, 17-18.
60 Cfr. XAVIER LÉON-DUFOUR, Op. cit., p. 643.
61 Es el Emmanuel, el Dios Yahveh que comunica a Moisés quién es Él diciendo cómo se va a mostrar al revelar su nombre en Ex 3, 14: Yo soy el que estoy ahí (para ustedes); y no esa definición ontológica de su esencia como se suele entender la traducción «Yo soy el que soy». Es más bien su forma de estar: siempre presente en forma activa y eficaz (Cfr. G. VON RAD , Teología del Antiguo Testamento. I. Teología de las tradiciones históricas de Israel , Salamanca: Sígueme, 5 1982, 235). Ahora el resucitado lo revela definitivamente actuante y solidario.
62 Cfr, Mt 28,8; Lc 24, 41.52.
José Roberto Arango, S.I.
fin de cuentas, ¿qué fue lo que exigió de los discípulos y discípulas de Jesús una interpretación ulterior de su experiencia pasada con Jesús, de la pasión y muerte de su Señor y de su tradición histórica judía? Algo del todo nuevo aconteció en ellos y se les plantó en su interior reclamando la búsqueda de un nuevo sentido para lo que resultaron viviendo después de un tiempo de la muerte de Jesús.
Ese algo, será precisamente el punto de contacto para nosotros poder sintonizar con la fe pascual. Esa experiencia vivida por los primeros testigos pascuales puede ser accesible a nosotros, nos puede resultar más cercana y más familiar de lo que podemos imaginar. En efecto, ante el prendimiento de Jesús, todos sus discípulos lo abandonaron63. Al pie de la cruz quedaron unas fieles y solidarias mujeres. Los demás huyeron llenos de temor. Pero después de un tiempo, vemos de nuevo a esos mismos discípulos predicando valientemente que Jesucristo, a quien habían ajusticiado los romanos invasores presionados por las autoridades judías, había resucitado y ellos daban testimonio de ello. Una transformación radical había ocurrido.
Incluso en los mismos relatos de apariciones se da a entender el cambio en las mujeres y en los discípulos, quienes, al comienzo temerosos y llenos de miedo, aparecen luego llenos de gozo y corriendo alegres a dar la buena noticia. Lo mismo pasó con los discípulos de Emaús: de no poder identificar a quien se les acercaba por el camino porque sus ojos estaban velados, pasan a abrírseles y reconocerlo al partir el pan y a regresar a la peligrosa Jerusalén a anunciar la verdad de la resurrección64.
La experiencia clave es la transformación. Esa es la acción del resucitado en la historia. El caso de Pablo nos guía, a mi manera de ver, para entroncar en nuestras propias historias con la experiencia de Jesucristo vivo y actuante en nosotros hoy, a través de las propias transformaciones y cambios no calculados, y por ello percibidos como pura gratuidad.
«Con Cristo he sido crucificado, vivo yo, más no yo, es Cristo quien vive en mí»
El acontecimiento de Damasco fue comprendido por Pablo como una típica experiencia pascual o aparición pascual. Por ello su testimonio es el primero y único de primera mano sobre una aparición del resucitado y nos ilustra y conduce al contenido real de las otras apariciones a las mujeres, a los once y a los demás discípulos65.
Pablo le comunica a los gálatas la forma como él era conocido en el ambiente de entonces: «Pero todavía no era conocido en persona en las iglesias de Judea que eran en Cristo; sino que sólo oían decir: El que antes nos perseguía, ahora predica la fe que en un tiempo quería destruir»66. De Pablo se conocía su celo por la fe judía y su sistema de salvación a través de la ley de Moisés que estaba siendo puesta en peligro por otro sistema salvífico, el de la salvación ofrecida en Cristo al margen de esa ley y por la fe en el Señor. Pero también se tenía noticia del ahora del mismo fariseo celoso: ha pasado a ser un predicador de la fe que perseguía.
Su conversión no aconteció después de un proceso de instrucción sobre la fe cristiana, sino precisamente cuando aún se encontraba en plena actividad persecutoria de lo que él veía como amenaza para el más puro judaísmo.
…el resucitado se le manifestó [a Pablo], cuando en nombre de su Dios, el Dios de Israel y para defender la justicia de la ley, perseguía hasta querer exterminar la comunidad cristiana de Damasco; y en ese mismo momento Pablo acogió al resucitado, seguramente movido por el testimonio de la cruz de los perseguidos. Es decir, el Dios de Israel, en cuyo nombre persiguió a la comunidad cristiana, ese mismo Dios se le manifestó en el rostro de su propio adversario, Jesús el crucificado resucitado67.
El relato de la conversión de Pablo en el camino de Damasco, según Hechos de los Apóstoles, pone de presente esta realidad completamente novedosa cuando refiere las palabras que oyó Pablo, todavía caído
65 MUßNER, F., Der Galaterbrief, Herder, Friburgo-Basilea-Viena 1874, 84; cit. por GUSTAVO BAENA, Op. cit., p. 594.
66 Gal 1, 22-23; cfr. 1Co 15, 9-11; Flp 3, 3-20; Gal 1, 13-16. GUSTAVO BAENA, Op. cit., p. 560.
67 GUSTAVO BAENA, Op. cit., p. 561-562.
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por tierra enceguecido por una luz: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y él dijo: ¿Quién eres, Señor? Y Él respondió: Yo soy Jesús a quien tú persigues»68. Jesucristo, a quien perseguía en la persona de sus creyentes, se le aparece en el rostro de sus víctimas. Pero Pablo no perseguía a Cristo, quien había sido crucificado años atrás, sino a sus seguidores. La comprensión de ese acontecimiento de conversión pone de manifiesto que en sus seguidores, ahora crucificados por la persecución, estaba resucitado Jesucristo. Esta realidad inesperada, del todo gratuita y contraria a todo cálculo humano, dejó a Pablo primero sin la luz suficiente para entenderla, y, luego, con la iluminación que lo condujo a la comprensión que se fue abriendo paso en él.
Pablo interpreta su propia conversión y la conversión de los creyentes, haciendo un uso llamativamente escaso de la terminología usada para conversión y perdón de los pecados en el Antiguo Testamento, que sin embargo, es bien acogida en el resto del Nuevo Testamento. Esto se debe, con toda seguridad, a la comprensión que Pablo tiene de la novedosa acción del resucitado en él mismo y especifica, dejando de lado tal terminología conocida, que lo acontecido fue una transformación radical de la persona y que eso mismo acontece en el cristiano, gracias al poder del resucitado. ¿Por qué procedió Pablo así? La única explicación es que en el acontecimiento de Damasco Pablo comprendió que Dios, su Dios Yahveh, en cuyo nombre perseguía la Iglesia, «estaba en Cristo»69 y, por tanto, en todo hombre, en aquellos a quienes perseguía. La consecuencia es que la relación de Dios con el hombre no es por medio de la ley, sino por la inmediatez de Dios en la persona. Eso fue lo que aprendió por revelación en ese momento de inmediatez de Dios y su Hijo Jesús en el mismo Pablo, y que ahora la salvación es gratuita y se acoge por la fe al acoger de esa misma forma al Hijo en sí mismo. Esto implica que la persona queda convertida por la acción directa de Dios, y, por tanto, está perdonada y liberada del pecado70. A una experiencia completamente novedosa para Pablo, correspondía necesariamente una expresión igualmente nueva.
68 Hch 9, 4-5; cfr. 22, 7-8; 26, 14-15.
69 2Co 5, 19.
70 GUSTAVO BAENA, Op. cit., p. 580-584.
«Con Cristo he sido crucificado, vivo yo, más no yo, es Cristo quien vive en mí»
El resultado, pues, de la aparición del Resucitado según Pablo, es la transformación de su persona y de su mentalidad y, como él, de todo creyente, reproduciendo la imagen de su Hijo71. Lo que realmente sucede primero es tal transformación y cambio, y luego viene la necesidad de entender y explicar lo sucedido: entonces Pablo echa mano de las categorías conocidas: revelación, ver a Jesús, aparición.
De aquí se sigue que la experiencia del Resucitado hoy, para nosotros los creyentes, en nuestra existencia cristiana, se vive y acoge en los acontecimientos que nos transforman y nos impulsan a ser seguidores de Jesucristo, reproduciendo en nuestra historia los rasgos del entregado total e incondicionalmente hasta la muerte en cruz. Para esto es el mismo Resucitado quien nos cambia y nos capacita.
El poder del Resucitado consiste en colocar a la persona en la misma actitud de
Jesús de Nazareth
Tal experiencia de transformación lleva a la persona a considerar ese encuentro con Cristo resucitado y sus efectos como el tesoro encontrado en el campo, por el cual vale la pena entregarlo todo para adquirirlo72, y conduce a considerar todo lo demás como basura con tal de:
Conocerle a Él, el poder de su resurrección y la participación en sus padecimientos, llegando a ser como Él en su muerte, a fin de llegar a la resurrección de entre los muertos73.
Es de notar que Pablo, en la anterior frase, coloca el poder de la resurrección antes de los padecimientos. Se ve, pues, que el poder del Resucitado consiste en colocar a la persona en la misma actitud de Jesús de Nazareth: convertirla en otro entregado hasta la muerte de manera que comulgando con su Señor en esta vida, participe también de su resurrección.
71 Cfr. Rom 8, 29.
72 Cfr. Mt 13, 44.
73 Flp 3, 10-11.
José Roberto Arango, S.I.
CONCLUSIÓN
Confesar la fe en Jesucristo Resucitado, no es simplemente mencionar un aspecto importante de nuestro Credo. En la fe pascual está condensado todo. Recojamos brevemente lo que nos ha puesto de relieve este estudio.
En dicha confesión está implicado el presente de fe y de problemáticas concretas de la actual existencia cristiana en las cuales se confiesa dicha fe y que busca siempre un sentido renovado de la presencia de Dios, la cual se experimenta como siempre actual.
Así mismo está implicado el pasado, porque la referencia a Jesús de Nazareth, quien pasó misericordiosamente haciendo el bien, no importándole los conflictos que esto le acarrearía, es algo obligado. Así nos lo mostró el reconocimiento del aparecido, como el crucificado mismo, que come y bebe con sus discípulos y les es familiar por sus gestos. Sin ese pasado de experiencia con Jesús no hubiera sido posible la captación de que era él mismo quien, sin esperarlo, se hacía presente de nuevo. Además, la experiencia de los discípulos interpretada narrativamente en las apariciones, y en la más antigua fórmula de esa confesión de fe de Cfr. 1Co 15, 3-5, nos sitúan en los efectos de la acción de Dios que resucitó a Cristo como actualidad del designio divino que viene desarrollándose a lo largo de la historia de Salvación. Esto que vivimos se realiza según las escrituras, como Dios mismo lo había dicho en ellas por boca de Jesús74.
También está implicado el futuro escatológico esperado que se ha anticipado en Cristo Resucitado. Dios ha intervenido en forma definitiva en la historia al vencer la muerte en Jesús y procurar la salvación para todos nosotros, y no sólo para su Hijo. Mas dicho futuro no está acabado. Dios mismo, en Jesucristo resucitado que es el Espíritu, lo ha puesto en marcha. Las narraciones de las apariciones, tanto en los evangelios como en Hechos, y de manera particular la interpretación que Pablo hace de su propia experiencia, empujan el presente hacia adelante. En las fórmulas primitivas:
Mc 16, 7.
«Con Cristo he sido crucificado, vivo yo, más no yo, es Cristo quien vive en mí»
El resucitado se constituye en sí mismo, por su poder, «el poder de su resurrección» (Flp 3, 10), en un dinamismo que impulsa hacia delante, cuyo objetivo es fundamentalmente el mundo de los hombres. Así pues, la resurrección de Jesús se sitúa en términos de eficacia transformadora de humanidad, tal como aparece en el kerigma primitivo (1Cor 15, 35)... O de otro modo, según las más primitivas fórmulas de fe, la experiencia pascual incide directamente en el cambio de comportamiento de los discípulos de Jesús75.
Punto de confluencia de las apariciones es la comunidad, como el lugar donde irrumpe el resucitado, lugar donde se experimenta a aquel de antes de forma nueva y eficaz, o como referencia obligada a donde corren los discípulos de Emaús o las mujeres en diversas ocasiones para comunicar el gozo del encuentro con el Resucitado y para cumplir la misión que se les encarga. La construcción de la comunidad es obra del resucitado por medio de los testigos de la experiencia de Jesucristo. Si no se genera comunión por la actividad evangelizadora, es porque no hay experiencia del Señor. La resurrección de Jesucristo funda la Iglesia, como decíamos antes, como comunidad de discípulos creyentes y misioneros, único sitio donde el hombre puede ser enderezado pues ella es el cuerpo de Cristo Resucitado.
