De La Urbe 54

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AÑO11•No.54•MEDELLÍN,SEPTIEMBRE DE2011•ISSN16572556•FACULTAD DECOMUNICACIONES•UNIVERSIDAD DEANTIOQUIA


2 De grado

La ciudad que abandonó la bulla lírica Yira Plaza O`Byrne * yiraplaza@gmail.com

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oy la que fue su casa es un derruido muro rojo con parches blancos, dos ventanales con pendones desgastados que cumplen el oficio de cortinas y una puerta cerrada de madera vieja. Queda en la calle de San Antonio, en el corazón del barrio Getsemaní, ese que está en uno de los costados de la Bahía de Cartagena, que empezaron a construir a finales del siglo XVI, que fue acorazado con murallas a finales del XVII y en el que en 1949 - cuando no tenía hoteles y todavía lo llamaban arrabal- nació el escritor Pedro Blas Julio Romero. Él era un niño cuando se paraba en la puerta de esa casa y veía la fiesta. La fiesta a toda hora que era Getsemaní y que no escatima en mencionar una y otra vez en su poesía, porque nombrarla, es pronunciar el conjuro que la revive: Con tambores que nunca supe de dónde venían Solemne desorden untado de vida Vine a tatuarme de tu erizado son barriotero Caramba, Getsemaní Brioso tío burlón de sandalias al hombro Espera esta rumba con nuestras muchachas Pecando en la extensión de los sábados. -Ya terminándose el fin de semana- dice Pedro Blas encendido con emoción -, Getsemaní se prendía simultáneamente con sus aparatos de música, y tú decías, voy a bailar ahora a la Calle de las Maravillas y te ibas a bailar. Así amanecías, bailando. Y allí estaba el imperecedero negro Mariano Padilla, que tenía un picó en la esquina de la Plaza de la Trinidad con calle Pedro Romero. La Plaza de la Trinidad está a media cuadra de la casa donde vivió Pedro Blas, es la principal del barrio, con su iglesia amarilla ocre como un sol nocturno y a su alrededor - como él recuerda- los picós, el béisbol, los tahúres, los contrabandistas. -Los contrabandistas – aquí Pedro se detiene - nos salvaron. Gracias a ellos pude escuchar desde muy niño las melodías que venían de Nueva York, de Puerto Rico y de las Antillas. Era otra época. Desde 1904 se había instalado el mercado de Getsemaní, el más grande de la ciudad, y la vida del barrio empezó a palpitar al ritmo de gentío y de intercambio comercial. El sector respiraba vida de muelle y de mercado. Allí se desplegaron desde principios del siglo XX varias industrias y comercios, levantadas algunos por esos inmigrantes árabes, judíos y portugueses, que hicieron parte de un primer impulso industrial que vivió Cartagena. La fábrica de zapatos Beetar, la panadería de la familia Shuster, la jabonería y perfumería Lemaitre convirtieron a Getsemaní en una zona de expansión comercial.

No. 54 Septiembre de 2011

Plaza de la Trinidad 6 p.m. El corazón de Getsemaní empieza a llenarse de gente, música y conversaciones en todos los tonos.

La Cartagena que hay por fuera de los circuitos turísticos, la que no tiene grandes hoteles, finos restaurantes, reinas de belleza, playas costosas y publicitados eventos. La Cartagena sin logotipos, la de ahora desgarrada, la de antes con su lírico y bulloso barrio Getsemaní es la que cuenta este nostálgico perfil que tiene como protagonista a Pedro Blas Julio, uno de los escritores más significativos de “La heróica”. Era un niño Pedro Blas cuando se metía en los almacenes de los árabes en la Calle de la Media Luna y veía, en una de las esquinas de la Plaza de la Trinidad, cómo los obreros que trabajaban en las fábricas de Getsemaní se agolpaban en el restaurante de una señora llamada Francisca Urueta y que todos conocían como Tatía. Pequeñito, como él dice, recorría su inquilinato duro: las casas que en tiempos de la colonia fueron barracones de esclavos pasaron a ser inquilinatos de artesanos, comerciantes y obreros, con patios como arterias comunicantes, donde se mezclaban las familias, se conocía y se compartía todo. De bastantes cuartos donde vivían muchas gentes Hirviendo de mundo a tu hora siempre Arrabal de cabeza ancha y tejados rojos Aquí encalló parte de la poesía de Pedro Blas. Encalló en los recuerdos feroces de ese Getsemaní que dejó de ser. El poeta -¡Poeta! , ¡Blas! – le gritan mientras camina por las calles de Getsemaní. El entusiasta saludo ancla una conversación o produce un “qué más mijo” que Pedro lanza con un tono entre lo cálido y lo rutinario. El barrio está orgulloso de sus hijos y uno de los habitantes que lo saluda recuerda: “Este barrio ha dado poetas, peloteros, cantores, beisbolistas”. Aquí también nacieron y crecieron otras plumas como las de Jorge Artel y Germán Espinosa, quien vivió en la Calle de la Media Luna. En Getsemaní se embrionaron dos cosas que Pedro no abandonaría jamás: el deseo de mundo del poeta y la pasión por escribir. Fue en la casa de su tío, Pedro Flórez, que era director de El diario de la Costa, un periódico local. La casa del tío era una bodega inmensa llena de libros y el refugio de periódicos viejos encuadernados, revistas y publicaciones de muchas partes del mundo. En esa casa Pedro Blas pasó las vacaciones de su niñez. El resto de los días, Getsemaní hacía su trabajo: lo alimentaba de una cotidianidad palpitante entre música, contrabando, béisbol, picós y la vida de un barrio popular al pie del mercado. Pero en 1968 comenzó otra historia: “Mi agobiada madre me entregó. Las drogas estaban dando cuenta de mí. Dos veces me desplomé bajo lámparas mercuriales derramando espuma por la boca. Pobrecita, ella se asustó. “ Todos los vecinos y allegados acordaron, aconsejaron, dispusieron que todavía se me podía forzar a la brava. Todos recomendaron el Ejército”. Tenía diecinueve años cuando se fue a pagar servicio. Desde entonces se convirtió en El soldado desconocido que enviaba cartas al poeta nadaísta Jaime Jaramillo Escobar:


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Pedro Blas nació en Getsemaní, a uno de los costados de la Bahía de Cartagena, en un barrio que desde finales del siglo XVI ha sido escenario de la historia y transformación de Cartagena.

Como puedes ver, poeta, uno es joven y necesita reír, amar, desnudarse. Pero hay brutalidad, fuerzas irrespetuosas y cuando menos lo quiere queda uno imbécilmente uniformado, portador de muerte, se huye de una guerra para dar en otra. Si en algún tiempo a los niños romanos los bañaban en vino, a nuestra generación la han ahogado en odio. Las cartas enviadas a los nadaístas respiraban agonía. Pedro Blas sintió cómo la vida militar le desgarraba su juventud y su libertad. Un año y siete meses de servicio militar en La Guajira, más otro año de condena tras un consejo de guerra, no cansaron la pluma que era alimentada con las lecturas de los libros y documentos que los nadaístas le hacían llegar. En enero de 1971 Pedro les escribió: “En el norte del país mis dientes rastrillaron contra las piedras. Quiero desertar de mi adolescencia sórdida. De ahora en adelante llamadme Pedro Blas”. Anunciaba su regreso a Cartagena. Ese mismo año Jaime Jaramillo Escobar publicó el conjunto de cartas bajo el título Cartas de un soldado desconocido. Regresar significó buscar su barrio. En ese Getsemaní de los setenta está su madre sirviendo “a una familia que no la deja morir de hambre, viviendo en un cuartucho alquilado al lado de un caño sucio”. Pedro Blas no dejó sus pies anclados allí, sintió miedo. - Colombia estaba en su momento más convulso de la represión- aclara. Entonces mira al mar y durante dieciséis años se hace marinero.

aventureros que siempre tuvieron se fueron para Caracas, San Andrés y Nueva York. Esos que se fueron, que son como dos o tres familias, consiguieron los recursos para conservar sus casas. Otros habitantes de Getsemaní adquirieron créditos y se fueron a otros sectores de la ciudad. El mercado también se mudó en enero de 1978 y con él la vida de muelle que tenía allí sus entrañas. De todo ello solo quedó su sombra: la delincuencia y prostitución que siguieron habitando el barrio por una década más. Allí, donde se levantó el mercado y donde las aguas de la bahía llegan a reposar, construyeron el Centro de Convenciones, el lugar donde hoy se realizan grandes eventos nacionales e internacionales. Se construyó a pesar de que varios arquitectos cartageneros, entre esos el presidente de la Sociedad de Mejoras Públicas de la época, se opusieran, y argumentaran que con la nueva edificación se eliminarían ángulos de visión maravillosos y se evitaría la creación de un pulmón vegetal y recreativo para la ciudad. - El centro de Convenciones aplastó la bulla lírica de Cartagena – dice Pedro Blas con tono de exaltación-. Ahí había una arquitectura entre morisca, colonial española, de techos rojos, de arcadas, que tú entrabas y le dabas la vuelta al mercado. Hombe, eso lo han podido restituir, restaurar. Los pasillos, las galerías de los chinos, la de los zapatos que hacían los turcos, las pescaderías, las carnicerías… eso era una cosa antigua, colonial. García Márquez y Obregón llegaban ahí a las tres de la mañana a tomarse unos sancochos en ese mercado. “ Yo digo que acabaron la bulla lírica porque yo viví eso, el mercado era un movimiento. Viene el Centro de Convenciones con una arquitectura musolinesca, fascista, propia para tanques cascabeles, y propia para un dinamitero - me iban a poner preso cuando yo dije eso-. ” Entonces se apagó el barrio y el centro. La franja del Centro de Convenciones era lo único de parque que les quedaba a las madres, a los niños. Yo tengo un verso donde digo “y le alambraron la tarde a los niños”, que es lo que uno ve en la Calle del Arsenal, todo eso se lo llevó el Centro de Convenciones. Una pausa y Pedro Blas concluye: ahí he dado el dato como fue despedazada Cartagena, la mataron.

Hoy también es ayer En la plenitud del sol de Cartagena, Pedro Blas toma tinto al mismo tiempo que saca un pañuelo para secarse el sudor. Lleva zapatos negros de cuero y camisa manga larga, pero va tan embebido en sus historias que no siente el calor de las calles asfaltadas de Getsemaní. Recorre el barrio superponiendo sobre la realidad la imagen vívida de sus recuerdos. La narración que hace de Getsemaní abunda en pretéritos. Getsemaní es un recuerdo en los ojos de Pedro Blas. Es un recuerdo de una ciudad que se ha ganado fama gracias al recuerdo. Las casonas coloniales y algunas placas que testifican la existencia de historias como la de Pedro Romero - el mulato cubano que lideró la independencia de Cartagena- siguen en pie en Getsemaní, pero ahora solo vive una cuarta parte de los nativos Getsemaní empieza a cambiar del barrio. Las casas que habitan se distinguen porque sus fachadas tienen poco o Mientras Pedro navegaba, Getsemaní cambió su rostro de fiesta. Al mercado ningún maquillaje. El resto son grandes casonas convertidas en hoteles - que ya sullegaron más comerciantes y vendedores ambulantes, llegaron también las drogas man 50-, discotecas, o casas vacías compradas por apellidos rimbombantes. que harían del barrio uno de sus mayores exAún así, en la calle que Pedro tomó su nompendios en la Cartagena de mediados de los bre para titular su segundo libro de poemas, Calle 70. Algunos hablan de descomposición social Lomba, todavía se respira cierto aire de inquilinapara describir la situación del sector duranto. Allí las puertas de las casas permanecen abierte esa época, otros lo llaman decadencia. El tas, se puede ver a su gente en la sala o afuera. Y asunto es que la vida alegre del Getsemaní, no le niegan un saludo al vecino que pasa por ahí, donde nació Pedro Blas, se esfumó y pasó a como lo hacen con Pedro Blas al detenerse en una ser sinónimo de inseguridad, violencia, drode esas casas. ga, prostíbulos, y de un nombre: Samir BeeEn la puerta una mujer enjuta y de edad indestar, el jefe de una banda que tenía el control cifrable, sentada sobre una silla plástica lo increpa del barrio. con dulzura por su ausencia del barrio. Pedro en-A Getsemaní lo lumpenizaron a propótra hacia el fondo de la casa y encuentra eso que sito- dice Pedro Blas con vehemencia - : las parece haberse extinguido; el patio es el comedor autoridades fueron permisivas con el expendonde más de diez hombres trabajadores comen a dio de drogas, la criminalidad y la prostituprecios bajos y en grandes cantidades. Mientras ción con el objeto de tener una disculpa y llegan más hombres, dos mujeres siguen raspando declararlo zona roja y desocuparlo. el caldero del arroz. Pedro Blas insiste en señalar el temor Desde que regresó del mar, Pedro Blas no ha que los getsemanicenses tenían de ser “desvuelto a vivir en el barrio en el que creció. Pero su ocupados”. Vivían al acecho de lo que pasó vida, así como su historia y su poesía respira todo en Chambacú, ese hermano de enseguida el tiempo Getsemaní. Le duele que ya no sea el a quien le castraron el sol: En 1971 los haLos teatros Calamarí, Cartagena, Bucanero y Colón son parte del pasado. Si antes mismo, que haya más hoteles y discotecas que nala vida nocturna y cultural de la ciudad se oxigenaba en este sector de Getsemaní, bitantes de “ese corral de negros” como lo tivos. Con sorna dice que llegará el día en que en hoy quedan solo las fachadas. . llamó Manuel Zapata Olivella y que quedaba el altar de la iglesia de La Trinidad vendan vodka empotrado cerca del centro histórico de Carcon tamarindo. tagena, fueron desalojados y reubicados en barrios periféricos. Fue una estrategia para sacar a la población pobre cerca de los alrededores de ciudad turística. *Este relato hace parte de la multimedia Cartagena detrás del logotipo, -El barrio vio que iba a pasar lo mismo que Chambacú - continúa - : estaban trabajo de grado avalado por el CODI. Puede leerse, verse y escucharse encerrados y a la expectativa, “nos van a desocupar” y muchos, por ese espíritu de completo en www.cartagenasinlogotipo.com. Asesor Ramón Pineda.

La capital Bolívar tiene 46 municipios, todos parecen ocultos tras el brillo, la fama, de La Heroica. La reina de belleza de Cartagena compite con la de Bolívar. A excepción de Mompox, el turismo es exclusivo de la capital, los otros pueblos solo son de paso. Para los bolivarenses, esta ciudad tiene el papel de todas las capitales de departamento: es el centro administrativo y el lugar que reúne los principales centros educativos y hospitalarios. Una ciudad centralista. Los monumentos

La india Catalina y Cartagena son sinónimas. Los turistas se la llevan en suvenires, el Festival de Cine la entrega como su máximo galardón, las reinas de belleza la usan de traje típico. Para los cartageneros, esa estatua desnuda de la india que sirvió de intérprete a Pedro de Heredia, es solo un punto de referencia: “Encontrémonos en la India, por la India, ahí, cerquita de la India”. Al monumento de las Botas Viejas, homenaje al poema de Luis Carlos López, le sucede igual: Los turistas le toman fotos, compran la réplica en miniatura. Para el cartagenero es solo una señal para ubicarse. Una ciudad sin protocolos.

Los nombres

Solo en Cartagena es posible que España, Chile, Paraguay, Líbano y Chipre sean vecinos. Son barrios y al igual que ellos muchos otros tienen nombres de regiones extranjeras: Bruselas, Amberes, Andalucía y Boston. Una ciudad conquistada. Otros, muchos, tienen nombres de santos: San Fernando, San Isidro, San Pedro Mártir, Santa Clara, Santa Lucía, San Diego y Santa Mónica. Una ciudad evangelizada. También están los que se llaman como personajes que en Colombia fueron en contracorriente: María Cano, Bernardo Jaramillo. Una ciudad rebelde. Y de otro lado están Chapacuá, Lo Amador, Torices, Ternera. Una ciudad mestiza.

