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La comedia de los tímidos
© Alfonso Iommi
Primera edición, julio 2025
Registro de Propiedad Intelectual: 2025-A-6143
ISBN: 978-956-17-1173-0
Derechos Reservados
Tirada: 300 ejemplares
Impreso en Chile
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso
Av. Errázuriz 2930, Valparaíso info@edicionespucv.cl www.edicionespucv.cl
Dirección Editorial: David Letelier
Diseño: Paulina Segura
Obra licenciada bajo Creative Commons
Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International https://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/legalcode.es
El profesor nada
Referencias
A fines de abril de 1916 Robert Harron decidió dejarse crecer el bigote. Caminaba por la calle Olive en el centro de Los Ángeles. Se había bajado del tranvía cerca de la alcaldía y, para distraerse, prefirió seguir a pie hasta su hotel. Aunque era un día de sol, una ventisca fría proveniente del parque lo obligaba a cerrarse bien la chaqueta y a protegerse junto a las vitrinas de los restaurantes. Ahí vio su reflejo: poco más de veinte años, alto y de hombros estrechos; un semblante pálido y adolescente —un glabro incurable, temía—, y un par de frondosos bigotes de utilería: pegados desde hacía un par de semanas, ya le molestaban al comer: «termino siempre tragando pelos con mi sopa», decía. Sería tanto mejor tener unos naturales, pensó: no cortarlos nunca más y en adelante aceptar sólo roles cómicos, para los que eran obligatorios. Es curioso, pero los papeles serios, en cambio, «requerían un afeitado estricto»: nunca crecía pelo en la cara de un desgraciado: amante, guerrero o traidor. Se atuvo a su propósito y meses después, a la sombra de un árbol, ya preguntaba: «¿Qué te parecen?, ¿me quedan bien?», mientras contenía una sonrisa y se rizaba el extremo de su bigote, del que estaba bastante orgulloso aunque, como constató una periodista maliciosa, fuera diminuto y con suerte consiguiera atrapar una punta entre sus dedos.
No fue el único hábito de señor mayor que adoptó esa tarde: se compró un traje oscuro de tres piezas, colleras para sus camisas y un sombrero de fieltro para el invierno; aprendió, además, a doblar el
diario en cuartos para leerlo de pie, como hacen los empleados, acostumbrados a pasar largo rato aferrados al pasamanos de un autobús, un tranvía o un metro (a Los Ángeles, eso sí, le faltaban muchos años aún para tener tren metropolitano), esto último, sin embargo, le costaba y más de una vez se topó de golpe con columnas de letras invertidas. Tampoco consiguió dejar atrás su timidez. No se animaba a hablar, y si lo hacía era impredecible: podía por azar en una fiesta hacer bromas, bailar y conversar hasta la madrugada, y caer luego, sin darse cuenta, durante semanas en pozos de silencio, de molestia corporal incluso, ante el encuentro y las palabras, a menudo bienintencionadas, de los demás. Era más fuerte que él mismo, tal como su sonrisa infantil: de una candidez apabullante, surgía imprevista y desdibujaba por completo el personaje adulto de Harron, de Bobbie, como le gustaba escribir su nombre: con «ie» al final y nunca con «y». Desde la cuesta sobre la Tercera Avenida hacia el sur las cuadras estaban pobladas de hoteles: el opulento Fremont, el Trenton y el Munn, más modestos, o el pequeño Wallis, al que hasta la etiqueta «pensión» le quedaba grande. Más adelante, ya en el plano, todavía sobrevivían algunas casas pareadas y una iglesia episcopal, a la que Harron, católico irremisible, ni se asomaba. Sí miraba a través de los grandes cristales del Auditorium donde veía sillones muy ornamentados y pesadas cortinas de colores claros, «primaverales» según el léxico decorativo, recogidas contra los marcos; el Auditorium era un hotel enorme con dos torres de habitaciones y, honrando su nombre, una sala de espectáculos para mil espectadores. Él vivía en la esquina siguiente, en el Club Atlético de Los Angeles, «una estructura de concreto suntuosamente decorada en su interior con departamentos para hombres solteros —varios de ellos ocupados por actores de cine—», gimnasio y una piscina donde atletas retirados ejercían de entrenadores. Las clases de levantamiento de pesas, por ejemplo, las daba el señor Al Treolar, galardonado en el Madison Square Garden de Nueva York en 1903 como el Most perfectly developed man. Harron pasaba ahí varias horas al día haciendo deporte. «Quería convertirse
