Churchill. Historias indomables del Ártico.

Page 1

Churchill Historias indomables del Ártico

Texto y Fotos: Marck Gutt

De costa a costa, el territorio canadiense está tapizado de aldeas pintorescas. Pueblos coloridos de bosques frondosos, mercados orgánicos, senderos ciclistas y una calidad de vida envidiable. Churchill no es uno de ellos. Éste es un pueblo al que el sistema carretero nacional dejó en el olvido, al que las heladas de la Bahía de Hudson incomunican por vía marítima más de ocho meses por año, en el que a duras penas se consigue fruta fresca a precios exorbitantes y donde salir a trotar a solas constituye antes un intento de suicidio que una actividad recreativa. Hay lugares en los que, con sus inclemencias, la naturaleza nos recuerda todo el tiempo que no nos quiere cerca. Ése sí es Churchill, el pueblo más afamado de la provincia de Manitoba. Donde hay que resguardarse de noche, explorar la naturaleza con rifle en mano, conformarse con un puñado de restaurantes decentes y, además, pagar caro por ello. Es el costo de ver osos polares de cerca, presenciar cielos boreales que se pintan de verde y hacer kayak con belugas, todo en el mismo lugar. El precio, no tan desatinado, por una probadita de ártico.

fortuna, el uso de una sola chamarra. 12 grados centígrados no están mal para un pueblo cuya temperatura promedio anual es de -7. Buscamos los mostradores de Calm Air, la única compañía que conecta las dos ciudades con vuelos regulares. El viaje, que dura aproximadamente dos horas, cuesta no menos de 850 dólares canadienses, ida y vuelta por persona. ¡No es precisamente una ganga! Sería conveniente, quizás, pensar en la posibilidad de llegar en coche. Salvo por un pequeño detalle: no se puede. No hay carretera que conecte a Churchill con el resto del mundo. Las opciones son trenes impredecibles que demoran 40 horas o aviones que anuncian sus vuelos con caracteres inusitados. Lo segundo, si bien indescifrable para los que nunca aprendimos a leer y escribir inuktitut, al menos es más rápido. Llegamos al pequeño Churchill llenos de preguntas. Por qué no hay carretera, cómo llegan los insumos, de dónde salió ese alfabeto y entonces, cuando apenas llevamos cinco minutos en el camión que nos lleva del aeropuerto al hotel, uno de los habitantes del pueblo sale a saludar. La calidez del anfitrión nos toma por sorpresa. ¡Es un oso polar! Un macho solitario que por unos segundos, apenas los suficientes para una foto, nos da la bienvenida. Estamos de suerte. Agosto es temporada de belugas y, aunque cada tanto también se ven osos, tenerlos tan cerca es prácticamente un milagro. En lo que queda de camino, que no es mucho, nadie dice nada. Todos vamos pegados a la ventana esperando un segundo acto que no llega. Así es la naturaleza y en este pueblo se juega con sus reglas.

Cruzar el umbral

Es agosto y en Winnipeg, la capital de la provincia, hace calor. Mucho. De ese que sirve como pretexto para andar sin camiseta y con sandalias por la calle. En el aeropuerto, que sólo recibe y despide vuelos de Norteamérica, queda claro quiénes somos los que vamos al norte. La chamarra nos delata. En Churchill también hace calor. Otro calor. Ése que recuerda que el agua existe en estado líquido y que demanda, vaya

68


Página Anterior El pueblo de Churchill, en Manitoba, es conocido también como la capital mundial de los osos polares.