Las avenidas

Tres son los personajes históricos que atraviesan la ciudad en forma de avenidas. Pedro de Heredia, el español fundador, la recorre de sur a norte. A su paso encuentra gran parte del comercio, algunos barrios, el mercado de Bazurto, hasta que termina su recorrido en el centro. Al occidente, avanza Crisanto Luque, un eje vial de sectores residenciales de clase media y baja. Y al oriente, Pedro Romero, el mulato líder de la independencia, abre también su paso en medio de barrios populares.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia


4 Editorial

Alguien nos mira 1

. Uuuuyy señor, usted por qué se metió por esta calle. Se me olvidó advertirle, El miedo sigue rondando, sigue aumentando a pesar de las seis garitas en los yo por esta cuadra no puedo pasar. Déjeme yo me agacho bien para que no me morros más altos, a pesar de los 40 poderosos lentes para detectar infracciones de vean los manes que vigilan este sector. Si me ven me dejan listo, y seguramentránsito, de las 222 cámaras de vigilancia policial, de los miles de lentes en centros te a usted también. Nada pasó. El pasajero pudo llegar a su casa y el taxista seguir comerciales, supermercados, edificios públicos, empresas privadas, urbanizaciones, trabajando. universidades y hasta baños que pululan en Medellín, una ciudad que se acostumbró 2. Ya estoy buscando para dónde ir. Llevo cinco meses por acá y ya la bandita de la esa mirar al otro para matarlo, castigarlo, vigilarlo, criticarlo y hasta para envidiarlo. quina me tiene entre ojos. Cuando llegué, esta casa Ya lo decían Tomás Carrasquilla y León de me pareció muy estrecha, pero como tenía balcón Greiff, que aquí hay un montón de gente penpensé que por lo menos podía entretenerme mirandiente de la otra gente. Y tal vez sea esta geoEl miedo sigue rondando, sigue aumentando a pesar de do. Pero tanto salir al balcón me convirtió en sospegrafía en forma de bandeja que permite tener las seis garitas en los morros más altos, a pesar de los 40 choso. Ellos creen que estoy captando información miradores por montones, tal vez sea un asunto de sobre el barrio, cuando es al revés, los que me tienen la posmodernidad en la que se impone “lo más vipoderosos lentes para detectar infracciones de tránsito, de las vigilados son ellos; ya no vive tranquilo ahí, sabe sible que lo visible” -como diría Braudillard, defi222 cámaras de vigilancia policial, de los miles de lentes. que debe irse pero no ha encontrado un arriendo niendo la pornografía-, tal vez sea que como dice favorable. Los muchachos siguen acechándolo. Armando Silva, en nuestros imaginarios globales 3. ¿Sabe qué?, no quería hacer eso, pero me va está el ver y el ser visto como si la urbes fueran a tocar. De la pretina del pantalón sacó el revólver vitrinas, pero lo cierto es que en Medellín mirar y le disparó al cuello. Un minuto antes, el herido se había detenido en una calle para es un verbo que conjuga con vigilar: yo te vigilo, tú lo vigilas, él me vigila, nosotros, desvarar su moto. No vio nada raro cuando la buseta se detuvo a su lado, pero de ustedes, ellos, todos nos miramos. ella se bajó un muchacho que se fue directo adonde él para decirle que se levantara Y nada. Mirar al otro está en la esencia del ser humano, es vital para el recola camiseta. “Oiga, como porque tengo hacerlo”, le contestó. Dame el celular y todo nocimiento de la parte y del todo; pero aquí observar, ser un vigía, se convirtió en lo que tengas. Al ver que tenía un arma, obedeció, le entregó todo. Pero el armado una estrategia para ganar poder, para adueñarse de territorios, para castigar, para no quiso recibirle nada. ¿Sabe qué?, no quería hacer eso, pero me va a tocar. Cuando advertir, para censurar, para controlar, para excluir, para expulsar, para asesinar le disparó, apareció desde atrás una moto. El asesino huyó de parrillero. El herido al extraño. Mientras más vigilada está la ciudad más educada, más cultural, más sobrevivió. Fue víctima de una prueba de iniciación: la de subirse a una buseta, mirar emprendedora, más paranoicos nos sentimos. El reflejo de esos lentes nos devuelve la en el recorrido una posible víctima, demostrar ante uno de sus nuevos colegas - que imagen y nos cuenta que en Medellín algo anda mal. seguía la ruta en la moto, vigilando- que sí era capaz de dispararle a otro de su edad.

Opinión Alex E. Martínez Henao alex.mtnez@hotmail.com

E

n la tarde de un día cualquiera en el campus de la Universidad de Antioquia se escucha una detonación. A los oídos de la comunidad universitaria es obvio: se trata de una papa explosiva. Segundos después se escucha la explosión de otra y casi al unísono se le une una tercera. Con un torpe coro resonante se anuncia el final de una jornada de clases. Pese a las detonaciones, algunos continúan con sus actividades; si acaso miran hacia el origen del sonido: su experiencia en la Universidad les enseña que ese tipo de escenas no siempre terminan en confrontación. Un par de ojos se ilumina a la espera de dos ‘petos’ más para que el parcial sea aplazado. Los primíparos, desconocedores de ese ritual de la provocación, piensan huir. ¿Adónde? Muchos no lo tienen claro, ya que la brutal embestida del terrorífico Escuadrón Móvil Antidisturbios de la Policía se cuela por cualquiera de las porterías de la Universidad. Hay temor. Unos, ante la entrada de los oficiales, maniqueos y envalentonados a conveniencia, empiezan a vociferar cual posesos “¡a defender la Universidad!”. Otros menos beligerantes, tratan de resistir la arremetida sacando sus cocas y sentándose a almorzar. Unos cuantos, voyeristas del horror, se quedan a ver, mientras los capuchos que arrojaron las papas iniciales se han esfumado. Las tanquetas aceleran hacia el interior de la institución. Atrás quedaron los años en que ver a los acorazados de los gases, los escudos y las macanas dentro de la ciudadela era un despropósito. Mientras, un gobernador se complace del parte que horas después le informa que, pese a los estudiantes arrestados, los gases inhalados y los heridos, “han controlado la situación”. Un cuadro como este no escapa de la realidad que se ve cuando hay enfrentamientos en la Universidad de Antioquia. Pese a lo ininteligible que resulta esa manera de protesta para las mayorías, la provocación persiste. Creen ingenuamente que esa forma de visibilizar las necesidades de la sociedad posiciona a los universitarios como críticos del sistema, cuando una vía cerrada y un halo lacrimoso no son, a los ojos de la comunidad, otra cosa más que un desafío por parte de los estudiantes. Número 54 Septiembre de 2011

Comité De La Urbe Prensa Heiner Castañeda, Luis Carlos Hincapié, Elvia Acevedo, Ramón Pineda, Patricia Nieto, Raúl Osorio y Gonzalo Medina. Director Sistema De La Urbe Heiner Castañeda Bustamante. Director periódico De La Urbe Ramón Pineda.

FACULTAD DE COMUNICACIONES Ciudad Universitaria Calle 67 N° 53-108 Medellín - Colombia

No. 54 Septiembre de 2011

Coordinación Editorial Álex Esteban Martínez. y Juan David Ortiz Franco. Redacción Yira Plaza O’Byrne, Natalia Maya Llano, Mauricio Hoyos, María Clara Aguirre, Anamaría Bedoya, Stiven Ríos Vanegas, Juan David Ortiz, Javier Bergaño, María

De casco y de capucha Creen ingenuamente que esa forma de visibilizar las necesidades de la sociedad posiciona a los universitarios como críticos del sistema, cuando una vía cerrada y un halo lacrimoso no son, a los ojos de la comunidad, otra cosa más que un desafío por parte de los estudiantes. Algunos todavía justifican la agresión y se convencen de que las sociedades cambian a punta de estallidos de papas ‘revolucionarias’. Sus gritos –los que se pueden entender- dicen que protestan por la presencia de expendios de droga en la U. de A., por una empresa de vigilancia con presuntos vínculos con el paramilitarismo, por un rector insípido, por el famélico presupuesto de la educación pública, por la liberación de Palestina… Se declaran mártires, se impregnan de la sangre de sus muertos, atomizados por las mismas papas, e invocan la unión bajo sus banderas. Otros justifican las agresiones indiscriminadas del Esmad y se hacen los de oídos sordos ante las denuncias de golpizas y disparos de granadas lacrimógenas hacia los torsos de ‘estudiantes-terroristas’, y a los daños a la propiedad pública y privada. En sus asientos de la Alpujarra se niegan a creer que los diáfanos agentes de negro han “dañado más allá de lo necesario”; se convencen de que son tranquilos chihuahuas y no sangrientos rottweilers. Aún así, la Universidad de Antioquia sobrevive con su presupuesto de chichigua y sus imbéciles provocadores de Barranquilla y Ferrocarril, de casco y de capucha, de ‘guillos’ y ‘paracos’… de izquierda y derecha.

Paola Zuluaga, Santiago Orrego y Sandra Milena Sánchez.. Diseño Julieth Duque Hernández. Fotografía Yira Plaza O’Byrne, Esteban Tavera, Anamaría Bedoya, José Miguel Vecino, Javier Bergaño, familia Aguirre, Santiago Orrego, María Paola Zuluaga, Sandra Milena Ramírez y Laura Rodríguez. Colaboración Cristina Arévalo Yandar, María Flórez, Familia Aguirre, Mesa de Debate Ciudadano para HidroItuango, Veeduría Cívica de Sabanalarga, Alcaldía de Sabanalarga y Organización Indígena de Antioquia.

Caricatura Tomáz. Portada Fotografía: José Miguel Vecino Cita: Vigilar y Castigar, Michael Focault. Sistema Informativo De La Urbe Edificio de Extensión Calle 70 N° 52-72, oficina 708 Teléfonos: 2198943, 2198945 delau.prensa@gmail.com Impresión La Patria - Manizales.

UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA Rector Alberto Uribe Correa Decano Facultad de Comunicaciones Jaime Alberto Vélez Jefa Departamento de Comunicación Social Deisy Katherine García Franco Las opiniones expresadas por los autores no comprometen a la Universidad de Antioquia CIRCULACIÓN 10.000 EJEMPLARES


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¿Fiesta para leer?

Opinión

Entre el 9 y el 18 de septiembre se celebra la quinta versión de la Fiesta del Libro y la Cultura, a la que acuden cerca de 300 mil personas. Medellín le destina un 5% de su presupuesto a la cultura y se sigue esforzando para mejorar el nivel educativo de los ciudadanos, pero ¿dónde están las cifras que confirmen esos esfuerzos institucionales? Los datos dicen que en Colombia se lee cada vez menos, que los jóvenes no visitan las bibliotecas en vacaciones y que sólo el 40% de los niños obtiene resultados satisfactorios en el área de Lenguaje de las Pruebas Saber. Más allá de eso, las bibliotecas y eventos como la Fiesta del Libro deberían tener mayor impacto en las personas de menores recursos, pero las pruebas Saber 2009 indican que en la ciudad los colegios privados obtienen mejores resultados en el área de Lenguaje que los colegios públicos. ¿Será que la lectura no hace parte de ‘nuestra cultura’ y por eso no se lee?

‘Vacunados’

¡Quietos para la foto! Heiner Castañeda Bustamante heiner.cb@gmail.com

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El tendero, el zapatero, el escobero; el lechero, el mazamorrero y el de las gaseosas; el de los minutos, el de la chaza, el chancero: todos pagan a ese gran negocio que se volvió cobrar vacunas en Medellín y sus municipios aledaños. Ya Fenalco –el siempre quejumbroso Fenalco- denunció que cada año sus asociados tienen que pagar 40 mil millones de pesos a ‘los muchachos’ que día a día cobran ‘la vigilancia’, que no es otra cosa que una módica cuota para evitar atentados contra su negocio. A todas estas, ¿cuántos policías se pagarían con esos 40 mil millones anuales?

¿Qué se puede esperar?

La época de elecciones pone a prueba muchas habilidades. De candidatos para seducir con la palabra, de diseñadores y esteticistas para embellecer rostros corrompidos por los años, de publicistas para retocar errores del pasado, de partidos para dar avales sin mirar y de mandatarios para torcer las cuentas y engordar las campañas de sus amigotes. Otros se ven forzados, a la hora de parecer modernos, a engrosar su caudal electoral a través de las redes sociales. Por ejemplo en Twitter, donde dos cándidos candidatos se hicieron a una larga lista de seguidores a cambio de dinero. Ellos, visionarios de las ideas y las luces, extendieron sus campañas a Italia, Francia, Indonesia y quién sabe dónde más tratando de estimular los votos de los electores reales. ¿Será que lo único que pueden ofrecer es plata por votos y trinos?

Inseguros, pero contentos

Desde tiempos inmemoriales, cada año nos toca escuchar el mismo ‘carretazo’. Esta vez, legitimado por la encuesta de percepción “Medellín, cómo vamos”, se pudo conocer, nuevamente, que la gente sabe que en Medellín roban, atracan, matan y que no hay trabajo, pero que por ser “bonito, acogedor y limpio” así como por su “buen clima, y la gente que la habita que es trabajadora, amable y solidaria” la ciudad es lo que muchos, rayando en el éxtasis, llaman “el mejor vividero del mundo”.

na vez más nuestros ojos se inundan de pancartas, vallas y pasacalles. Rostros sonrientes y rejuvenecidos gracias a la magia del Photoshop prometen con frases hechas aliviar las dolencias de la ciudad y del departamento. Todo es una puesta en escena de actores, unos conocidos, otros no tanto, y otros inventados para la ocasión. Se disputan la promesa, el gesto, los colores, el tamaño, Un circo la vistosidad, la ubicación. En fin, compiten entre ellos con la esperanza de cautivar Estaba agradecido. William Giovanni Domínguez compuso una canción incautos. Lo hacen acudiendo al eterno descontento de los ciudadanos que reclaman para demostrarlo. Cuando tuvo la oportunidad, se paró frente a las cámaras y seguridad, empleo, educación, salud, transporte, vivienda, bienestar. Y ellos, los seentonó. Millones escucharon en vivo su voz quebrada. No importaba, cantaba ñores y las señoras que han posado como modelos para sus fotógrafos se rebuscan las con la fiereza de la guerra, con la que un niño llora al nacer. Su presidente, palabras que anuncian la solución a todos los males. que lo había abandonado a su suerte y a la selva, se movía con la incomodiHay que ver cómo deambulan por las calles esos vehículos con su carga de propadad de la pena ajena. La canción paró abruptamente. Aplausos. Los focos se ganda convertida en vitrina política a la carta, hay que ver cómo tararean la oración apagaron. Llegó el abandono y con él, la muerte. Esa misma que no lo había de la honradez, el credo de la confianza, la virtud del compromiso y el valor de la alcanzado en la manigua, lo tocó con sus balas y puñales. El Estado se había transparencia. Hay que ver a todos estos personajes desfilando por la pasarela de olvidado del ‘héroe’ exsecuestrado; le entregó la “libertad” como indemnizapostes, muros y barandas a la espera de que el voto llegue, pues de lo que se trata ción. Seguramente si se entregaran arrepentidos, los secuestradores desmovies de convencer al desprevenido con el detalle que marque la diferencia. Por eso lizados contarían con pensión para vivir y sicólogo para llorar su trauma. La cada aspirante esgrime como ventaja su marca de ser mujer, hombre, negro, blanco, muerte no los hubiera alcanzado en la calle. indígena, joven, veterano, independiente, católico. Incluso hay algunos que hacen lo posible por clonar su imagen o ponerle un sello de tal manera que no quede duda de que su papel, si alcanza el cargo, será en representación de su alter ego. Es tanta la tinta derramada por las tipografías que ha dado abasto para 11.725 aspirantes a los cargos de elección popular. Una ciLa publicidad política parece más un carnaval de protagonistas que sus publicistas gracias al paisaje multicolor de fra que si se cruza con los 4.046.269 ciudadase mide no por la profundidad de las ideas sino por la capacidad de esloganes en el que están en juego una gobernos antioqueños aptos para votar alcanzaría nación, 125 alcaldías, 26 sillas de diputados y para que cada candidato obtuviera apenas en contaminación visual que tenga el aspirante o grupo político. 1.421 curules de concejales. promedio 345 votos si el índice de abstención En apariencia se trata de una fiesta de la fuera cero. Pero eso no importa, la publicidad democracia hecha cartel, pero en realidad es política parece más un carnaval de protagonistas que se mide no por la profundidad de una cartelera abierta en donde candidatos y las ideas sino por la capacidad de contaminación visual que tenga el aspirante o gruelectores parecen anularse mutuamente; los primeros porque naufragan en ese álpo político. Cada pedacito de parque o de avenida es una pequeña plaza pública que bum popular sobrecargado de fotografías, y los segundos porque no encuentran difese disputan los guardianes de los avisos y que se paga de acuerdo con el presupuesto rencia entre todos los que se anuncian como salvadores haciendo uso de las mismas que tenga el que aparece en el portarretrato público. imágenes. Quizás los tipógrafos sean los más beneficiados con todos estos papeles, Lo que más inquieta es que muchas de estas estrellas efímeras de la “democrapero a partir del primero de noviembre tendremos que encomendarle a una cuadrilla cia” confían en que el votante promedio se inclina por el tinte del pelo, por el diseño de aseo la tarea de limpiar con agua y jabón las fachadas en donde se derramaron en afiches los recursos económicos de las diferentes campañas políticas, al margen de sonrisa, por la marca de la camisa o por la postura de las manos, porque saben de que los ganadores, ya sin maquillaje, adopten después del proceso electoral su que mientras los miembros de sus comunidades se obnubilen con el nombre y el emverdadera pose. paque de sus propuestas en las urnas encontrarán la compensación prometida por

