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El campo donde los jornaleros no echan raíz

Miles de jornaleros migran cada año hacia los campos de Jalisco buscando los picos de producción en los campos de berries. Cosechan el alimento que se exporta, mientras ellos sobreviven incertidumbre, calor y salarios precarios.

Por Edgar M. García

Son las cuatro de la mañana, aún no hay sol que pueda iluminar los caminos polvorientos del municipio agavero de Amatitán, Jalisco. Los jornaleros ya han despertado. Algunos se preparan el desayuno que los ayudará a aguantar toda la mañana, preparan su lonche, unos tacos para merendar en la tarde y se mantienen a la espera del camión que llega a las cinco en mera penumbra.

Para las seis, el sol comienza a iluminar los surcos de moras, aún la temperatura no sobrepasa los 20 grados. Para la una de la tarde, el sol golpea con fuerza la lona que sirve de sombra para los jornaleros, provocando un efecto invernadero que sofoca. El aire apenas se respira en los plantíos. La temperatura sobrepasa los 30 grados, cada jornalero avanza entre los arbustos de berries, extienden sus manos agrietadas para tomar el fruto que apenas solventará los gastos de ellos y de sus familias que viven en otro estado de la República. Algunos se espinan las puntas de los dedos cuando lo que se cosecha es zarzamora.

Los camiones de transporte se zangolotean con las calles empedradas que levantan nubes de polvo tras su paso, dentro de éste se encuentran las personas que cada día sostienen el agroexportador jalisciense. La mayoría de los campos en Jalisco ofrecen vivienda, dónde dormir es una preocupación menos, pues cosechar no es lo único que los aflige: “te la tienes que rajar diario a diario con el sol, frío, lonche, muchas cosas para poder solventar a tu familia y de tener a tu familia en la escuela, renta, agua, luz, todo”, confiesa Alfredo, un jornalero de berries.

Memorias de jornaleros errantes

La vivienda donde conocí a Mercedes, una jornalera oriunda de Chiapas tenía una fachada muy austera: sin decoraciones, con puertas de lámina, dos ventanales abarrotados y un color salmón que se confundía con la arena rojiza del paisaje agavero.

Mercedes, una mujer de alrededor de treinta años, tímida y seria, me ofreció pasar a lo que parecía una cocina improvisada: paredes agrietadas pintadas de un azul verdoso que oscurecía y deprimía el ambiente, apenas reflejando la luz mortecina de la tarde. Unos fogones portátiles, una mesa de plástico en el centro y varias sillas plegables donde ella y yo nos sentamos para la entrevista.

Era sábado, pasadas las dos de la tarde.

¿Y los demás? pregunté, refiriéndome a los jornaleros que también esperaba entrevistar.

—No sé, yo digo que se fueron a pistear—comentó Mercedes, con una naturalidad casi cómica, como si hablar de jornaleros bebiendo a media tarde fuera parte del paisaje cotidiano.

Mercedes no había nacido en Jalisco, ni siquiera cerca. Vino desde la sierra chiapaneca, atravesando todo el país para encontrar trabajo donde hubiera cosecha. Su migración interna había sido larga, fragmentada, sin mapa:

"He estado en Lagos de Moreno, he estado en Atemajac, he estado en Zacoalco, en Cuyutlán, Sayula, Ciudad Guzmán, Zapotiltic... Conozco más lugares de Jalisco, que de mi propio Chiapas."

Así describía la peregrinación de jornalero que aprendió no por instinto, sino por necesidad.

El trabajo se conseguía de maneras simples, casi improvisadas:

"Vimos la publicación que subieron en el Facebook y pues le contactamos... Al principio como que tienes tus dudas, si es cierto o no. Luego ya llegas y una vez que te contratan, empiezas a hacer contactos. A veces terminas la cosecha en un lugar, y ya marcas para preguntar, '¿No tienes chamba por allá?'. Así te vas moviendo."

Se rio abiertamente, dejando ver las coronillas metálicas que cubrían sus dientes superiores, cuando recordó sus primeras impresiones sobre la gastronomía local:

"Cuando llegamos a Jalisco, nos tuvimos que acostumbrar a la comida. Allá en Chiapas es muy diferente.Aquí son muy famosas las tortas ahogadas. Yo decía, '¿A quién se le ocurre comer un pan con salsa?'. Pero ahora ya hasta las extraño."