Despertando a Jesús del mortal silencio al que quisieron reducirlo los poderes de este mundo, Dios nos ha dado el regalo de acceder realmente a su vida misma y ha cumplido su sueño: realizar la nueva creación; Jesús, su Hijo, amado es el primogénito de muchos hermanos que crecen a imagen suya76 porque viven, gracias al poder de la resurrección, crucificados con Cristo en la entrega incondicional a los demás, sobre todo a los abandonados por este mundo.
Finalmente, el espacio donde se vive la experiencia de ser transformado por Cristo y en el cual se lo percibe como vivo es el ser humano mismo. Dios revela en nosotros mismos a su Hijo77. La interpretación hecha por Pablo de su experiencia y las consecuencias radicales que saca
75 GUSTAVO BAENA, Op. cit., p. 556.
76 Cfr. Gál 6,15; Rom 8, 29.
77 Cfr. Gál 1, 15-16.
José Roberto Arango, S.I.
de ella, nos ponen de relieve la santidad y trascendencia de nuestra propia existencia y nos llaman a vivirla con suma responsabilidad en obediencia humilde a quien dio la vida por nosotros.
Presente, pasado, futuro, cumplimiento de las promesas, actividad creadora de Dios, redención, Palabra de Cristo, Iglesia, existencia cristiana con-crucificada con Cristo en el amor, comunidad de creyentes testigos y misioneros… Todo se dice en una frase: Dios resucitó a Jesús de entre los muertos. Ese Jesús se nos aparece desde el cielo, entendido éste no como lugar mítico, sino como la dimensión propia del resucitado78, haciendo de su vida resucitada un eterno presente que nos incluye en nuestro espacio y tiempo. Nuestra actualidad es, pues, vista con los ojos del resucitado, la oportunidad de transparentarlo vivo reproduciendo sus rasgos de hombre totalmente entregado, y de ser nuevas apariciones de Jesucristo para los demás.
Termino con las palabras finales de Pablo a los Gálatas:
Lo que es a mí, jamás acontezca que me gloríe, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo ha sido crucificado para mí y yo para el mundo. ¡Circuncisión o no circuncisión, qué más da! Lo que importa es ser nueva creación… De aquí en adelante nadie me cause molestias, porque yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús. Hermanos, la gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vuestro espíritu. Amén79.
78 Cfr. G. LOHFINK, Op. cit., p. 132.
79 Gál 6, 14-18
«La divinidad se muestra en la resurrección por los verdaderos y santísimos efectos de ella»
«La divinidad se muestra en la resurrección por los verdaderos y santísimos efectos de ella» (EE 223)
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EL SENTIDO ECLESIAL DE LA CUARTA SEMANA
Introducción
Todo teólogo contemporáneo puede sintonizar holgadamente con el teologúmeno ignaciano de la mostración de la divinidad en la resurrección por los verdaderos y santísimos efectos de ella. Los efectos de la resurrección y no la resurrección misma. Porque ella no se inscribe en nuestra fenomenología histórica de comprobación y de verificación. Pertenece en trascendencia pura al misterio inabordable e inefable de quien ha sido glorificado por el Padre con la gloria que tuvo desde antes de la constitución del mundo. Lo radicalmente supra-mundano de la resurrección gloriosa, tanto como el cuerpo verdadero del Señor Resucitado, ni pueden mostrarse ni tampoco percibirse sino por los verdaderos y santísimos efectos de la resurrección misma.
* Doctor en Teología por la Pontificia Universidad de Estrasburgo de Francia; Licenciado en Filosofía por la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá; Licenciado en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana en Roma. Actualmente es Profesor titular y Director de Posgrados de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana en Bogotá.
De ahí que, en la lógica espiritual de los EE, las apariciones que se insertan en la realidad real no constituyen ni fenómenos físicos objetivos, ni proyecciones síquicas subjetivas ni mucho menos piezas literarias, sino verdaderos y santísimos efectos de la resurrección del Señor, como los propone la lógica teológica del Nuevo Testamento1 Se trata del despliegue radical de experiencias profundas que Ignacio evoca en términos que pertenecen al plano sapiencial antes que al racional y al sensitivo antes que al especulativo y que se expresan en términos como conocer de modo interno, mirar, oír, gustar, sentir, gozarse, alegrarse. Suscitar tal realidad mística y mistérica de las apariciones en el existir del ejercitante y en la radicalidad de la experiencia interior de su propio existir en Jesucristo es lo que se propone la dinámica de la gracia transformante, a la que sirven los EE con la contemplación pormenorizada de los catorce episodios de mostración del Señor Resucitado a los suyos, a partir de la aparición a Nuestra Señora2.
Y puesto que, en particular, no se trata de trasferir experiencias literarias, importa menos a San Ignacio que la aparición del Señor a su Madre no provenga del registro literario del Nuevo Testamento: «Apareció a la Virgen María. Lo cual aunque no se diga en la Escritura, se tiene por dicho en decir que apareció a tantos otros. Porque la Escritura supone que tenemos entendimiento, como está escrito: ¿También ustedes están sin entendimiento?» 3. El primado de la experiencia existencial y de la inteligencia espiritual sobre la prueba literaria textual la dejó inmortalizada San Ignacio en la célebre fórmula de sus anotaciones para tomar alguna inteligencia de los ejercicios espirituales: «no el mucho saber harta y satisface al ánima, sino el sentir y gustar de las cosas internamente» 4 .
1 «A algunos les extraña que san Ignacio no proponga una contemplación del acontecimiento mismo de la resurrección. Ni los Evangelios ni ningún otro texto del Nuevo Testamento lo relatan, porque es una realidad que desborda el conocimiento histórico. Sería exagerado, sin embargo, afirmar que lo excluya o le preste poca atención. Lo que él pretende, de un extremo al otro de la cuarta semana, es hacernos contemplar a Jesús resucitado y los efectos que produce su resurrección.», Compañía de Jesús – Provincia Colombiana, Ejercicios Ignacianos Abiertos, Cuarta semana, Bogotá: 2006, p. .
«La divinidad se muestra en la resurrección por los verdaderos y santísimos efectos de ella»
La lógica espiritual de lo que se tiene por dicho aunque no se diga porque la Escritura supone que tenemos entendimiento, es la que invoco en esta comunicación para levantar el sentido eclesial de la cuarta semana. No porque el texto literal de los EE proponga en la cuarta semana el sentido eclesial explícito, sino porque los EE, como la Escritura, suponen que tenemos entendimiento, dado que la Iglesia y el sentido de la Iglesia es uno de los verdaderos y santísimos efectos de la resurrección del Señor.
Son escasos y parciales en la literatura sobre los EE los esfuerzos por levantar el sentido de la Iglesia en la cuarta semana. Aunque la eclesiología de los EE cuenta ya con la contribución benemérita de Jesús Madrigal Estudios de eclesiología ignaciana5 y las importantes contribuciones de Hugo Rahner6, de Carlo Maria Martini7, de Jesús Corella8 y de François Evain9.
Agradezco al Centro Ignaciano de Reflexión y Ejercicios la invitación a este XI Simposio sobre los Ejercicios Espirituales. A partir de la Iglesia como místico efecto de la resurrección en la cuarta semana el ejercitante debe conectar con la Iglesia del Reino en la segunda semana y luego con la Iglesia que, en la formulación de las reglas para sentir con la Iglesia, evocan la militancia fáctica de Ignacio y del ejercitante mismo en el espacio institucional de la Iglesia. Y no porque la Iglesia institucional de la experiencia militante, la Iglesia misión en la meditación del reino y la Iglesia mística y mistérica de la cuarta semana puedan ser ordenadas en planos paralelos, tangenciales o acaso yuxtapuestos, sino porque cada una de esas dimensiones y todas en espléndida circularidad constituyen el corpus quod est ecclesia, correlato agraciado y amado inscrito en el corpus quod est Christus.
5 JESÚS SANTIAGO MADRIGAl, Estudios de eclesiología ignaciana, Bilbao 2002.
6 HUGO RAHNER, Servir dans l´Église: Ignace de Loyola et la genèse des Exercices, Paris 1956.
7 CARLO MARIA MARTINI, El evangelio eclesial de San Mateo: Los ejercicios de San Ignacio a la luz del evangelio de San Mateo, Bogotá 1992.
8 JESÚS CORELLA, Ejercicios espirituales para desarrollar el sentido de Iglesia: Manresa vol. 62 (1990) 5-24.
9 FRANÇOIS EVAIN, Dinámica de los ejercicios de San Ignacio y sentido de la Iglesia: Manresa vol. 66 (1994)179-190.
En esta comunicación quiero referirme, en primer lugar al sentido verdadero de la cuarta semana. En segundo lugar, al sentido verdadero de las apariciones. En tercer lugar, al sentido eclesial de la cuarta semana. Por último, al sentido del círculo eclesial en los EE.
Para el sentido verdadero de la cuarta semana10
Debo entrar por el sendero de Tejera, de Losada, de Osuna y de otros muchos comentaristas y suscribir que la lógica interna de los EE no permite proponerlos como una vía ascendente en que el ejercitante, a partir de la meditación de los pecados, de las elecciones, de las binarios y de las maneras, pase por la contemplación de la vida de Cristo y el drama de la cruz hasta el happy ending de la resurrección, el final feliz que todo lo confirma, lo justifica y lo premia.
En esa óptica, la cuarta semana sirve a predicadores de EE como simple medio de confirmación consoladora para las graves determinaciones que sobre la propia vida tomó el ejercitante en las semanas anteriores. La cuarta semana pudiera, entonces, resultar en apéndice, en elemento complementario, en espacio sicológico de distensión anímica y de anticipación gozosa del término de los EE, semana corta sin demasiada sustancia y aligerada con las adiciones referentes a benignidad en comida, en temperatura, en luz, en pensamientos conducentes a gozo y alegría.
Tal visión de los EE y de la cuarta semana es deudora de la valoración de la resurrección misma del Señor como estadio final del siervo sufriente y como premio del Padre a las contrariedades y padecimientos del Hijo, víctima de la culpa y de la contradicción humana, cuando no de la ira del Dios vengador. El método -legítimo por lo demás- de la cristología ascendente puede servir de equívoco a más de un predicador de EE para una propuesta extrinsecista de la resurrección, compensadora y apenas complementaria en el itinerario del Jesús histórico y del ejercitante real.
10 MANUEL TEJERA recuerda sumariamente las tres acostumbradas orientaciones de los comentaristas de la cuarta semana. Ver: MANUEL T EJERA, S.J., La cuarta semana en la dinámica de los Ejercicios Espirituales: Manresa Vol. 59, no. 233 (octubre-diciembre 1987) 315-316.
«La divinidad se muestra en la resurrección por los verdaderos y santísimos efectos de ella»
La de San Ignacio es, sin duda, una cristología ascendente del Jesús histórico, como lo han establecido Luis María Armendáriz11 y Jon Sobrino12 Pero el Jesús histórico ignaciano se construye de modo implícito desde los explícitos de la fe de pascua, por lo cual abunda el Santo Padre en las realidades espléndidas de la cuarta semana desde la primera, la segunda y la tercera. En la primera, Jesús es el Cristo y el Señor13, en la segunda, Jesús es el Rey eterno y Señor universal14, en la tercera, la divinidad se esconde y deja padecer la humanidad tan crudelísimamente15, en la cuarta, considerar cómo la divinidad, que parecía esconderse en la pasión, se muestra agora tan miraculosamente en la santísima resurrección por los verdaderos y santísimos efectos de ella16 .
Así, la fe de pascua y la cuarta semana pervaden todo el espacio de los EE: desde la criaturalidad radical y la adoración suma a partir del principio y fundamento, hasta el seguimiento en la pena y en la gloria a partir de la meditación del reino. La cuarta semana no es en los EE -como en ninguna cristología genuina- un punto de llegada, un acto de premiación ni un ceremonial de ascenso. Es con entera propiedad el punto de partida de los EE. Porque el Señor Jesús es quien es desde la pascua eterna puede el que se ejercita experimentar la ontológica transformación de la existencia por su gracia victoriosa, asimilarse a su itinerario humano y divino y ser recibido en la radicalidad del amor y del servicio, más fuertes que la muerte.
Sin la cuarta semana como un previo lógico y teológico serían irreconocibles en los EE las tres semanas anteriores. Indicio cierto de que toda fe histórica tiene su origen en la fe de pascua y de que todo buscar y decir acerca del Jesús histórico, que sea teológico y no tan solo historiográfico, está pervadido por la confesión de fe y de amor de Jesucristo resucitado. La jesulogía sin la cristología de pascua es tan inviable
11 LUIS MARÍA ARMENDÁRIZ, Juntamente contemplando su vida: la cristología de los Ejercicios Espirituales : Manresa vol. 63 (1991) 125-161.