en campeón de natación», dijo. Se dedicaba a engrosar su musculatura en la máquina de remos —sin éxito visible—, y a mejorar su estilo, llamado en ese entonces Trudgeon, compuesto de tres movimientos: batidas de piernas como rana, brazadas rectas alternadas, y un giro de la cabeza para tomar aire. Aunque nadaba rápido, se cansaba con facilidad. Su instructor, llamado Vance Veith, un hombre pequeño y robusto, de poco pelo peinado al lado y de una cordialidad incontenible, le repetía a menudo que no hiciera demasiado. No era necesario nadar toda la distancia todos los días, al contrario, eso podía volverlo más lento. Pero Harron no le hacía caso. Tal como lo describían, era un optimista peculiar: «dolorosamente desconfiado, pero deslumbrantemente encantador». Nunca fue campeón, de nada. Vivía en California desde 1912. Ese año había llegado proveniente de Nueva York, junto con el director David Griffith y todo su equipo. Se habían reunido al atardecer en el vestíbulo de la Estación Central, recordaba. «Parecíamos pasajeros de un arca humana», contó un entusiasmado Raoul Walsh.1 «Además de Griffith había otros dos directores vestidos de traje, Billy Bitzer, el fotógrafo responsable de muchos de los descubrimientos cinematográficos hasta ese momento, actores de carácter, actrices, comediantes, y jovencitas entre las que se contaba a las hermanas Gish, a Walthall, a Crisp. Conmigo, Jack y Lottie Pickford, y un pequeño ejército de técnicos y operadores formábamos la fuerza de ataque para invadir California y actuar como padrinos de un recién nacido, Hollywood». Griffith había conseguido un buen precio por un terreno desastrado en la esquina de Vermont y el Boulevard Sunset donde improvisó un «estudio al aire libre con escenografías móviles y fondos teatrales, pantallas difusoras para controlar y distribuir la luz del sol. Así fue el primer estudio: unas plataformas sin techo ni interiores atiborradas de la parafernalia de las primeras películas». Alrededor de estas estructuras había sólo vacas pastando y plantaciones de cítricos. En un borde del terreno resistían en pie tres o cuatro casas, un granero y un sendero sucio hacia una hilera de naranjos. Los más jóvenes se instalaron a
vivir en las casas y el productor equipó el granero con aparatos de gimnasia, cuyas «pesas, barras y anillos, mantuvieron a los más energéticos lejos de las calles y de los bares».
Harron empezó pronto a ganar mucha plata. De hecho, para la primavera de 1916, cuando caminaba hacia su hotel, ya era una estrella. A veces lo reconocían en las veredas y su nombre figuraba todas las semanas en las encuestas de popularidad de Photoplay, nunca primero, de acuerdo, pero sí firme en la mitad de la lista; además, más importante, acababa de terminar bajo las órdenes de Griffith el rodaje de Intolerance, una superproducción en la que interpretaba a un joven enamorado, un obrero de overol y mechón lacio sobre la frente que por ridículas luchas sociales termina condenado a muerte y rescatado de la horca a última hora por un telefonazo clemente del gobernador. Actuaba su desahogo de alegría, en la escena final, alargando el mentón, tensando el cuello y parpadeando rápido. Con su primer sueldo suculento se mudó al hotel y le regaló una casa en Los Ángeles a sus padres, quienes se trasladaron de inmediato desde su estrecho departamento en Nueva York junto a sus hijos menores, que, fascinados con el cine, también soñaron con dedicarse a la actuación. Ahí estuvieron por varios años cocinando carnes desmenuzadas con repollo y pan ázimo cada vez más seguido, como si la resurrección se celebrase todos los días. Griffith, por su parte, tiempo antes compró unos estudios en el 4500 del Boulevard Sunset cuyo antiguo nombre, Kinemacolor Studio, conservó pese a usar el color muy poco o casi nada; y también un rancho en el número 12685 del Boulevard Foothill, donde filmó algunas escenas de la película que los hizo ricos a todos: Birth of a Nation. Estrenada en 1912, y aunque ya entonces su racismo inquebrantable causó cierta molestia (incendios y palizas), es la mejor de sus películas largas. Nunca volvió a mostrar con tanta nitidez su mayor descubrimiento: la acción cinematográfica pura, en la que un engranaje de movimientos se activa sólo para conducir la narración. Soñaba con encontrar una unidad mínima para el cine: la más breve y con menos información,