Los campos de berries en Jalisco, donde la rutina es: despertar, preparar lonche, trabajar, descansar, repetir.

"Me levanto a las 4:30 de la mañana para preparar el desayuno y alistarme. El camión pasa como a las 5:30. Al llegar al campo, hay que limpiar la galera, lavar todo a diario. Cuando hay mucha producción, a veces no salimos hasta las 10:30 o 11:00 de la noche."

En esta casa que solo cumplía un propósito, un refugio para descansar después de una jornada intensa empacando berries, Mercedes comentaba que una ventaja de trabajar en este rancho es que tenía donde dormir, un lujo que solo algunos campos ofrecen:

"Aquí por lo menos nos dan vivienda, agua, luz, gas, todo. No pagas nada. Porque imagínate que además de venir a trabajar, tuvieras que pagar renta. No sale. No alcanza."

Blas, un hombre robusto, de espalda ancha y de carácter muy noble, es un jornalero originario de Puebla, lleva casi toda su vida moviéndose de campo en campo. Treinta años dedicados a la pizca, siguiendo las cosechas, dejando atrás pueblos, estados, años de su vida. En su juventud, Blas migró al norte del país para buscar la cosecha de espárrago.

"Cuando era joven salí a Mexicali a cortar espárragos, pero ya bajando uno de fuerza ya no se puede tanto. Ahora ya no más en Jalisco voy a chambear, a donde pagan más o menos bien."

La edad, el estrés y la sobrecarga de trabajo ha desgastado su cuerpo. Ya no le da para hacer viajes largos o cosechar frutos que requieren mayor esfuerzo, con el fin de llenar su cartera y proveer a su familia. Pero en Jalisco ha encontrado cierta estabilidad, aunque no es certero, pues el pago es incierto. Aunque el precio del balde sube, la cantidad de fruta disponible disminuye. Es una carrera constante contra el desgaste:

"Primero me pagaban 22 pesos el balde de 2 kilos. Después subieron a 25 pesos, y luego a 30 pesos. Pero también ya no hay tanto. Antes cortábamos mucho, ahora cortas 10 o 15 baldes. Pues así está la mano también."

Pero más allá de los salarios inestables, lo que más pesa es el riesgo constante de perder la vida en el intento de ganarse unos pesos. De forma inesperada, la voz de Blas se vuelve seria y resignada después de recordar un accidente ocurrido recientemente:

"A veces está tan cabrón. A nosotros nos envían a trabajar. Hace poquito un carro se volteó y se murieron cinco o seis. Otros están heridos en el hospital. Nosotros vamos por necesidad, a ganar dinerito, pero no sabemos qué nos va a pasar."

Sabe que su vida, y la de muchos como él, pende de un hilo fino y frágil en cada traslado, en cada jornada. Aun así, no hay otra opción. La necesidad es más fuerte que el miedo.

"Nosotros tenemos hambre, pues. Vamos a seguir consiguiendo trabajo."

Alfredo no quería hablar. Desde que hice mi primer acercamiento con él, se mostró como un hombre evasivo y desconfiado, un hombre endurecido por los años y el trabajo duro. Su forma de hablar era mordaz, desde el comienzo me dijo francamente:

“Lo que a mí me no me gusta, ¿sabes qué es? que me digas, pues te voy a entrevistar en persona y te voy a tomar foto y todo eso, pues ”

Con respuestas cortantes e incisivas la entrevista parecía apenas importarle. Como si solo hablara para que lo dejara en paz, sin ningún interés en ser escuchado y buscando solo el interés económico.

"Si te sirve mi entrevista y si no, pues tú sabrás. Yo no voy a ganar nada. ¿O me van a dar alguna pinche recompensa o algo?"

Así es Alfredo: directo, cortante, incapaz de disimular su desconfianza. Originario de Guanajuato, había pasado su vida recorriendo México, moviéndose de contrato en contrato, de cosecha en cosecha. Su vida era un calendario de trabajos temporales y distancias eternas.

