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El canal de la Ferrera; por Paco Pines

Crónicas de la Ferrera

EL CANAL DE LA FERRERA

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PACO PINES

Los seres humanos, conscientes de nuestras limitaciones y lo efímero del trayecto que realizamos por este perdido planeta del sistema solar, soñamos a menudo con ser protagonistas del suceso histórico que marque, si es posible para bien, el punto de inflexión que justifique tan azaroso viaje. No suele suceder, pero en la década de los sesenta del pasado siglo, el señor Murphy, el de la ley del mismo nombre, se tomó un respiro y ocurrió. En la zona de Covaleda (Soria) fue una película, aquí en el Poblao y alrededores: la construcción del canal. Después de casi mil años regando con las reposadas norias que trajeron los árabes, cuya relación esfuerzo - provecho era cuando menos cuestionable, dada la ínfima productividad de aquellos artilugios, apareció un buen día: el agua del canal.

Su llegada supuso una profunda revolución en una sociedad resignada a su suerte durante casi un siglo de abandono y más de veinte años de paz y ciencia. Con un arado, romano, tirado por mulas, se hicieron las primeras regaderas para tomar el agua del arroyo Huerga. Em-

Con la incorporación de los Pivas y los motores “de luz”, el panorama cambió radicalmente y los pozos se “botaban” en horas, recuperándose con exasperante lentitud

balses y continuos reventones sirvieron para ir haciendo camino que, como decía Machado, se hace al andar. A mediados de la citada década, se realizó la construcción del que, con ligeras variantes de tamaño, ha permanecido activo hasta, la última reconcentración parcelaria, la de hace un par de años. Todos estos trabajos se ejecutaban por el comunitario sistema de “cendera”; y las expectativas, o las necesidades, eran tan altas, que la camaradería reinante soslayaba la dureza del esfuerzo. Una vez acabado el canal “Madre”, surgieron ramales varios destinados a paliar la endémica sequía que, por definición, padecen las mesetarias planicies. La nuestra estaba alimentada por, groso modo, dos docenas y media de pozos diseminados de forma irregular por su superficie.

Mientras, apenas mil años, la extracción de agua se realizó con los cuatro calderos que daban vueltas en las vetustas norias, las de los árabes de fundición de hierro; los aljibes apenas sufrían y aguantaban hasta bien avanzado el verano. Con la incorporación de los Pivas y los motores “de luz”, el panorama cambió radicalmente y los pozos se “botaban” en horas, recuperándose con exasperante lentitud. Una vez sacado “el pozao”, podías ir al vaquero o a pescar sardas porque, hasta el día siguiente, no había más agua.

Con la llegada del agua del canal se dispararon las expectativas de una manera tan española que fue peor el remedio que la enfermedad. El terreno a enaguar se multiplicó exponencialmente pero, lejos de administrar el escaso caudal disponible, el asunto se nos fue de las manos y, en las tierras no tanto, pero en las cunetas y caminos, el agua -para regocijo de ranas y raneros-, nos salía por las orejas. El primer ramal del pueblo que cogía agua del canal Madre era el de la Ferrera. Se trataba, en origen, de una cuneta de la cañada real del vecino pueblo ese que, por tradición, nos toca padecer cada verano cuando llega la temporada de riego. El origen era la confluencia del monárquico camino con el canal Madre, siendo una caseta blanca rematada con unas rayas azules en su parte superior, testigo mudo del lugar. La caseta, conocida como la del transformador, estaba situada unos doscientos metros más arriba del lugar donde el canal se cruzaba con el camino de los Adilones. Tiempos aquellos…

