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De la tierra como derecho al derecho de la tierra

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Haz nuevo tu año

Haz nuevo tu año

Oscar Geymonat

El Señor se dirigió a Moisés en el monte Sinaí y le dijo: Di a los israelitas lo siguiente: cuando hayan entrado en la tierra que les voy a dar, la tierra deberá tener reposo en honor del Señor.

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Podrán sembrar sus campos durante seis años. También durante seis años podrán podar sus viñedos y recoger sus frutos, pero el séptimo año será de completo reposo de la tierra en honor del Señor. No siembren ese año sus campos ni poden sus viñedos. Tampoco corten el trigo que nazca por sí mismo después de la última cosecha, ni recojan las uvas de su viñedo no podado. La tierra debe tener reposo completo. Lo que la tierra produzca por sí misma durante su reposo, alcanzará para que coman ustedes, sus siervos y sus siervas, y los trabajadores y extranjeros que vivan con ustedes y sus ganados y los animales feroces del país. Todo lo que la tierra produzca les servirá de alimento.

Levítico 25: 1-7

¿Cuándo lo olvidamos?

Seguro que no fue un repentino ataque de amnesia. Los caminos de lo que llamamos “desarrollo humano”, nos han ido alejando de una certeza que desde siempre se vio la necesidad de cuidar frente al engañoso sentimiento de omnipotencia humana, amenaza de éste y todos los tiempos.

Siempre la ley bienintencionada ha buscado proteger de peligros que atentan contra la convivencia. A ésta le caben las generales de todas. Y cuando hablamos de convivencia no tenemos que pensar únicamente en la humana, muy necesitada de fortalecimiento, por cierto.

El pueblo hebreo pasa de una etapa pastoril, seminómade, dependiente más de lo que la tierra ofrece, a otra de mayor asentamiento y desarrollo agrícola en la que el énfasis ya no está puesto en lo que la tierra da sino en lo que de ella se puede sacar. Allí aparece la visión del legislador que anticipa el peligro de la sobreexplotación por parte de quien pone en primer lugar su ganancia personal frente al cuidado del bien público. En este caso un legislador que sabe que la tierra no es solamente un bien compartido, es un don que no le pertenece, le ha sido confiado por un tiempo. En él resuenan las pa- labras del Génesis: “tomó Dios al ser humano y lo puso en el huerto de Edén para que lo labrara y lo cuidara”. Y como muestra de que al rompecabezas del cuidado no le puede faltar la pieza de la justicia, remarca que ese descanso de la tierra no dejará sin alimento a los siervos, siervas, trabajadores y extranjeros, ni a los ganados ni a los animales feroces. Nadie quedará sin lo necesario, otro concepto tan antiguo que nuestra modernidad tiene la imperiosa necesidad de redescubrir; en eso nos va la vida.

Parece que todo estuviera escondido en la memoria, ese refugio de la vida y de la historia.

La tierra es sujeto de derecho

Da la sensación de que para la legislación del antiguo Israel no era novedad. Se llamaba a sí mismo “el pueblo de la tierra”. Ésta no es mercancía sobre la que se establece derecho de propiedad y vale de acuerdo a la cotización que le permite el mercado. Aquel derecho no establecía sólo las normas para su uso, también las de su cuidado. Ese código tenía plena conciencia de lo que a fuerza de golpes parece que estamos aprendiendo: la tierra tiene recursos finitos, preciosos por su escasez y necesita tiempo para renovarlos.

En aquella antigua legislación se garantizaba el día de descanso semanal para “el buey y el asno”. Eran sujetos de derecho antes que “cabeza de ganado”, “vientres” para la reproducción, generadores de semen o ubres programadas para tres ordeñes diarios.

Una propuesta de “Declaración Universal de los derechos de la Madre Tierra” formulada en Cochabamba, Bolivia, en 2010 por pueblos que acumulan siglos de sabiduría, inicia reconociendo que “somos parte de la Madre Tierra, una comunidad indivisible vital de seres interdependientes e interrelacionados con un destino común”.