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6 Semblanza

fotografías: Esteban Tavera

Natalia Maya Llano nata.mayal@gmail.com

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na es del tamaño de un comedor para cuatro personas; la otra, mucho más imponente, como de un comedor para seis. Hay mucho verde, gris y amarillo. Cada casa tiene sus puertas y ventanas cuidadosamente trazadas, provistas de iluminación interior. Las estaciones obedecen a los modelos que existieron desde finales del siglo XIX. Hay montañas, ríos, cercas, puentes y bombas de agua para que cada locomotora se provea en el viaje. La caja con los cables que llevan la electricidad a los rieles está bien camuflada. Faltando cinco minutos para la partida, suena la campana. El maquinista responde con un pito indicando prevención y pronta salida. Se suben los pasajeros y se alista la carga. Se enciende el motor y la locomotora arranca. Luis Enrique Brandt Mascaroz y su tripulación se dirigen hacia Puerto Berrío, a una velocidad de 50 kilómetros por hora. Tienen 43 estaciones por delante, el viaje hacia el pasado apenas comienza. Medellín, Villa, Bosque, Acevedo, Bello, Machado, Copacabana, San Andrés, Girardota. “ En un almacén de ropa y cachivaches que tenía mi madre, ubicado a dos cuadras de la estación Puerto Berrío, y que yo cuidaba en las noches, esperaba ansioso el pito y chab chab chab de los trenes que llegaban y, al comenzar el día, me levantaba a ver los que partían, luego montaba en mi bicicleta y me iba a estudiar”. Era 7 de diciembre de 1962, Luis Enrique ya tenía la mayoría de edad; entre sus planes decembrinos estaba encender luces en la noche, como de costumbre. Pero algo hizo que ese día de las velitas fuera inolvidable para él; no fue un accidente, no fue una pelea, no fue una novia, no fue un regalo. Esa fue la noche en la que las locomotoras lloraron, Antioquia vendió y entregó su Ferrocarril a la Nación. La orden era que todas pitaran a la misma hora, “esa noche la locomotora número 71, a vapor, una Blewin tipo bicicleta a la que siempre me gustaba ver partir, lloró en la Estación”. Desde aquel día, Luis Enrique reafirmó su amor y pasión por los trenes. Muchos maquinistas fueron sus ídolos, su ejemplo a seguir, sus mejores amigos, “así ellos nunca se enteraran”. Ver “alistar un viaje” lo regocijaba. Siempre deseó ser el hombre que limpiaba la imponente locomotora, el que llegaba con un maletín a revisar si todo estaba en orden, el encargado de hacer sonar la campana cinco minutos antes de partir o el que le contestaba con un pitazo largo indicando pronta salida; siempre tuvo claro que quería ser alguien más que un “simple pasajero”. Ahora, su hija Lucena no está en su cuarto, “se fue hace unos días a vivir con su madre, cuando peleen estará de regreso. Viviendo aquí parece ciega, sorda y muda, no se despega ni un minuto del computador”. Carlos, “como cosa rara”, no está en la casa, “llegará tarde, cuando termine el partido de su equipo del alma, el Atlético Nacional”.

No. 54 Septiembre de 2011

El tren de la nostalgia Desde pequeño vio cómo las locomotoras llegaban a su pueblo y se propuso estar al frente de una de ellas. El Ferrocarril de Antioquia ya no existe, pero Luis Enrique Brandt sigue a diario recorriendo la carrilera que lleva a Puerto Berrío.

Solo sus recuerdos de cuando llevaba pantalón negro, camisa blanca, corbata negra y el gorro que lo acreditaba como maquinista de los Ferrocarriles Nacionales de Colombia, lo impulsan a no abandonar su “goma por los trenes”, esa que lo ha mantenido vivo. Nadie más acompaña a Luis Enrique Brandt en su vejez; hace muchos años -tantos que ni recuerda- la mujer más maravillosa que ha conocido, con la que tuvo a sus dos hijos, lo abandonó. El silencio de sus hijos frente a lo que hace no le preocupa; todo lo contrario, le permite concentrarse. En su cabeza no hay espacio para asuntos mundanos e inquietantes, “a estas alturas no”, dice. Desde hace veinte años siempre ha habido una constante en su vida: la necesidad de mantener encendido el recuerdo de sus “años de gloria”; lograrlo podría parecer fácil, “se necesita tener clara la idea, diversos materiales como cartón, poliéster, madera, latón, plástico, arenilla, electricidad, pinturas, un buen espacio y muchas, muchas horas de trabajo y dedicación”, pero en la vida a escala real -en la que los imponentes trenes bala de los japoneses transportan pasajeros de carne y huesoresulta un tanto difícil y nostálgico. El Hatillo, Barbosa, Botero, Yarumito, Isaza, Mandifuí, Popalito, Pradera, Botero, Porce, Santiago, (El Túnel de La Quiebra). Después de “la noche en que las locomotoras lloraron”, Luis Enrique trabajó como cartero en la Oficina de Correos de Puerto Berrío; años más tarde fue recaudador de impuestos y luego estuvo en Puerto Nare trabajando para la EDA. Allí el río Magdalena le recordaba los trenes y le hacía añorar su vida en Puerto Berrío; la falta que le hacían sus amigos no se comparaba con la necesidad que sentía por estar cerca de las estaciones y los rieles. Era marzo de 1969. Después de ser despedido de EDA, viajó a Bucaramanga a buscar “algo para hacer”, allí vivía su madre. Habían pasado pocos días cuando el reclamo de sus cesantías lo obligó a regresar a Puerto Berrío. Llegó un jueves. Al levantarse, recordó que necesitaba más que nunca tener en sus manos el periódico El Espectador. “En la calle 13 con la 18, anexo a la antigua Estación de Bogotá, se estaban dictando unos cursos para trabajar en la Empresa Ferrocarriles Nacionales. El instructor de esa época me dijo que venía un equipo nuevo de locomotoras y que la gente que manejaba las de vapor –próximas a chatarrizar- no quería retirarse; lo que ellos pensaban era contratar gente de la calle. Entonces, me dio la idea de buscar


7 un anuncio que saldría únicamente cada dos meses en El Espectador de los jueves: ‘Empresa Nacional requiere bachilleres’. Esa mañana les rechazó el tinto a sus amigos, a pesar de que hacía mucho no se sentaba a compartirlo con ellos. El único propósito de ese día –por encima del motivo de su viaje-, era tener en sus manos El Espectador, pero tuvo que esperar hasta la tarde porque el autoferro que se encargaba de llevar los periódicos al pueblo estaba retrasado. “Cuando lo compré, ahí estaba el anuncio. Yo había hecho cuentas y sabía que debía aparecer. Les dije a mis amigos que ya tenía trabajo y todos me reprocharon que siguiera con esa carajada del Ferrocarril; ellos decían que me había embobado con esa vaina”. Luis Enrique elige primero la escala básica dependiendo del espacio; tiene muy claro que la escala real aparecerá una y otra vez mientras esté concentrado. Hay tres opciones, G (1/32) para grandes casas con patios donde se puede tener material, incluso a la intemperie; H0 (1/87) para interiores de mediano tamaño y N (1/160) ideal para departamentos y casas pequeñas. Sin duda, esta última es la perfecta para el tamaño de su hogar: pasillo, baño, cocina, comedor; en vez de sala, una mesa grande sobre la cual se encuentra una maqueta; dos habitaciones y un cuarto destinado al “ferromodelismo” o, como él mismo lo dice, “a los recuerdos”. Los más de 75 metros que ocupa su casa en una urbanización de Itagüí siempre han sido suficientes para él, sus dos hijos, sus cuadros de locomotoras y estaciones de los Ferrocarriles Nacionales más sus imponentes maquetas. “Una vez, hace muchos años, le vendí una maqueta a un señor de nombre Jorge; cada ocho días iba a su casa para trabajarle. Uno de esos días llegué y la maqueta estaba limpiecita; la mamá del señor la vio tan sucia y empolvada que no se aguantó las ganas de meterle la mano. Lo que ella no sabía –como la mayoría de la gente- es que esa es la ambientación necesaria para este tipo de maquetas: mucho hollín queda en las casas después del paso constante de los trenes. La limpieza no hacía parte de los pueblos y de las estaciones por las que transitaban aquellos monstruos”. Luis Enrique está inclinado hacia la maqueta que se encuentra en la sala, en sus manos tiene una pequeña esponja. Cualquiera que lo observe desde lejos creería que la está limpiando, contradiciendo la ambientación propia de los pueblos que, por tantos años, presenciaron los recorridos de los Ferrocarriles Nacionales. “No, la maqueta no; limpio los rieles. Esos sí deben estar limpios para que transiten tranquilamente las locomotoras y sus vagones”. Pasa la esponja riel por riel, lo hace con un cuidado paternal. Réplicas de trenes, que le han costado 300 mil pesos o más y vagones que no bajan de 70 mil, siempre están dispuestos en la Estación para emprender el viaje. Pero en la vida, a escala real, es necesario afinar muchos detalles.

–“un platal”-, cinco días de permiso y un pase libre para el Expreso del Sol. “Era la felicidad. En Bogotá no pagamos hotel cinco estrellas; nos hospedamos en el Hotel Asterisco, por la 13 con la 18. Terminamos y quedamos 30 para hacer las prácticas. Me fue tan bien que pude elegir en cuál ciudad trabajar; por supuesto, me quedé en Medellín”. Desde ese entonces, la vida de Luis Enrique comenzó a correr a 50 kilómetros por hora, lo máximo que daban las locomotoras que funcionaban a diesel o a vapor. Fue operador, luego maquinista de segunda y de primera y por último jefe de tracción. A su “goma por los trenes”, le debe todo lo que que tuvo y lo que tiene. Recién ascendido a maquinista, en el recorrido que le perteneció por veinte años y un mes –Puerto Berrío/Medellín, Medellín/Puerto Berrío-, uno de sus amigos le contó que en la Estación Guayaquil había una oficial de información y que, a propósito, era “muy bonita”. La sorpresa de Luis Enrique fue tremenda porque las mujeres que se veían en las estaciones y paraderos no eran bonitas; pero ella, Luz Marina, sí lo era y mucho. “Cuando muchas personas practican el ferromodelismo como un simple hobby, como lo llaman los europeos, muchas veces el tema de los cables y la electricidad

alguna vez transportó; las licencias de conducción y los carnés que lo acreditaban como tripulante férreo, tecnólogo de tren y maquinista del tren de navidad. Por toda la casa hay cuadros con fotografías de las locomotoras y estaciones de los Ferrocarriles Nacionales de Colombia. La locomotora que más aparece es la de su preferencia, “una Blewin tipo bicicleta”. Contiguo a un cuadro de un molino de viento se encuentra su caricatura, enorme, imponente, “uno de los mejores regalos” que le han hecho en la vida junto a su portavinos en forma de tren. Un poco escondido se encuentra un instrumento de viento que imita el pitazo de los ferrocarriles y, más visible, una pequeña locomotora que mimetiza el chab chab chab de estas “máquinas mágicas”. En su habitación, hay un estante repleto de películas. Todas son de Ferrocarriles; una de ellas lo tiene a él como protagonista. Es una entrevista que le hicieron en un programa de Televida. Allí habló de su experiencia como ferroviario y dejó claro que es un “sabelotodo” en su práctica “apasionada” del ferromodelismo. Para él, sentarse hasta las dos o tres de la mañana a tomar medidas y a diseñar ambientes nuevos, es mucho más que un simple hobby, “es un refugio, es irse renovando con cada pincelazo”. Ver sus películas es otra de las estrategias que emplea Luis Enrique para regresar al pasado. Su entrevista en Televida va rodando y la imagen de su exesposa Luz Marina regresa. “No recuerdo si fue desde hace once años o más que me dejó”. Los motivos de la separación nunca los menciona. Habla de la madre de sus hijos como una mujer maravillosa. Fueron 21 años de matrimonio que comenzaron con una luna de miel de un mes; montaron en tren, pasearon y conocieron –como él dice- “cincuenta mil partes”. “Me quedaron mis dos hijos y gratísimos recuerdos”. La nostalgia lo ha invadido, pero trata de disimularlo entre sonrisas. Quiere volver a conversar de trenes. ¿Qué habría sido de su vida si nunca hubiera montado en uno, si no se hubiera “enamorado a primera vista de ellos”?

El Limón, Cisneros, Conejo, Sofía, San José del Nus, Providencia, Caramanta, San Jorge, Guacharaca, Gallinazo, La Gloria, San Rafael, Caracolí, Monos, Pavas, Virginias. El 16 de marzo de 1969, el sueño de Luis Enrique comenzó a cumplirse. Tenía 25 años. Llegó a Medellín en el tren de pasajeros que manejaba Juan Carvajal, “amiguísimo” suyo, quien hizo que le dieran “dormida” en la Estación de Guayaquil. Se presentaron 900 personas; pasó la entrevista: “Me tocó con el doctor Aguilera, Jefe de Capacitación a nivel nacional, pero no me amedrenté; por el contrario, me sobré. El doctor les dijo a los demás que yo era más ferroviario que cualquiera, que me las sabía todas. Después de los exámenes médicos, arrancamos un curso de dos meses en Bello, con un sueldo de $900, para un cargo de Aspirante a operador”. En julio recibió la noticia de que se iba para Bogotá a comenzar otro curso. Le dieron una prima de $900

los hace desistir fácilmente. Lo mío es distinto, los trenes son mi vida”. Por eso Luis Enrique aprendió electricidad, mecánica y técnicas de paisajismo, para asegurarse de que cada cable dentro de la maqueta estuviera dispuesto para no fallar, que cada acueducto lleve el agua a las bombas donde las locomotoras se proveerán y que “el alumbrado de EPM” –como él lo llama- ilumine las casas por donde el chab chab chab transitara. Cada pormenor ocupa los días de Luis Enrique. Su propósito es afinarlos para tener la garantía de que funcionarán correctamente y, más allá de eso, para abrirle paso a los recuerdos que van llegando a medida que se alejan los trenes. Sobre el pequeño comedor de la casa hay amontonados muchos papeles. Todavía conserva su primera Orden de Vía, la número 1043 del 22 de agosto de 1969, ese día manejó una locomotora diesel. También están sobre la mesa las distintas cartas de reconocimiento que recibió por parte de superiores y pasajeros que

Palestina, Cabañas, Sabaletas, Cristalina, Calera y Grecia. El tren de pasajeros, a cargo de Luis Enrique Brandt Mascaroz, está próximo a llegar a su destino final: Puerto Berrío. La Estación se va llenando de vida; los vendedores ambulantes y las personas que esperan a sus familiares y amigos o que sólo van por un encargo se encuentran pendientes del chab chab final de la locomotora. Luis Enrique y su tripulación han terminado un viaje exitoso. A él no lo espera nadie, se hospedará en el Hotel Magdalena mientras emprende de nuevo el viaje de regreso. Suficiente por hoy. Los ferrocarriles han culminado su recorrido. Desconecta las maquetas, guarda con minucioso cuidado cada locomotora y recoge los papeles y fotografías que hay sobre la mesa. Lucena no ha llamado en todo el día, Carlos aún no llega. Es hora de hacer la comida.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia


8 Sombra

Aguirre en dos cuadros

Con sus palabras, sus maneras de ver el mundo, de confrontar lo que somos, Alberto Aguirre es un imprescindible. Y aquí está, pintado en dos cuadros. Uno, el de uno de sus lectores que hizo de él, de su espíritu crítico, su trabajo de grado. Y el otro, el de su nieta, quien decidió ser su sombra por un día. Ambos siguen los pasos lentos de este periodista, librero, lector y caminante de Medellín..

