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tema de la semana

ISLAS MARÍAS: EL EVANGELIO TRAS LOS «MUROS DE AGUA» 17 de marzo de 2019 / AÑO 24, No. 1236

¿Y los menores de edad? Para ellos, el «Hogar san Pablo»

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La experiencia de un sacerdote

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e origen jaliciense, el padre Pedro Tovar Cortés fue ordenado presbítero en 1961 como miembro de la diócesis de Mazatlán, que apenas tenía tres años de existencia. Movido por su gran amistad con el «Padre Trampitas», decidió fundar en Mazatlán una casa de asistencia para los hijos de los reclusos en la colonia penal de las Islas Marías. Este lugar más tarde se convertiría en un lugar en donde los jóvenes necesitados de ayuda y caridad encontrarían su reintegración: el «Hogar San Pablo». Los orígenes de este proyecto arrancan de cuando el sacerdote apenas tenía 29 años de edad, a sólo unos cuantos meses después del paso del huracán «Olivia» en 1975: el padre Tovar venía preguntándose cómo albergar y atender al creciente número de niños de la calle que estaban llenando su parroquia; decidió utilizar un convento abandonado en el Cerro del Vigía para darles un hogar. Pasada la contingencia del huracán, el sacerdote decidió convertir el «Hogar San Pablo» en albergue para los

E niños de edad escolar que eran hijos de los reos de las Islas Marías, pues aunque en la colonia penal los presos podían vivir ahí con sus familias, no existían escuelas. De esta manera, el padre Tovar buscaba darles casa a los niños mientras asistían a la escuela. Cuando por fin el gobierno construyó escuelas primarias en las Islas Marías y los niños pudieron habitar allá con sus padres, el «Hogar San Pablo» se transformó en un hogar para niños de la calle.

Actualmente, como alguna vez lo hizo con los hijos de los presos, el «Hogar San Pablo» alberga a niños de entre 9 y 18 años, brindándoles techo, comida, educación, así como una formación humana y religiosa para su crecimiento.

Es una «pista de despegue»

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Testimonio de Laura Arellano tras misionar una Semana Santa en las Islas Marías

l hablar sobre las Islas Marías debo confesar que deseo estar allá y no aquí. Confieso también que la primera Misa a la que asistí de regreso al continente fue valiosa por la fiesta de la Resurrección de Cristo, pero que lloré por estar celebrándola aquí y no en las isla María Madre. Todos los isleños adjudicaban a los misioneros la alegría que se sintió durante esa semana, la esperanza que se respiró y la vida que nació de la monotonía; pero, desde mi vista de misionera, lo cierto es que cada uno de los preciosos seres humanos que viven ahí tienen las orejas «paradas», los ojos abiertos y el corazón dispuesto a percibir el aire del cambio y la mejora, para encontrar una nueva oportunidad. Sí, encontré a muchos no muy convencidos de que estar en esa isla era muy parecido a seguir encarcelados, y que no es lo mejor que pueden tener; pero ellos mismos admitieron que éste lugar es su «pista de despegue» y, si bien no tienen grandes planes aún, saben que el punto para reiniciar está

ahí, y no en la vida que los llevó ahí. En Balleto, durante la representación del Viacrucis, «el Barrabás» dejó el escenario gritando: «¡Soy libre, soy libre!», y todos se rieron —«¡Ya quisieras!»—. Pero me hizo reflexionar que esa ansia de ser libre por ser libre (no estar tras las rejas) no se compara en nada con el ser libre que pueden encontrar aún dentro de las Islas Marías.

Es decir, la pasión con el que «¡soy libre!» suena a un grito de libertad y no de libertarismo puede sonar con más honestidad al salir de la isla María Madre que de cualquier penal, porque será un grito pleno. Para dimensionar: Una vez, fuera del reclusorio femenil de Santa Martha Acatitla, esperábamos sentadas el autobús, cuando las puertas de la cárcel se abrieron de nuevo y salió una señora

aún vestida de azul marino dando alabanzas al Señor: ¡era el día de su libertad! Esas mismas alabanzas las escuché en el Campamento de Morelos, en las Islas Marías, mientras un señor recibía... la Primera Comunión. A eso me refiero. Hace mucha falta tocar de casa en casa y hablar con las mujeres que, cargando con una maleta y sus hijos, se fueron a vivir al lado de su marido. Hace falta acercarse a los chiquillos y enseñarlos a persignarse; enseñarles a todos a buscar y encontrar el sentido de sus vidas. Enseñar los sacramentos y mostrarles que religión es mucho más que sólo los Diez Mandamientos; explicarles que un Rosario no es un collar y que Cristo no está solamente en los misioneros. Sí, hacen falta muchas cosas; pero creo que ya hay una gran parte del camino recorrida y ganada porque cada uno de estos diamantes que viven ahí, aún cubiertos de roca y polvo, ya están con la esperanza al borde, los ojos abiertos y el corazón dispuesto. + Extractado de Catholic.net

l sacerdote Arturo Guerra Arias, L.C., nacido en Guadalajara, Jalisco, en 1969, como capellán nacional de la Universidad Interamericana para el Desarrollo, ha trabajado durante los últimos seis años visitando las Islas Marías y promoviendo que jóvenes universitarios católicos asistieran en diferentes temporadas del año para impartir talleres de diversa índole a los reos: autoconocimiento personal, emprendimiento, artes, origami, espacios de reflexión, formación en la fe, oración personal, comunitaria, servicios religiosos; pero sobre todo para escuchar y acompañar a los presos. El año pasado, por ejemplo, el presbítero y los jóvenes universitarios trabajaron principalmente en tres zonas: la zona de mayor seguridad, ateniendo a un grupo de 12 personas privadas de su libertad; la zona donde los presos que viven con su esposa y con sus hijos, donde realizaron actividades para toda la familia, y el Centro Federal de Readaptación Social (CEFERESO) «Campamento Bugambilias», en donde convivieron con unas 20 personas privadas de su libertad. Este grupo de jóvenes de la Universidad Interamericana para el Desarrollo pertenece al movimiento «Regnum Christi», y es sólo una de las diversas iniciativas que cada año venían realizando diferentes movimientos eclesiales y diócesis de México como exitosas iniciativas de verdadera readaptación social.


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