"Yo soy de Guanajuato y vengo a trabajar a Jalisco. Se acaba el jale aquí, me voy a otra empresa. Ahorita ya tengo contrato para Baja California Sur, para el 20 de mayo. Seis meses en la frambuesa."

No era nuevo en esto. Su historia estaba hecha de campos polvorientos y cultivos cambiantes. Primero el maguey, luego el espárrago en Caborca, Sonora, y después, las berries: frambuesa, zarzamora, arándano; fruto que ha tratado por una década. Trabajaba con una lógica pragmática Cada minuto que no estuviera produciendo era dinero perdido. Hasta el acto de comer podía ser un lujo que no siempre se permitía.

"Si yo no echo lonche para mí mejor, porque hago más dinero."

Alfredo carga a cuestas una responsabilidad inmensa: cinco hijos estudiando en Guanajuato, esperándolo cada semana con el dinero que él cosechaba en tierras ajenas.

"La familia está allá. Yo tengo que mandar cada ocho días para el estudio, la colegiatura, todo ese pedo. ¿Tú crees que lo poquito que gano me alcanza para allá y para acá?"

Es parte de una generación que aprendió a callar, a soportar, a trabajar duro, aunque el mundo se viniera abajo.

"Yo soy un ranchero antiguo. En aquellos tiempos los papases hacían valer. Porque ahora les preguntas a un chavito y nomás te dicen puras pendejadas."

Las historias de Mercedes, Blas yAlfredo son apenas tres voces en un campo donde el abandono y la necesidad germinan lado a lado. Más allá de sus testimonios, las cifras también revelan la gravedad a la que se enfrenta la producción agropecuaria en el estado. Mientras los jornaleros sudan bajo el sol, los informes oficiales presumen cifras.

En 2024, la producción agropecuaria de Jalisco cayó un 2.1%, según reportó la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural al medio jalisciense Líder Informativo. La falta de mano de obra, el envejecimiento de los productores y el impacto del cambio climático arrasaron parte del campo.

El campo que se agrieta

La fragilidad se ve en el origen mismo de los jornaleros. Mientras en los aguacates hay cuadrillas organizadas, en las berries el reclutamiento sigue sonando en los altavoces que recorren los pueblos rurales del sur del país, el viento se lleva la oferta de trabajo, esperando que nos oídos trabajadores -o desesperados- escuchen.

Arturo, quien dedica su vida a reclutar jornaleros para diferentes campos del país, relata:

“Normalmente en el caso pues pasan anuncios en los pueblos y ya pues dan la información y al que gusta subir pues se apunta. En aparatos de sonido en las comunidades. Eh, son este son anuncios porque hay este para las comunidades de los pueblos pequeños. Se pasan anuncios y ya la gente se acerca a uno.”

De acuerdo con datosdel INEGI (2020), el trabajador promedio del campo mexicano tiene 49.2 años. Los jóvenes, desilusionados por los bajos salarios y la falta de prestaciones, emigran hacia otros sectores. Cada vez hay menos brazos en los surcos. No solo es por la precariedad económica que estos trabajos ofrecen, sino que el miedo se ha convertido en una de las razones principales. En otras palabras, el deterioro del agro no solo se mide en toneladas menos, también en los rostros de quienes abandonan el campo.

Dos cultivos, dos realidades

No todos los cultivos arrastran la misma realidad. En el mismo suelo jalisciense, dos industrias crecen bajo lógicas opuestas. Jalisco presume ser el segundo productor nacional de aguacate. Con 350,000 toneladas al año, a diferencia de las berries, allí la tecnificación y las certificaciones de exportación hacia Estados Unidos y Japón han permitido un crecimiento más ordenado.

Jesús Michel Espinoza Rosales, director de la Asociación de Productores Exportadores deAguacate en Jalisco (APEAJAL), lo explica de la siguiente manera:

“A diferencia de berries, en aguacate quien compra el empaquetador contrata directamente las cuadrillas de corte, no el productor.”

Esa organización también significa control de la mano de obra: trabajadores más estables, menos improvisaciones.