pero capaz de mover la trama lo más posible. «Sabía ahorrar tiempo, y esa es una virtud esencial en el cine». Evitaba, en cambio, los tiempos muertos, los sucesos casi vacíos cuya parsimonia detestaba y con los que no sabía qué hacer cuando los tenía entre manos; no perdía ocasión de eliminarlos en el montaje, porque el cine, pensaba, era un arte del desequilibrio y se extinguía si no irrumpía algún elemento para rasgar la armonía visual. Con esta convicción, además, Griffith se defendía de su falta de nervio contemplativo. En verdad, es bien incómodo su afán por resultar sublime a toda costa mediante planos de paisajes al amanecer, de la piel radiante de una mujer o de malos versos en los intertítulos. Su énfasis desentonaba, parecía sobrescrito. «Era, sin duda, un genio del cine mudo. Aun siendo melodramáticas y, a veces, exageradas y absurdas, sus películas tenían un sabor original que las hacía dignas de verse», comentó con cierta reticencia un viejo amigo. Sin proponérselo, su propia invención reclamaba un acontecimiento para torcer la saturación sentimental de la pantalla. El rancho donde filmó algunas escenas de Birth of a Nation estaba «en el Valle de San Fernando», dijo el actor Elmer Clifton, «donde ahora se ubican los estudios Burbank y los estudios Universal de MCA, las parcelaciones que surgieron en la antigua compañía de Carl Laemmle», el fundador de Hollywood, para el registro. «Como estaba rodeado de colinas, disponía de excelentes lugares donde ubicar la cámara para las vistas panorámicas», los famosos barridos de Griffith, en picado sobre el campo de batalla, tras los cuales el cine de guerra avanzó poco o nada: la misma confusión oscilante de las líneas de soldados, las humaredas enceguecedoras, los destellos en la noche, las trincheras sucias y las banderas rasgadas, la misma euforia demente, y la misma meditación taciturna para expiar la tristeza. Durante este trabajo en las tierras secas de una periferia californiana, debutó como comparsa otro joven irlandés, John Ford (John Feeney, entonces, todavía: flaco, de cara apretada y una mata de pelo rojizo), sin saber que se iba a convertir en director y que sus películas iban a ser la última prolongación del arte de Griffith,
hasta el ocaso en 1964.2 Y no sólo él. Como se trataba de una de las mayores producciones del momento, varios protagonistas de las siguientes décadas del cine participaron en roles secundarios o en funciones técnicas. Griffith se paseaba con un enorme megáfono y daba toda clase de instrucciones. Aunque era un hombre tranquilo y callado, durante los rodajes se transformaba: se ponía locuaz y taxativo, «arrogante e injusto», según la apreciación de otros, porque «trataba a todos los hombres de ‘Señor’ y desalentaba la familiaridad». Iba siempre de terno y corbata de lazo con lunares coloreados, y sombrero canotier en verano, o fedora si estaba nublado. Cuando debía filmar escenas de combate, caminaba de un lado a otro con una bandera blanca levantada para coordinar el desplazamiento de las tropas. Con el mismo fin, había instalado un complicado sistema de espejos para llevar sus señales incluso a quienes esperaban en llanos alejados o en recodos inaccesibles. Escondía algunas cámaras detrás de unos arbustos para registrar los primeros planos y contraponerlos a los planos generales en el montaje, del que se hacía una idea más o menos precisa antes de producir cada secuencia. Le gustaba que el equipo y la producción completa se desplazara hasta el lugar de filmación. Sin hacer caso a los costos, mantenía a una masa ociosa de decoradores, actores, animales y máquinas en su rancho por un día, y a la mañana siguiente partían todos otra vez a un nuevo rincón de Los Ángeles para continuar trabajando, o no haciendo nada, esperando. Al menos hasta que se dieron cuenta cuánto más barato era mover equipos pequeños durante medio día a un establo «y no los caballos adonde alojaban los actores».
