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Sábado 17 de diciembre de 2011

Noticias LA ERA POR ELIADES ACOSTA MATOS LECTURAS

“… FRENTE AL PÚBLICO, Y CON LAS MANGAS LEVANTADAS” N adie te entendió. Sientes que se acerca la hora de partir y ya no hay tiempo para explicar nada. Tampoco te importa hacerlo: no vale la pena. Viviste y morirás en tu ley, y en esa eterna parranda que siempre termina por consumir a los semidioses extraviados en la Tierra. Eras poeta, como Rubén Darío y el divino Julián del Casal. También, Tomás, y como ellos recibiste los amaneceres con versos ininteligibles, muchas copas e inolvidables tibiezas en los labios; manoteando a los espectros que nadie adivinaba, espantado por el oculto sentido de ciertas palabras, estremecido por el huracán invisible de los gestos y las hembras. Y habitando mundos, Tomás Hernández, que no requerían de los halagos del poder, ni exigían levitas, condecoraciones, ni protocolares inclinaciones de unas cabezas venidas al mundo para ceñir coronas. Pero los hombres son tontos, y nadie lo sabe mejor que tú, lamido y lamedor, rebelde y siervo, gigante y miserable: tú, Tomás Hernández Franco, poeta y bohemio impenitente, y, ¿quién lo diría?, trujillista de corazón ardiente. Y de nada te ha valido, porque de la muerte ni el Jefe Fuerte te podrá salvar, ni tú se lo pedirías. Y ya te vas, en este lánguido septiembre de 1952… Pero yo sé bien que los raros como tú suelen despedirse en grande. Y no me extraña que en vez de irte a la imprenta, como debías hacer hoy, para revisar las pruebas tipográficas del último número de los “Cuadernos Dominicanos de Cultura”, te hayas desviado hacia este cafetín junto a la desembocadura del Ozama, allí donde el terral que arrastra penetra en el mar y lo fecunda, el sitio exacto para esperar el ocaso de un poeta. Y eso, en rigor, es lo que siempre has sido, no legislador, ni diplomático en Amberes, Puerto Príncipe, La Habana o San Salvador, mucho menos esa especie de propaganda humana del Jefe en que te convertiste al colgar perennemente de tu solapa una de sus fotos, sin que nada más que tu propia desmesura, pasión, y el entu-

siasmo de las resacas te lo impusieran. Y te ríes al pensar en los imbéciles que no lo entendieron, y dices por lo bajo que los jodiste a todos, hasta al Jefe, capaz de escudriñarlo todo. Y es cuando te tomas el primero de muchos tragos, a sabiendas de que por ellos se te está yendo la vida. Y lo disfrutas: sabes que de aquí te sacarán muerto, pero con la frente alta, digno cadáver de greñas peinadas a un lado, intemporal y burlón, hasta el final. ¡Y de cuántos hombres y mujeres te acuerdas ahora, Tomás, cuando sabes que pronto tú mismo no serás más que un recuerdo! Tu Santiago natal, los viajes, los estudios de Derecho, y aquellas francesitas, tus complacientes y despreocupadas compañeras de La Sorbona, con el sexo más intelectual que conocieses, capaces de susurrar

pliegue, aunque era imposible que amaneciese a tu lado, en tanto “traición hembra del tiempo liberada”. Y besas el aire, mientras el mozo del cafetín te mira de reojo y sonríe pensando que solo estás borracho, sin adivinar que estás agonizando ahí, sentado junto a Yelidá, que ha venido a recogerte. Y no puedes apartar de ella la vista, enamorado. Hablas. Musitas frases que nadie entendería. Cuentas por enésima vez los accidentes de una vida de loco, o de boxeador idílico, según se mire. Solo te escuchan los muertos, ese coro que también ha venido en procesión caminando sobre las aguas. Y tienes conciencia, al apurar el trago diez, que tu público está formado por los mismos marineros borrachos que se espantaron al sentir el dolor del faquir que ante ellos, y para

Te sientes halagado, porque si algo sabes de sobra es que solo las meretrices y los ebrios saben apreciar el valor de tu poesía sangrante. versos de Baudelaire entre maullidos de placer. Y los muelles y antros de las islas del Caribe, de ese prolongado litoral alegre, por el que erraste con Pancho Alegría, “capitán de goleta, matador de tiburones, rico en naufragios y rutas, conocedor de los vientos…”. Y cuando sientes que el trago octavo te escuece en la garganta, no puedes menos que pensar en Erick, “el muchacho noruego que tenía alma de fiordo y corazón de niebla, y que era virgen en sus botas de hule” hasta que fue atrapado por la brujería de madame Suquí, que fuera antes, y en los muelles de Fort Liberté, solo “una virgen suelta, grumete hembra de burdel anclado”. Y por supuesto, Tomás, no podía ser de otra forma, y más ahora que sabes que te falta poco, levantas tu copa, con mano temblorosa, y brindas mirando al mar, porque solo tú ves venir entre las olas a Yelidá, la hija que ambas sangres procrearon, la mulata más bella que se pueda imaginar. Y que fue tuya hasta el último

