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ABRASADO - Christian Andrés Hernández Rodríguez

Christian Andrés Hernández Rodríguez

ABRA SADO

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La pira abrasándolo por la espalda,

la boca sangrante y las extremidades fuertemente atadas, le sacaron del letargo en el que los minutos de tortura le tenían. Bien había escuchado decir a sus vecinos desde que llegó con su familia a Cali, hace ya un par de años, que un dolor más fuerte siempre hace olvidar otro. Casi que percibía las palabras de Julio, el amigo que le consiguió el trabajo en el taller, repitiéndole la retahíla cada vez que se caía de la bicicleta o cuando lo levantaban jugando fútbol.

Entre el humo, el estrépito del fuego consumiendo lo poco que quedaba y la algarabía que se escuchaba sobre lo que, hasta hace unas horas era la entrada del almacén, intentaba recordar el gesto de orgullo con el que su madre le sirvió el desayuno unos minutos antes: huevos revueltos, café con leche y un pan de quinientos para él solo. Se dieron el lujo de la proteína en la mañana, pues justo ayer le habían pagado a don Hermes el arreglo de tres bicicletas y, en el falso regocijo que da el ingreso del dinero a unos bolsillos, que perdieron la costumbre de sentirlo en su interior, el patrón le adelantó dos días el pago del sábado. Decidió comprar unas cositas para la casa esperando sorprenderlos a todos. Se sintió todo un hombre, a pesar de que nunca tuvo esa figura en su vida, ni cuando vivían en la finca, ni ahora en la ciudad; pensó

que la sensación que le recorrió el cuerpo es la que deben sentir aquellos que proveen a sus seres queridos.

El cinturón que se iba derritiendo sobre su espalda lo arrebató de su ensueño, se dio cuenta que su hermana mayor lo había engañado al decirle que era de cuero cuando se lo regaló en su último cumpleaños, el material sintético corroía rápidamente el jean dejando expuesta su piel a la brea en la que se iba convirtiendo. Sus tennis, una buena imitación Nike que años atrás había comprado en el centro, también se fundían sobre sus pies.

Unos últimos gritos se ahogaron en su garganta, el tufo negro que envolvía todo el lugar no le permitió abrir la boca. El dolor iba cesando, su cuerpo se adormecía y le costaba recordar lo acontecido: un frenazo estrepitoso a su lado, el barullo del gentío corriendo, varios sujetos de negro tomándolo de la espalda, siete golpes en la cara y el recorrido dentro de la tanqueta que lo llevó a lo que quedaba del almacén. Entre las luces del sol que imponente emergían sobre la ladera y del fuego que se iba extinguiendo en frente suyo, pero que se encarnizaba todavía contra él, alcanzó a reconocer, mientras sus ojos lentamente se cerraban, la tabla de picar verduras que había visto con su madre un día y que iba a comprarle, dios mediante, ese viernes en la tarde, cuando saliera de la bicicletería.

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