Mauricio Hoyos* maoh.mu@gmail.com

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na mañana me topé con un viejo de boina negra, cabello blanco y largo, en una librería de Junín. Nunca lo había visto. Y como andaba investigando sobre las librerías de la ciudad, la vendedora me dijo que le preguntara a Alberto Aguirre, experto librero. Yo había devorado todos los libros de Gonzalo Arango y recordaba ese reportaje sobre Aguirre: inquietante por la agudeza de las respuestas que ridiculizaban las preguntas del nadaísta. Lo tenía a mi lado; no lo había buscado y por eso lo encontré. Aguirre, soy de Girardota, le dije. Tenía la llave para abrir su corazón. Me habló hasta del primer recuerdo que alojaba en su aguda testa. De niño, vivió a una cuadra del parque de Girardota y los sábados por la noche se oía un barullo, un griterío. Son los recuerdos de infancia, siempre vagos, más olfativos, del alma. Y había un pavor en la casa. Se oía un chasquido de armas, de machetes y un griterío. Y recuerdo las sirvientas que decían: “Allá se están matando. Al otro día había muerto en la plaza. Por los días de esa entrevista, Héctor Abad Faciolince, su amigo más cercano, publicó El olvido que seremos, que fue el libro más vendido ese año en Colombia. No lo había leído, pero sí un artículo de Faciolince sobre la muerte de su papá y el posterior exilio. Aguirre me habló de su relación con Abad Gómez y de su vieja amistad con Faciolince. Conocía El Olvido desde los borradores y consideraba que era una gran obra. Sus argumentos me resultaron incontrovertibles, era su estilo. Cuando quise encontrarlo de nuevo, cuatro años después, me dijeron que hablara con Aura López, su única conexión con el mundo. Durante meses visité a Aurita y me informé sobre Aguirre hasta que pude sentarme nuevamente a conversar con él. No daba entrevistas, no recibía extraños, escondido de todo reconocimiento. Lúcido, muy curioso y risueño, iniciamos una larga serie de encuentros. Con la voz más cansada y frases más entrecortadas, en la cafetería donde suele leer los periódicos todas las mañanas, me dijo que quizá el próximo Nobel colombiano podría ser Faciolince. Había leído El olvido que seremos y le dije, tímidamente, que no me gustaba: la historia del niño mimado y el papá militante, el niño que había crecido con todo y el papá que había muerto por los que no tenían nada. Me fastidiaba esa actitud acomodada, cobarde (casi deja morir ahogada su hermana) y burguesa del hijo, frente a la entrega, la valentía, la conciencia y la sensibilidad del padre. Lo considero un escritor más serio en el Manual de tolerancia, sus columnas. Sabiendo lo fácil que le resulta a Aguirre no estar de acuerdo (“Difiero”, dice con mucha seguridad cuando uno dice alguna estupidez, o simplemente: “No estoy de acuerdo”), me dio la razón. Esto me conmovió. Sin querer, le había encontrado una faceta impensada al crítico feroz, despiadado, irónico y altanero, que había sido toda su vida.

No. 54 Septiembre de 2011

Como esa vez, muchas veces Aguirre haría buenas críticas llevado por el amor más que por la razón. Al maestro del periodismo de combate en Colombia -“quizá el mejor”, como dijo Antonio Caballero en una entrevista, Patadas de ahorcado-, no le gustaban las bobadas que escribía Faciolince en sus columnas. Nos estamos acabando, me dijo un día, respecto de los buenos columnistas, los periodistas, los escritores. No le gusta ninguno y los que le gustan, están muertos. Pero tampoco fue un crítico exclusivamente “literario”. Creía necesaria otra crítica, veía en el intelectual una misión más importante que andar despotricando sobre Álvaro Mutis, Mario Mendoza, Santiago Gamboa, etc. Después de leer sus columnas de El Mundo, El Colombiano y Cromos, queda una certeza, otra función le corresponde al periodista: la crítica del poder. El 99 % de su periodismo va contra el poder y, valga decirlo, contra sus áulicos, mensajeros y sacristanes, sin cuya ‘teta’ no pueden vivir. Y en ello fue riguroso, religioso, implacable, incómodo. Por eso algunos que brillan lánguidamente en la actual prensa colombiana lo recuerdan como “maestro”; pero sin discípulos. Para mantenerse lejos, se hizo una máscara de hostilidad y se convirtió en un raro espécimen, en un monje citadino. Vive sin lujos, chorreando soledad, entre sus libros, manteniendo su “feroz independencia” porque aquí hay que hacerle guiños al sistema, complacerlo, acatar sus ridículas convenciones, o entrenarse para la soledad, el exilio o la muerte. Siempre a “la enemiga”, rompió hasta con la etiqueta. Puede salir a la calle durante meses con la misma camisa (las nuevas le pican) y el mismo pantalón. No guarda estúpidas apariencias. ¿Cómo está, Aguirre?, lo saludo. Y me responde que bien, en lo privado. Pero me señala el periódico, fastidiado, como queriendo decir que su pequeña comodidad no tiene importancia frente a lo mal que está todo lo demás. Comparto su desazón: sentirse bien por estos días es inmoral. Habría que hacerse el imbécil, como sugería Voltaire, para pasar por ser feliz. Una vez se decidió a dejarme entrar a su apartamento para leerme algo de sus memorias, que persiste en escribir aun considerando que a “nadie podría importarle”. Y dice que morirá sobre el teclado. Nunca hablar de sí mismo es otro de sus principios. Una sola vez escribió “yo” en su único libro, Cuadro (1984), cuando dice saber de qué está hablando porque fue el abogado defensor en el caso de los obreros masacrados de Santa Bárbara en febrero de 1963, ese viejo crimen de Estado. En su apartamento, pude ver el cuadro de su actual existencia. La sobriedad y la desnudez de sus paredes, apenas colgados los dibujos de Nietzsche y de Roberto Bolaño. El puñado de libros que conserva, su edición del Libro de los viajes y de las presencias, un ejemplar de las Obras Completas de León de Greiff, su libro más bellamente editado. Algunas novelas de Faciolince. Sobre el escritorio, las obras completas de Miguel Hernández; una mañana de buen sol, en la cafetería del frente, me recita pausadamente, como para sí mismo, la “Elegía” de Hernández: Yo quiero

Fotografías: cortesía familia Calle Aguirre

Uno: el lector

ser llorando el hortelano/ de la tierra que ocupas y estercolas,/ compañero del alma, tan temprano… El alzheimer no le ha arrancado de la memoria esos versos luminosos, ni los de Carlos Castro Saavedra, ni los de León de Greiff, ni los de tantos otros que se recitaba a sí mismo en su exilio europeo y ahora en éste, de viejo, en las noches de insomnio. Tal es su amor por la poesía y por la palabra, esa patria todavía posible. Visitado por los espíritus de los muertos, sin más contacto con el mundo que con el de un lector de periódicos, de libros (porque sin libros, afirma, ya hubiera muerto), diríase que su aislamiento es el de los santos, el de los místicos. Pero le viene a la memoria alguno de sus aforismos de exiliado, publicados en la Revista Universidad de Antioquia: Resulta fácil asumir el papel de místico o de iluminado: como resulta fácil asumir cualquier papel: lo difícil es no asumir ninguno: vivir sin máscara. Porque el precio sería, más que la soledad, el aislamiento. Y así lo vemos, hoy día; es un fantasma que un día rondó por aquí. Alguna vez fue peligroso (y prestigioso) porque desde su tribuna fabricó el descontento y alumbró con su inteligencia sobre las greyes planas, en este valle de “horros, fariseos, hipócritas”, como le gustaba decir de los paisas, citando al brujo y filósofo Fernando


9 González. Jamás reeditó Cuadro, por pereza de repetirse. Este país es un como tiovivo, escribe. Todos nuestros males se repiten, no aprendemos. Cuadro desapareció de las librerías en pocas semanas y es una rareza encontrarlo. La más reciente aparición de su nombre fue con la publicación de las Cartas a Aguirre, en el 2006, con prólogo suyo donde vuelve a dar su visión desapasionada, pero amorosa, de Gonzalo Arango. Pero aborrece a quienes viven de exhumar el pasado. No se le nota casi su aventura por el mundo (vivió 14 años fuera del país), su inmensa cultura. No idealiza nunca el pasado, por eso le gusta tanto esta estrofa de Carl Sandburg: Hablo de nuevas ciudades y de gente nueva. Te digo que el pasado es un puñado de ceniza. Te digo que el ayer es un viento declinante, un sol caído al occidente. Te digo que en el mundo solo hay océanos de futuros, cielos de futuros.

Maria Clara Calle Aguirre mariaclaguirre@gmail.com

Dos: el caminante

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guirre cruza la avenida con su caminar de pasos cortos, su boina color caqui y su báculo de madera pulida y barnizada. Lo sostiene continuamente en su mano derecha, a dos centímetros del suelo. Cuando está en el segundo carril de la calle Colombia, un poco más arriba de la carrera 65, divisa un carro a metros de distancia. Con el mismo ritmo de sus pasos, levanta su bastón horizontalmente, de manera que el caucho de la punta señale hacia el parabrisas del taxi. “Ningún carro le acelera a uno y menos con el propósito de pisarlo”, dice entre risas, cuando cesa el pito del vehículo que casi lo atropella. Héctor Abad Faciolince, gran amigo de Alberto Aguirre, ya había señalado su modo “torero” de cruzar las calles. El asegura que el columnista se atravesaba en las avenidas de Madrid, cuando ambos compartieron el exilio luego de los asesinatos de profesores críticos del ambiente político colombiano en los años 80. Ya hemos caminado tres cuadras y durante el recorrido no ha apoyado su bastón en el suelo ni una sola vez, como si se resistiera a utilizarlo. Llegamos a la panadería Mon Diú, a dos cuadras de los edificios del Grupo Sura. Como lo hace de domingo a domingo, saluda a la cajera y ella le asegura que ya le lleva su ‘perico’. Minutos después, cuando toma asiento y pone el bastón y la boina sobre la mesa, le llega un pandebono y dos vasos de plástico: uno con café con leche y el otro vacío, que Aguirre utiliza para enfriar su bebida. Con su mano arrugada y temblorosa, comienza la rutina de transvasar el perico para enfriarlo. Cuando terminamos, toma su bastón y su boina, y se dirige hacia la registradora para pagar. Desde hace más de un año nos reunimos en el barrio Suramericana. Antes nos encontrábamos en el Astor o en Versalles, que queda sobre Junín. Cuando yo llegaba, él ya estaba esperándome con su periódico El Tiempo en la mano, acabado de comprar al voceador de confianza. Me miraba fijamente, luego a su reloj. Y al ver que eran las nueve en punto, sus gestos se relajaban y me daba la bienvenida con su sonrisa.

No quiero que la gente piense que no voy a los actos por soberbia. Es sólo que… es sólo que…” Tanto allá como acá, lo suelen interrumpir para darle un libro, pedir un análisis, invitarlo a un café, saludarlo o molestarlo. Aún hay quienes recuerdan sus columnas de opinión en El Mundo, El Colombiano, Soho y Cromos. Otros pocos se refieren a él por el Cine Club Medellín o por sus comentarios deportivos. Esta vez alguien detiene nuestro recorrido y le habla, de manera jocosa, al señor de pelo largo y canoso. “Doctor, le regalo este librito. Le apuesto que usted no se lo ha leído. Es Crimen y castigo. Aguirre me mira y siento cómo se desvanece su sonrisa, la que le produce el frenar los carros con el bastón. Frunce las cejas, las manos le comienzan a temblar más de lo normal y le responde con una frase seca, sin aquietar el paso: -Me lo leí a los 15 años. Recordé una mañana reciente en la que un señor de 40 años, de gorra y sudadera, pasó a nuestro lado y se detuvo para preguntarle que si él era Alberto Aguirre. “Usted es una de las más grandes plumas de este país. Pensar que escribió hace algunos años sobre la Corte Suprema de Justicia diciendo que era la institución más importante. Y mire en lo que estamos ahora”. En esa ocasión, sí extendió la mano temblorosa y le agradeció con la misma modestia que el señor tuvo para preguntarle si él… era él. A la hora en la que Crimen y castigo nos interrumpió, 9 de la mañana, sólo utilizaba el bastón para detener los carros. Ahora, a las 10:30 lo hace más para apoyarse cada cuatro pasos. Su orgullo comienza a ceder. De camino a la librería Al pie de la Letra, donde compra la prensa, me pregunta cuántos años tengo, en qué semestre de mi carrera estoy y que si sé cuántos años tiene él. Le respondo que 85, él sonríe y me dice “84”. No es la primera vez que me pregunta lo de mi carrera. Después de tantos años de caminar por el Centro de Medellín; de ir a Maracaibo entre Palacé y Junín para llegar a su Librería Aguirre; de conocer a voceadores de prensa, trabajadores de espacio público, tenderos y lustrabotas, el periodista que fue calificado por muchos como ‘agudo’ está perdiendo su memoria.