12 JON SOBRINO, El Cristo de los Ejercicios de San Ignacio, Santander 1990.
como la cristología sin el Jesús histórico. Por eso en los EE, el plano ascendente de la contemplación de la vita Christi está posibilitado en su verdad y en su sentido por la mañana de resurrección de la cuarta semana.
Para el sentido verdadero de las apariciones en la cuarta semana
Ha sido mérito de los comentaristas de los EE proponer la división estructural de las contemplaciones de resurrección en la cuarta semana. Pero, como dice Tejera, «quizás todas resulten demasiado convencionales». En realidad, poco o nada dice una clasificación de las apariciones como individuales, o a pocas personas, o públicas, o accesorias, o final con motivo de la ascensión del Señor17. Clasificaciones como estas resultan atrapadas en la materialidad del texto y hasta de su contexto, pero son escasas respecto del pretexto, es decir, de la finalidad misma de los textos. Y, como lo declara la teoría de la interpretación, importa menos lo que el texto dice, cuanto aquello a lo que el texto se refiere.
De ahí que las clasificaciones externas y convencionales de los relatos de apariciones en el esquema de los EE deberían ceder ante la centralidad de los propósitos internos y sustantivos de los relatos mismos, cuyos referentes son precisamente los verdaderos y santísimos efectos de la resurrección18.
El plano ascendente de la contemplación de la vita Christi está posibilitado en su verdad y en su sentido por la mañana de resurrección
Porque, en verdad, en la dinámica genética de los textos del Nuevo Testamento los relatos de las apariciones no constituyen un primero ni en el orden cronológico ni el orden teológico. Primeras y principales son las confesiones dogmáticas de fe
17 MANUEL TEJERA, S.J., Op. cit., p. 4
18 «Parece cierto que en la mente de Ignacio, resurrección y apariciones están íntimamente unidas, pero en el modo de proponer los diversos misterios pasa casi insensiblemente del uno a otro» COMPAÑÍA DE JESÚS, PROVINCIA DE COLOMBIA, Ejercicios Ignacianos Abiertos: Cuarta Semana, Bogotá 2006, 6.
«La divinidad se muestra en la resurrección por los verdaderos y santísimos efectos de ella»
pascual que, en fórmulas espléndidamente breves y sencillas, acuñaron las comunidades eclesiales de fe y de seguimiento para proclamar que el mismo que fue crucificado fue también resucitado, es decir, que el que fue crucificado por nuestros pecados es el mismo que resucitó por nuestra justificación. Segundos en el tiempo y derivados de las confesiones de fe son los relatos de apariciones que, en entrañables constructos literarios, permitieron a las mismas comunidades eclesiales desenvolver y explicitar las confesiones de fe con claros propósi tos eclesiales, testimoniales, catequéticos, litúrgicos, evangelizadores. En particular, los propósitos eclesiales y los sentidos eclesiales son hogar y suelo en que viven y se afirman y se explican los relatos de apariciones.
Quizás por eso, la lógica teológica que San Ignacio imprime a los EE supone, como lo supone la Escritura, que tenemos entendimiento. Y ese genuino entendimiento de la Escritura no permite que ni en ella ni en los EE se persiga un imposible objetivismo que establezca contacto con las «ipsissima verba» o con las «ipsissima facta Iesu», que no estén mediados por las subjetividades y las finalidades de quienes en sus textos se auto-comprendieron en el acto mismo de comprender la historia real y la significación teologal de la persona y de los hechos y palabras de Jesús. No puede abrirse camino directo hacia Jesús, sin el estorbo -como dicen algunos- de la tradición de las Iglesias, según la primera búsqueda del Jesús histórico en la teología liberal. Porque fueron las Iglesias las que en sus textos eclesiales y canónicos abrieron el único acceso posible hacia al Señor. Como son las Iglesias las que, con motivo de la lectura meditativa y amorosa de sus propios textos, hacen memoria y experiencia continua y renovada de sí mismas y de su Señor. A su amigo Evodio que proclamaba con fiereza ¡Yo no creo en el Evangelio! le respondió con lucidez cristiana San Agustín: «Tampoco yo creyera en el Evangelio ni no me moviera la autoridad de la Iglesia católica» 19 .
Es que la materia que se muestra en el Evangelio resulta realmente significativa a la luz de la Iglesia que la muestra en el sentido en que quiere mostrarla. Y si es verdad que nuestro interés se orienta hacia el Señor mismo resucitado de la cuarta semana de EE, también es
rotunda verdad que a Él no se accede sino en el medio eclesial y en el aspecto bajo el cual nos es mostrado por las comunidades de fe que lo muestran. Es sintomática al respecto la derivación que hoy se propone desde el Jesús histórico, término a veces demasiado objetual, al Jesús reconstruido, pues como afirma Crossan, el mejor representante de la tercera búsqueda, «si no se puede creer en una cosa que es fruto de la reconstrucción, quizás ya no quede nada en qué creer» 20 .
Experimentar la resurrección del Señor, como todo su misterio, no puede hacerse sino en el medio eclesial y según el sentido eclesial
Así, por lo que respecta al Nuevo Testamento en general, como a los relatos de resurrección en particular, la tradición de las comunidades interpretantes, que se auto-comprenden en el comprender para ellas y desde ellas, es el medio en que se puede captar, experimentar y vivir el misterio meta-temporal y meta-histórico de Jesús resucitado. Nuestro acceder y experimentar la resurrección del Señor, como todo su misterio, no puede hacerse sino en el medio eclesial y según el sentido eclesial.
Solo que, si el historicismo y el biblicismo sin comunidad eclesial, constituyen callejón sin salida, lo es también el kerigmatismo que se refugie en la fe de pascua para negar o ensombrecer los contornos ciertos de una fe que, como la cristiana, es radicalmente fe histórica. Unánimes en el extrañamiento del propósito del texto neotestametario se sitúan también quienes, pretendiendo alcanzar el sentido salvador de la proclamación de fe de pascua, juzgan que la interpretación de fe aniquiló, arregló y de tal modo desnaturalizó los acontecimientos históricos sucedidos, que aquello rescatable del texto es el kerigma o anuncio de pascua, sin dato alguno cierto acerca del suceso real de Jesús y sin contorno alguno propio de su inserción real en el mundo real, en el tiempo real, en la muerte real que son los determinantes fundamentales, tanto de la historicidad del ser en el mundo, como determinantes fundamentales del Jesús real. Negada, desaparecida u olvidada la zona del suceder, el mismo kerigma
20 John Dominic Crossan, El Jesús de la historia, vida de un campesino mediterráneo judío , Barcelona 1994, 488.
«La divinidad se muestra en la resurrección por los verdaderos y santísimos efectos de ella» de pascua y el mismo Cristo de la fe no pasarían de ser, en la plástica expresión da Kasper, más que un paraguas pintado en un clavo pintado.
Es completamente cierto que el carisma de la fe de pascua es gracia reveladora que no proviene de la carne ni de la sangre, sino del querer benevolente de Dios, por lo cual resulta bienaventurado todo aquel y aquella que testimonian la misma fe creída y confesada en la mañana luminosa de la resurrección. Pero la fe de pascua proclama que el resucitado es el mismo crucificado. Que el Cristo predicado es el mismo Jesús que predicaba. Que el exaltado a la derecha del Padre es el mismo conducido al matadero de los tribunales de Caifás y de Pilatos. Y si es cierto que la gracia de revelación no está al final como conclusión de unas premisas históricas, no es menos cierta la afirmación responsable de Vaticano II acerca de los hechos de la historia que soportan el significado de la Palabra, y acerca de la Palabra que pone de relieve el sentido salvador y revelador de Dios en el acontecer histórico general y en el destino categorial de la persona adorable de Jesús. Si en algún caso Dios se ha revelado en la historia, ese caso máximo y denso se llama Jesús y en Jesús resucitado se anticipa la valoración plena del mundo y de la historia. La zona del interpretar y del interpretarse de las Iglesias no se hace a condición de cancelar o de olvidar la zona del suceder. Todo lo contrario, porque ha sucedido se interpreta lo sucedido para que la palabra eclesial ofrezca el relieve de significado y de sentido a lo que ha sucedido entre nosotros: ¿Qué? Lo de Jesús de Nazaret, a quien nuestros jefes crucificaron, pero Dios lo ha resucitado.
¿Son históricos, entonces, los relatos de apariciones? Respondamos sin ninguna duda que son teológicos con las teologías de comprensión, de finalidad y de sentido que les imprimió la Iglesia misma en el acto de elaborar las narraciones. ¿Son teológicos los relatos de apariciones? Respondamos sin ninguna duda que son históricos, no por su bruta materialidad, sino por la interpretación creyente y confesante de la Iglesia que experimenta y que vive la resurrección de su Señor entonces como ahora21.
21 Para las tipologías de interpretación de la resurrección, desde los fisicismos objetivantes hasta los subjetivismos sicologizantes y hasta la lógica teológica de los relatos, ver HANS W FREI, Theology and narrative, Oxford 1993, 200-206.
Así, sin la resurrección real del Señor no hay espacio ni sentido para la Iglesia. Sin la Iglesia no hay espacio ni sentido para la resurrección del Señor. ¡Cómo es verdad que la divinidad se muestra en la santísima resurrección por los verdaderos y santísimos efectos della! ¡Cómo es verdad que el sentido eclesial de la cuarta semana, aunque no lo diga la Escritura, se tiene por dicho, porque la Escritura supone que tenemos entendimiento!
Para el sentido eclesial de la cuarta semana
Con la lógica deficitaria de querer encontrar en los evangelios las mismísimas palabras de Jesús e incluso sus mismísimas intenciones, la apologética clásica pretendió fundamentar y demostrar la intención de Jesús de fundar la Iglesia en los célebres y pertinazmente citados versículos mateanos del capítulo 16. Allí, en el lugar geográfico de Cesaréa de Filipo quisieron encontrar el lugar arqueológico relativo a la puntual, cierta e incontrovertible fundación de la Iglesia por parte de Jesús de Nazaret. El texto de Mateo demostraría a Jesús como histórico fundador de la institución llamada Iglesia, a Pedro como piedra sobre la cual se construyó la Iglesia, al papa como sucesor del primado de Pedro, a la Iglesia misma como portadora del poder de las llaves y desafiante de los siglos y de los infernales poderes del mal. Así, un acto y un texto sirvieron y sirven al talante apologético de la institución y, sobre todo, de los dirigentes de la institución.
En verdad, parece tenerse poco en cuenta o no tenerse absolutamente en cuenta la índole pospascual del texto de Mateo, como son pospascuales todos sus textos y todos los textos del Nuevo Testamento. Parece establecerse poco o nada el carácter eclesial del texto de Mateo y de todos los textos del Nuevo Testamento. Pues esa índole pospascual y eclesial es la que obliga a percibir los textos mateanos y neo-testamentarios no como testimonios de Jesús acerca de la Iglesia, sino como testimonios de la Iglesia acerca de su propia conciencia en relación con su Señor; no como testimonios de la Iglesia antes de ser Iglesia, sino de la Iglesia cuando ya era Iglesia; no como acto fundacional previo a la Iglesia, sino como confesión de la Iglesia de percibirse fundada sobre la piedra, el cimiento y la roca sobre la cual pone su casa el hombre prudente y sabio.
«La divinidad se muestra en la resurrección por los verdaderos y santísimos efectos de ella»
Para ayudar a escapar del callejón sin salida del textualismo apologético, de los actos fundacionales previos y de las imposibles declaraciones de Jesús sobre la Iglesia, Karl Rahner instauró el único camino que puede conducir hacia la intención de Jesús de fundar su Iglesia22. Se trata de indagar no en un texto, sino en la totalidad convergente de todos los textos; no en un acto puntual, sino en la pro-existencia plenaria del Señor; no en una supuesta intención de Jesús acerca de la Iglesia, sino en las múltiples intenciones de la Iglesia en las que ella misma muestra su íntima e irrevocable relación con su fundamento real, con su roca, su principio, su origen y su fin.