En Birth of a Nation Robert Harron tuvo su primer rol importante: el hermano menor de la protagonista que una tarde de sol poco antes de la guerra civil norteamericana entabla una amistad estrecha con un niño del bando opuesto. Una cronista consideraba una secuencia de Harron «la escena más efectiva de Birth of a Nation, una escena tranquila, sin un rastro de fuerza dramática, pero que permanece vívidamente en la memoria después de que ya has olvidado
muchos otros detalles más espectaculares. Es el encuentro entre los dos jóvenes amigos en un somnoliento pueblo sureño. Se molestan pegándose en las costillas, se persiguen dentro de la casa, esquivan los muebles en un enorme pasillo, suben corriendo las escaleras y caminan abrazados». Harron aparecía meciéndose en una silla en el jardín, junto a la pieza donde su hermana, Lillian Gish, se arreglaba para salir tras una cortina que dejaba ver sus zapatos moviéndose de un lado a otro: ajustaba su vestido y acomodaba su sombrero, mientras acariciaba a un pequeño gato posado sobre sus hombros. Luego venía el encuentro con los amigos sureños y las bromas que deslumbraron a la cronista: «Esta escena no parece para nada una actuación. Su ligereza, además, y la paz del pueblo causan un contraste punzante con la escena de la batalla donde los dos jóvenes se vuelven a encontrar, sólo para morir en los brazos del otro». Lamento estar en desacuerdo. Sí, Harron es el contrapunto cómico de su atormentada hermana, es el niño despreocupado que se cruza de brazos y pide no ser molestado; que se ofende si se burlan de su sombrero; que hace morisquetas, tironea la ropa y corretea por toda la casa. Es un personaje con los rasgos recargados de un niño mimado y querendón, una alegre presencia juvenil en pantalla, como dijeron algunos. Pero no: Harron muestra aquí su mayor defecto como actor, un defecto del que pese a sus esfuerzos y sus progresos jamás se iba a curar: la bobería, en la que era muy convincente, demasiado, a tal punto que, además de su personaje, llego a creer que él mismo era un cretino, y también quienes lo rodeaban, y sí: vistas con detención estas escenas desaniman, sumen bajo el imperio irreversible de la tontería, y hacen sentir el peso de una estupidez insalubre diseminándose por todas partes; todo lo contrario de la ligereza, la más frágil manifestación del disimulo de la inteligencia. Después, eso sí, cuando, sobre un pastizal junto a un árbol frondoso, Harron se preparaba para liquidar con su bayoneta a un enemigo malherido, y reconoce a Cameron, su camarada sureño interpretado por el australiano George Beranger; cuando se detiene, y recuerda su amistad y la tarde de juegos trans-
currida juntos meses atrás en una feria de Carolina del Sur; cuando suspendido en una larga cavilación indefensa, sólo consigue una bala por la espalda, y meditando acerca de las maneras imprevistas que tienen las promesas de cumplirse, cae y en su propia agonía abraza el cadáver de su amigo, le acaricia una mejilla, lo besa, casi, y muere; cuando la glosa del intertítulo nos enseña: «Los sacrificios amargos e inútiles que cobra la guerra»: pareciera que entonces, y sólo entonces, el arte de la amplificación ha alcanzado su consumación, que el sentimentalismo que avergonzaba hasta a los más devotos de Griffith ha conseguido elevarse por encima de sí mismo y causar un débil atisbo de compasión.
Este no fue el único rol de Harron en esta película. En realidad, siempre tenía varios más, aparte del titular, sobre todo cuando «Griffith quería economizar», recordaba Lillian Gish: «Bobbie Harron podía hacer de mi hermano por la mañana, por la tarde pintarse la cara y hacer de negro», y por la noche ponerse una túnica con la cruz de Malta y montar a caballo con antorchas en las manos. Como no había director de continuidad, cada actor, además, debía llevar un registro de qué ropa usaba cada día. Todos preferían las secuencias de exteriores porque la luz era más suave y el aire más fresco. En los interiores, en cambio, estaban siempre muy cerca de los reflectores, «un mal necesario, que herían sus ojos y despertaban quejas amargas, imposibles de satisfacer, sin embargo, porque el camarógrafo necesitaba toda la iluminación disponible. Luego los reemplazaron por los kliegs, igual de desagradables, pero además muy calurosos». Por eso se pusieron de moda los anteojos oscuros, unos años después, eso sí, cuando ya era demasiado tarde para Harron, quien, por su parte, permaneció fiel a las viseras y al ala ancha de cualquier gorra. Se paseaba con ellas por todas partes y las llevaba a las excursiones durante sus años eufóricos en Los Ángeles: una vez fueron en auto hasta el puerto de Long Beach y desde ahí tomaron una lancha para ir a la isla Catalina, un viaje de dos horas más o menos «casi siempre desagradable y picado: cuando el viejo Pacífico está de mal humor, te