No existen derechos humanos si se desconocen los de la tierra, porque al fin y al cabo somos la misma creación. Dice el relato de Génesis que Dios hizo al ser humano de tierra y en el sopló aliento de vida. Y le puso Adán de nombre porque fue hecho de Adamah, que significa tierra en hebreo, el idioma en que fue escrito.

Entonces vuelvo a preguntarme: ¿cuándo lo olvidamos?

Hay bienvenidas voces, en Uruguay también y lo celebro, que abogan por un “cambio de paradigma” en la filosofía del derecho, un cambio del centro rector que lo sostiene, como la masa en la rueda del carro amarra a los rayos para que salgan en todas las direcciones pero conservando la forma de la rueda.

Hasta no hace tanto los impactos ambientales de los proyectos económicos no eran tenidos en cuenta ni objeto de discusión. La legitimidad venía dada por la propiedad del espacio destinado. Si había logros económicos se los aplaudía. Se medía en todo caso el impacto en cuanto a generación de fuentes de trabajo y dinero volcado a la sociedad. Hoy esa realidad, más lentamente de lo que desearíamos y parece necesario, está cambiando. No sin tropiezos humanamente concebidos, pero está cambiando.

En nuestra cultura occidental ese núcleo del derecho es el ser humano. Es un derecho antropocéntrico. En 1789 la Revolución Francesa proclamaba los Derechos del hombre y del ciudadano. Un avance en la intención inclusiva marcó casi dos siglos después, en 1948, la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero la masa del carro sigue siendo el ser humano. A él se le garantiza entre otros el derecho a la propiedad; en la declaración a todos, en la realidad a muchos menos, pero el ser humano sigue siendo dueño de la tierra.

Incluso las luchas por la justicia siguen teniendo un fuerte énfasis en el acceso a la propiedad de la tierra, sobre todo de quienes de ella fueron despojados. “Los pueblos originarios son los verdaderos dueños de la tierra” se oye decir con buenísima intención en América latina sobre todo cuando son desplazados como muestras de atraso por propuestas económicas de modernidad extractivista. Pero quizás se pone en el reclamo una mirada que a esos mismos pueblos les es ajena. Como lo muestra la propuesta de declaración de Cochabamba, muchos sabiamente no buscan ser propietarios de la tierra sino vivir con ella. “La tierra para quien la trabaje” hemos oído y tal vez repetido. Vale la pena repensar la afirmación.

Cuando leo en esta edición a Álvaro Michelín Salomón que remarca el imperativo ecológico en el mensaje de la iglesia y de la necesidad de una nueva racionalidad productiva; a don Kune que recuerda que no toda la tierra puede ser explotada porque el mundo necesita pulmones; cuando desde los campamentos en Palmares de la Coronilla nos hablan de ambiente y solidaridad; tengo la sensación de que al leer la Biblia estuviera asomado en una ventanita de ese refugio de la memoria. La Biblia es el testimonio de fe de un pueblo que ha caminado con Dios y da testimonio de lo que él es en su vida y en su historia.

El domingo 22 terminábamos el culto en el campamento de niños con la oración que dijimos “Jesús nos enseñó, porque encargó a sus discípulos orar así…”

Hubo quienes la dijeron en voz alta, hubo quienes la oían por primera vez. La niña que me daba la mano la iba diciendo con milimétrica precisión. Con toda seguridad dijo: “… mas líbranos del mal. Amén”. Y oyó con sorpresa que seguíamos: “porque tuyo es el reino, el poder y la gloria por todos los siglos”. Oyó nuestro amén y me clavó su mirada sorprendida. ¡“Acá es más largo que en Lascano”!

No pudimos no reírnos. No podemos dejar de pensar en esa ternura que nos pide explicación.

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