divertirlos, se arrancó la piel, Tomás, como cuentas en aquel inolvidable “Poema del chewing gum”, que tanto revuelo causó. Y te sientes halagado, porque si algo sabes de sobra es que solo las meretrices y los ebrios saben apreciar el valor de tu poesía sangrante, parida en medio de dolores más espantosos que los de faquir. Y te echas de un golpe el trago catorce. El Jefe, dices en voz alta, te mereció todo el respeto y la fidelidad de que fue capaz un irreverente y descreído, como tú. Deslumbrado en los inicios por su fuerza y su mística, te aferraste a su imagen, como solo un agnóstico se aferraría a la última tabla de la misma fe que repudia y anhela. Tras aquel lance con Roberto Despradel, que en 1935 era Ministro de la Legación dominicana en La Habana, donde fuiste nombrado Secretario, y que celos y despecho mediante, te denunció al Jefe por indisciplinado, indiscreto y borracho, le escribiste en descargo, con altura, y no mentías:

“No soy un llegado de última hora a las filas honrosas del Trujillismo. En él vengo desde 1929, cuando era pecado suponerlo siquiera. Mi hoja de servicios está ahí. Un hombre que ha dedicado todo su entusiasmo, todo su honor a servirle, no le miente. Es por mi honor y por mi nombre que yo juro a Usted que lo dicho es la verdad, y que el Sr Despradel ha mentido. Acataré su fallo porque ha de emanar de Usted, mi Presidente, mi Jefe y mi amigo.” El trago 18 te raspa por dentro como si tragases un puñal, o mejor, un sable. Y estallan en una carcajada los marineros espectrales que te escuchan, y ríe Yelidá, recordándote el tintineo de un cascabel. Ya puedes confesarlo: en aquella ocasión fuiste capaz de mentirle al Jefe, claro que le mentiste. Y tú también ríes con picardía. No ibas a dejar que ese amargado de Despradel te jodiese la parranda habanera en que vivías, los viajes con Nicolás Guillén a la playa de Marianao, en la madrugada, abrazando negras y picando las butifarras que hacía El Congo, a las que había que echarle salsita. Y los duelos de versos dedicados a los jamones y las nalgas femeninas, al buen ron que achispaba, sin ofender el paladar, teniendo de fondo el Septeto habanero y sus sones, esos que se bailaban en un solo ladrillo, como en Manzanillo. Y tanto mar, y aire limpio y unas alegrías de vivir que nadie echaría a perder con estiramientos protocolares. Como tampoco las andanzas con tu amigo Nicolás, ni dejar de ver su enorme sonrisa mulata, ni de oír su recia voz de tambor de fundamento. Porque a tí, a diferencia de Despradel, te tenía sin cuidado que tu amigo reverenciase a Stalin, y tú a Trujillo. “Mi vida en La Habana–cuentas que escribiste– se reducía a trabajar durante las horas laborables en la oficina, inclusive domingos, e ir todos los días, de cinco a siete, a reunirme con un grupo de periodistas en un café llamado “Bar Vázquez”, ubicado en la calle Prado 108, porque con estos amigos yo hacía mejor labor que en la oficina, labor de glorificación de

Su Persona y su Gobierno. En siete meses nunca llegué a mi hotel después de las diez…” Y despiertas nuevas carcajadas de ultratumba, cuando acotas que era verdad, que jamás llegaste a acostarte a tu habitación antes de las diez… solo que de la mañana del siguiente día. Y apuras el trago 20, con el que culminas la primera botella. Miras de nuevo a Yelidá, y no puedes evitar elevar una loa a la noche en que se unieron las sangres de Erick y madame Suquí. Con la embriaguez, recuerdas cómo te defendiste de Despradel en aquella carta al Jefe, y que aunque no pudiste evitar que te transfirieran a la Legación en San Salvador, no pasó a mayores lo que pudo costarte caro. Y es que luego supiste que el propio Jefe estalló en carcajadas cuando leyó aquello que escribiste al describir tu primer encuentro con Despradel, alojado entonces en el Hotel Inglaterra, aquel febrero de 1935, no más llegar a La Habana: “… Me expresó el desagrado que le causaba mi presencia, diciéndome que se había opuesto a mi designación ante Usted, “…porque yo era un loco y un borracho”, y que Usted le había dicho “…que me mandaba a Cuba, para ver si me mataban de una vez, porque estaba de mi hasta la coronilla”. Que me limitase a agacharme a recoger el sueldo, y que no tratase de buscarme contratiempos por Usted…” Todos ríen y dan patadas de gozo en el suelo. Solo tú los oyes, mientras no puedes evitar acariciar los senos temblorosos, como cervatillos, de Yelidá. El mozo trae la segunda botella y percibes en sus ojos los primeros destellos de preocupación por tu estado, como mismo tiemblan los destellos de un farol en lo hondo de un túnel. Empiezas a caer, pero no terminas de hacerlo: los marineros te sostienen, Yelidá te da un beso, y te toma de la mano, indicándote el camino sobre las aguas. Es verdad que nadie te entendió, y en un último esfuerzo tratas de explicarte con uno de tus versos: “Cada noche me trago el sable de mi vida, frente al público, y con las mangas levantadas”. Y entiendes, demasiado tarde, que fue en vano. Nota: Algunos nombres de los personajes de la serie “La Era” son ficticios, y los sucesos rigurosamente ciertos. Los documentos que los avalan pueden consultarse en el Archivo General de la Nación.


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