Las novias de Hudson

El sol, aun desvelado, se levanta temprano para cumplir con sus labores. Nosotros le seguimos los pasos. La idea es aprovechar el día para recorrer la tundra. Por mar, en busca de belugas, y por tierra, tratando de localizar osos. Dejamos atrás el Lazy Bear Lodge con miras al puerto. Un edificio de tamaño descomunal, en el que cabe sobrada la población completa del pueblo, custodia la Bahía de Hudson. En los cuatro meses al año que la bahía se navega, entre julio y octubre, buques cargueros transportan cientos de miles de toneladas de grano a Europa. El puerto es el más grande de Canadá en el océano Ártico. Y no es del todo una locura: si dos barcos idénticos partieran de Churchill y de Montreal hacia Londres al mismo tiempo, el primero llegaría 14 días antes. Para nosotros eso es lo de menos: barcos enormes se encuentran en todo el mundo, belugas que saltan alrededor de ellos no. Hudson nos recibe con cientos de jorobas blancas que se asoman a la superficie desinhibidas, especialmente cuando escuchan el canto de Carol, la más entonada de mis compañeros de viaje. Llegamos tan cerca del mar como se puede sin mojarse los zapatos y, cuando perdemos la cuenta del número de espiráculos, tomamos un bote que nos cruza al otro lado de la bahía. El trayecto es airoso y con la velocidad el viento cala. Mientras las belugas se relevan en una coreografía que tiene como propósito seguir al barco, alguien pregunta por su coloración gris. Son las crías, que al madurar adquirirán el color blanco que caracteriza a la especie.

Pueblo chico

El Lazy Bear Lodge es cálido, rústico y sobre todo sencillo. Está construido como las viejas cabañas, las de verdad, en donde el calor huele a leña y no hace falta apretar diecisiete botones para apagar la luz o cerrar las cortinas. Así son los hoteles aquí. A la capital de los osos polares no se viene a buscar estrellas Michelin o lo último en tinas de hidromasaje. Luego de estudiar nuestro itinerario –que incluye kayak con belugas y navegar por la Bahía de Hudson en busca del rey del ártico– estamos listos para explorar las calles de Churchill, situada en el estuario del río homónimo. Tres horas. Ése es el tiempo que nos toma recorrer Kelsey Boulevard, la avenida principal a orillas del río. Vemos la cooperativa artesanal de las comunidades de Nunavut, el museo inuit y el Northern, un supermercado que vende sólo lo básico como motonieves, jitomates tristes y chamarras de plumas de ganso que, quiera que no, se pueden ocupar de imprevisto. El sol, que en verano se oculta pasadas las 9 de la noche, nos mantiene despiertos. Comemos también un pie de Gypsy’s y con eso palomeamos el último de los apartados en la lista de cosas-que-hacer en el pueblo, por lo que decidimos prolongar la caminata. “¿Adónde van?”, nos pregunta un lugareño muy intrigado cuando ve nuestras intenciones de cruzar la línea que, tajante, divide lo urbano de la naturaleza salvaje. “No es seguro que salgan solos, ¿no escucharon que la cárcel está a tope?”. En este pueblo, de apenas 800 habitantes y convenciones extrañas, se le llama cárcel al lugar reservado para los osos más pícaros. Digamos, por poner un ejemplo, que Paco, aburrido de la tundra, decidiese dejar la naturaleza virgen para entretenerse en las calles del pueblo. No quedaría otra opción para la patrulla polar que presentarse con su cilindro-atrapa-osos y alguna carnada lo suficientemente tentadora como para atrapar a Paco, identificarlo y liberarlo lejos del pueblo. Mas si Paco, entercado, reincidiese en sus andares, la justicia le dejaría hibernando en la cárcel: un enorme edificio blanco a las afueras del pueblo en el que se lee polar bear holding facility. Y no, uno no se pone sus tenis y sale campante a trotar por la orilla del río. En el enigmático Churchill mandan los osos y ya hace muchos años dejaron en claro que eso no les gusta. O lo que es peor, les gusta demasiado y hay que tener cuidado.

01. La población residente del pueblo no llega siquiera a los mil habitantes. 02. Gerald, quien creció montando trineos de perros con su familia por el norte de Canadá, ahora vive de ello en Churchill. 03. Aun cuando no hay nieve, los perros de Jenafor y Gerald salen a correr y jalar trineos por las praderas de Manitoba. 04. El verano es la temporada ideal para ver belugas en Churchill.

04.

03.

01. 02.