lo hace saber». Estuvo mareado vomitando todo el trayecto y «como si no bastase, se burlaron de él para siempre después». Pero no por eso lo disfrutó menos. Caminó junto a sus amigos por la dársena, de tanto en tanto saltaban desde los roqueríos y se zambullían en el agua pura, se echaban a descansar al sol y terminaban comiendo algo en un restorán contra las olas. Harron acompañaba siempre a su novia de entonces, la actriz Dorothy Gish. Juntos también iban casi todos los martes por la noche a la cena-bailable en un hotel ubicado en la esquina suroeste de las calles Spring y Quinta, en el centro, a pocos minutos a pie del hotel de Harron, aunque para darse aires solían llegar en taxi, como muchos, tantos que se armaban unas largas filas de autos ocupados por conductores impávidos y, en el asiento trasero, jóvenes perfumados, y llenos de tiempo para arrepentirse. El problema de tener tiempo para arrepentirse es que muy luego se tiene tiempo sólo para arrepentirse, y la mente se atosiga con la posibilidad de cambiar drásticamente de rumbo aun sabiendo que terminará donde mismo había previsto en un inicio. El hotel se llamaba Alexandria y se había convertido en el local favorito de actores y actrices para divertirse. “Un lugar conocido por ser muy agradable, muy selecto, muy caro, donde los mozos aparecen una sola vez y donde, se dice, el baile es bueno. Cada noche el batallón completo de la sociedad de LA se vuelca a este lugar, y, como le gusta a la sociedad de LA, puede encontrarse a toda clase de estrellas de cine dando saltitos y retozando sobre las baldosas”. Bobbie y Dorothy casi nunca trasnochaban, porque Griffith los citaba a trabajar muy temprano al día siguiente. Comían y esperaban con ansias las nueve de la noche, cuando se permitía tocar jazz en lugares públicos. Bastaban unos compases para que Bobbie se levantara de su silla y, con su novia en brazos, se deslizara sobre las teselas blancas y negras. Tenía una manera frenética de bailar. Le encantaba. Aunque era capaz de sostener los ritmos pausados de alguna melodía, rara vez se aguantaba y de a poco empezaba a agitarse, antes incluso que la música lo empujase. Terminaba aplaudiendo con los brazos en alto,
o levantando sus pies hasta la cintura y golpeándose los tobillos con las manos, o derechamente corriendo sobre la pista. Tenía los brazos largos. No se desataba la corbata ni se desabrochaba el botón de la camisa, pero el baile sin transpiración le resultaba incomprensible. «Harron», además, «participaba de las fiestas más borrachas sin tomar una gota de alcohol. Pasaba toda la velada bromeando y cantando con un vaso de ginger ale en la mano». Fumaba, eso sí, mucho (en una fotografía magnífica, de Stagg, creo, Harron vestido de señor enciende un cigarrillo con la brasa del cigarro puro que Griffith sostiene en su mano); mucho, entre otras cosas, porque le temía a la guerra. Había estado unos meses actuando en Europa y le aterraba la posibilidad de volver con un uniforme de verdad. Había acudido al llamado de su país cuando lo necesitaron y se había registrado como recluta una tarde en Nueva York. Pero ahora estaba con dudas. Eludía el tema con declaraciones generales, o prefería hablar de los demás, de los menos afortunados. «Cuando hay una guerra los individuos se pierden en la multitud de hombres cuyas loas se cantan hoy, pero tendrán que regresar luego cuando los gritos y el tumulto se hayan acabado, y si no están impedidos o lisiados, deberán empezar todo de nuevo», decía y agregaba exageraciones, leseras propias de un estado nervioso descontrolado: «A decir verdad, preferiría dejar a mi familia, a mis amigos, mi trabajo y mi club para siempre; preferiría morir ahora mismo a que me rechazaran por no ser apto para la guerra. Saberme con certeza absoluta inadecuado físicamente, sería mucho peor que soportar cien guerras». En ese momento todavía filmaba para Griffith, y le pedía dilatar el rodaje lo más posible «¿No será necesario repetir algunas tomas?», le preguntaba, «¿O repensar una parte de la historia?». Griffith apenas asentía, pero por detrás, al parecer, mantenía una vivaz correspondencia con agentes del gobierno para evitar que lo mandaran al frente. «El trabajo de este joven actor», argumentaba, «representa una contribución significativa al enorme empeño de la nación». Quien sabe cómo, pero estas razones bastaron para provocar, en los hechos, un aplazamiento del lla-
mado, que nunca llegó, aunque Bobbie lo esperó hasta pasado el ’18 y no dejó de contar fábulas a quien se le cruzase por delante, como la del «tipo que fue al dentista y se hizo sacar todos los dientes para no ir a la guerra. Se presentó a la inspección militar, el doctor lo miró y le dijo: ‘Está libre, tiene pie plano’». El miedo lo tenía alterado. Sólo se calmaba instalándose en los parques a tocar un violín de lujo que guardaba en el hotel. Tenía cierto talento, una especie de ánimo musical, quiero decir; para su mala suerte, sin embargo, una tarde se detuvo a leer el diario en la terraza de una cafetería en el centro, se descuidó, y le robaron el violín en su custodia de cuero. Rumió mucho sobre si denunciar el robo a la policía o no; cuando se decidió a hacerlo, como le dio vergüenza declarar el precio del violín, se limitó a ofrecer una recompensa, tan alta que el ladrón se vistió de terno y corrió a devolverlo a la estación de policía dispuesto a declarar a viva voz su nombre, su dirección, su larga lista de fechorías previas, y hasta a achacarse alguna más macabra, si se lo recomendaban.