En efecto, si Jesús no fuera origen originante de su Iglesia destinada a sacramento de salvación universal, habría que cancelar no sólo el episodio teológico de los magos, sino la mañana de fuego y espíritu de Pentecostés, así como las más entrañables parábolas de los nuevos invitados a la mesa porque los primeros no fueron dignos. Si Jesús no fuera fuente y origen de su Iglesia, habría que borrar del evangelio la relación múltiple, íntima y amorosa del Señor con sus discípulos; la escogencia nominal de sus apóstoles y el primado de amor y seguimiento concedido por pura gracia a Pedro. Habría que cancelar del evangelio las múltiples escenas referentes a la misión y al envío hasta los confines de la tierra. Tendría que suprimirse la misión y el envío, así como toda la regla de comunidad relativa a los primeros y a los segundos, al presidir como servir, al amar a los hermanos en el amor mismo del Padre y de su Cristo. Habría que suprimir el agua cotidiana convertida en vino de la gracia, el bautismo en agua y en espíritu para entrar en el Reino, y el pan compartido de la cena eucarística que presagia y anticipa la comensalía del Reino. Todo el ser, el decir y el hacer de Jesús de Nazaret está transido de Iglesia, porque es la misma Iglesia la que fundamenta en Jesús el manantial de su origen, de su ministerio y de su irrevocable permanencia en Él y de Él en ella.
Pero también habría que borrar las confesiones de fe pascual y los relatos de apariciones y del sepulcro vacío, es decir, toda la cuarta semana de EE, si el referente de los textos de pascua, por su origen y por su
22 Cfr. KARL RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1979, 402-426.
destino, no fuera el fundamentar en el Señor resucitado la proclamación misma de la resurrección por ministerio de María la madre y la discípula, de las Marías del jardín de la nueva creación y de los intrépidos apóstoles y discípulos hasta los últimos rincones del mundo. Habría que borrar las apariciones, si su intención no fuera conectar indisolublemente tanta gloria del Señor resucitado con tanta pena que el Señor pasó por mí. Habría que eclipsar la mañana hermosa de Tiberíades, si no quisiera expresarse la presencia cariñosa y la acción generosa del Señor resucitado en medio de su comunidad de nuevo reunida. Tendríamos que suprimir la duda de Tomás y la confirmación obsecuente de la fe en el contexto litúrgico del primer día de la semana. Borrar el arrepentimiento convertido en amor y el amor convertido en servicio eclesial. Suprimir la asamblea discipular en Galilea para recibir, en el soplo de sus labios de fuego, su Espíritu Santo, la autoridad vicaria y la misión. Quitar el camino de Emaús, si con él no se expresa que el Señor transita por el mismo camino de su Iglesia, que la consuela como un amigo consuela a sus amigos, que le explica el sentido de la pena para la gloria y el traslado teológico del valor y sentido de la antigua escritura a las nuevas realidades de gracia que ustedes están viendo y tocando. Sí, suprimir Emaús, si el Señor no accediera a ser huésped amado en los corazones que arden de amor por el camino cuando cae la tarde y que se hacen un solo cuerpo por el pan y la copa que bendicen sus manos. En fin, cancelar el relato de pentecostés si es que el Espíritu no es en verdad el principio interior fundante de la Iglesia y el dinamismo misionero que impulsa hacia toda la ecumene conocida para proclamar en cada estructura cultural las mirabilia Dei.
Por eso, al margen de la Iglesia resultan impensables las escenas y relatos situados antes de pascua, si ellos no tienen el propósito y el sentido de fundamentar la Iglesia y de establecer su mística relación de fe y de amor con su Señor. Pero resultan también radicalmente incomprensibles los relatos de pascua, si ellos no apuntan a fisicismos objetivos de resurrección, ni a visiones sicológicas subjetivas, ni a mitología literaria sobre lo inexistente. La Iglesia y la mística relación real del Señor resucitado con ella es el efecto primordial y primero de la santísima resurrección. La forma eclesial es el modo de mostrarse la divinidad para siempre humanizada por sus efectos. Y el sentido eclesial es, sin más, el sentido de la cuarta semana de los EE.
«La divinidad se muestra en la resurrección por los verdaderos y santísimos efectos de ella»
Para el sentido del circuito eclesial en los EE
En el sentido eclesial de la cuarta semana debe encontrar lugar destacado la aparición del Señor a Pablo, según la referencia de San Ignacio en el numeral 309 de los EE. Si se antepone que el término camino está consagrado en el vocabulario cristiano antiguo para nombrar la Iglesia, se comprende no sólo el caminar de Jesús por el camino de Emaús, es decir por su Iglesia, sino también la irrupción de la gracia por el camino de Damasco y la conversión de quien antes era perseguidor de este camino, con lo cual la aparición a Pablo es punto señero del sentido eclesial de las apariciones. Al respecto se ha hecho notar con suficiencia la apropiación personal del Señor resucitado respecto de su Iglesia en la pregunta puesta por las comunidades en sus labios gloriosos: Saulo, Saulo ¿por qué me persigues?
La forma eclesial es el modo de mostrarse la divinidad para siempre humanizada por sus efectos
En cambio, se hace notar menos que la aparición a su apóstol y heraldo es también revelación del Señor, a quien Pablo no conoció en la carne sino en el espíritu. Conocer, no en la carne sino en el espíritu, no sólo es una nueva forma de conocer, sino la más genuina, pues no es ámbito de conocer elementos objetuales y objetivados, externos y distanciados del propio ser y existir. Se trata de otro conocer, que en lo más íntimo del ser es experimentar la propia existencia cambiada, modificada, transformada por la gracia vencedora de Cristo, que Pablo expresa en su mística frase vivo yo, pero no soy yo sino Cristo quien vive mi.
Así, el conocimiento, no en la carne sino en el espíritu, es el conocimiento interno, espiritual y místico al que apunta no sólo la cuarta semana, sino toda la dinámica de los EE. La cuarta semana sitúa al ejercitante en el estadio del otro conocer -toda ciencia superando-, que los maestros y el mismo San Ignacio23 entienden como vía unitiva, por diferencia con la vía purgativa e iluminativa de las semanas anteriores.
En el estadio del otro conocer, del otro saber y experimentar que, en definitiva es otro modo de vivir, Pablo llegó a la transmutación o intercambio entre Cristo y el cristiano también por la vía de la apropiación personal y existencial de todos los misterios del Señor. Sin que le importe arriesgar neologismos, con-figurarse, con-vivir y con-crucificarse, conmorir y con-sepultarse con Él conduce a con-resucitar y co-sentarse, co-reinar y con Él ser con-glorificado. Es esta la mística e indisoluble unión con Cristo en la pena y en la gloria, que da la medida del proyecto divino de gracia y de salvación en Jesucristo, con el destino humano y social que le es inherente. Sin que el término de con-resurrección y con-glorificación pueda significar algo que sea radicalmente ajeno a la filiación adoptiva, a la inhabilitación trinitaria y a la remisión definitiva y plenaria.
Este es el estadio unitivo que la contemplación para alcanzar amor evoca en términos de hacerme entender, hacer templo de mí, ser criado a su similitud e imagen24 , ponderando con mucho afecto cuánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí, y cuánto me ha dado de lo que tiene, y cómo el Señor desea dárseme en cuanto puede según su ordenación divina25, dado que el amor es comunicación del amado al amante26. Tal misterio de la gracia super-abundante es la manera en que la divinidad se muestra por los verdaderos y santísimos efectos de la resurrección. En los prólogos de Colosenses y de Efesios el plano de nuestra vocación sobrenatural junta el misterio de Cristo cabeza con el cuerpo de la Iglesia, para que sea Él en la Iglesia el primogénito, el principio y el pleroma, de cuya plenitud todos hemos recibido. Tal estadio místico y escatológico de la Iglesia se ha proyectado y preparado en la segunda semana en la meditación del Reino y en la contemplación de los misterios de Cristo. Conquistar todo el mundo es para entrar en la gloria del Padre y seguirlo en la pena, es para seguirlo también en la gloria27 .
Entre tanto, el Reino del Rey eterno y Señor universal y la bandera del Sumo Capitán general que es Cristo nuestro Señor28 constituyen el plano eclesial del llamamiento y de la convocación de apóstoles y de discípulos,
«La divinidad se muestra en la resurrección por los verdaderos y santísimos efectos de ella» de llamados y enviados29 que más se querrán afectar en todo servicio de su Rey eterno y Señor universal30. Ellos, por quedar con la piedra preciosa del Reino sembrado en los campos del mundo, se hacen pobres con Cristo pobre, se abajan y se humillan por más parecer a Cristo Nuestro Señor y ofrecen todas sus personas al trabajo haciendo oblaciones de mayor estima y de mayor momento. Así, la Iglesia del Reino de la segunda semana de EE es la Iglesia discipular y misionera, la comunidad de amigos en el Señor, enviados por todo el mundo, por todos estados y condiciones de personas31 .
Por lo demás, el ciclo eclesial de los EE se cierra con las reglas para el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos tener32. La militante es la Iglesia institución, amarga y dolorosa en la autobiografía del peregrino, la de los grillos y cadenas en Alcalá y en Salamanca, la que requiere de nuestra parte juicio heroico de voluntad y entendimiento, la vera sposa de Cristo nuestro Señor, regida y gobernada por el Espíritu, que es la nuestra santa madre Iglesia hierárquica, la de los sacramentos y la liturgia, la de las órdenes religiosas y templos e imágenes, la de la teología positiva y escolástica con sus tesis y controversias, la Iglesia puesta a prueba en nuestros tiempos tan periculosos. Esa es la Iglesia, de la experiencia militante de San Ignacio y del ejercitante.
Entones, en este término, será honda y radical la experiencia plenaria acerca de la Iglesia por aquel que se ejercita: la Iglesia misterio de la gracia victoriosa y de la salvación plenaria en la cuarta semana; la Iglesia de los hijos del trueno, de los apóstoles y de los trabajadores del reino en la segunda semana; la Iglesia institucional y militante que en sus grandezas y en sus miserias es espacio próximo y vital para los actos supremos de la adoración y del seguimiento. Y por sus elementos divinos y humanos, dice Vaticano II33, la Iglesia, por una notable analogía, se asemeja al misterio del Verbo encarnado en su única personalidad teándrica, en que la carne histórica y kenótica y el misterio
29 Ibíd., 143.
30 Ibíd., 97-98.
31 Ibíd., 145.
32 Ibíd., 352-370.
33 Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium no. 8.
inabarcable de su resurrección gloriosa muestra a la divinidad por los verdaderos y santísimos efectos de ella.
Conclusión
Hemos procurado levantar el sentido eclesial de la cuarta semana en sus necesarias interrelaciones con el cuerpo total de los EE y en los planos diferentes pero convergentes de la eclesialidad mística y mistérica de la cuarta semana, misionera y apostólica de la segunda semana, institucional y social de las reglas. Sería el mismo San Ignacio quien pudiera decir si lo comprendemos o lo traicionamos.
Desde el bienaventurado silencio de Dios Karl Rahner ha supuesto unas Palabras de Ignacio de Loyola a un jesuita de hoy, en las que ocupa singular espacio el asunto de la eclesialidad del mismo Santo Padre, tematizada por mediación de la inteligencia penetrante y de la pluma ilustrada de uno de sus mejores conocedores. Permítanme concluir con esa referencia rahneriana dramatizada en San Ignacio:
Suele insistirse en calificarme de hombre de la Iglesia: Marcuse me llama soldado de la Iglesia. Verdaderamente, no me avergüenzo de ese sentido eclesial. Tras mi conversión, siempre quise entregar mi vida al servicio de la Iglesia, aún cuando dicho servicio estaba orientado, en definitiva, a Dios y a los hombres, y no a una institución que se buscase a sí misma. La Iglesia posee infinitas dimensiones, porque es la comunidad creyente, peregrina en la esperanza, amante de Dios y de los hombres, y está formada por hombres llenos del Espíritu de Dios. Pero la Iglesia es también para mí, naturalmente, una Iglesia concreta socialmente constituida en la historia, una Iglesia de las instituciones, de la palabra humana, de los sacramentos visibles, de los obispos, del Papa de Roma: la Iglesia jerárquica católica romana. Y si se me llama hombre de la Iglesia, cosa que reconozco como algo obvio, entonces se hace referencia a la Iglesia en su institucionalidad estricta y visible, a la Iglesia oficial, como soléis decir ahora con ese tono no excesivamente amistoso que la palabra conlleva. Efectivamente, yo fui y quise ser ese hombre de esa Iglesia y de veras os digo que jamás me ocasionó un conflicto insuperable con la radical inmediatez de Dios en relación a mi conciencia y a mi experiencia mística.
«La divinidad se muestra en la resurrección por los verdaderos y santísimos efectos de ella»
Pero se interpretaría mal mi eclesialidad si se entendiera como un deseo de poder egoísta, lindante con el fanatismo ideológico, que pretendiera pasar por encima de la conciencia; como si se tratara de la auto-identificación con un «sistema» que no se refiriera a algo por encima de sí. Dado que todos los hombres somos durante nuestra vida miopes y pecadores, no quiero ciertamente afirmar que no haya tenido yo en diversas ocasiones que pagar tributos a esa falsa eclesialidad y, si se os antoja, podréis con toda tranquilidad examinar honradamente mi vida al respecto. Pero una cosa es cierta: que mi eclesialidad no fue, en suma, más que un momento, si bien imprescindible para mí, de mi determinación de «ayudar a las almas»; determinación que sólo alcanza su verdadera meta en el momento y en la medida en que dichas «almas» avanzan en la fe, la esperanza y el amor, hacía la inmediatez de Dios.