Entramos a Al pie de la letra, la librería donde compra diariamente El Colombiano y El Tiempo. La mujer de 50 años que vende los libros lo saluda. Alberto, ¿cómo amaneciste? Te veo muy bien. Aquí está tu prensa. Al recibirla, le pregunta a la cajera, con la misma sonrisa que pone cuando frena los carros, que si la tiene que pagar. Aguirre dedica diariamente unos pocos minutos para desayunar; pero sí emplea mucho más tiempo en leer la prensa. Lo hace en Suramericana, en Delisura, un café-restaurante que queda al frente de la librería, en un pequeño bulevar del barrio. Es un lugar calmado en el que no hay mucho ruido. Quizá por esto, Aguirre lo prefiere. Él se sienta con pausa, con un poco de esfuerzo. Pone el bastón y la boina caqui sobre la mesa de mantel rojo. Al mismo tiempo, exhala un quejido que parece hecho sin querer. -Ya me pesan los años. -¿Por qué dices eso? -Porque me duelen los pies. La mesera lo conoce. Le lleva un vaso de agua al clima y un tinto. Aguirre le sonríe. Pienso que él no le habla en mal tono porque ella sabe qué le gusta, el tiempo en el que le gusta y de la manera en la que le gusta. Sin conocer esa rutina, quien lo atienda recibirá un regaño por inepto, por lento, por grosero o por lo que sea. El poeta Gonzalo Arango, gran amigo suyo, aseguró una vez en una entrevista que le hizo, que si Alberto Aguirre se dedicara a la política, sólo aceptaría ser dictador. Mientras ojeamos la prensa, hace comentarios sobre las noticias y los problemas históricos de Colombia. Me cuenta, además, de las conversaciones matutinas que siempre le ha gustado sostener con las personas que trabajan en los lugares que él recorre diariamente desde joven. Así es como ha conocido Medellín y las otras ciudades en las que ha vivido: Bogotá y Madrid. El hecho de ese día es la muerte de Ernesto Sábato, el escritor argentino. “Sábato atravesó el túnel, a los 99” es el titular de El Colombiano. Le pregunté cómo le parecía. Y él respondió. -Es idiota. Luego, me enteré de que sigue comprando El Colombiano sólo para darle trabajo a quienes se lo consiguen. Su preferido es El Tiempo, lo lee a diario. Los fines de semana también compra El Espectador. Aproveché la conversación para extenderle la invitación de la Universidad de Antioquia al lanzamiento de un libro donde él aparece reseñado; le expliqué que sería sin protocolos y discursos. -No quiero que la gente piense que no voy a los actos por soberbia. Es sólo que… es sólo que… Por primera vez en nuestra conversación hay un silencio, pero no incómodo. Sin embargo, desvió su atención, a propósito, hacia un niño que pasa en frente del restaurante. Mirá ese niño tan orejón. Me chocan los niños, incluso los míos. -Sonríe y concluye la frase que había dejado sin resolver-. No es soberbia, es pudor. No me gusta que hablen bien de mí estando yo sentado en una butaca que parece la silla del rey, oyendo elogios que me avergüenzan. Me gusta y me alegra mucho cuando me paran en la calle; pero es distinto en una ceremonia. Su sonrisa se desvanece y me dice que está algo cansado, que prefiere retirarse. Es poco menos de la una de la tarde. Ya no levanta su bastón del piso; lo lleva arrastrando como si no pudiera con el peso de sus años. Con seguridad hará la siesta del almuerzo, como la ha acostumbrado toda la vida. Posteriormente, se levantará y continuará la lectura del libro que haya elegido: una vez, Le Pére Goriot, de Honoré de Balzac; otra, Das Kapital, de Karl Marx; y ahora, las obras completas de Miguel Hernández. Luego, se sentará a tomar una copa de aguardiente, que en otrora era un vaso de whisky. Con seguridad, estará frente a la imagen de Nietzsche que se halla en su pequeña biblioteca. Allí sólo tiene los libros más preciados; el resto, los regaló luego del cierre de la Librería que manejó durante tantos años en Sucre entre Caracas y Maracaibo. Es posible que Aguirre vea televisión después del aguardiente. Quizás adelante algo del libro de sus memorias o del que dedica a la masacre de los trabajadores de la cementera en Santa Bárbara¬. Y se acostará a eso de las 10 p.m., boca arriba, con las manos puestas sobre el pecho, con un pañuelo amarillento que le tapa sus ojos y con las piernas extendidas para descansar de los años que le pesan.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia


10 Bitácora

Fotografías: Anamaria Bedoya

A un metro de mí

“De oro están hechos mis días” fue primero un trabajo de grado avalado por el CODI, luego una Beca de Creación de la Alcaldía de Medellín; y ahora, un libro. En sus páginas, está bellamente narrado el municipio de Segovia, sus minas, sus mineros y sus días. Detrás de esta gran crónica, esta la bitácora en la que la autora fue registrando día a día, los hallazgos, las incertidumbres, los aprendizajes y los miedos, como el que aquí cuenta, a un metro de ella, en forma de bichos y fuerzas oscuras. * Anamaría Bedoya Builes bedoya.ana@gmail.com

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n amigo muy cercano me había dicho muchas veces que la muerte estaba justo a un metro de nosotros. Para llegar a esa conclusión primero hablábamos de la vida, del amor. Pero, cuando me decía aquello, yo trataba de ver mi muerte. Imaginé lo obvio: una mancha negra a un metro de mí, a la derecha, y, aún así, no le entendía. A veces, creo que soy quien pasa por encima del tiempo, sólida. Cuando despierto, me enfrío. Había terminado el tercer día de reportería. Estaba en mi cuarto de inquilina, en la casa de doña Ereña, una profesora que me hospedó. Está desesperada porque se acabe este año, se quiere jubilar pronto para pintar su casa y cambiar el techo de tejas de barro por una plancha de concreto. El cuarto: una cama sencilla, un mueble de madera para poner mis libretas al lado del jabón, el Kolino, el champú y la base de una máquina de coser marca Singer que uso como tendedero de ropa. Tenía el portátil abierto sobre la cama, me arrodillé en el suelo para quedar a su altura. Descargaba audios de las entrevistas, estaba descalza y en piyama. De pronto, sentí que algo rozó mi pie izquierdo. Todo fue muy rápido. Pensé “qué fue, no voy a mirar. ¡Qué me rozóoooooo!, ¡qué, qué! No voy a mirar”. Miré. Era el segundo viaje a Segovia. Iba con la idea de reportear dos temas. Antes de partir, había organizado mi agenda: iría a la mina, hablaría con los trabajadores, iría a sus casas. En el momento en que pisé el suelo segoviano, todos los planes se desbarataron. El pueblo entero estaba en paro, todas las minas cerradas, también el comercio. La gente permanecía reunida en la vía principal de pueblo. El motivo: la Frontino Gold Mines, la empresa que el siglo XIX llegó a esa tierra y marcó el destino de lo que sería el pueblo, había sido vendida por el Gobierno de Colombia a una compañía extranjera. Todos peleaban, armados de megáfonos y marchas porque, alegaban, la empresa era de ellos. Unas escrituras que permanecieron ocultas durante casi 30 años, que dejaron los americanos antes de irse de Segovia, hacían dueños de todo a trabajadores y jubilados. La crónica sería sobre el paro. “La realidad es a veces tan cambiante y uno no puede estar completamente seguro de lo que va a suceder”, recordé estas palabras que dice Juan José Hoyos en “Cuando la realidad desbarata los planes” de su libro Escribiendo historias. Permanecí todo el tiempo que pude entrevistando a sindicalistas y trabajadores. El lugar estaba repleto de policías, soldados, agentes de Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD). Nunca, me dirían muchos, habían visto tanta fuerza pública en el pueblo. Había mucha tensión y miedo a que sucediera algo. Los manifestantes, cada rato, hablaban de que no se hacían responsables si algo pasaba, en especial al comercio, porque, argumentaban, el Estado podría infiltrar personas en el paro para tirárselo todo. El tercer día le pedí una entrevista a un concejal, me dijo que sí pero que en la Alcaldía. Estaba prevenido. En el Concejo empezó a hablarme sin que yo le hubiera peguntado nada. Lo hacía en voz baja y miraba la grabadora mientras me decía que todo estaba jodido, que había mucho infiltrado y que yo andaba muy tranquila. Que en todas esas ventanas alrededor del lugar del paro, había desconocidos de esas

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fuerzas oscuras paramilitares que tomaban fotos y seguían los movimientos de la gente, sobre todo de los extraños. “Yo le aconsejo, a usted que es periodista, que no se asuste; pero que bregue a no estar mucho allá. La foto… se llama fulana de tal y cuando lleguen a un retén ya saben quién es usted… En serio, este país es podrido”. No supe qué pensar. Solo quería un cigarrillo, salí a un pequeño balcón de la Alcaldía a fumar. Mientras aspiraba y pensaba en cada palabra que me dijo, miraba el parque de pueblo. Todo se veía tranquilo: niños jugando con las palomas, viejos que se adormecen con el sol. Esa tensión, ese peligro a que te suceda algo sin percibirlo, sin saber que en ese instante todo iba bien, pero había un riesgo a que la realidad cambiara, me parecía tan imperceptible, tan difícil de comprender como aquella presencia que siempre está a un metro de nosotros. Fumé y pensé que tampoco podía hacer nada por evitar que la muerte me alcanzara. Fumé y pensé en lo frágil de la existencia. Fumé y pensé que cada segundo se muere, que no se puede huir. Aquella noche yo no quería mirar qué me rozó, pero ya estaba mirando. Grité aterrorizada al ver que en el cuarto volaba una cucaracha grande, gigante, monstruosa. Escuchaba el sonido carrasposo de sus alas como si sobrevolara en mi oído. Grité más fuerte cuando vi la segunda cucaracha. No me moví del piso. Pedí ayuda y mis gritos asustaron a todos: llegaron el sobrino y el nieto de doña Ereña. Les pedía a gritos que la mataran y, entonces, vi la tercera cucaracha. Estaba horrorizada, me picaba el cuerpo, me tiré a la cama y me escondí debajo de las cobijas. “¡Mátelas!, ¡mátelasssss!; pero no me dejen los cadáveres”. Ellos estaban muertos de la risa; yo, de horror. Dice Eduardo Escobar en Cucarachas en la cabeza: […]Aceptaré entonces y más vale con humildad más que conveniente y con cautela más que razonable contra el escepticismo generalizado que me infunden e irradian mi entorno serenidad y aturdimiento. Contra esta perplejidad. contra la pavorosa confusión que me contagian que esta manada de ortópteros que me circundan y me miran que esta tropa oscura de cucarachas que vigila la mesa y la radio y las manzanas no es otra cosa nada más nada menos que una tropa silenciosa y oscura de cucarachas[...] Escuché cada chancletazo con el que fueron asesinadas. Escuché sus cuerpecillos aplanados estriparse, sus cuerpecillos que son todo cerebro. Escuché mis dientes mordiendo mi lengua. Después, no escuché nada. No quería salir de entre las cobijas; estaba tiesa. Ellos me decían “Ya sacamos los cadáveres, ya puedes mirar” pero yo seguía aterrorizada. Había mandado a matar a tres bichos que me producían asco. Me daba rabia, sobre todo, saber que ese bicho tiene alas, es celestial, terrorífico, puede medir su vuelo y habitar, sin ser visto, en lugares inimaginados de cada centímetro de nuestro espacio; que son férreas, a una guerra nuclear, por ejemplo. Y yo las había matado. Yo soy muerte, me dije, soy esa presencia a un metro que siempre, donde exista la vida, ruge. Recordé un pasaje zen: “La muerte es parte de la vida. Sucede. No es algo personal. No es una calamidad personal que me ha sucedido a mí”. , De oro están hechos mis días se lanza en la Fiesta del Libro y la Cultura 2011 Medellín. Esta bitácora fue inicialmente publicada en el blog La vida afuera.


Gran angular

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Tres horas desde Remartín, una desde La Aurora y tres desde Nohava es el tiempo que gastan los cañoneros en yegua para llegar a Orobajo.

Los Cañoneros Se sabe que en Antioquia hay culturas montañeras, ribereñas, costeñas; pero poco se habla de los Cañoneros. Ellos viven a lo largo del Cañón del Cauca, son herederos de los indígenas Nutabe, son agricultores y barequeros; son de la montaña pero también del río. Esta es la historia de una travesía de siete días por su territorio que ha sido impactado por las balas y lo será por la construcción de la Hidroeléctrica de Ituango.

Stiven Ríos Vanegas stivenrv90@gmail.com En general la familia en el cañón baja muy poco al pueblo -cada 20 o 30 días-, cuando lo hacen habitualmente es en búsqueda de atención médica, visitar a algún familiar, o a comprar el mercado.

Fotografías: José Miguel Vecino Josmiguel.vm@gmail.com

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ultivan poco, sacan oro, bailan y beben mucho; no saben ahorrar, se casan entre sí para no mezclarse con el forastero, son amables y a quien se queda, lo van convirtiendo en uno de ellos. Barequean en el río pero no son ribereños, viven en la montaña pero no se sienten montañeros, tienen raíces indígenas pero no les gusta que les digan indios. Son los Cañoneros y en Antioquia, se los puede encontrar al Noroccidente, en distintas veredas de Sabanalarga, Buriticá, Toledo, Ituango y Peque. Sabanalarga está a 4 horas y media y a 145 kilómetros de Medellín. Hasta allí hay que llegar -después de pasar por Sopetrán, Sucre, Olaya y Liborina- si se quiere emprender el largo camino que conduce a donde los Cañoneros, habitantes del Cañón del río Cauca, herederos de los indígenas Nutabe y próximamente impactados por la puesta en marcha de la Hidroeléctrica de Ituango, un mega proyecto que comenzará a desviar el río en enero de 2013 y pondrá en funcionamiento su primera máquina en 2018. Con el propósito de promover el auto-reconocimiento del pueblo Nutabe, entre el 30 de julio y el 6 de agosto de 2010, un equipo de 15 personas, conformado por antropólogos y representantes de la Alcaldía de Sabanalarga, de la Organización Indígena de Antioquia y de la Mesa de Debate Ciudadano para HidroItuango, emprendió una expedición por los sinuosos caminos del Cañón del Río Cauca. La convocatoria la realizó la Veeduría Cívica de Sabanalarga para el proyecto de la hidroeléctrica. El plan era visitar cinco comunidades en donde se asientan los Nutabe. Pero, desde el primer día, cuando llegaron a la vereda La Aurora, se encontraron que esta comunidad ya no existe o, por lo menos, que sus herederos de sangre y apellido no se reconocen como tal, no entienden, no saben, no quieren ser indígenas. Ellos se quieren, se saben, se entienden, se reconocen como Cañoneros, una cultura poco conocida, pero que se suma a las culturas urbanas, montañeras, costeñas, ribereñas y calentanas que conforman la diversa cultura antioqueña.

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12 Gran angular 1 de agosto El recorrido a pie se inicia en Tarascón, a 2.200 metros sobre el nivel del mar, y a dos horas en chiva desde Sabanalarga, por una trocha empedrada, empolvada, amenazada por precipicios y cruzada por pequeñas cascadas. La Aurora es el lugar de parada. Cañaona fue el primer nombre que tuvo. El padre Martín Ovidio Zuleta lo cambió porque le sonaba a “cañada honda”, que para él no representa a la vereda. Los amaneceres vistos desde allí le inspiraron el nuevo nombre. Unir a los indígenas del Cañón del Cauca o, mejor, crear una comunidad cañonera reconocida por el Gobierno Nacional, es la propuesta de la reunión entre los expedicionarios y los habitantes de La Aurora. Luego de subir y bajar por las montañas de la Cordillera Central, durante siete horas, llegan a la casa de Rosa Angélica Rojas, una de las veinte que tiene la vereda, en la que se alojan todos los foráneos cuando van de visita o de paso: alcaldes, concejales, el cura, los profesores nuevos y los cañoneros de otras veredas. Rosa nació en la vereda El Oro y vive con José Darío Yarce, su esposo desde hace 37 años. La iglesia católica unió a este par de viejos que comparten su casa con una hija, cuatro nietas y los eventuales huéspedes. Tiene 61 años y una sonrisa dorada. A los 14 años se quedó sin dientes y los repuso con cuatro de oro que le brillan en cada risotada. En la cocina, la leña arde. Sobre el fogón de barro, las arepas se asan y la mazamorra se espesa; el humo se escapa por las ventanas hacia las estrellas. El calor del fuego se convierte en el abrigo que esta noche aviva el recuerdo de 13 años atrás, cuando esa sonrisa de oro persistía aunque algún grupo armado tiñera de sangre a una comunidad inocente:

Los caminos de herradura son las únicas vías. La bestia es el vehículo. A los 8 años los niños ya son capaces de recorrer en mula todas las montañas.

“Nos hicieron dormir en el monte como casi un año. Me daba pesar llevarme los muchachos, Nidia y Héctor estaban pequeñitos. ¡Que van a venir los paras, que van a venir los paras!”–, nos decían. Nos acostamos el 14 de julio por la noche de 1998. Cuando a la una de la mañana escuché en una casita de arriba unos tiros de fusil menuditos. ¡Ay, Darío! Llegaron los paramilitares, escuché los tiros arriba. ¡Qué pasaría!”, le dije. ” “Nos levantamos al corredor y pusimos cuidado, cuando, al momentico, otros tiros en la casa de allí, y yo me le tiré por encima a Darío. Esa gente para acá no echó, sino que siguieron para Orobajo. Lo que pasó es que ellos habían matado a un señor que se levantó a venderles un fresco y a un muchacho que era de arriba de La Loma. El hermano del esposo mío logró librarse”. –¡Ay, muchachos!, déjenme salir. Es que tengo necesidad de ir allí. –No. ¡Hágase ahí, hágase ahí! –No. Es que a mí me da pena. Déjenme ir al otro lado de este rastrojito. El disimuló que se agachaba. Y lo que hizo fue salir corriendo pa’ abajo. Y ahí fue donde le lanzaron el tiro, le dieron en la mano. Pero más así se voló y se fue para los lados de Corbonco y por allá amaneció. Por ahí a las 8 de la mañana llegó aquí y lo traían unos muchachos de allá en una bestia. Anteriormente, no se le podía vender un fresco ni a un guerrillero ni a un paramilitar porque por eso mataban. Yo estaba allá ayudándole a esa señora que le mataron al esposo, cuando escuchamos un tiroteo en Orobajo también.