Aunque Bobbie nunca fue a la guerra, su sombra se extiende sobre The Greatest Question, su último trabajo para Griffith; en ella una breve escena bélica anuda toda la trama: mientras un submarino realiza maniobras en la superficie, un llamado de emergencia lo obliga a sumergirse a toda velocidad, dejando al pobre marinero que lustraba la cubierta y miraba fotos,3 ahogarse solo en medio del océano; su espíritu, sin embargo, se aparecerá ante sus parientes arruinados en el campo americano y los conducirá a la salvación. (Para dejar clara de inmediato la vena trascendental del relato, comienza con un paneo muy lento desde un pequeño cementerio parroquial hacia un enorme valle rodeado de montañas y lleno de árboles, viento y mala suerte). En esa misma película, Griffith hizo un experimento con Harron antes de dejarlo ir,4 trató de darle un nuevo equilibrio, muy delicado: quiso enseñarle a actuar, a hacer menos (igual que el profesor de natación), a gesticular menos y a acentuar su personaje con los ojos o con posturas más constantes, reservando los movimientos ampulosos sólo para escasas explosiones dramáticas. El
mismo Harron quería dejar de ser una chispa fugaz en la pantalla, y se notan sus ganas de limitar las acrobacias y los aspavientos de sus brazos, y de conservar la rigidez de su rostro, en especial del labio superior; incluso se ve mayor, en vez del niño alto y cándido, ahora parece un muchachón despistado tocando la armónica y cultivando los maizales. Durante casi toda la película está vestido con una jardinera de perneras algo cortas y una camisa a cuadros rigurosamente abrochada. Se ve mal ubicado, sobre todo cuando coquetea puerilmente con Lillian Gish durante un paseo para recoger manzanas y lanzar piedras al río, mientras ella, con los pies en el agua y el vestido campestre recogido con las manos, se lo toma más a la ligera. Pero Billy Bitzer, el fotógrafo, lo rescató un par de veces vistiéndolo con un traje elegante, mucho más adecuado a su nueva edad y a su nuevo futuro como comediante. Bitzer y Griffith eran muy aficionados a filmar, enmarcadas en iris, cosas como cartas manuscritas y fotografías. Aparte de incidir en la acción, estas muestras le daban un tranco documental a la narración, una lentitud que la ficción moderna optó por suprimir. Aquí introducen incluso un flashback cuando Harron recuerda el día en que un fotógrafo de pueblo los retrató a él y a Lillian Gish arreglados para navidad en la puerta de la casa. Bitzer también aprovechó de practicar una iluminación celestial sobre los cabellos dorados y las mejillas lechosas de Lillian Gish en su rol de mártir; él mismo sabía mejor que nadie además usar el blanco y negro para distinguir entre el alto contraste de la riqueza, de los fracs y el estuco blanco de las paredes, y la mugre grisácea de la pobreza, los jaspeados indescifrables de los harapos. Él le propuso a Griffith un plano general marcado por el horizonte de una pequeña verja de madera a la orilla de un río con un gran roble y varios montes al fondo. Por ahí desfilan parejas y personajes solitarios una y otra vez durante la película. El cuadro es tan perfecto que Griffith se obligó a interrumpirlo muy pronto, alcanzó, eso sí, a introducir la inmovilidad, y la lejanía respecto de los acontecimientos, incluso de los más importantes, atributos que iban a ser tal vez la invención más perdu-
rable del cine primitivo. El momento estelar de Bobbie en la película es, sin embargo, cuando corre a rescatar a su amada (para contar una historia, Griffith necesitaba, por encima de todo, el rescate in extremis), y se detiene en un cerco a recuperar el aliento con la boca abierta y su cara de atleta fallido pasado en edad.