Cualquier amor a la Iglesia oficial que no estuviera animado y limitado por esta determinación no sería más que idolatría y participación en el tremendo egoísmo de un sistema que busca su razón de ser en sí mismo. Pero esto significa, además (y de ello da fe la historia de mi «vía» mística) que el amor a esa Iglesia, por incondicional que pudiera ser en un determinado sentido, no fue lo primero y definitivo de mi «existencia» (como ahora decís), sino una dimensión derivada de la inmediatez con Dios, de la que ha recibido tanto su magnitud como sus límites y su determinada singularidad.
Dicho de otro modo, al participar en el interés de Dios por el cuerpo concreto de su Hijo en la historia, amaba yo a la Iglesia y, en esta unidad mística de Dios con la Iglesia (y a pesar de su mutua y radical diversidad), la Iglesia siguió transparentándome y siguió siendo el lugar concreto de esta inefable relación mía con el misterio eterno. Ahí radica la fuente de mi carácter eclesial, de mi práctica de la vida sacramental, de mi fidelidad al papado y del sentido eclesial de mi misión de ayuda a las almas34
34 KARL RAHNER, Palabras de Ignacio de Loyola a un jesuita de hoy, Santander 1990, 24-25.
Jorge Costadoat, S Jorge Costadoat, S Jorge Costadoat, S Jorge Costadoat, S Costadoat, .J .J
ué importancia puede tener hoy creer en Cristo resucitado? Planteo una pregunta que debieran hacerse los cristianos en todas las épocas. Los cristianos creemos que la resurrección de Cristo no es un hecho que ocurrió simplemente en el pasado. El resucitado, para nosotros, continúa actuando a lo largo de la historia a través de su Espíritu. Podríamos, incluso, decir que aún está resucitando, las veces que el reino del amor de Dios prevalece en nuestro tiempo. Pero esta presencia del resucitado a lo largo de la historia ha podido tener una eficacia distinta entre las diferentes épocas. Nuestro propio contexto latinoamericano tiende a cambiar significativamente. Por esto, también hoy tiene relevancia preguntarse cómo el hecho central de nuestra fe puede incidir en nuestras vidas y sociedades, y avivar nuestra esperanza en la vida eterna.
El contexto ha cambiado. No estamos en los años de Medellín. Hace 43 años, ese 1968 que aquí y allá marcó a Europa y también a América Latina, ha ido quedando atrás en el tiempo. Los cambios han sido enormes. La pobreza, la injusticia y la violencia persisten en nuestro continente, pero tienen nuevas causas, operan de otros modos y generan vícti-
* Doctor en Teología Dogmática por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Actualmente es Profesor de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Director del Centro Teológico Manuel Larraín de la misma Universidad.
mas antes desconocidas. Esos años, la fe en la resurrección pudo levantar sospechas de alienación. Pudo primar la opinión de Marx, de la religión como opio del pueblo. O bien, pudo querer vérsela traducida en cambios sociales revolucionarios. Hoy, por razones pastorales, no podemos desentendernos de esto y de aquello, pero el escenario social y cultural es distinto.
El replanteo actual del tema de la resurrección debe seguir siendo pastoral. La Iglesia necesita anunciar a Cristo resucitado de un modo razonable, es decir, debe hacerlo con un discurso pertinente. Si el anuncio de la resurrección de Cristo no tuviera ningún punto de enganche con nuestras vidas, si no nos afectara o nos cambiara por dentro, habría que considerarlo una fábula entre tantos otros mitos simpáticos que los seres humanos generamos para aprender algo sabio y nada más. La Iglesia necesita desentrañar algún tipo de inteligibilidad de la resurrección para nosotros hoy, no al modo de una prueba científica o metafísica de su realidad, como un argumento rotundo que se imponga a nuestras mentes y voluntades de un modo infalible. Lo que la Iglesia diga de la resurrección debiera tener la comprensibilidad necesaria para corregir y perfeccionar los nuevos tiempos.
Este desafío enfrenta situaciones nuevas. La cultura predominante cada vez necesita menos la fe en la resurrección para autocomprenderse. En otras épocas, la gente podía vivir para la vida eterna y, por cierto, con temor al infierno. En esta época, vivimos menos pendientes del más allá. Tenemos, más bien, la mirada puesta en el más acá. Los productos de la cultura nos fascinan. Pensemos en los más diversos campos: la biología, la neurociencia, la cibernética, etc. Por otra parte, sin embargo, la fe en Dios persiste en nuestro pueblo cristiano tradicional. La pastoral encara enormes desafíos, pero tampoco parte de cero. La fe en la resurrección de Cristo de nuestro pueblo, mucha o poca, debe ser reevangelizada para incidir en una época embrujada por productos que, en realidad, no satisfacen las necesidades más profundas del ser humano.
¿Qué importancia tiene hoy creer en la resurrección de Cristo? Me parece que la proclamación de Cristo resucitado tendría que enganchar con dos asuntos que tienen mucha realidad entre nosotros: la lucha de los pobres por la vida buena y digna, y la comprobación personal de la maravilla del Evangelio.
La fe en la resurrección es fe en una realidad que afecta ya ahora a todos los seres humanos. Todos hemos sido salvados en Cristo; a cada uno, su Espíritu lo está moviendo a creer en él, a amar y a esperar, incluso a quienes no han oído nunca hablar de Jesús de Nazaret.
Dada esta universalidad de la salvación, podemos preguntarnos cómo la resurrección de Cristo puede influir aún más en nuestra historia, cómo puede traducirse en un triunfo actual sobre la muerte para nuestro mundo afectado por la precariedad y la maldad.
Mi opinión es que, si la resurrección de Cristo es una buena noticia para los pobres, podrá serlo también para los demás. Si la fe en el resucitado impulsa un mundo sin pobreza, todos se beneficiarán. La universalidad de la salvación depende de que la vida de los pobres mejore. Esta vida, por su parte, nos conecta más fácilmente con el misterio pascual. Si la fe en el resucitado impulsa un mundo sin pobreza, la fe en el crucificado nos mueve a reconocer en los pobres que este mundo solo se goza cuando se comparte, tal como se comparte el pan eucarístico.
Otro aspecto de lo mismo es este: la lucha de los pobres por la vida buena y digna representa un lugar muy adecuado para comprobar que Cristo resucitó. Los pobres nos conducen a lo fundamental. Lo que a los pobres les falta, también podría faltar a los demás. Si ellos luchan por una vida mejor, luchan por aquello sin lo cual la vida de cualquier ser humano se deshumaniza. La resurrección de Cristo tiene que ver con aquello que para unos y otros es fundamental; por lo mismo, tiene que ver con los pobres antes que con nadie. Si para Jesús fue fundamental resucitar de una muerte indigna, nadie representa mejor a Cristo que aquellos que viven de un modo indignante. Nadie, en consecuencia, está en mejores condiciones que ellos de comprobar en esta vida qué puede significar aquello de que «Dios resucitó a Jesús de entre los muertos»1.
Por cierto, hay muchas maneras de ser pobre. La Conferencia de Aparecida nos habla de un sinfín de pobres. Pero los más pobres de los pobres indican mejor a Cristo. Aparecida pide que prestemos mayor atención al excluido: al sobrante y al desechable2. En esta oportunidad, tendremos especialmente en cuenta al pobre que lucha por ser incluido en sociedades que se aprovechan de él. Sociedades que no lo valoran como persona.
El conato agónico
quien lucha por una vida mejor es una especie de crucificado que vive de la esperanza en la resurrección
En América Latina, podemos decir que la lucha de los pobres por la vida buena y digna equivale a la fe en Cristo crucificado y resucitado. Podemos decir que, en cierto sentido, quien lucha por una vida mejor es una especie de crucificado que vive de la esperanza en la resurrección. Pero es necesario hacer algunas distinciones. La primera, es que esta lucha equivale a la fe en Cristo cuando, para ser digna, se realiza éticamente y no de cualquier manera. La segunda, es que la expresión de esta lucha en las categorías típicas de la religiosidad, por importante que sea, no es lo fundamental. La vida espiritual se expresa a veces en categorías no religiosas. La lucha de los pobres por la vida buena y digna puede ser expresión de una espiritualidad profunda, aun cuando se dé en categorías seculares.
Los pobres latinoamericanos son creyentes en su inmensa mayoría. Su catolicismo nutre su empeño cotidiano por salir adelante, pero, independientemente de las categorías sapienciales y simbólicas que les ofrece la religiosidad popular, ellos se esfuerzan por salir adelante con la sola gracia de Dios. En su pura lucha, los demás hemos de constatar al Cristo resucitado presente, de un modo semejante a como está presente en quienes nunca han oído hablar de Jesús de Nazaret y, sin embargo, Podemos decir que, en cierto sentido,
viven en el amor, se conmueven con la belleza y deploran la mentira. Es el caso de miles de millones de asiáticos.
En América Latina, probablemente, quien mejor ha observado este fenómeno es Pedro Trigo. Este teólogo español-venezolano nos habla de una «obsesión» de los pobres por vivir, de un «conato agónico».
Definimos la obsesión como el conato agónico que tiene por objetivo y contenido la vida digna, afirmada como posible y realizada frente al orden establecido que desde su lógica decreta su imposibilidad y que la distribución concreta de sus recursos la desconoce y niega.
Pero Trigo precisa que no se trata de una característica de los pobres, aunque se dé en ellos muchas veces:
Insistimos en que la obsesión no es un rasgo de carácter, no es una mera reacción instintiva de supervivencia, tampoco pertenece a la idiosincrasia de un grupo humano ni es sin más un elemento cultural. Como conato incesantemente reiterado logra convertirse en hábito, pero no llega a automatizarse por su carácter agónico: al mantenerse la negación del orden establecido, el acto de afirmación que la vence es estrictamente creación histórica y se sitúa así en la cúspide de la libertad3
Se trata, según Trigo, de una lucha irreductiblemente «personal», es decir, libre y espiritual, no reductible a lo colectivo o común. Los pobres que se abren al Espíritu viven su fe en solidaridad y fraternidad. Se trata de una «obsesión», pero de una vida «digna» para sí y para los demás. Y, en consecuencia, no consiste en salir adelante de cualquier modo. Es una lucha ética por una vida mejor para todos.
Es aquí que vemos la acción del Resucitado. Es en esta superación incesante de los obstáculos de la existencia, de las injusticias y de la muerte de los pobres, que hemos de reconocer al Cristo resucitado. La resurrección de Jesús no consistió en la reanimación del cadáver de un hombre cualquiera. Es el triunfo de un crucificado que representa a quie-
3 PEDRO TRIGO, Evangelización del cristianismo en los barrios de América Latina: Revista Latinoamericana de Teología 16 (en-ab, 1989) 106-107.
nes podrán identificarse con él, porque él se identificó con ellos. Este es el punto de arraigo preciso: si al resucitado llegamos por el crucificado, al crucificado llegamos por los que hoy viven «crucificados». Si, como creemos los cristianos, la resurrección es real, los que mejor nos pueden decir en qué pudiera consistir, son los que necesitan ser «resucitados». Los pobres, que viven la vida a su nivel más básico, son quienes mejor intuyen qué es la vida eterna y nos pueden hablar de ella.
Esto, sin embargo, no impide el acceso al Resucitado a los que no son pobres. El don de la resurrección es para todos. Pero, ya que esta atañe a lo fundamental de la vida, su experiencia no es una exquisitez espiritual para almas selectas. Hoy, cuando el «mercado de la religiosidad» abunda en ofertas de sucedáneos de fe auténtica, la fe de los pobres constituye un test decisivo. Ellos, mejor que cualquiera, conocen en carne propia qué es vivir y sobrevivir; ellos tienen una palabra autorizada sobre qué significa creer que Dios resucitó a su Hijo.
La devoción al crucificado
En lo más hondo de la experiencia espiritual de los pobres, en su lucha por una vida mejor, constatamos la fuerza del resucitado. Esta lucha equivale a la fe explícita en el Cristo que superó la injusticia y la muerte, y que anima a los fieles a seguir sus pasos. Esta lucha muchas veces va de la mano, o se expresa, en una fe popular en Cristo, aunque, como se ha dicho, no se agote en el plano de la religiosidad del pueblo. Pero es tal la fusión entre ambas, que conviene observar cómo opera la fe de los pobres en Cristo, porque no siempre la relación de esa lucha y la religiosidad parece ser virtuosa.