2 de agosto Los resultados de la reunión de los expedicionarios con la comunidad en la casa de Rosa fueron alentadores y crearon la esperanza de la unión con los Cañoneros de las otras veredas. Al día siguiente, muy temprano, la travesía continuó su marcha durante dos horas hacía Nohavá. Este lugar parece entregado al olvido, la soledad y el silencio. Antes de la incursión paramilitar de 1998, este caserío tenía alrededor de 26 familias; ahora se redujeron a 11 que tienen poco contacto con el mundo. Sólo cada 20 días van hasta Sabanalarga a hacer el mercado y a comercializar el café que cultivan. El ingeniero agropecuario Carlos Urrego, director de la UMATA, señala que Sabanalarga “es 70% de vocación cafetera. El otro porcentaje se lo reparten la minería y la ganadería”. Entre los habitantes de Nohavá, José Cenobio Moreno es quien recibe este 2 de agosto a los visitantes. Él reconoce, entre los expedicionarios, a la arqueóloga Neyla Castillo y al antropólogo Iván Espinoza, quienes hace 22 años recorrieron el Cañón del Cauca tras los Nutabe y la cultura cañonera. Sus labios modulan una alegría controvertida por la tristeza de su rostro. Desde aquel ataque armado cuando fueron asesinados su esposa y dos hijos, se desplazó a la cabecera municipal, su deseo es abandonar la vereda. La reunión es en el Centro Educativo Rural. Una campana empolvada, que tiene cerca de 200 años; pende del techo y se convierte en el símbolo del encuentro. Iván Espinoza recuerda a los invitados que esa campana era de la iglesia de Orobajo y que cuando el pueblo fue quemado en la violencia del 48, fue traída a Nohavá porque era el lugar donde podían protegerla. Los habitantes se motivan con el proceso de auto-reconocimiento, pero con dudas e inconformidad por el término “indígena”. Para los Cañoneros, la palabra “Nutabe” no les dice nada. Iván Espinoza, coautor de la tesis Historia y cultura de la población

La Hidroeléctrica HidroItuango actualmente avanza en la construcción y rectificación de las vías de acceso para las obras principales. Estas vías están en los territorios de los municipios de San Andrés de Cuerquia, San José de la Montaña, Toledo e Ituango. Hasta la fecha, el proyecto ha realizado procesos de concertación con algunos propietarios de predios, sin que se haya finiquitado la negociación porque se está en el perfeccionamiento de los contratos. Empresas Públicas de Medellín asumió el compromiso de financiar, construir, mantener, operar, explotar comercialmente y devolver, en un lapso de 50 años, la que será la central hidroeléctrica más grande de Colombia, con 2.400 megavatios de capacidad.

No. 54 Septiembre de 2011

En Orobajo la minería es una de las principales actividades económicas. Ellos aprenden desde los 7 años. La arena del río contiene el oro, el barequero llena su batea y tras sucesivos movimientos circulares acumula la pinta de oro que se va acumulando.


13 Los Nutabe * Los Nutabe, en el tiempo de la Conquista, eran una confederación de cuatro cacicazgos, ubicados en las cuencas de los ríos San Andrés, Espíritu Santo, Siritabé, Ituango y las quebradas Valdivia y Santa María, afluentes del río Cauca, que se articulaban por una misma lengua, un gran líder, el intercambio de productos y la guerra. Eran cuatro unidades sociales pero que, en sí mismas, constituían un grupo o un pueblo; la más importante fue la del gran cacique Mestá. Tras la Conquista de Antioquia en 1545, los españoles iniciaron un proceso de dominación del territorio Nutabe, que fracasó por 30 años. En 1575, Gaspar de Rodas dirige una expedición y funda el primer Cáceres en el río San Andrés; desde allí aplica la política colonial de la encomienda que permitía a los españoles de un poblado distribuirse a los indios. Este proceso trajo grandes epidemias al pueblo Nutabe que, sumado al abuso en el trabajo, los diezmó. Entre 1614 y 1616, se aplicó otra política colonial: las Visitas de Tierra, en las que un Oidor de la Real Audiencia era enviado para realizar el ordenamiento del territorio y fundar los pueblos de indios o resguardos. El visitador para Antioquia, Francisco Herrera Campuzano, al ver la situación de los pueblos Nutabe, estipula un pliego de cargos a todos los encomenderos del territorio. Al hijo de Gaspar de Rodas, Alonso, le quita sus encomiendas y funda dos pueblos con la población Nutabe: San Sebastián de Ormanaen y Santiago de Arate. Los indígenas no se acomodaron en el territorio y se devolvieron espontáneamente a sus tierras. En 1622, el Gobernador Francisco de Berrío funda el Resguardo de San Pedro de Sabanalarga, con la población Nutabe que quedaba, y la Corona Española erradica las encomiendas y establece un tributo real en pesos oro a los pueblos indígenas, dos veces al año. En 1819, al consolidarse la Independencia, se instauró la política liberal en la que ya no existían personas de diferentes calidades y se quitaron los impuestos a los indígenas y no podían tener territorios comunitarios. En 1832, se expide la Ley que acaba con los resguardos coloniales en toda Colombia; la tierra la dividen en cuatro partes: una para el Estado, otra para quien hace el trabajo y las partes restantes para repartírsela a los indígenas en partes iguales por cabezas de familia.

*Información suministrada por el antropólogo Iván Darío Espinoza.

Para mayor información, escanea este código QR. El río Cauca a su paso por el occidente de Antioquia forma un profundo cañón de 425Kms entre las cordilleras occidental y central.

A poco más de 2.000 msnm se encuentra el único corregimiento de Sabanalarga, El Oro. Está a 15 km de la cabecera, su nombre da cuenta de la riqueza aurífera que caracterizó a la región.

Nutabe en Antioquia, explica que, en compañía de Marcela Duque, revisó censos indígenas desde 1666 hasta 1780 y encontró que los apellidos que allí aparecían registrados de las familias, eran los mismos que se encuentran ahora en la zona del Cañón, como Sucerquia, Suceba, Nohavá, Feria, Chancí, Torres, David, Mestá. Esto es muy diciente porque cuando hablamos de apellidos hablamos de parentesco, y entre las veredas hay un patrón endogámico en términos de región, pero exogámicos en términos de comunidad. Todas las veredas son un complejo veredal que muestra que hay una relación mucho más estrecha, tanto social como cultural. El término Cañonero es quizá ese que hoy reemplaza al de Nutabe. A las 3:40 p.m., a una hora de Nohavá, en una cancha improvisada se anuncia la llegada a Remartín, una vereda con 50 familias, sede del VIII Torneo Cañonero de Fútbol. Fabián Feria, líder comunitario en Remartín, se ha encargado de que el encuentro sea un éxito. En 2010, se realizó en Orobajo y participaron 300 personas, entre deportistas y acompañantes. Este año incluye la categoría femenina y Fabián espera más asistentes y más apoyo de las Empresas Públicas de Medellín, y de las alcaldías de Ituango, Toledo, Peque y Sabanalarga. Al lado de la cancha -un lote de grama, improvisado, con arcos de maderos- en una casa de tapia que tiene 100 años, viven Deisy Patricia Agudelo, su bebé y su esposo Wilmer León Agudelo. La tapia es un material recurrente en las viviendas del Cañón del Cauca. Además de fútbol, en Remartín se disfruta de las fiestas en la única taberna de la vereda, momentos que Deisy aprovecha para vender pasteles fritos de gallina criolla con la receta de su abuela. La reunión con los expedicionarios no funciona en esta vereda, pues la música de fondo, el licor que espera en la taberna y el deseo de bailar se vuelven la prioridad de los Cañoneros.

3 de agosto

La cancha de fútbol de Orobajo es sede de campeonatos de fútbol cañonero y punto de encuentro de la comunidad.

A siete horas de camino de Remartín, a 310 metros sobre el nivel del mar y a orillas del río Cauca, está Orobajo. En la “Bodeguita”, como le dicen los Cañoneros, se comercian los productos cultivados en las veredas más altas. En sequía, el “Patrón Mono” -el río Cauca- recibe a los barequeros del cañón en sus playas, y es el oro de sus aguas el que reactiva la economía. A cualquier hora pueden ir, él nunca niega nada; pero los domingos no se trabaja. Orobajo alberga a 80 cañoneros organizados en 23 familias que pronto deberán reasentarse en otro territorio. Los 2.720 millones de metros cúbicos de agua de la represa de Hidroituango sumergirán sus tierras y, con ello, la actividad minera hará parte del pasado. La reunión entre expedicionarios, habitantes de la vereda y representantes de las otras, hace latente la preocupación por lo que pasará con esta comunidad en un años. Orobajo fue la que más sufrió la incursión paramilitar de 1998. En ese ataque, fueron abaleados Luis Ángel David, Bernardo y Florilán Chancí, Virgilio Sucerquia y su hijo Roelí. Y al tratar de huir por el Río Cauca, murieron ahogados los menores Ricardo David y Sandra López. Virgilio era conocido como el “Cacique” de Orobajo, líder comunitario, poseedor de tierras y ganado, comprador de oro, encargado del control social y del suministro de alimentos en las épocas de escasez. A él le sobreviven su esposa Normalinda y su hijo León quien, a sus 18 años, fue testigo de estos crímenes.

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14 Gran angular 4 de agosto En la oscuridad de las 5:00 de la madrugada, se emprende el camino hasta el Alto El Jagüe. Víctor Manuel David ha suministrado las mulas, las yeguas y los caballos para la travesía de siete horas. Él es quien recibe en su casa a los viajeros, les suministra los alimentos y les permite el descanso. Arriero desde hace 20 años, vive allí con su esposa y dos hijos. La vivienda no tiene energía, pero sí bestias, gallinas, perros y marranos; las cuatro casas vecinas están en una montaña diferente cada una. Víctor fue desplazado de Buriticá entre 1998 y 2000, cuando grupos armados se tomaron el puente La Garrucha. Llegó la guerrilla y pedía vacuna. Luego, entraron los paramilitares a atropellar al campesino que le “ayudaba” a la guerrilla y tumbaron el puente y la garrucha que comunicaba a la gente de Peque y Buriticá con Sabanalarga. “Cogí miedo y me desplacé para el lote de mi esposa”.

5 de agosto En el recorrido hacia Membrillas cae algo desde la altura. Víctor, el arriero, se detiene, mira hacia los árboles y comenta: “Es una fruta. ¡Qué susto! Dicen los viejos que en estas montañas hay duendes y brujas, están por ahí en las cañadas de El Jagüe, Toyúgano y Membrillal y le tiran piedras a uno y embolatan a los muchachos que son groseros”. Tras dos horas de camino, el equipo de expedicionarios está en la última vereda. Lisandro López, conocido como el “Cacique de Membrillal”, es el hombre más viejo. Nació en 1924 y Víctor cuenta que él “ayuda a componer, él soba donde se aporrea uno y sana, estanca sangre, cura el gusano de queresa y maneja otros secretos más”. Lisandro -quien vive al lado de la escuela con su esposa de 93 años, su hija y seis nietos- empezó a lavar oro a los 10 años. Ahora, la artritis le ha llegado a las rodillas y ya no puede caminar hasta el Cauca. La reunión se hace en la escuela de Membrillal, una construcción de dos salones que alberga a 130 alumnos entre preescolar y undécimo. En este encuentro, la profesora Carmen Elena Echavarría manifestó su preocupación por el empleo de los jóvenes al quedar sin el río como la principal fuente de ingresos de la vereda, por la seguridad y por el orden público cuando la Hidroeléctrica atraiga nuevos visitantes. La reunión termina con el compromiso de iniciar la travesía hacia el auto-reconocimiento de una comunidad Cañonera y el retorno del equipo de expedicionarios. Luego de dos horas más de trayecto hacia Sabanalarga, concluye la expedición por los escabrosos y bellos caminos del Cañón del Cauca. Fue un viaje hacia un pasado en ruinas sobre el que se edificó un presente cañonero que en siete años cambiará su corazón de oro por 2.400 megavatios de potencia energética.

Los niños comienzan muy temprano a hacer pequeñas tareas, a relacionarse con los oficios del campo, arrancan hierba, arrean ganado, y cogen café, entre otras actividades.

A mitad de un recorrido de casi 6 horas entre el cerro de Tarascón y La Aurora, se la pasa Samuel Valencia. En su kiosko de bareque vende o fía gaseosas, jugos, dulces y mecatos a quienes transitan por el cañón.

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Cartografía

Vigilar y castigar

Panorámicas, planos generales, primero planos, close up. Los centinelas nos acosan. Fueron llegando tímidamente para controlar entradas y salidas. Ahora están en todas partes, adentro y afuera, visibles e invisibles, se hacen sentir. Desde los cerros, desde los centros de monitoreo, alguien nos mira. La vida en Medellín está sobre expuesta, la ciudad está hipervigilada. Juan David Ortiz Franco juanda2107@hotmail.com

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Javier Bergaño Arenas javier_mdc@hotmail.com

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esde arriba la ciudad de abajo es una mancha, un cúmulo de matices grises y rojizos encerrado por una periferia menos lisa, ascendente, desigual. Los centinelas, apostados en las laderas, tienen desde su garita de concreto una visión panorámica de los barrios escarpados, donde se mezclan los “buenos y los malos” como en un juego de niños. Zulma Arciniegas, patrullera de la Policía, oriunda del sur del Tolima, vive en Medellín desde hace dos años y en el último mes ha estado a cargo del turno matutino del CAI Periférico de La Cruz. En las mañanas, un compañero la lleva en moto desde la Estación de Policía de Manrique hasta el CAI. “El viaje es muy incómodo porque es subida y si uno va atrás siente a cada rato que se cae”. A la patrullera le resulta extraño estar en el CAI. “Para mí esto ya no es Medellín, es como si fuera un pueblo, de por sí la cultura es muy diferente a lo que es el Centro. Allá es Medellín y acá es como una vereda”, dice mientras mira la ciudad que se acomoda al relieve del valle. Los árboles, desplazados de las plazas públicas e incrustados en pirámides de concreto, dieron paso a los espacios expuestos, que no se habitan, pensados para el transeúnte, donde todo es visible desde cualquier ángulo. Medellín se vigila porque se teme a sí misma, necesita controlarse, reconocerse. Para Alexander Cardona Galeano, arquitecto de la Universidad Nacional y estudiante de la Maestría de Estudios Socioespaciales del Iner, “cuando una sociedad como la nuestra se sumerge en la hipervigilancia, hay una especie de lectura de que todos estamos enfermos, todos somos unos criminales en potencia”. Aunque las normas de comportamiento varían, la diferencia entre lo público y lo privado se diluye y el debate sobre la intimidad se reduce al argumento del “bien común”, que supone el riesgo de crear el molde de un ciudadano ideal. Según Ariel Gómez, licenciado en Educación de la Universidad de Antioquia “si todo se resuelve aumentado la vigilancia y la mano dura, somos una sociedad que está legitimando el autoritarismo y la violencia como recurso para el orden, eso habla de nuestra cultura y de nuestros esquemas morales”. Adentro y afuera En la tarde del 28 de julio de 2011 un grupo de estudiantes de la Universidad de Antioquia desmontó varias cámaras ocultas en cajas metálicas cubiertas con una etiqueta de “riesgo eléctrico”. Para desmentir las denuncias sobre la presencia de algunas de ellas en los baños, la Administración entregó a un periódico de la ciudad las imágenes desteñidas de algunas de las cámaras ubicadas en los pasillos. “Yo no sé si el término de cámaras ocultas es correcto, son cámaras camufladas (…) ”. Así respondió Martiniano Jaime Contreras, vicerrector general de la Universidad. En las cámaras del parqueadero de un almacén de cadena de Medellín quedó registrado el momento en que un grupo de vigilantes de una empresa de seguridad privada golpeaba insistentemente con sus bastones de mando a dos jóvenes que minutos antes, al ingresar a los cines, notaron que habían olvidado las llaves al interior del Mazda 323 en el que llegaron. Regresaron y mientras intentaban abrir el carro para recuperarlas los centinelas de las torres de control anunciaron el ‘positivo’, la certeza, para ellos, de que eran un par de ladrones tratando de robar uno de los vehículos.