Una fotografía de 1919, de la época de True Heart Susie, retrata a David Griffith, a Robert Harron y a Billy Bitzer tomando desayuno en el mostrador de un bar. «Actor itinerante en otra época, David fue siempre una criatura de habitaciones de hotel y comedores públicos». Cada uno de los tres está sentado en un piso junto a la barra, que divide en dos la foto. Al otro lado de la barra hay un señor canoso de delantal blanco, y más atrás una mujer gruesa bajo un dintel, aunque en realidad podría ser un señor grueso y una mujer canosa. A un costado se ven los quemadores de la cocina, una tetera y dos platos sucios; además hay una gran campana para absorber el humo y los olores, y una ventana angosta rectangular. Bitzer está en el último plano y mira sin demasiado interés a sus amigos; Harron, al medio, y aunque también mira a su izquierda parece más curioso: levanta el mentón y estira el cuello; Griffith, en primer plano, mira fijo a un periódico sostenido con su mano izquierda, mientras deja una taza con la otra; parece haber llamado la atención de los demás sobre una noticia y prepararse para leerla en voz alta. Los tres llevan chaqueta y corbata, pero sólo Griffith usa su predilecta camisa de cuello subido y gilet; Bitzer mantiene la distancia de artesano hosco; y para Harron, disfrazado de adulto, de botones recién ascendido, era, aunque no lo sabía, uno de sus últimos encuentros con los viejos. Semanas antes de partir a establecerse a Nueva York como estrella de una nueva productora, Harron volvió a vivir a la casa de sus padres, diezmada entonces por algunas calamidades: su hermana Tessie, una extra esporádica, había muerto un año antes de gripe española, y su hermano mayor Charles había terminado igual en 1915 después de un accidente en auto. Así lo recordó Bobbie en 1917: «Con mi hermano mayor siempre fuimos un poco diablos, pero nos
faltaba el trabajo en equipo. Nos disputábamos mucho el protagonismo. Le proponía, por ejemplo, que yo hiciera la cimarra y él le inventara un cuento al cura del colegio, pero él quería, en cambio, que fuera al revés, y al final íbamos los dos de malhumor a clases. Así terminaban todas nuestras diabluras. No parábamos nunca y hablábamos a toda velocidad. Éramos grandes amigos. Ahora está muerto». Por ahí cerca y con la idea de mantenerlo ocupado durante el día, Harron compró para su padre John la concesión de una bomba de bencina de barrio, la misma, eso sí, donde una noche de octubre de 1930 el pobre señor murió quemado en un incinerador (los fiscales archivaron la causa como un suicidio).
Una de las últimas actividades de Bobbie Harron en Los Ángeles fue caminar una mañana durante más de media hora desde su antiguo hotel hasta el número 6031 del Boulevard Hollywood, donde tenía su estudio el señor Nelson Frazier Evans, un publicista muy requerido por los actores de cine. Quería tener una foto para enviarla firmada a las fanáticas, y para difundir en las revistas, que para sus reportajes preferían en realidad tomar ellos mismos unas vistas con algún entorno, más casuales, en apariencia. Al momento de su muerte las revistas la iban a volver a publicar, una de ellas con esta nota: «El niño al que conocieron en pantalla era en realidad Robert Harron: humano, adorable, genuino. Su muerte accidental deja un lugar que nadie podrá llenar». Girado en tres cuartos, llevaba sus queridos bigotes, sonreía levemente; apenas se distinguía de sus numerosos colegas que en mayor o menor tamaño repletaban las demás páginas. A pocas cuadras del estudio de Frazier Evans, en la calle Ivor, estaba el Hotel Knickerbocker, donde después de muchas peripecias y un largo silencio iba a morir también David Griffith en 1948. «Un anciano muy bien conservado», en esa época había liquidado sus propiedades, despedido a sus empleados y contratado una renta vitalicia para retirarse a su habitación con baño privado durante más de una década; no estrenaba una película desde que el 10 de diciembre de 1931 entró al Teatro Rivoli de Nueva York del brazo de Zita Johann
