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Nostalgia; por Ricardo Fernández

Nostalgia

RICARDO FERNÁNDEZ

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“Cuando madre comenzaba a contarnos historias, conocidas a veces, inventadas otras; pero siempre bonitas y que te dejaban esa sensación que, apenas terminar una, ya estabas deseando que empezase otra”

Al alba, cuando el rocío extiende su manto húmedo, se van apilando en nuestras manos esas matas de alubias arrancadas de las entrañas de su madre la tierra; y como si tuviesen necesidad de venganza, dejan parte del agua que almacenan sus hojas, depositada en nuestras ropas, para después volver a descansar de nuevo sobre el lecho de la tierra. Sus raíces -esta vez ya hacia el cielo-, esperan los primeros rayos de sol que a la postre serán sus verdugos. Paulatinamente les van acompañando sus hermanas que, a ritmo acompasado y sin pausa, vamos extrayendo; ora del surco de la derecha, ora del de la izquierda, sin olvidarse pasar por el del centro. A fuerza de trabajo, fuertes y bruñidas por el sol, esas manos que con firmeza atenazan el fruto al arrancarlo para luego depositarlo con suavidad sobre la tierra, y esa encorvada espalda que soportaría el peso de tan arduo trabajo, y que era la primera en disipar el frío vespertino para dar paso a la calidez de los primeros rayos de sol que recibíamos en plena faena, sin apenas prestarle atención.

Los sonidos de la naturaleza nos acompañaban y envolvían nuestros sentidos de tal manera que absortos en la labor nos pillaban por sorpresa las palabras de padre: “vamos, que ya está cerca la punta y, cuando volvamos, en la otra cabecera, nos espera la litrona…” Esas palabras nos sacaban de ese estado de automatismo en que estábamos sumidos, dando lugar a que nuestra mente despertase pensando en esa botella de cristal de gaseosa la pitusa, o la casera, reutilizada para la ocasión como envase de esa leche fresquita, en ocasiones sola, otras mezclada, pero que de cualquier manera suponía nuestro desayuno matutino. Sin duda esta era la vuelta más rápida que haríamos en toda la mañana.

De vuelta al tajo comenzaban a estorbar las ropas de abrigo que portábamos y se iban quedando, unas veces a lo largo del recorrido, otras atadas en nuestra cintura, lo cual variaba mínimamente el paisaje. Era entonces cuando madre comenzaba a contarnos historias, conocidas a veces, inventadas otras; pero siempre bonitas y que te dejaban esa sensación que, apenas terminar una, ya estabas deseando que empezase otra.

Las horas transcurrían bajo un sol que, a pesar de portar ya sombreros, viseras o pañuelos, comenzaba a dejarse notar, provocando que las primeras gotas de sudor recorrieran nuestro rostro. Para entonces,

No olviden que el pasado se puede vivir hoy a través de la memoria

ya con la calor, el sonido que nos acompañaba era el de las hojas y las vainas de las alubias con sus quejidos de muerte.

Sin apenas darnos cuenta del paso del tiempo entre vuelta y vuelta, embelesados con las historias, se acercaba la hora de parar a tomar las diez. Y no, no nos comíamos el reloj, así llamábamos a ese trozo de pan con chorizo, salchichón, queso o lo que se terciase ese día para reponer fuerzas y acompañarlo con ese sorbo de agua aún fresca y que sabía a gloria. Una vez acabado el tentempié, volver al trabajo suponía una lucha entre el quiero y no quiero; pero había que volver y lo hacíamos con más resignación que fuerza de voluntad. Al abandonar el refugio de nuestro descanso, estirábamos nuestro cuerpo y nuestros huesos se recolocaban, entonando su música particular.

Lorenzo (el sol) ya no tenía compasión y caía a plomo, haciendo que las fuerzas menguaran y el ritmo decayese. A madre aún le quedaban fuerzas para amenizar el rato; esta vez con canciones que nosotros escuchábamos embelesados, pues cada día nos enseñaba alguna diferente; y conseguía que olvidásemos aquello que hacíamos ya casi de mala gana. Ni que decir tiene que al final de cada vuelta, acudíamos a beber un agua cada vez más caliente y que se iba agotando. Sumado al cansancio que ya se acumulaba, hacía mella en la gente más joven hasta el punto de aprovechar cada llegada a la cabecera para sentarse. Entonces una vez padre, otra madre, soltaban las mismas frases: “vamos que ya queda poco; venga que es la última… Siempre era la última pero nunca se acababa. Así que esperábamos expectantes ese momento en que padre miraba el sol y ante nuestras miradas ansiosas, soltaba aquello de: “ya casi son las dos, hora de ir pa casa”. Sorprendentemente recobrábamos la energía para recoger rápidamente las cosas, y ni qué decir tiene que era uno de esos momentos en el que jamás íbamos a protestar. La media jornada de ese día se daba por terminada.

Pd: Para todos aquellos que lo han vivido. Y para los que no lo han hecho, lo puedan conocer a través de estas palabras. No olviden que el pasado se puede vivir hoy a través de la memoria.

Dedicado también a todos esos padres que nos han hecho vivir momentos como estos y que despiertan cierta nostalgia. Entre estos, dedicado muy especialmente a mi madre.

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