Aunque no se iniciaron procesos legales, la empresa tuvo que pagar la totalidad de los gastos médicos y asumir el costo de los perjuicios ocasionados. Luis Fernando Arbeláez, arquitecto y especialista en ordenamiento territorial, afirma que aunque no es una característica exclusiva de Medellín, es claro que “en el mundo se ha desatado una ola de control del ciudadano en todas sus actividades (…) algunos dirán que la privacidad la tienen en su casa y mentira, si en alguna parte yo no soy un ciudadano anónimo es en mi casa y en los sitios donde me conocen. Entonces uno dice, la privacidad se logra en lo público, donde soy anónimo, no soy nadie, soy un ciudadano del común, y sí, pero usted está vigilado y en el momento en que usted cometa cualquier infracción que vaya contra la ley establecida será señalado”. Uno de los pocos taxis Renault 9 que todavía circulan por la ciudad se detuvo en un semáforo en rojo sobre San Juan frente a la Alpujarra. Su conductor, el primero en la fila, recibió la indicación de un agente de tránsito para continuar su camino antes de que la luz cambiara a verde. Junto a él, varios conductores respondieron a la señal y se detuvieron pocos metros más adelante, frente al semáforo del cruce con Carabobo. En menos de una semana, el conductor del taxi recibió en su casa un sobre con una fotografía y la citación a una audiencia. Allí coincidió con otros conductores que recibieron un recado similar por haber seguido las indicaciones del mismo agente de tránsito que no alcanzó a ser captado por la cámara. Para el licenciado Gómez, “todas estas sociedades disciplinarias, del control, panópticas, han hecho que predominen comportamientos de obediencia y de sumisión, pero, con el paso del tiempo, estas estrategias de control lo que están haciendo es generar un crecimiento de la indignación colectiva”. Los mecanismos de seguridad y vigilancia se debaten entre dos propósitos: el castigo y la disuasión. Esa elección resume las facetas del control disciplinario, mientras tanto el ciudadano no tiene en frente a la figura de autoridad que determina cuáles son los límites de la conducta aceptada, por esa razón, aun cuando no sepa que se encuentra vigilado, debe medir, sin excepción, los alcances de cada uno de sus comportamientos. A finales del siglo XVIII, el rey de Gran Bretaña pidió a Jeremy Bentham el diseño de un modelo carcelario que permitiera mantener bajo control a todos los presos. Fue así como nació la idea de una estructura circular donde se ubicaran todas las celdas, de tal forma que fueran fácilmente vigiladas por un centinela. La propuesta se llamó Panopticon y de ahí derivó el término de panóptico, entendido como aquel lugar en el que todo es visible desde cualquier punto. Dice Cardona que “estos usos definidos para las estructuras edilicias del siglo XVII ahora permean los usos de todos los espacios y eso es lo que pasa con las cámaras, de alguna manera ese sujeto que está afuera no es un sujeto normal para esta sociedad y es un sujeto que tiene que ser controlado, educado, disciplinado Lo que está pasando con Medellín y sus centinelas, con sus ojos alertas a encontrar cualquier infracción, cualquier transgresión para luego sancionar, evoca lo ya dicho por Michel Foucault en su libro Vigilar y Castigar refiriendose al panóptico: “ese espacio cerrado, recortado, vigilado, en todos sus puntos, en el que los individuos están insertos en un lugar fijo, en el que los menores movimientos se hallan controlados, en el que todos los acontecimientos están registrados, en el que un trabajo ininterrumpido une el centro y la periferia, en el que el poder se ejerce por entero, de acuerdo con una figura jerárquica continua, en el que cada individuo está constantemente localizado, examinado y distribuido entre los vivos, los enfermos y los muertos… todo esto constituye un modelo compacto de dispositivo disciplinario”.

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16 Cartografía

Close up Desde febrero del presente año, la Secretaría de Tránsito y Transporte de Medellín inició la instalación de 40 dispositivos de cámaras, sensores de piso, rayos infrarrojos y lazos magnéticos que pueden detectar velocidades y masas metálicas; todo esto con el fin de implementar un nuevo modelo para la detección de infracciones de tránsito. León Darío Montoya, subsecretario administrativo de esa Secretaría, explica que la idea de instalarlos surgió de la viabilidad jurídica contemplada desde 2002. “En ese año el Código Nacional de Tránsito estableció en los artículos 129 y 137 que se podían implementar dispositivos tecnológicos para la detección de infracciones de tránsito, y que luego podrían ser aplicados como una medida sancionatoria para los conductores que violaran las normas”. Los datos recogidos por los dispositivos van a un software que se encarga de procesar la información y de conectarla con la cámara, que es la que detecta en un perfecto close up la placa del vehículo; todos esos componentes arrojan una prueba que permite al agente de tránsito detectar la presunta infracción. Rodrigo Santamaría, taxista con 28 años de experiencia, recibió hace poco una foto multa de 260 mil pesos por exceso de velocidad, de los cuales sólo pagó 130 mil por haber asistido a un curso de normatividad vial. Santamaría considera negativo el nuevo modelo de multas, pues, según él, “la vigilancia es exagerada, al pueblo no se le educa quitándole la plata”. Muchos se han visto molestos por el nuevo mecanismo. A veces los semáforos cambian y los vehículos quedan ubicados en las cebras de las calles; aseguran que en casos de emergencia, como en el transporte de heridos, deben violar las normas de tránsito; y que en los carriles para adelantar no pueden mantenerse en los límites de velocidad establecidos. Pese a estas quejas, León Darío Montoya dice que los presuntos infractores tienen la posibilidad de controvertir las pruebas y de ser exonerados de la multa en caso de que tengan una justificación válida. De las 40 mil infracciones detectadas hasta el momento, la mayor cantidad han sido cometidas por vehículos de uso particular. Las tres multas más comunes son Pico y placa, semáforo en rojo y exceso de velocidad. “Hay un recaudo importante, la gente acepta la infracción y paga en corto tiempo, aquí ya hay algo cambiando y eso tiene que redundar en algo muy bueno”, dice el Subsecretario Administrativo de la Secretaría de Tránsito y Transporte de Medellín.

Primer plano Cuando hacían fila para pagar el mercado en Carrefour de la 65, David y María vieron a los vigilantes del establecimiento perseguir a unos ‘escaperos’. Dejaron a la mamá de él en la caja y fueron a seguirle la pista al cinematográfico operativo, sin saber que se convertirían en los protagonistas. -Miren hacia allá, por favor-, les pidió una uniformada que se les acercó señalándoles una cámara que colgaba del techo. -El muchacho de blanco, la niña de camiseta blanca, con el pelo cogido, sí, tráigalos, son ellos-, se escuchó decir por el radio teléfono a los vigilantes que desde el Centro de Monitoreo podían observar a los presuntos delincuentes en primer plano. - Acompáñenme al ‘contralor’-, ordenó la vigilante. A pesar del desconcierto, caminaron despacio por los pasillos del almacén. - ¿A quién le pongo la queja?, decía David. - ¿Cómo van? Preguntaban por el radioteléfono. - Están muy ariscos, respondía la vigilante. - ¿Ustedes también son ladrones?, les gritó, al llegar, una mujer a la que tenían detenida. A cada uno le revisaron los morrales y le pidieron que se desnudara. No les encontraron nada y cuando les permitieron irse, las cosas se complicaron: apareció el supervisor e interpeló, “¿por qué los están soltando?”. Uno de los vigilantes agarró del hombro a David, quien al oponerse le tumbó el quepis. El uniformado se tiró al suelo, se tapó la cara y se quejó como si lo hubieran golpeado. Otro empujó a David y se puso en guardia con los puños al frente. “No los dejen ir hasta que llegue la policía”, ordenó el supervisor. El muchacho exigía que lo soltaran, que él tenía las tarjetas y que seguramente su mamá, además de estar preocupada, estaba formando un trancón en la registradora. María vio todo paralizada. El reclamo fue escuchado: regresaron a la caja, custodiados. En otro almacén de la misma compañía, un vigilante informó por radio sobre la presencia de un hombre que a su juicio merecía seguimiento. Las señas que ofreció parecían suficientes, blue jean y camisa azul. En la zona de licores, alguien vestido así fue abordado por uno de los supervisores de seguridad quien le pidió que lo acompañara. El presunto delincuente lo hizo sin oponer resistencia, pero en el cuarto de requisas le dejó saber que era fiscal y que demandaría. Más tarde en los videos quedó registrado que quien despertó sospechas salió sin contratiempos. Cruzar la puerta de acceso a algunos almacenes de cadena en Medellín significa someterse a unas normas específicas de comportamiento y a los protocolos de seguridad de cada establecimiento. La autonomía que se abrogan las empresas en

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su accionar frente a condiciones que a su juicio constituyen un riesgo demarca una delgada línea entre lo legal y lo ilegal. La revisión a las pertenencias de los clientes, la persecución por parte de personal de vigilancia vestido de civil al interior de las tiendas y la tutela permanente de las cámaras de seguridad son apenas algunas de las acciones puestas en práctica, en mayor o en menor medida, en los establecimientos comerciales. Los protocolos varían según el perfil promedio de los clientes y la postura de cada empresa frente a sus prioridades en materia de seguridad. Según un exfuncionario del departamento de vigilancia de una gran superficie multinacional con presencia en Medellín, en todas las tiendas de esa compañía se atienden tres aspectos: seguridad física, seguridad de los clientes y control de pérdidas; sin embargo, la mayoría de los recursos humanos y técnicos están enfocados en disminuir “la merma” derivada del consumo interno de productos que no han sido cancelados y, en especial, de los robos que puedan ser responsabilidad de sus propios empleados o de sus visitantes. En sus almacenes, el primer filtro tiene lugar en las puertas. Los vigilantes que se ubican en ellas son conocidos como “antenas” y la mayoría son de empresas de seguridad privada. Sobre ellos recae la tarea de alertar a las personas encargadas del monitoreo de las cámaras de seguridad conocidas como “cero-cero” sobre el ingreso de alguien que despierte alguna sospecha por su apariencia. Ellos, a su vez, piden el apoyo de los “satélites”, el personal de seguridad vestido de civil y camuflado entre los clientes, para que se encargue del seguimiento. “Los famosos combos de ‘escaperos’ se van reuniendo dentro del punto de venta o incluso, antes de llegar, organizan cómo van a trabajar y entran por diferentes puertas. Entonces, la gente de las “antenas” comienza: “cero-cero” ingresa un individuo con tal plumaje -se refieren a las prendas de vestir-, por aquí me entró el otro, y por aquí el otro. Llega un momento en que el “cero-cero” no puede controlar a todo el mundo y pide el apoyo de los “satélites” para que hagan el seguimiento a esas personas. A veces se acierta, y otras veces nos pegamos unas estrelladas por las que terminamos pagando platos rotos y bien costosos.” En la tienda de esa compañía hay en total 45 cámaras que son operadas desde una central de monitoreo. En su mayoría, se encuentran cerca a los productos de “alto riesgo”. También se está implementando un sistema de cámaras apuntando a las cajas con el fin de evitar anomalías con el registro a cargo de los empleados. El trabajo del personal de seguridad es evaluado por “positivos” y en ese sentido se implementan planes de estímulos que tratan de garantizar la reducción constante de las pérdidas. Mensualmente se registra una “merma” cercana a los 200 millones de pesos por tienda; las medidas de control tienen como propósito reducir esos índices y por esa razón es persistente la búsqueda de nuevos mecanismos de vigilancia que se sumen al recurso humano.


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Panorámica Desde principios del presente año, la Alcaldía municipal ha venido construyendo en la periferia de Medellín los Centros de Atención Inmediata de la Policía, desde los que se tiene una visión panorámica del Valle de Aburrá. El pasado 18 de agosto se inauguró el sexto de ellos en La Cruz, el barrio más alto de la Comuna 3-Manrique, este es uno de los seis vigías que actualmente custodian la ciudad desde sus márgenes oriental y occidental. Gracias a un potente rayo de luz estos CAI iluminan el cielo en las noches y pueden verse desde cualquier lugar de la urbe. Son como una “L” acostada, cercana a casas endebles y calles de poca longitud que obligan a una sincronización casi perfecta entre los buses que suben y bajan, pues ambos no caben en ellas al mismo tiempo. Los CAI son edificios de cuatro pisos con una garita, zonas de elementos incautados, cuarto técnico, centro de conciliación, alojamiento, baños, habitación, cocina, terraza y hall de acceso. Las torres de vigilancia miran hacia la ciudad y le dan la espalda a las laderas. La ubicación parece ilógica, porque como afirma un agente de policía “el peligro siempre va a llegar de la montaña, debería estar al otro costado para que sea un mecanismo de defensa”. Para lograr una construcción de este tipo la administración invierte cerca de mil millones de pesos por cada uno. Alonso Salazar, alcalde de Medellín, explica que los CAI periféricos responden a un plan de modernización de la Policía en el que se busca estar en el corazón de las comunidades, “no atender a estos barrios desde partes bajas, con todo lo que implica en tardanzas, sino estar aquí mismo al servicio de la gente”. Se espera que antes de finalizar la actual administración, otros siete estén en funcionamiento: La Avanzada, El Progreso, La Sierra, Bello Oriente, Carambolas, La Loma y El Salado. El día en que se inauguró el CAI de La Cruz, líderes comunitarios y gran parte de las personas del sector manifestaron sentirse a gusto con la obra y con el refuerzo a la seguridad de la zona. Bertha Inés Martínez, que vive allí desde hace 20 años, explica que antes de la construcción del CAI el barrio mantenía en zozobra, “vivía lleno de gente que quería venir a apoderarse de las personas, los hacían ir, pero ahora estamos más contentos porque hay mucha paz, mucha tranquilidad”. El brigadier general Yesid Vásquez, comandante de la Policía Metropolitana, asegura que la estrategia en seguridad al hacer este tipo de obras es actuar de arriba hacia abajo, lo que ha contribuido a la disminución de delitos y al acercamiento de la Policía a la comunidad. “Ojalá pudiéramos seguir construyendo más”.

Plano general Sólo en Medellín, sin incluir a los municipios vecinos, se pueden contar 222 cámaras de la Empresa de Seguridad Urbana (ESU), algunas operando desde 1996, año en el que se empezaron a instalar las primeras. Su funcionamiento es simple. En el centro de monitoreo del sistema de videovigilancia tres policías se sientan frente a un estante con 15 televisores que proyectan carreteras, parques y demás espacios públicos ubicados, en su mayoría, en el centro de la ciudad. En planos generales las personas se ven minúsculas ante la dimensión de edificios y buses. Sin embargo, los policías pueden captar la escena que deseen, en el plano que deseen, manipulando el joystick. La mayor de la Policía Milena Zamudio, encargada del 123, afirma que si bien con las cámaras no se pueden evitar todos los delitos ni detener a todos los criminales, gracias al sistema de videovigilancia se realizan en promedio 30 capturas mensuales, principalmente por hurto y por tráfico de estupefacientes. Para ella, en lugares como la Universidad de Antioquia es más efectiva la presencia de la Policía a través de cámaras de seguridad que con personal uniformado; incluso, asegura que en poco tiempo se ha recogido gran cantidad de información. El material obtenido por el sistema de videovigilancia es útil en la individualización, investigación y captura de delincuentes, y es precisamente por esto que el Sistema Penal Acusatorio ordena archivar las imágenes durante cinco años. La mayoría de las cámaras del 123 se encuentran en los postes de las calles; son domos del tamaño de una pelota de fútbol y giran 360 grados. Su alcance es relativo,

“si quieres ver el color o el modelo de un carro las cámaras lo pueden captar hasta 300 metros, pero si quieres ver la placa, más o menos hasta cien metros”, explica Álex Mazo, gerente del 123. El costo de instalación de una cámara parte de 30 millones de pesos y aumenta dependiendo del lugar y de la inversión adicional que se deba realizar para su adecuación. Actualmente el 123 está en proceso de convertirse en el Sistema Integrado de Emergencias y Seguridad Metropolitano, SIESM; para tal fin la Secretaría de Gobierno realizará una inversión aproximada de 26 mil 500 millones de pesos y la ESU de seis mil millones. El nuevo sistema incluirá 150 cámaras, permitirá el cambio de la tecnología análoga por la digital y facilitará el monitoreo, que dejará de realizarse desde un centro único de mando y pasaría a estar a cargo de 20 estaciones de policía. La modernización no se restringirá a lo técnico, la ESU está adelantando negociaciones con las empresas privadas y demás municipios del Área Metropolitana para que todas sus cámaras se integren al sistema de videovigilancia del 123, con lo cual se lograría tener, a corto plazo, alrededor de dos mil dispositivos. “Cuando se ponen cámaras en sectores complicados hay unos delincuentes que siguen actuando, no les importa, y hay otros que desplazan su operación a otros sitios de Medellín, y eso sucede porque uno no puede tener el 100 por ciento de cubrimiento de la ciudad con cámaras, es muy difícil, se necesitan muchos recursos, pero a eso se debe llegar”, dice Álex Mazo.

