Suplemento 42º aniversario

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EL OBSERVADOR

Historia - 15

Viernes 28 de septiembre de 2012

El legendario detective René Vergara y el extraño caso del jardinero decapitado de calle Merced René Vergara Vergara fue uno de los policías más sagaces que la historia de Chile recuerda y fue quien investigó, en 1948, el crimen del jardinero quillotano Luis Alberto Ogaz

R

ené Vergara no era un detective común. Se crió en el sector de La Vega Central y el Matadero en Santiago, donde se codeó con el hampa y gente de mala vida, aunque su interés estaba claramente inclinado a la disciplina policial. En 1937, después de un breve paso por la policía civil, partió hacia Argentina, donde publicó su primera narración, “La bailarina de los pies desnudos”, que firmó como Hércules Poirot, el personaje de Agatha Christie. Su experticia lo llevó a colaborar con el FBI y Scotland Yard, entre otras policías. Su trayectoria ha sido investigada por el detective crucino y columnista de “El Observador”, Rodolfo Jiménez Ramírez, quien en “El blog criminalístico y de las Ciencias Forenses” escribió: “René Vergara es sin lugar a dudas uno de los mejores detectives de la historia de Chile, el pretérito subprefecto, creador y primer jefe operativo de la Brigada de Homicidios Metropolitana, fue quizás el primer policía científico del país”. En “Taxi para el insomnio”, de 1971, relata, con el olfato de un sabueso, uno de los casos más espeluznantes de la historia criminal chilena: el del “Tucho” Caldera, un cruel carnicero de San Felipe autor de un brutal asesinato, y también los pormenores del homicidio de Luis Alberto Ogaz Guzmán, ocurrido en Quillota en 1948, caso que se le asignó por su experiencia y trayectoria. UNA CABEZA EN EL JARDÍN Hacia 1948, Quillota era un pueblo apacible donde nada alteraba el curso de la vida rural de sus habitantes. Sin embargo, el domingo 14 de marzo, una multitud de curiosos se agolpó frente a una casa de calle Merced, que aún en estos días se puede apreciar. Fue tanta la expectación, que Carabineros de la época tuvo que desalojar el sector a punta de lumazos, para evitar que la gente, ávida de morbo, siguiera miran-

El policía René Vergara Vergara escribió en su libro “Taxi para el insomnio” la historia del crimen de Quillota.

do lo que Vergara describió en su obra como una “rara flor”: una cabeza de hombre cuidadosamente acomodada entre las flores que ornamentaban la casa del dentista Maldonado. Las autoridades quillotanas decidieron que lo mejor sería entregar el caso a los expertos que llegaron desde Santiago, quienes, a pesar de de su vasta experiencia, no pudieron evitar ser “golpeados” por la visión fantasmagórica de la cabeza, que levemente inclinada hacia la izquierda y pulcramente peinada con su propia sangre, miraba hacia la calle como esperando ser reconocida, lo que no tardó mucho en dilucidarse. Se trataba del jardinero de 42 años, Luis Alberto Ogaz Guzmán, un hombre casado, que sin embargo, a la usanza de la época, vivía en la casa del dentista durante algunos días de la semana. De inmediato se iniciaron los primeros peritajes e inspección del lugar. La manguera del jardín mostraba manchas de manos impregnadas de sangre en ella. Había sido usada para “lavar” la cara mortecina, que mostraba un párpado roto y el ojo derecho semicerrado. El cuello daba cuenta de la bestialidad que sufrió su dueño: muchísimos cortes, disparejos y de distinto grado de fuerza, indicaban

la ruda faena de separarla del tronco, el que fue hallado en el interior de la vivienda, en el segundo piso, debajo de una mesa y literalmente en un charco de sangre. Se tomaron impresiones digitales halladas en botellas y vasos, asimismo, se empadronaron bares, cines, restaurantes, hoteles; se interrogó al dueño de casa, a sus conocidos y a choferes de taxi, que dieron diferentes versiones acerca de la personalidad y costumbres del dueño de la cabeza huérfana de cuerpo. El peritaje al cadáver no reveló indicios de ningún tipo de actividad sexual previa a la muerte. Sin embargo, un detalle no pasó inadvertido a los investigadores. Ogaz no tenía aspecto de jardinero: sus manos y uñas denotaban un permanente cuidado. Tenía un corte de cabello impecable y su vestimenta había sido elegida cuidadosamente. Usaba ropa interior de colores y mantenía su cuerpo perfumado. Además, en su habitación se hallaron fotos de hombres musculosos, volúmenes sobre sexología, cremas y perfumes. Mientras el detective Raúl Pinto indagaba en los archivos dactilares de Quillota, buscando la coincidencia de las huellas halladas en los vasos y botellas, sus colegas ya tenían una idea de lo que había ocurrido. UN RELOJ DE ORO Y UN FAJO DE BILLETES El sábado 13 de marzo de 1948, Luis Alberto Ogaz Guzman se levantó temprano. Estaba solo en el hogar de los Maldonado, sus patrones habían viajado a la capital y la empleada de la casa estaba de vacaciones. Tenía, entonces, tiempo y disponibilidad para buscar alguna aventura con la cual matizar su triste vida de jardinero puertas adentro. Eligió su ropa con espe-

Luis Alberto Ogaz Guzmán, el jardinero cuya cabeza se convirtió en una “rara flor”.