Dos ranuradas columnas de ladrillo, construidas a ambos lados del canal permitían la introducción de tablas que, forradas con plásticos facilitaban, previo embalsado, el desvío del agua al ramal. El inicio de la aventura no auguraba un trayecto fácil. La canaleta inicial -la monárquica-, era casi más ancha que el canal madre y estaba poblada en demasía por flora autóctona. Allí había trebolillo, cardos lechares, forrajeras, grama y fenifos (los había de diseño que superaban el metro y medio de altura). Para mayor facilidad - no todo iban a ser malas noticias-, el terreno picaba hacia arriba y al agua le faltaba tiempo para embalarse, quiero decir embalsarse, en el espacioso desagüe. De haber contado -como Colón con lo de América-, con ayuda gubernamental, hubiéramos montado una turbina y generado la luz necesaria para satisfacer las necesidades energéticas de medio Páramo. Cuando finalmente se llenaba la zanja, el agua bajaba alegre y saltarina dispuesta a recuperar el embalse perdido y rauda para surcar las canaletas de la Quemada.

El Canal de la Ferrera, La Quemada y la Traviesa eran los lugares que, además de cruzar cinco caminos, recorría el

ramal que nos ocupa, antes de llegar a la Ferrera. Dichos terrenos, similares geológicamente, son poco agraciados en su composición o ubicación: el terreno tiene poca chicha y están situados allí donde Cristo perdió el gorro. Quizás por ello, son los parajes elegidos por el sol para pasearse, antes de visitarnos cada mañana. Una vez superado el atracón inicial de agua embalsada, las ganas de avanzar y la pendiente del terreno ayudaban al caudal superviviente a tomar carrerilla, progresando en su largo periplo transitario. Aquello marchaba; solo faltaba ir un poco por delante de la corriente, linterna en mano repasando la regadera y quitando alguna yerba de esas que te miraba por encima del hombro. Había que reforzar

las paredes reventadas por las roderas de algún carro despistado o quitar las presas olvidadas de tapar. Porque se trataba de llevar el agua a la Ferrera, no de enaguarle al vecino las habas o la cebada. En más de una ocasión, repasando los cinco kilómetros de canal, la pila de la linterna no llegaba viva a la noria. Las noches que había suerte y a la una de la mañana empezaba a entrar “buen agua” en la caseta del transformador, a las seis la tenías en la remolacha de la noria y abrías la primera tanda de surcos. Con la segunda estabas preparado para lo peor. Porque aquí, como ocurría en el baile, estaba permitido el corte y el primero que, después de haber dormido toda la noche, la viera pasar por delante de su parcela, te la podía cortar y dejarte con los cantares aprendidos. Uno que a menudo no cae en la cuenta de lo que hizo ayer, conserva con asombrosa nitidez el onírico recuerdo de aquel tiempo primero, y la añoranza en la contemplación del estrellado cielo le ha subyugado desde entonces con ese punto de romanticismo mágico que envuelve las grandes situaciones. La fascinación que produce la prolongada observación, en el Páramo bajo, del techo celeste en las noches de verano, es un regalo para los sentidos que trasciende más allá de credos o letanías; y la riqueza, de formas y luz, que emite la Vía Láctea -no confundir con la cooperativa Lar de Veguellina-, es un patrimonio autóctono poco explotado que podía ser una futura fuente de ingresos, vía turismo, muy importante. La abstracción del techo solar alcanza su cenit con la aparición del lucero de la mañana que, como dice mi madre, es el que trae el día. El nacimiento de un nuevo día abriendo y cerrando surcos con la pala al hombro y las zapatillas mojadas, es una experiencia impagable que deberíamos exigir, hoy, como asignatura obligatoria en las escuelas. Ahora que, cubata en mano, regamos desde el bar, la pala forma parte de los museos y parece ser que, aburridos del barrigón que amenaza con rompernos el cinto, estamos pensando en recuperar los viejos fantasmas que nos llenaron la infancia de paz y ciencia.

El nacimiento de un nuevo día abriendo y cerrando surcos con la pala al hombro y las zapatillas mojadas, es una experiencia impagable que deberíamos exigir, hoy, como asignatura obligatoria en las escuelas

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