“Como es un cultivo de exportación, está más regulado esa parte, porque los mismos esquemas de certificación que manejamos en las huertas nos lo prohíben. Y si incumples, no puedes exportar”, añadió

Pero mientras las huertas de aguacate se ordenan, las berries se desangran. Según datos de la Asociación Nacional de Exportadores de Berries (Aneberries), la

producción de berries en Jalisco cayó un 12.47% en la temporada 2023-2024, una pérdida de más de 35,000 toneladas.

Incluso las exportaciones, tradicionalmente el orgullo del sector, se resintieron: la venta de berries frescas al mercado estadounidense cayó un 7.13% en el mismo periodo.

Cuando el miedo también cosecha

Ernesto es administrador de un campo de berries en el sur de Jalisco. Cada cosecha, cada temporada, cada jornada, es una batalla para retener a sus trabajadores que vienen de paso, buscando los picos de producción.

“Es muy difícil el tema de personal porque, híjole, no por nada, pero la gente cada vez quiere trabajar menos. Ya nada más empieza a bajar un poquito la fruta y se empiezan a ir, se empiezan a mover.”

No lo dice con desprecio. Él conoce el peso de las circunstancias. “Ellos vienen de fuera, se les da vivienda, se les da sueldo, se les da seguros y sus papeles completos”, explica. Pero ni eso basta.

Hace unos días, recogió en la central camionera a un grupo de jornaleros provenientes de Chiapas. Venían de trabajar en Baja California Sur. Habían cruzado todo el país por carretera. Dos días y medio de viaje. Llegaron exhaustos.

“Hasta acá se vienen y llegan pues bien cansados”, recuerda Ernesto

Aunque intenta darles lo mejor, entiende por qué se van. El campo no garantiza estabilidad ni continuidad. La cosecha termina, la paga se reduce, los jornaleros migran otra vez. Y a veces ni siquiera llegan. El miedo también viaja en las rutas de los jornaleros. Ernesto recuerda cómo la violencia ocurrida en Teuchitlán espantó un grupo de trabajadores.

“Iban a venir seis personas. Ellos estaban en Sinaloa o estaban, no sé. Y los invitamos a trabajar y todo, dijeron que sí, pero lo de Teuchitlán ya no quisieron venir. ‘No, ¿sabes qué? La verdad sí nos da miedo, mejor nos vamos a quedar aquí.’"

El fin de la peregrinación

Mercedes cuenta los días para regresar a Chiapas. Blas calcula cuánto más aguantará su espalda. Alfredo aprieta los dientes y firma contratos a seis meses de distancia, promesas que no sabe si va a cumplir Cada uno de ellos toma un camino distinto, pero todos avanzan sobre la misma tierra resquebrajada. El campo mexicano sigue siendo esa línea de frontera invisible entre dos realidades: la de la abundancia que se exporta y la de la precariedad que se queda.

Para los productores, la rotación constante de jornaleros representa un desafío de organización: cuadrillas que vienen y van, jornadas que dependen de la temporada y la fruta madura. Pero para los jornaleros, esa misma rotación no es una decisión técnica: es la única forma de subsistir. Mientras unos buscan estabilidad para sus cultivos, otros apenas buscan sobrevivir entre pizca y pizca.

Para Víctor Manuel, profesor del Centro Universitario del Sur, el jornalero migrante es tratado como mano de obra desechable: se le utiliza mientras es necesario, pero no se le ofrece protección ni garantías laborales reales. Su migración no es libre, sino forzada por la pobreza estructural que expulsa a miles cada año de sus comunidades rurales. Pero su análisis no se detiene ahí. Víctor advierte que la migración interna, lejos de ser una opción libre, es una respuesta forzada a la exclusión social

Aquí, bajo el sol implacable de Jalisco, los jornaleros no solo cultivan fruta. Siembran sobrevivencia en tierras que nunca prometen quedarse. Arrancan días de la tierra seca como quien cosecha un poco de esperanza. Sueñan con raíces firmes, pero el campo solo les ofrece polvo. Porque aquí, entre surcos que se cierran tras sus pasos, ni siquiera la necesidad alcanza para quedarse ¿Puede florecer un modelo agroexportador cuando quienes lo sostienen no tienen dónde echar raíces?

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