(una debutante rumana) para presentar The Struggle, su última lucha; y ponía toda su dedicación en «sobreactuar su decadencia, su papel de hombre en declive»,5 rechazando cualquier clase de homenaje con frases vagamente sarcásticas: una vez, al final de una comida en su honor pidió la palabra, se levantó y esperó a que todos los asistentes estuvieran callados para preguntar en un tono lastimoso e inverosímil: «¿Alguien me presta cinco dólares?». La verdad es que el cine ya no le interesaba; desde el inicio, más encima, lo había considerado un oficio despreciable. «¿Por qué creen que quiero hacer una película?», preguntó con desdén en otra ocasión, «¿por qué creen que eso está a mi altura?». Según Jean Renoir, era tal el esfuerzo que Griffith requería para inventar un mundo de ficción que quedaba indefenso ante el mundo real y le disgustaba ver a las películas en manos de personas menos caballerosas que él. Como desde hacía años, además, estaba bastante calvo, cuando sentía las miradas de los demás encima suyo, se regocijaba repitiendo un número de teatro: se quitaba el sombrero, agachaba la cabeza y perdía su mirada en los bordados de un mantel. Durante su retiro protagonizó muchos cuadros de decrepitud como este, genuinos, los menos. El periodista Ezra Goodman lo divisó una tarde en el bar de su hotel poco antes de morir. De la decoración del salón emanaba esa depresión infecciosa que acompaña a cualquier renovación estética: ahora habían optado por un estilo polinésico con madera y paja para rodear a los sillones de felpa del viejo hotel. Encontró a Griffith con un trago en la mano caminando en bata entre las mesas en busca de una poltrona baja y larga para instalarse con total familiaridad. «El padre del cine americano se sentó en un hotel en el corazón de Hollywood engullendo gin y lanzando unos agarrones cada cierto tiempo a una rubia en el sofá de enfrente. Era Griffith, no hay dudas: sus rasgos aquilinos, arrogantes, señoriales, coronados por escasos cabellos blancos, vestido con pijama y una bata marrón a cuadros, y a los setenta y dos años, sólo, ebrio y casi olvidado en medio de la ciudad que él mismo había puesto en el mapa». Para entonces, sin embargo, el cine ya
estaba acostumbrado a decadencias como la suya. Una que Bobbie no llegó a conocer; sólo alcanzó a mostrar, en cambio, «su aspecto muy liviano, su piel y sus ojos claros; y la impresión de una vitalidad exultante» a la deriva por las calles de Los Ángeles, o almorzando en un grupo grande y ruidoso en The White Kitchen, o en el asiento trasero del Fiat 70 azul marino de Griffith, conducido a toda velocidad por un chofer japonés, arando un camino sobre el barro para hacer un picnic en Pomona, en las afueras de la ciudad, con sus amigos, y Dorothy, para bailar y cantar en la mitad de la noche. Anunció que «al regreso de la guerra se iba a dejar crecer una enorme barba y un bigote de militar, e iba a entrar callado al club», cuya felicidad le iba a hacer mucha falta. Fueron sus años más afortunados.
Robert Emmet Harron, el segundo hijo de una pareja de irlandeses, nació en Nueva York en abril de 1893, en un departamento pequeño del Greenwich Village escondido al fondo de un edificio de cuatro pisos, donde encajaban perfectamente muchas habitaciones de extrañas formas repletas de gente. (En la planta semienterrada había además una bodega siempre cerrada con cortinas de hierro y candado; de vez en cuando aparecía un italiano un poco gordo, bajo y de bigote, sacaba una llave enorme de su bolsillo y entraba, encendía una ampolleta y bajaba a sus espaldas las hojas de lata, casi por completo. Todo el edificio lo miraba. Permanecía ahí como media hora, y aunque el pequeño Robert espiaba pegando la cabeza al pavimento y escuchando el ruido de cajas y fierros, nunca logró saber qué había adentro). Su padre trabajaba en los muelles y casi no lo veía; su madre hervía cosas y cantaba rimas en latín, a los gritos, a veces. Creció rodeado de ladrillos, humo y pocas ventanas. Vio, además, cómo el espacio se empequeñecía a medida que nacían sus hermanos, que, en su momento de mayor expansión, llegaron a nueve. Apenas aprendió a caminar se dedicó a pasar el día jugando en las escaleras iluminadas a gas, y a vagar por las veredas bajo los
Edición y colección al cuidado de David Letelier.
Este libro fue compuesto con las familias tipográficas PF Regal Text Pro 11 pts. y PT Sans 24 pts. Impreso en papel Bond ahuesado de 90 gr/m2, en un formato de 16,5 x 23,5 cm. Páginas de cortesía en papel Sirio black de 80 gr/m2 Encuadernación en rústica con tapas en papel Rives Linear de 250 gr/m2 Fue maquetado en la ciudad de Valparaíso y confiado a Grafhika Impresores, durante julio de 2025.