70

71


El barco ancla frente al parque histórico nacional Príncipe de Gales, donde caminamos sólo después de que Colin, nuestro guía, peina la zona con rifle en mano. Es una práctica habitual en Churchill, la única forma de mantener seguros tanto a los viajeros como a los osos polares –a los que, por regulación de la provincia de Manitoba, está prohibido cazar. Escuchamos un clear y entonces desembarcamos. Nos abrimos paso entre pequeños arbustos de moras silvestres, el único fruto que la tierra regala en estos lares. Estamos en Sloop Cove, el mismo sitio donde hace cuatro siglos los marineros y comerciantes que trabajaban para la Hudson Bay Company pasaban los inviernos dando mantenimiento a los barcos. Las rocas en el suelo testifican la historia. Inscripciones labradas en piedra como las de Samuel Hearne y Geo Holt se remontan al siglo xviii. Regresamos al barco y nos dirigimos al fuerte que da nombre al parque. Se trata de una edificación de piedra, construida por los británicos a mediados de 1700, en donde cañones abandonados cuentan la historia de la lucha colonial galo-británica. Por la tarde dejamos el mar y optamos por probar suerte con los osos polares. El panorama no es alentador y lo sabemos. La temporada ideal para verlos es octubre y noviembre, pero como la esperanza es lo último que muere… La búsqueda nos lleva a conocer la famosa cárcel y los restos de Miss Piggy, un avión de carga que se cayó inexplicablemente en 1979 y cuyos restos descansan, hasta hoy, camuflados con el paisaje. La buena noticia: el piloto y copiloto sobrevivieron al accidente y, sin querer, heredaron al pueblo uno de sus enigmáticos atractivos turísticos. La mala: de los osos, ni sus luces.

01.

03.

01. Los restos del avión conocido como Miss Piggy, que cayó mientras transportaba insumos, ahora son visitados como un atractivo más.

02.

Calidez polar

A Jenafor la conocemos una tarde en el Lazy Bear, donde lugareños y huéspedes toman café al calor de la leña. Es originaria de British Columbia pero hace más de diez años que, al escuchar la palabra casa, piensa en Churchill, donde vive con su esposo Gerald. Él pertenece al pueblo métis, una de las culturas aborígenes canadienses que históricamente se ha valido de los trineos de perros para intercambiar pieles y alimento por otros bienes. Hoy, Jenafor y Gerald se dedican a atender su bed & breakfast y a criar y entrenar para correr a sus más de 30 perros, a los que nos invita a conocer luego de la tercera taza de café. En ausencia de nieve, advierte Jen, montar un trineo no es la actividad más osada, pero al menos pueden conocer a los perros y probar algún postre casero. Quién sabe cómo será eso del trineo cuando la nieve alienta a los perros a correr, pero al menos nos consta que el bannock que prepara Jen, un pan tradicional de las culturas aborígenes canadienses al que añade moras y grosellas locales, es por consenso unánime lo más rico que comemos en Churchill. Nos despedimos de los perros para continuar la búsqueda de osos polares, esta vez por tierra. La cosa es seria: el vehículo que nos espera, famoso en el norte canadiense, pa-

72

02. La mejor forma para acercarse a las belugas es a bordo de un kayak, una actividad que lejos de molestarlas, les entusiasma.

rece una nave salida de La guerra de las Galaxias. Se conoce como arctic crawler y es un monstruo capaz de intimidar a cualquier cosa con ruedas que se llame todoterreno. Con espacio para transportar hasta 40 pasajeros, baño, ruedas que no se dejan vencer por hielo, rocas o nieve y una terraza especialmente diseñada para fotografiar osos, nuestra nave comienza su odisea. No pasa mucho tiempo antes de que el trayecto se muestre rebelde y los amortiguadores demuestren su poder. Decimos adiós a la taiga, el ecosistema transitorio entre el bosque y la tundra, y pronto nos adentramos en caminos de águilas calvas. Los árboles que en Churchill tienen un lado pelado porque no resisten los fuertes vientos, aquí simplemente no existen. Vemos un oso a lo lejos, pero aunque intentamos seguir sus pasos, expresa con claridad su deseo de mantener la distancia. Tenemos que conformarnos con el metal oxidado del Ithaca, un barco que por ahí en la década de los 50 naufragó y ahora le hace la competencia a Miss Piggy. Luego de cuatro horas de exploración consensuamos ir a la segura: volver al puerto para hacer kayak con las belugas. En agosto y septiembre es la apuesta menos riesgosa y más gratificante.