Es así que, lo primero que salta a la vista, es que la devoción a Cristo en América Latina se centra en su crucifixión. Pero, simultáneamente, también llama la atención la ignorancia que el pueblo católico tiene de la vida de Jesús de Nazaret. Solo en las últimas décadas nuestro pueblo ha comenzado a conocer los evangelios y la vida de Jesús. Esto se debe a la alfabetización de los pobres a lo largo del siglo XX, pero sobre todo al Concilio Vaticano II, que puso la Biblia en las manos de los pobres. La nueva catequesis ha tenido la enorme virtud de ilustrar acerca de quién fue
Jesús y qué reino efectivamente predicó. Aun así, muchas veces la religiosidad popular nos deja la impresión de ser dudosamente cristiana. A veces, algunas de sus manifestaciones nos resultaron extrañas y chocantes.
La devoción a Cristo crucificado es típica nuestra, pero los latinoamericanos en general no sabemos por qué mataron a Jesús y qué pudieran tener que ver las razones históricas de su muerte con nuestra propia historia. ¿Es esta mera ignorancia? ¿O ha parecido peligroso seguir a un condenado a muerte? Sea lo que sea, la cruz debiera recordarnos a Cristo, las razones de su vida y de su muerte, y llevarnos a creer que Dios le hizo justicia resucitándolo. ¿Será, talvez, que se ha usado la devoción a la cruz para impermeabilizarnos contra el dolor o para sufrir sin alegar? Los teólogos latinoamericanos han dado la voz de alerta en contra de una devoción al crucificado que pudiera mover a la resignación ante la injusticia. La posibilidad ha estado a la mano. Desde Anselmo de Canterbery en adelante, se ha podido pensar que la muerte de Cristo en cruz, y, por extensión, los dolores de la humanidad, satisfacen el honor de Dios herido a causa del pecado. Por esta vía, los pobres han podido incluso pensar que merecen lo que padecen. Talvez, han creído que lo que sufren sirve de expiación por sus pecados ante un Dios que necesita oler la sangre para perdonar. También los contemporáneos de Jesús vieron al crucificado y pensaron que fue un pecador. Lo creyeron culpable como parece que lo son los pobres de nuestras ciudades, los inmigrantes, los enfermos y los desgraciados de diversos tipos.
La devoción a la cruz en América Latina ofrece a la fe en la resurrección de Cristo una plataforma extraordinaria de contacto con la realidad. Pero merece ser discernida. Ella se presta a significar exactamente lo contrario de lo que significa para la fe de la Iglesia. En la cruz, Dios no canonizó el sufrimiento humano. Dios, lo único que ha querido, es la vida de Jesús y la nuestra. A lo más se puede decir que Dios ha querido que Jesús nos amase hasta el extremo, para lo cual debió absorber en su carne el mal del mundo. Dios nunca ha necesitado que se le sacrifique a un ser humano para salvar. El crimen de Cristo no fue el mejor de los sacrificios. Dios no necesita sacrificios. Solo agradece el amor. No castiga. En la cruz se hizo patente que es Dios mismo que se nos da gratuitamente.
Pero también podemos pensar que la devoción a la cruz de los latinoamericanos no es mera evasión, masoquismo o expiación por los pecados. El impacto del Cristo colgado en una cruz, su mirada perdida, sus llagas y su desamparo, tienen mucho que ver con el sufrimiento ajeno que nos conecta con nuestros propios sentimientos y moviliza nuestra solidaridad. En la devoción al crucificado, hay un ir y venir entre Cristo y los devotos que incluye a todos los que sufren y, por lo mismo, a toda la humanidad. El Cristo crucificado nos comunica subterráneamente con un mundo que sufre y que espera una resurrección.
Es más, la devoción a Cristo nos da a los latinoamericanos la capacidad de mirar descarnadamente nuestro dolor. Nos quita la vergüenza de sufrir. Otros hombres preferirán ocultar sus fracasos, sus lágrimas, su impotencia contra la injusticia. Al mirar al que crucificaron, los cristianos nos sentimos autorizados a reconocer nuestra humillación como indigna de nosotros mismos. Sabemos que Dios no la ignora y no la quiere.
Es más, en la devoción a la cruz hay que descubrir también fe en la resurrección. Algunos teólogos latinoamericanos la constatan escondida. Cuando los fieles tocan la cruz y besan los pies del Cristo sangrante, creen en él. Tocándolo con sus manos y sus labios, tocan a un vivo y no a un muerto. Con este gesto pueden resignarse ante la injusticia que padece, lo cual es lamentable. La fe en el resucitado debiera activar una lucha en contra del sufrimiento inocente. Pero incluso allí donde se da resignación, se da también un consuelo que no puede ser despreciado. A veces, las fuerzas no dan para más. La fe en el resucitado, presente en la devoción a un Cristo muerto y vivo a la vez, da esperanza a los desesperados y les permite al menos descubrir que son inocentes.
COMPROBACIÓN PERSONAL DE LA RESURRECCIÓN
Reconocimiento del pobre que «soy»
Lo dicho de los pobres debe ser experimentado personalmente. Incluso los que no somos pobres, hemos de poder decir, bajo respectos no socio-económicos, el pobre «soy yo», «yo también lucho por una vida dig-
na». Así podremos participar en el misterio de Jesús, quien «siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza»4.
La pobreza, en los evangelios y en la mejor tradición de la Iglesia, constituye un criterio decisivo para comprobar el cristianismo auténtico. Si queremos ir a la raíz de la posibilidad de hablar de la resurrección con sentido hoy, debemos entrar en contacto con la cruz de quienes carecen de lo indispensable, padecen la injusticia y son tratados como culpables siendo inocentes. ¿Es posible, para quienes no somos pobres, acceder a estas situaciones vitales? En principio, sí. Pues, si no fuera posible de ninguna manera, tampoco lo sería entender qué significan las palabras de Pablo: «Dios, nuestro Salvador quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad»5. Podemos, incluso, adivinar que la medida de nuestra convicción en la vida eterna dependerá de la hondura de nuestra experiencia de ser creaturas impotentes y expuestas a la maldad. Mientras no pasemos por esta experiencia, no entenderemos de qué se trata esa lucha de los pobres por la vida, pero tampoco hallaremos el lugar preciso en el cual enraizar una fe genuina en la resurrección.
Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo.
Es Cristo que vive en mí
A fin de cuentas, los pobres nos conectan con nuestra propia pobreza. No es indispensable ser pobre, en el sentido restringido del término, para creer en Cristo resucitado. Pobrezas hay de todo tipo. De lo que no ha podido hablar, ni nadie podría hacerlo con propiedad y, sin embargo, resulta decisivo, es de aquella pobreza personal, única, irrepetible, de cada uno de nosotros. Esa que tiene una historia personalísima. «Mi» pobreza: mi enfermedad, mi soledad, mi orfandad, mi fracaso matrimonial… Esa pobreza sin la cual no seríamos los mismos, que nos pesa y, de tal modo nos avergüenza, que no nos atrevemos siquiera a mirarla. Ese pobre que somos y que tantas veces nos esforzamos en esconder; ese pobre que negamos para ser tenidos en cuenta entre quienes ríen y pare-
Fe en Cristo Resucitado cen felices. Ese pobre es, precisamente, quien puede decir, en palabras de San Pablo: «Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo. Es Cristo que vive en mí. Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí».6. Ese pobre, por lo mismo, puede relacionar la resurrección consigo mismo. Y decir: Cristo resucitó «por mí».
Nos acercamos aún más al misterio salvador de Jesús, el más pobre de los pobres, cuando sufrimos la injusticia. También nosotros podemos ser atropellados en nuestra dignidad, en nuestros derechos, en nuestras aspiraciones más sencillas. Hay muchos modos de injusticia. Estas también tienen un aspecto inédito, inintercambiable. Injusticias muy únicas pudieron tallar nuestro carácter. Incidieron, a la larga, en nuestra manera de pararnos y de caminar. En la familia, en la escuela, durante la niñez o en la adolescencia, alguien nos hizo un daño que nunca entenderemos bien por qué. Por qué a nosotros. Éramos frágiles, nos pasaron a llevar, y, desde entonces, el miedo nos entró a los huesos. Somatizamos la rabia. La descargamos en el estómago. Hubo personas que hicieron un cáncer. Éramos vulnerables y los golpes nos hicieron aún más vulnerables. ¿Cómo lucharemos por la vida después del pánico que, en algún momento, nos provocó quien, con o sin querer, nos humilló? Hay un sufrimiento injusto que nadie más que nosotros puede entender.
Todavía más. En materia de injusticia, no hay nada peor que ser tratado como culpable siendo inocente. Esta es ley para el pobre. Se lo culpa, pero es víctima: se lo considera sospechoso a priori y se lo trata como si fuera peligroso, siendo que es la misma sociedad la que lo tiene en harapos. Esto mismo ocurre en muchas familias con el chivo expiatorio. Uno, el más débil, es culpado y recibe las descargas de violencia que los demás evitan descargar unos con otros. De esta manera se salva el clan. Lo mismo en la escuela. Cuántos niños preferirían no salir a recreo para no ser objeto de burlas, maltratos, golpes… Las víctimas inocentes, por lo demás, se dan en todos los sectores sociales.
Los que no somos pobres también nos preguntamos cómo luchar por la vida. La inmensa mayoría de la humanidad debe esforzarse por
salir adelante. Obstáculos encontramos de todo tipo. A cada rato se nos imponen dificultades que interrumpen nuestros planes de felicidad. Es cosa de oír atentamente las peticiones en las misas. Gran parte de ellas es por gente enferma. Se reza, además, para encontrar un trabajo. O por la paz del mundo. La vida es agónica, sufrida. La agonía es natural, como es natural resistirse a morir. Es normal, también, la tentación de responder al mal con mal. A menudo, somos víctimas de violencias que acrecientan nuestro resentimiento y nuestra necesidad de liberación.
En el revés de la trama, la otra condición humana para esperar la resurrección, es lo injustos que nosotros mismos hemos podido ser con los demás. Somos pecadores. Necesitamos ser perdonados. La maldad se padece, pero también se ejerce. La culpa inocente hace clamar a Dios a todo tipo de personas, dejada aparte su condición social o cultural. Pero la culpa del propio pecado también puede ser un laberinto de desesperación. Recordemos a Zaqueo. Este publicano no parece desperado con su forma de vida. Pero está inquieto consigo mismo. Lo acosa la culpa. Busca a Jesús. Sale a buscarlo. Cuando Zaqueo acoge al que lo acoge, «resucita» a una nueva vida. La experiencia del perdón y de la reconciliación lo convierte. Desde entonces, su lucha por la vida variará en 180 grados. Judas, en cambio, desesperó y se suicidó.
Participación en el misterio pascual
Nuestra condición de «pobres» y de «pecadores» es el punto de arraigo de una reflexión sobre la resurrección. El crucificado-resucitado representa anticipadamente a los seres humanos que, con toda su precariedad, podrán, sin embargo, superar el pecado y la muerte. En Cristo entrado en la gloria, la creación misma alcanza la plenitud que Dios quiso darle desde un comienzo. La muerte de este hombre que soy, el varón o la mujer pobre y pecador que muere y se pudre, asumida por el Verbo, es superada en el Misterio Pascual. Desde entonces, las criaturas no solo son restauradas, sino que adquieren una plenitud inaudita. «Cuánto más», dirá San Pablo7. La resurrección y la vida eterna nos son imposibles de comprender porque exceden nuestras posibilidades de experiencia. Sin
embargo, son una realidad que los pobres y los pecadores -y nosotros en cuanto pobres y pecadores-, ya ahora podemos experimentar, intuir y vivenciar por anticipado, aunque todavía de un modo provisional.
Lo dicho arriba acerca de la devoción al Cristo crucificado del pueblo latinoamericano, vale aquí para los cristianos en general. Todos podemos experimentar la tentación de cultivar el dolor por el dolor. Si el acceso a la realidad de la resurrección, y por ende a la de la salvación, arraiga en contactarse con la propia cruz, habrá modos mejores y peores de vivir las enfermedades, el trabajo, las injusticias, y diversas maneras de interrelacionarse con el prójimo y de organizar la sociedad. La compenetración de la cruz de Cristo con nuestra propia cruz, esta de nuestra experiencia espiritual cotidiana, es fácil de conseguir, pero difícil de discernir. Tomemos, por ejemplo, el dolor. Cuando sufrimos, nos identificamos con el crucificado que se identifica con nuestro sufrimiento. Pero el dolor puede vivirse como una fatalidad contra la que no se puede hacer nada. La tentación, en este caso, será no hacer nada para extirpar sus causas o controlarlo. De aquí hay un paso a pensar que a Dios le gustan las caras tristes, los zapatos rotos y la falta de aseo. Observemos esto mismo en el plano de las relaciones humanas: una persona que mantiene con Dios una relación centrada en el dolor puede hacer lo mismo en su relación con los demás. Hay casos de personas que pasan por la vida reclamando amor. Su tristeza pide tristeza. Lamentable. Lo que puede ser biográficamente muy justificado, el aspecto triste y una emocionalidad depresiva, se convierte a veces en un instrumento para hacerse compadecer. Si una persona así logra la atención que busca, la relación que establecerá con los demás será «tristona». Si dos personas «tristonas» y cristianas se enamoran y se casan, se atraerán con sus penas, pero también pueden terminar hundiéndose juntas. El centrarse en el propio dolor puede ser agresivo para los otros, o reclamar de ellos vínculos de dependencia sumamente mal sanos.