La prensa de la época llenó varias portadas con el escabroso hecho ocurrido en la tranquila Quillota de 1948.

cial preocupación, se puso su reloj de oro, se perfumó y se echó al bolsillo un fajo de dinero. Enfiló sus pasos hacia la estación, donde comenzó su acto para “cazar” algún galán para divertirse un rato. A menudo miraba su reloj y sacaba el fardo que en realidad era un “balurdo”-, para dar a entender que era hombre acaudalado. De pronto lo vio. Un joven alto, delgado y de modesta condición sería su conquista para esa noche. Se acercó y le pidió fuego, pero recibió una brusca negativa: “No hablo con mariquitas”. La frustración de Ogaz fue notoria y para tranquilizarse decidió ir a tomarse un trago a un bar. Fue en ese lugar donde el desconocido lo abordó, después de haberlo seguido, encandilado por el fajo de billetes y el reloj de oro. -¿Todavía no pinchas, colita? Ogaz se dio cuenta que el joven había “picado” y aunque se sentía atraído, lo invadió una extraña desconfianza, por lo que después de un breve intercambio de palabras, dirigió sus pasos a la plaza y se sentó en uno de los escaños. Fue allí, donde lo alcanzó Bernardo Guzmán, -nombre ficticio con que René Vergara lo nombra, un joven del puerto, cesante, altanero y sin escrúpulos, que sin indirectas, le pidió el fajo de dinero que Ogaz había mostrado en la estación, después de amenazarlo. El jardinero, intimidado, entregó el dinero y el reloj, mientras le rogaba que le dejase al menos algunos billetes para sobrevivir, pero Bernardo Guzmán estaba convencido que el “marica” debía tener más dinero guardado y mientras saciaba su hambre

en un restaurant, mantuvo la charla con el jardinero. Pasaron los minutos, las horas y una extraña confianza invadió a ambos hombres, que ya habían bebido seis botellas de vino. La “hermandad” de saberse ambos porteños los acercó más y más, por lo que decidieron dirigir sus pasos a la casa de calle Merced, donde las libaciones continuaron. Sin embargo, el vino y el romance hicieron aflorar los apetitos de Ogaz, que decidió confesar su verdadera faceta: no se trataba de un homosexual pasivo, nunca lo había sido. Su interés era la dominancia y saciar su masculinidad. Guzmán se sorprendió. Ante él, el “mariquita” asustado se convertía en un hombre seguro de sí mismo, que guardaba en su bolsillo la llave de la puerta que había cerrado minutos antes. Lo miró a los ojos y pudo ver lo que lo esperaba, por lo que intentó iniciar una retirada, pero el jardinero lo tranquilizó y le sirvió más vino. Bernardo intuyó que Ogaz deseaba emborracharlo para abusar de él y le advirtió que se resistiría, pero el que había sido un tímido y amanerado jardinero, le mostraba ahora en el rincón de la habitación, una bata de judoka, un cinturón negro, clavas y extensores. Estaba perdido. Ogaz, sintiéndose triunfante, decidió que ya era hora. Tomó a Guzmán en brazos y como una novia, comenzó a llevarlo a la cama, pero un mal paso lo hizo caer azotando su cabeza contra la pared. Era la oportunidad que Guzmán necesitaba. Tomó una botella y lo golpeó en la cabeza, tras lo cual sacó su cortaplumas y

“Bernardo Guzmán”, nombre ficticio con que Vergara identificó al asesino de Ogaz Guzmán, en el libro que relata los hechos.

comenzó a herirlo. Cambió el arma por un cuchillo de la cocina y entre lágrimas y sudor hizo rodar el cuerpo para cortarlo cada vez más, hasta que logró separar la cabeza del tronco, en una tarea que lo dejó bañado en sangre. Buscó la llave y junto con abrir la puerta, se abrieron sus sentidos también. Parecía despertar del trance asesino que lo embargaba. Volvió al segundo piso, tomó la cabeza del pelo y a puntapiés la bajó por las escaleras. Una vez abajo, la acomodó entre las flores blancas del jardín, abrió la llave y con la manguera se lavó las manos. Miró a “Luisito” a la cara, estaba ensangrentada y con barro, entonces lo peinó y roció su rostro con el chorro de agua. Amanecía. El joven salió tranquilamente por la puerta de reja, volteó para darle una última mirada a quien había sido su anfitrión y comenzó a caminar. La fiesta en la casa de calle Merced había terminado.


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