73

03. Conocidos coloquialmente como arctic crawlers, estos vehículos todoterreno fueron diseñados especialmente para recorrer la tundra.


Pilón turquesa

En un último intento por encontrar osos, tanto Colin como Gerald unen sus fuerzas y nos guían en bote hacia el norte. El destino es Hubbard Point, en la línea que divide a las aguas de Nunavut de las tierras de Manitoba. Aunque no parece mucho, la diferencia de temperatura es abismal y para poder subir al bote necesitamos vestir drysuits, que cumplen la doble función de aislar el agua y mantener la temperatura corporal. Luego de casi dos horas en la bahía, vemos tierra firme y tras el chequeo rutinario de los guías, bajamos. Hay un oso con su cría pero están lejos. Los vemos a la distancia, cautelosos, con la esperanza de que se acerquen. Pasan cerca de 40 minutos, pero los osos apenas se mueven; en su lugar, un par de roedores nos sorprenden. Conocidos coloquialmente como siksiks, este par posa desinhibido para nuestras cámaras todo lo que los osos se niegan a hacer. El viaje de regreso es largo y volvemos antes de la cena. En el camino, aún más inhóspito que los otros, Gerald y Colin nos cuentan historias sobre las peculiaridades de Churchill. A los últimos días de julio, por ejemplo, los llaman la Navidad veraniega. Es cuando llegan los primeros barcos cargueros que traen piezas de repuesto, lavadoras y coches que son ridículamente caros de enviar por avión o demasiado grandes para el tren. También nos platican que, en un acto de so-

lidaridad que nadie se cuestiona, los pobladores de Churchill dejan las puertas de casas y coches abiertas en caso de que un oso aparezca en el pueblo sorpresivamente y sin invitación. Al llegar al hotel Jenafor nos espera con buenas noticias: de acuerdo con el pronóstico –y si estamos dispuestos a levantarnos en la madrugada– quizás sea la noche perfecta para ver auroras boreales. Acordamos dormir con ropa de calle para no perder tiempo si se presenta la oportunidad, pero ni siquiera hace falta. A eso de la medianoche, aparecen Gerald y Jenafor con sus camionetas para llevarnos al terreno donde tienen sus perros. La contaminación luminosa de Churchill, si bien reducida, estorba. De pronto, el cielo que no termina de pintarse de negro ofrece un espectáculo de luces verdes brillantes, que bailan sin restricciones. No es la muestra más desbordada, dice Gerald, pero para nosotros es más que suficiente. Quizás no sean las auroras boreales más lindas y tampoco hayamos visto a los osos tan cerca como hubiéramos querido, pero presenciar las tres joyas de Churchill en una sola temporada no es menos que el mejor regalo de la naturaleza. Brindamos con vino caliente y un té de moras silvestres que Jen ha preparado para celebrar la llegada del verano, que en Churchill es siempre el anuncio de su partida prematura.

CÓMO LLEGAR Vuelos a Winnipeg con Air Canada vía Montreal, Toronto y Vancouver. aircanada.com Vuelos de Winnipeg a Churchill con Calm Air. calmair.com DÓNDE DORMIR Lazy Bear Lodge lazybearlodge.com DÓNDE COMER Gypsy’s Bakery & Restaurant gypsybakery.ca Tundra Inn tundrainn.com TRINEO DE PERROS Blue Sky blueskymush.com Junto con los barcos cargueros llega a Churchill la Navidad de julio, como llaman los locales a ese primer barco que atraca en el verano y que trae coches, electrodomésticos grandes y repuestos que, de otro modo, tendrían que ser enviados por vía aérea, elevando su costo.

74

75


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.