La condición de pecadores también se presta a ser mal vivida. El arrepentimiento, la petición de perdón y la experiencia de ser perdonados, permiten avizorar, como nada, la vida eterna. El pecador perdonado entrevé la resurrección. Pero esta misma condición, en un régimen de espiritualidad penitencial, puede dar pie a una serie de escrúpulos enfermizos y a una necesidad insaciable del sacramento de la confesión.
¡Cuánto llaman la atención de personas socialmente privilegiadas que se confiesan frecuentemente de nimiedades y, por otra parte, son insensibles a las luchas políticas de los pobres!
En el otro extremo de las posibilidades, también es posible vivir mal la resurrección. En la medida que el cristiano anticipa ya ahora la resurrección, viviendo como si hubiera ya resucitado, la negación lisa y llana de toda dificultad y de todo dolor, conduce a una vida inauténtica y, en lo inmediato, suele insensibilizar a la cruz de los demás. En los movimientos carismáticos puede darse este fenómeno. Estas agrupaciones espirituales tienen la virtud de acoger personas con grandes sufrimientos. Pero pueden a veces ofrecer una liberación de los mismos muy superficial. Sus participantes pueden ilusionarse hasta el entusiasmo con una salida que, a poco andar, se comprobará evanescente o falsa.
Participación en el triunfo escatológico
La fe en la resurrección de Cristo, por último, debiera ayudar a los cristianos a vivir en el tiempo de otro modo, de un modo original e incluso extraordinario. Hace ya mucho que en nuestra cultura entró la idea de derrotar la pobreza. Probablemente, ningún programa político latinoamericano olvida este punto. El propósito de superación de la pobreza es, por cierto, una meta formidable del progreso moderno. Nuestra cultura está poseída por la idea de un futuro de estándares siempre mayores de igualdad y de prosperidad. Esta ideal de la temporalidad, sin embargo, calza solo en parte con la concepción cristiana de la historia.
El cristianismo tiene un concepto positivo de la historia, pues sostiene que el mundo avanza a algo mejor. En esto coincide con la modernidad. Pero, a diferencia de esta, la escatología cristiana recuerda el pasado, pues en la medida que tiene en cuenta su esperanza, hace suya la pasión de los olvidados. El cristianismo espera un fin/cumplimiento del reino de Cristo, pero también afirma, ya ahora, la virtud liberadora de la resurrección. Ahora, no solo en el futuro, pueden resucitar con Cristo aquellos que el progreso ha dejado atrás.
Es así que, para los cristianos, no sirve derrotar la pobreza y olvidarse de las injusticias que la produjeron; no sirve postular un futuro
esplendoroso de una humanidad omnipotente; ni exaltar un presente en el cual los modelos de humanidad son los exitosos. Los cristianos esperan un mundo sin pobreza, sí. Pero, sobre todo, esperan un mundo de pobres. Me explico: en el reino de Cristo no habrá ricos, sino solo hombres y mujeres desposeídos de todo. Habrá personas agradecidas de haber recibido de Dios la vida por la que tanto lucharon. No habrá ricos, pero sí pobres. Esta paradoja del cristianismo es ininteligible para el pensamiento moderno que se caracteriza por la autonomía del sujeto o para la mentalidad mercantilista, individualista y competitiva que nos está haciendo tanto daño. Para los cristianos, cuenta mucho el esfuerzo por la vida, pero en la medida que el éxito de esta lucha, como la de la resurrección de Jesús, se lo hace depender de Dios y se lo consigue con sociedades fraternas.
Este modo tan único de vivir en el tiempo debiera encontrar una formulación política. «Con los pobres, contra la pobreza», repite Gustavo Gutiérrez. ¿Qué programa político pudiera hacerse cargo de una fórmula así? No hay recetas. El cristianismo nos obliga a concatenar lo personal y lo social, pero la edificación de una sociedad justa queda entregada a la inventiva de los hombres, cristianos o no, lo cual también debe considerarse una tarea espiritual.
CONCLUSIÓN
Ubiquémonos en el plano de la espiritualidad. ¿Qué importancia puede tener para los carismas y las espiritualidades creer en Cristo resucitado? La máxima de las importancias. La mayor de todas. «Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe», dice San Pablo8. Vana sería la espiritualidad ignaciana, diría San Ignacio. Vana la franciscana, diría San Francisco.
Menciono a estos dos grandes santos porque, en ellos, empobrecer con los pobres fue decisivo en su experiencia espiritual. Ambos buscaron la pobreza de los pobres, solidarizaron con ellos y, por esta vía, revivieron el Misterio Pascual que les hizo cristianos y maestros espirituales de un
cristianismo auténtico. Decía San Ignacio: «La amistad con los pobres nos hace amigos del Rey Eterno».
La fe en la resurrección debe morder en la realidad. Debe asumir el lado oscuro de la creación y de la vida, el pecado y la muerte, el pecado personal y el social; de lo contrario, será una creencia superficial, una ilusión pasajera, un entusiasmo fugaz. La fe en la resurrección solo puede darse al nivel de lo fundamental y, por tanto, de la espiritualidad de los pobres, aquellos para quienes vivir, y vivir con dignidad, es decisivo. Este, su modo de vivir, hace presente al Cristo crucificado y resucitado, porque extrae de su existencia actual y escatológica la fuerza de los pobres para salir adelante contra viento y marea. Los cristianos humildes, ante los Cristos crucificados de América Latina, con su esfuerzo, su clamor de inocencia y también su petición de perdón, nos llevan la delantera en el reino de Dios, pero también nos ofrecen el contacto preciso con la experiencia pascual de la cual depende la índole cristiana de toda espiritualidad.
La fe de los pobres nos representa a todos. Si hemos de creer en la resurrección de Cristo, y no en otra cosa, hemos de «ser pobres» o «pobres de espíritu». ¿Qué significa esto en los casos de personas tan distintas? Será materia de discernimiento. Cada cual tiene que pedirle al Señor que le haga ver, con valentía, su propia pobreza, y le indique cómo relacionarse con los demás a este nivel de la existencia. Nadie puede responderles esta pregunta a los demás. En todo caso, en un mundo de pobres, cualquiera de las espiritualidades cristianas tendrá que habérselas con la necesidad de solidarizar con ellos y con su esperanza.
Una espiritualidad que sortee la lucha por la vida buena y digna de los pobres, no es cristiana. Así lo indicó Jesús con la parábola del Buen Samaritano. Por el contrario, mientras la espiritualidad se comprometa y compenetre con la experiencia de Dios de quienes saben hondamente que son solo creaturas, más posibilidades habrá de que la resurrección dé en ella todos sus frutos.
uele llamar la atención que se diga que Jesús tuvo fe en Dios. Supuesto que como «Hijo de Dios» y «Dios» debió saberlo todo por anticipado, se piensa que no pudo haber experimentado la ignorancia y el sufrimiento inherentes a nuestra fe. Por el contrario, la opinión de prácticamente todos los cristólogos del siglo XX subraya la importancia de reconocer que Jesús, también en este aspecto, ha sido igual a nosotros. Se nos dice que Jesús no solo creyó en Dios, sino que es un ejemplo de creyente.
Si comparamos la fe de Jesús en Dios con la fe de los cristianos en Dios, debemos decir que son distintas, pero no tanto. La diferencia es que los cristianos, la Iglesia, creen en el Padre de Jesús y creen también en Jesús, el Hijo de Dios. Jesús creyó en Dios, al que consideraba su Padre. La Iglesia creyó en el creyente Jesús, e hizo suyo su modo filial de creer en Dios. La fe de la Iglesia, por decirlo así, contiene la experiencia espiritual de Jesús, pues se nutre del mismo Espíritu que inspiró a Jesús. En este sentido, entre la fe de la Iglesia y la fe de Jesús hay también una gran semejanza.
* Doctor en Teología Dogmática por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Actualmente es Profesor de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Director del Centro Teológico Manuel Larraín de la misma Universidad.
Por esto la Iglesia enseña a creer correctamente. Es precisamente cuando ella se aparta de la confianza y entrega total de Cristo a la voluntad de su Padre, que frustra su misión. La Iglesia trasmite la fe en Dios y en Cristo, porque Jesús le enseñó que Dios es amor, que merece por esto fe y, para no olvidarlo, ha escrito evangelios, cartas y crónicas. Durante dos mil años la Iglesia ha leído y releído las Escrituras, y con estas y nuevas experiencias, ha aprendido de su propia humanidad. Así, ha trasmitido a las siguientes generaciones cómo se cree. Lo ha hecho porque está convencida de que esta fe, la fe en el creyente Jesús, humaniza.
La Iglesia sabe que, si no fuera por ella, la fe en Cristo se evaporaría en el mercado de las religiones
Digo que la Iglesia cree que «esta fe humaniza», porque no cualquier fe lo hace o no lo hace de la misma manera. «Fe» es un concepto análogo. La fe tiene que ver con la confianza, con el crédito, con la fidelidad, con lo fidedigno, con la lealtad, con la fiabilidad, etc. Estos aspectos de la fe nos sirven para comprender qué está en juego cuando hablamos de la fe de los cristianos en el Dios de Jesucristo. Pero la «fe» cristiana es incomparable con las otras creencias o con tener fe en términos corrientes. Una cosa es creer que Dios existe, y otra qué Dios existe. Hay quienes creen que Dios puede castigar. Para los cristianos, «fe» es creer en un Dios capaz de renunciar a su hijo por amor nuestro; es creer que Jesús en la cruz no es un mero hombre o un desgraciado entre tantos, sino Dios mismo amando a la humanidad hasta el extremo. Los cristianos no podemos despreciar otras formas de fe. Pero pensamos que la nuestra acierta mejor como respuesta a Dios.
Sería extraño, por esto, que continuáramos siendo cristianos si estimáramos más otra religión o iglesia. La Iglesia sabe que, si no fuera por ella, la fe en Cristo se evaporaría en el mercado de las religiones, religiosidades, espiritualidades, agrupaciones o sectas. Cuando proclama a Jesús, ella lo hace absolutamente convencida del valor singular de su propia experiencia de Cristo. De aquí que no sepamos nada de Cristo que no lleve las huellas digitales de los primeros cristianos, de los segundos, de los terceros, hasta los de nuestros días. Hemos sido «nosotros» mismos quienes hemos puesto por escrito lo que nos ha pasado con él,
La fe de la Iglesia en el creyente Jesús porque nos fue imperioso comunicar una experiencia que nos pareció inaudita. Si alguien creyó en Cristo, a «nosotros» nos creyó, a quienes comenzamos a tratarnos como hijos e hijas, y hermanos y hermanas.
De aquí que resulte sorprendente oír, como sostienen algunos, que la Iglesia nos habría traicionado ocultándonos algunos evangelios, como si a ella los de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, y los llamados apócrifos, le hubieran caído del cielo como por arte de magia. Jesús no escribió nada. Todo lo escribió la Iglesia. Igual sorprende que se diga «Cristo sí, la Iglesia no», como si alguna vez hubiera sido posible saber del nazareno, de su historia y de su espiritualidad, al margen de la experiencia de la Iglesia. Ella misma hizo discernimiento de sus escritos. Unos le parecieron inspirados por Dios y otros no. La Iglesia no ha engañado a nadie desechando lo que ella misma escribió, y que, como tantas cartas de amor, han ido a parar al basurero.
Pero este es ya otro tema. Lo que importa retener es que la Iglesia cree en un creyente. Su experiencia espiritual integra el modo cómo Jesús se relacionó con su Padre.
LA FE DE LA IGLESIA EN JESÚS
La Iglesia cree en un hombre. Este hecho es impresionante. Pero no cree en cualquiera. La Iglesia cree en uno que resucitó. Pero no cree en uno cualquiera que resucitó. No cree en Jesús simplemente porque volvió a la vida, sino porque «este hombre», que hizo y dijo esto y no aquello, este profeta de un reino que proclamó ya llegado, fue validado por Dios como digno de fe por su resurrección de entre los muertos.
Esto no obstante, cabe preguntarse hasta dónde sea posible creer en un hombre. La fe de la Iglesia en Jesús enhebra la posibilidad de fiarse de un hombre sin más. Los seres humanos vivimos de la confianza entre nosotros. Toda nuestra existencia descansa en un tejido infinito, milenario, de seguridades arduamente conseguidas que nos liberan de sospechar de cada contacto o movimiento. Confiamos. Si tomamos un avión a Buenos Aires no nos imaginamos que iremos a dar a Arica. Si el niño recibe de la madre la mamadera, no piensa que lo podrían envenenar. El mundo de los negocios o de la política también requiere de una
trama de verdades, fidelidades y compromisos. Sin «fe» en los otros, la humanidad entraría en el caos. Se dice que el «hombre es un lobo para el hombre». No hay que exagerar. Esto es cierto algunas veces. Puede serlo metafóricamente, si por ello entendemos la necesidad absoluta de abrirse un espacio en la vida. Pero si de una vida plena se trata, esta no se consigue sin una colaboración con los demás. La rapiña es parte de la vida. No la vida de suyo.
La confianza, la «fe» en los otros, es clave. Pero, no se puede olvidar, la vida humana es una sociedad de «responsabilidad limitada». ¿Quién puede responder a los demás si no es capaz de responder por sí mismo? Un esposo puede decirle a su esposa «te amaré para siempre». Pero, si él muere antes, ¿qué significará «para siempre»? Para ella este «para siempre» habrá tenido un significado temporal: 20, 30 o 50 años. Habría podido decirle ella a él: «no te creo». Él se habría encogido de hombros, respondiéndole: «no te puedo garantizar la fidelidad que deseo ofrecerte». La muerte, a fin de cuentas, se lo lleva todo. Por admirable que haya sido ser fiel a la esposa durante toda una vida, esta fidelidad tendrá los días contados. Habrá podido persistir más allá de la muerte como una presencia que todavía alegra o hace sufrir a la esposa, pero que no dará para acompañarla al cine, al hospital o para ir a comprarle el pan.
Con todo, entrevemos un vínculo necesario entre «este» y el «otro» mundo; entre ser «fiel» en un sentido religioso y serlo en un sentido secular. Por ejemplo, vistas las cosas desde la eternidad, el sacramento del matrimonio conjuga el amor de Dios con el amor de los esposos. No se podría amar a Dios, sin amar a la esposa. Asimismo, no tendría sentido alguno creer que Jesús resucitó si no hacemos nuestro su modo humano, histórico, terrenal y desgarrador que tuvo de creer que Dios era su Padre. La Iglesia, cuando cree en Cristo, hace suya la fe de Jesús. Los cristianos son «fieles» en el sentido que Jesús fue «fiel». Dicho todavía de otro modo: tiene sentido creer que Jesús es la Palabra de Dios en tanto reconocemos a las palabras de Jesús -parábolas, dichos, discursos, denuncias, discusiones, y su grito en la cruz- un valor eterno.
La Iglesia cree que Cristo es la Palabra de Dios. Pero ella debió llegar a esta conclusión. No le fue para nada evidente. Las palabras de
Cuando la Iglesia proclama a Jesús resucitado, sostiene contra viento y marea su autenticidad
La fe de la Iglesia en el creyente Jesús Jesús, para sus discípulos y para él mismo, tuvieron la provisionalidad que tiene toda habla humana. En el entrecruce y el conflicto de las interpretaciones, ellas no pudieron expresar inequívocamente la índole escatológica del Mesías, quien, a su vez, tuvo que discernir frase a frase su proclamación del reino. La muerte del profeta de Galilea habrá parecido a muchos la de un gran mercanchifle. Prometió y no cumplió. Judas se sintió embaucado. Los discípulos de Emaús volvieron cabizbajos a su pueblo. Otros habrán preferido no recordar sus metáforas. Algunos conservarían sus mejores cuentos, atenuando su perentoriedad. María y unos cuantos más habrán querido memorizar cada una de sus palabras, pero lo habrán hecho con la perplejidad más absoluta. Estas palabras debían cambiar la realidad, y no ocurrió. La realidad dejó mudo a Jesús y a los discípulos.
Tras la resurrección, la Iglesia pudo proclamar que las palabras de Jesús eran auténticas. Haberlo creído así, suponía saber que las palabras son sinceras cuando se las respalda con la vida. Esto, que la humanidad siempre había intuido, se nos reveló definitivamente con Cristo. La Iglesia creyó que Jesús era el hombre pleno porque vivió y murió para trasmitirnos que Dios es amor, que ama a todos, incluso a los que condenaron a su Hijo por blasfemo.
Cuando la Iglesia proclama a Jesús resucitado, sostiene contra viento y marea su autenticidad. Y, a la pasada, proclama también su inocencia. La mentira y la traición existen, y deshumanizan. Mucha gente, en la historia de la humanidad, ha sido tratada como culpable siendo inocente. Muchos han pedido justicia contra la injusticia, y se ha dicho de ellos que son una amenaza para la sociedad, y se los ha acallado o eliminado. La Iglesia, cuando cree en Jesús, asume su defensa, y la defensa que él hizo y habría hecho de las víctimas de la difamación.
Jesús creyó en Dios. María hizo de él un creyente. Fue ella, José y las enseñanzas de la sinagoga que el trasmitieron el credo de Israel. Fue así que Jesús supo conectarse con las esperanzas de su pueblo y representarlas. Al oírlo hablar, los israelitas no solo entendían lo que decía. Muchos le creyeron, porque sus palabras y acciones interpretaban hondamente el significado de la Ley y los Profetas. Pero Jesús llevó la fe de Israel aún más lejos. Al hablar de un reino del amor absoluto de Dios, exigió a sus contemporáneos a dar otro paso en el camino de su credo. Hasta entonces, se pensaba que Dios había sido bueno, justo para premiar y castigar, y parcial con Israel en relación a las demás naciones. Jesús llevó la confesión de Dios más lejos: lo llamó Padre. Más tarde, la Iglesia enseñaría a sus catecúmenos a creer en un «Padre nuestro», y padre de todos los pueblos de la tierra.
Esta empatía profunda de Jesús con la gente de su tiempo debe hacernos pensar, por otra parte, que él hizo propias las razones para «no creer» de los suyos. Jesús respondió a expectativas mesiánicas, porque conoció en carne propia los motivos que por entonces tenía su pueblo para desesperar. Jesús debió sufrir con la dominación romana. Debió sentir indignación contra los altísimos impuestos que su propia familia debía pagar a Roma y a las autoridades del Templo. Como todos los demás, debió sentir miedo ante los opresores. En este sentido podemos pensar que Jesús interpretó las razones de Israel para «creer» y para «no creer», y por esto pudo sorprender por la autoridad con que hablaba y se desenvolvía.
A Jesús, el creyente por excelencia, le costó creer en Dios. Compartió, así, nuestra condición de creyentes. Los Evangelios dejan muy claro que su condición de Hijo de Dios no le ahorró la experiencia de la tentación. En el desierto fue el Espíritu que lo sacó adelante. Al final de su vida, el Tentador volvió en su contra. Su misma fe en Dios le hizo la cruz aún más dolorosa. Su confianza radical en su Padre, fue la razón exacta de su grito en la cruz. Si no hubiera creído en Él, este grito se habría confundido sin más con las quejas de los afligidos por dolores físicos o con el simple aullar de las fieras. Este grito es estremecedor porque es «su» grito. El grito del hombre que creyó en Dios como nadie. Ninguno ha gritado a Dios con más fuerza que él. Horas antes de ser crucificado,
La fe de la Iglesia en el creyente Jesús en el huerto de Getsemaní, elevó una oración para conocer y hacer la voluntad de su Padre, la cual no le era evidente. En este momento no tuvo claro por dónde seguir, suplicó, sudó sangre y debió llamar a su Padre «a gritos y con lágrimas»1. Fue el clamar auténtico de un creyente de verdad. Él no supo con detalles en qué terminaría su vida. A un cierto punto, habrá podido intuir que la resistencia creciente a sus palabras le costaría la vida. Pero su divinidad no fue para él una ayuda extra que lo hubiera capacitado para avanzar sin tropiezos. Su pasión no fue simulacro de humanidad.
En todo esto, Jesús fue el representante de los creyentes. También los que creen, en razón de su misma fe, deben buscar la voluntad de Dios y, en el camino, verse obligados a superar tentaciones, pruebas y sufrimientos que son especialmente crueles cuando más grande es la fe. Mientras más fe se tiene, más dolorosa se hace la ausencia de Dios. El creyente auténtico no se libra de las agitaciones, de los engaños y tormentos que lo turban, y lo pueden hacer fracasar. La fe es así, difícil, costosa. Si Jesús creyó con la posibilidad incierta de que prosperar, si él pasó por la angustia del abandono de Dios («por qué me has abandonado…»)2, se abre para nosotros un modo más profundo de entender la vida espiritual. Jesús, con su precariedad, reveló qué quiere decir realmente que Dios nos sostenga cuando el mar quiere tragarnos. Hacer la voluntad de Dios, avanzar por la vida confiados en su palabra, puede ser, como lo fue en Jesús, una experiencia desgarradora. También nosotros podemos morir creyendo en Dios, sin que Dios haga nada por liberarnos del dolor o hacernos justicia.
Jesús fue hijo de su tradición. Su confianza en Dios no surgió de la nada. Su fe hay que ubicarla antes y después de la de María. María trasmitió a su hijo el credo de Abraham, de Isaac y de Jacob, es decir, la fe israelita en el Señor que se había comprometido con su pueblo, mediante la Alianza, por todas las generaciones. Pero después de la resurrección, María creyó en él en cuanto Hijo de Dios, representando con ello a la Iglesia naciente. Si María, educadora de Jesús, traspasó a su
hijo una fe sencilla y genuina, María, en cuanto testigo de su resurrección, fue la primera cristiana. Desde entonces, esta cristiana representa a la Iglesia que, para creer, debe hacer suyas las razones que Jesúsintérprete de su pueblo y de la humanidad- tuvo para creer y no creer en Dios. La fe de María en Cristo ha debido incorporar, por tanto, la compasión de Jesús que ella misma, en cuanto israelita, le trasmitió.
La fe de la Iglesia, nacida de Jesús y de María, enhebra las condiciones de posibilidad del creer humano con las razones de la humanidad para creer y para titubear. Si la Iglesia no fuera «atea» en algún sentidoel sentido de interpretar a quienes no creen no por mala voluntad- no sería auténticamente fiel a Jesucristo. El problema es cuando los cristianos pretenden saberlo todo de este mundo y del otro y, punto seguido, exigimos cumplimientos omnipotentes a una humanidad que apenas carga consigo misma.
CIERRE DEL CÍRCULO
Si no fuera porque Dios es amor, la fe sería imposible. «Dios es amor», enseña san Juan. «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene», dijeron los primeros cristianos, «y hemos creído en Él»3.
Jesús le cambió el nombre a Dios. Lo llamó «Padre». La Iglesia dio otro nombre a Jesús. Lo llamó «Hijo». La Iglesia reconoció en Jesús a Dios, porque experimentó el mismo amor que hizo que Jesús creyera en Dios-Padre. Jesús se supo amado por Dios como un hijo, con el mismo amor con que los cristianos se trataron como hermanos. La Iglesia, para contárnoslo, escribió los evangelios.
Pues, a fin de cuentas la fe, en todos los tiempos, ha sido una gracia. No una gracia cualquiera, sino una típicamente cristiana. Esta no es un don del cielo para creer simplemente en la existencia de Dios. Ella no es posible sino como iluminación para confiar en los que no son dignos de confianza. Dios -reveló Jesús- ama a los que no merecen crédito: los pobres (a los que nadie presta) y a los pecadores (infieles,
La fe de la Iglesia en el creyente Jesús tendencialmente infieles). La fe consiste en creer en un Dios «in-creíble», un Dios que «cree» en un crucificado, representante de quienes suelen carecer de credibilidad; en uno que amó desinteresadamente a quienes nunca habrían podido corresponderle, porque él mismo, en virtud del amor gratuito e incondicional de Dios, no supo amar más que inventando la misericordia.
La Iglesia es sacramento de humanidad
El Padre hizo del Hijo encarnado un hombre digno de fe. Con su amor, con su Espíritu, despejó a Jesús, y a través de Jesús, a la humanidad, la posibilidad de creer y perdonarse a sí misma; la posibilidad de comenzar otra vez, sin deudas pendientes.
La Iglesia es sacramento de humanidad: su misión es esencialmente reconciliadora. Ella misma es la humanidad que no desespera de sus fracasos. Porque sabe que Dios no deja de quererla: Porque la ama, aunque no merezca ser amada.
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