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18 Recorrido “Niños en situación de explotación sexual comercial”, así se les dice oficialmente a los menores de la calle que están expuestos a la prostitución. Profesionales del programa Crecer con Dignidad realizan a diario recorridos por el centro de Medellín para acercarse a ellos y mostrarles otros caminos. De La Urbe los acompañó una noche. Fotografía: María Paola Zuluaga Buriticá

Crecer en la noche

María Paola Zuluaga Buriticá mariapao07@hotmail.com

E

n medio de un horizonte oscuro, se forma la silueta de El Gato. Usa pañoleta en la cabeza y, sobre ella, un sombrero de ala corta a la moda, bastón en mano y un crucifijo plateado que le cuelga más abajo del pecho. Viste una camisa y un bluyín dos tallas más grandes que la suya, y camina con tumbao de “duro del barrio”. -¿Qué le pasó al Gato? —pregunta Nacho. -¡Ah…!, le pegaron unas puñaladas —responde uno de los niños. Cuando llega, no parece tan grande ni tan malo. Se para justo bajo una lámpara que le ilumina la cara. Sus ojos son claros y los bordes de sus dientes están carcomidos. Anda por los 15 o 16 años. Saluda a Nacho, chocándole la mano con el código de amigos, y se sienta en el piso a jugar cartas. La noche está húmeda, son las ocho. Bajo el viaducto del Metro, cerca a la Estación Prado, están los cuatro agentes de las Unidades Móviles de Niñez: Ignacio Pérez, Cecilia Márquez, Alba Flórez y Hair Muñoz, preparados, por el programa Crecer con Dignidad, para atender casos de explotación sexual comercial. Ya han puesto sobre el suelo los juegos de mesa, lazos, naipes, twister y otros juegos para la actividad que realizarán en este sector del barrio Villanueva, en pleno Centro de la ciudad, donde riñen las Convivir y las bandas delincuenciales de menores. El Centro de noche es otra cosa; sólo lo conocen los que lo viven y sobreviven a él, dice Ignacio Pérez, ‘Nacho’ para todos. Durante los recorridos pedagógicos que hacen diariamente en las calles de Medellín, los profesionales del programa han identificado en la comuna 10, La Candelaria, varios puntos críticos de prostitución infantil: el viaducto Prado Centro, Parque de Bolívar, Barbacoas, Plaza Rojas Pinilla, El Raudal, La Veracruz, Parque de Berrío y, un poco más lejos, pero también parte de esa Ccomuna, el sector de La Cuarenta, por San Diego.

piernas tonificadas de tanto andar en altísimos tacones, resaltan entre sus brillantes y estrafalarios vestidos. — ¡Hey, tú, ven! —le dice Alba Flórez a un niño que pasa corriendo- ¿Para dónde vas así?, ¿te pasó algo? —No, tía, nada… Es que acabé de atracar un pupi por allí, ¡déjeme ir! Después de insistentes preguntas, él le cuenta que ha estado consumiendo pepas, marihuana, sacol… Tía, pero déjeme ir ¿sí? Alba trata de convencerlo de que se vaya para la casa y anota sus datos para tener pendiente un proceso de desintoxicación. El recorrido sigue por Barbacoas, conocida como “La calle del pecado”, entre Palacé y Perú. Es una vía curva y estrecha, de balcones sucios y paredes roídas, algunas con grafitis. Hay mucha gente por ahí, habitantes de la calle perdidos en sus delirios. Algunos, en las aceras, arman sus cigarros de marihuana; otros, duermen sobre costales. Aún funcionan locales de reciclaje y chatarrerías, sus puertas se ven abiertas así como las de residencias e inquilinatos: “Hotel Prisma”, dice uno que algún día alumbró. Algunos rostros de bebés se dibujan en las ventanas de los inquilinatos. Uno que otro niño se ve por ahí, con la mirada ausente y el caminar zigzagueante. “Estos están en situación de calle —explica Nacho—, pierden toda vinculación familiar, son pluriconsumidores y se dedican a la mendicidad”. Barbacoas con Perú tiene mugre, olores fétidos, oscuridad y ambiente de inseguridad. “Estos sectores tienen una dinámica distinta, mandan los combos y las Convivir. Nosotros no nos metemos con eso porque la idea es crear relaciones de confianza con toda la gente”, agrega Ignacio Pérez. Según las caracterizaciones que ha hecho el programa, la zona es disputada por la presencia de pandillas del sector de Prado y del Parque de Bolívar. Allí encuentran un espacio estratégico para la venta de drogas y el comercio de artículos robados.

—¡Hola, tíos! ¿Cómo están? -los saluda una niña pelirroja. Ellos son guapos, ellos son guapos/ cuando andan, cuando andan en —¡Hola, mi amor! ¿Para dónde vas? El recorrido -le pregunta Alba. banda/ pero cuando andan solos, se les tra tra traba la lengua/, tombos —No… Venía a saludarlos y a contarDos horas antes, a las 6:30 p. m., en el corruptos con capucha en la cabeza. Ellos vienen en Rx y también en les que ya tengo novio. —cuenta emocioParque Bolívar hay algunos ancianos, munada. chachos oliendo sacol, venteros ambulancamione… camioneta cuatro puertas... tes, hombres con minifalda que se pasean —Ya sabes que tienes que cuidarte, por las esquinas y los puestos de comida. siempre usar preservativo… -le advierte Nacho. Nacho, Cecilia, Alba y Hair hablan con al— Claro, tío. Vea, aquí lo llevo… -le responde ella con una sonrisa y se aleja. gunas vendedoras. Ya son bien conocidos en el sector y han creado empatía con niños y adultos. No hay calle por la que pasen sin que los saluden mendigos, prostitutas, borrachos o Luego de cruzar Bolívar y por debajo del viaducto, caminan por Juanambú hacia vendedores. Para todos hay un beso en la mejilla, un apretón de manos, algún conseCarabobo, en medio del olor a pescado y de los gritos que, combinados con el ruido jo o, simplemente, unos oídos atentos. “La idea —explican— es que la gente adulta se del tráfico, ofrecen discos compactos piratas, frutas, ropa usada o la imitación del concientice de que puede ser un factor de protección de los menores, informándonos juguete de moda. Son los vestigios del comercio informal que se cruzan en la noche sobre situaciones particulares que los impliquen, para poderlos ayudar”. que se prepara para la fiesta. Después de merodear por el Parque de Bolívar, bajan por la calle Bolivia para La Plaza Rojas Pinilla, cerca del callejón de Tejelo, ya con sus casetas, cerradas, iniciar su recorrido habitual. Aún la noche no termina de vestirse, pero ya hay algo. de frutas y legumbres; la esquina de El Raudal, una cantina famosa de la Avenida La música de las tabernas y bares gay anuncian su rutina fiestera. Algunas niñas de Greiff en cuyas afueras se concentra un gran número de prostitutas; y muy cerca, se acercan a saludar con un abrazo a los “tíos”, como les suelen decir a los agentes. casi al frente, la Plazuela de Zea, son otros puntos que los sicólogos de las Unidades Llegan a Palacé con Bolivia, donde está La Raza, un reconocido bar de prostituMóviles recorren para seguir convocando a los niños, con el fin de que participen ción travesti. Senos siliconados o rellenos de aceite, caderas moldeadas a la fuerza y en la jornada lúdica que será en la carrera Bolívar, entre las calles La Paz y Bolivia.

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19 Las Unidades Móviles de Niñez hacen parte del programa Crecer con Dignidad de la Secretaría de Bienestar Social de Medellín, que “busca garantizarle a los menores de la ciudad, bienestar, protección y restablecimiento de sus derechos, a través de una red social de apoyo”, según explica Maryluz Bermúdez, coordinadora del componente de captación. Este último cuenta con siete busetas, cada una con equipos de trabajo conformados por un profesional, un agente educativo y el conductor. Cada grupo se especializa en atender situaciones específicas, que pueden ser: vulneración de derechos, niñez en situación de calle o en calle, explotación sexual infantil o laboral, y población indígena. Cada equipo se moviliza hasta el lugar de la problemática, identifica el caso, lo caracteriza y lo remite a la institución o a los profesionales correspondientes. En la noche, dos móviles trabajan con los niños que se hallan en situación de explotación sexual comercial. Sus agentes reportan historias de vida, les brindan apoyo psicosocial en las calles y asesorías para ingresar a programas de protección; además, realizan actividades lúdicas, talleres de autocuidado y de salud sexual reproductiva. Por medio de las Unidades Móviles, este programa piloto ha atendido, desde diciembre de 2009, más de 5 mil casos

El punto de encuentro Entre los niños que aceptaron la invitación, llegaron algunos con rostros limpios y sonrientes, calzados con tenis Nike, vestidos con ropa a la moda, caras maquilladas y cabellos alisados. “Esa es la diferencia entre este tipo de niños y los que están en situación de calle”, aclara Nacho. La mayoría de los que están jugando tienen sus familias; pero en el Centro hacen su vida social y se consiguen la plata para pagar una pieza, comer, comprar ropa y droga. Uno de ellos es Guillermito, anda bien vestido. Su nariz es chata y llena de pecas. Dicen que se cree el más malo del Centro pero su altura de un metro con 20 cm, no lo favorece. Parece de ocho años, es blanco, de pelo claro y, en realidad, tiene doce. Sueña con ser rapero y le canta a los ‘tíos’ lo último que aprendió. Ellos son guapos, ellos son guapos/ cuando andan, cuando andan en banda/ pero cuando andan solos, se les tra tra traba la lengua/, tombos corruptos con capucha en la cabeza. Ellos vienen en Rx y también en camione… camioneta cuatro puertas/ sacan sus armas y a tus hijos los dejan tirao bien pegao…Con esta balacera yo lo digo a mi manera/ ¡Revolución callejera! Hay más o menos 20 niños que se mueven en medio de un escenario de juegos, que raya con el surrealismo. Pasan rutas de buses a ambos lados, hombres borrachos, combos de niños con navajas, recicladores, ‘aguapaneleros’… y así va oscureciendo la noche. Muchos juegan, algunos se duermen, otros se ríen y algunos, que prefieren ser espectadores, se huelen su ‘viaje’ a un mundo lejos de allí. El bum bum de un reguetón, que sale de una de las casetas bajo el viaducto del Metro, desconcentra a tres niñas que ya estaban jugando twister. Les golpea los tambores de su sangre y las invita a bailar: “Súbete la minifalda hasta la espalda… súbetela, deja el show, más alta…” Sus pieles oscuras brillan bajo la bombilla de neón y, con las manos apoyadas sobre un árbol, mueven las caderas al ritmo de Calle 13. Los hombres que toman cerveza en el quiosco las miran sin parpadear; ellas no dudan en coquetearles con una sonrisa pícara, que se convierte en una burla: no están en horario de trabajo. “Ha sido difícil establecer esa relación con ellas porque generalmente lo ven a uno como un cliente potencial y hay que hacerles entender que va a ser otro tipo de acercamiento”, dice Pérez. Según conclusiones del programa, la explotación sexual comercial infantil se asocia al consumo de psicoactivos, con prevalencia de sacol, marihuana, perico, ruedas y licor. En el entorno familiar, han identificado dificultades como extrema pobreza, violencia intrafamiliar, abuso sexual, negligencia, entre otras situaciones que no satisfacen las necesidades de los adolescentes. Otras dos chicas saludan a ‘Nacho’, es el ‘tío’ preferido. Ambas están embarazadas; una es la novia de ‘El Gato’. Sus pieles negras, sus blusas ajustadas y sus minifaldas son herramientas para conseguir clientes. Muchas siguen ejerciendo la prostitución, a pesar de su estado de embarazo. “Los novios las presionan porque, como ellas ganan más, les recargan los gastos que, entre otras cosas, incluyen el vicio”, cuenta Cecilia. Otras, muy pocas, acuden a Brazos Abiertos, una institución que aloja a madres adolescentes gestantes y en lactancia. Los agentes las conocen en sus recorridos y tratan de convencerlas para que se internen.

Fotografía: María Paola Zuluaga Buriticá

Los ‘tíos’ de la calle

“Es que ella anda muy sensible. Está llorando porque peleó con otra peladita hoy por la tarde”, explica Catalina, una de sus compañeras en esa institución. ‘La Zarca’ es la hermana de ‘El Gato’, tiene 17 años y es la tercera vez que le crece la barriga. El primer hijo lo tuvo a los 13, hasta los vecinos se dieron cuenta del parecido que tenía con su padrastro: “Pero mi mamá les decía: ‘Claro, se parece al abuelo’”. Cuando el niño tenía tres años, “Bienestar Familiar me lo quitó porque mi mamá les dijo que yo era una mariguanera”. Desde eso, no lo ha vuelto a ver, a pesar de que ha intentado visitarlo. Luego se fue de la casa y empezó a trabajar en el Centro “haciendo ratos, acostándome con hombres por plata. No me he acostumbrado ni me gusta. Hay veces, les digo que se bañen; mientras tanto, les sacó la plata de la billetera y le echo escupas al condón para que el administrador del hotel me deje salir”. Estuvo viviendo un tiempo con el papá de Isabela. “Él la cuidaba mientras yo salía a trabajar. Tenía que recoger: los cinco mil de la pieza, para la comida, los pañales y el vicio de él porque, con lo que robaba, no le alcanzaba pa’ calmar el antojo. Un día me aburrí, le dije que se largara que ya no lo iba a mantener más”. Su mamá le cuidó la niña por un tiempo mientras ella trabajaba, “pero me echó con bebé y todo cuando le llegó la orden de arresto al marido por la demanda que yo le puse hace cuatro años. Entonces, llamé a mis angelitos, que son los ‘tíos’, y les pedí que me trajeran acá”. La historia de Catalina es diferente, pero la situación es la misma: tiene 15 años, cuatro meses de embarazo. Trabajaba cerca de San Diego porque sí, porque le gustaba. “Mi novio quiere que yo cambie; por eso vine acá. Pero es que vivir en la calle es muy bacano, si usted viera las farras que nos pegábamos… Entre todos los amigos alquilábamos una pieza y nos llevábamos de todo: aguardiente, marihuana, sacol, y ahí nos quedamos todo el fin de semana”. Según Cecilia Márquez, lo que más les produce depresión y deseos de abandonar el proceso, es el síndrome de abstinencia, “también inciden la sexualidad y el dinero. En la calle, se pueden hacer más 50 mil pesos diarios; mientras aquí, no ven plata”. ‘La Zarca’ estuvo un año y medio en Brazos Abiertos, un caso particular ya que la mayoría de niñas duran poco tiempo en las instituciones. Cumplió 18 años y ya no la cubría la medida de protección infantil; además, tenía problemas de convivencia. Hace poco los agentes la vieron en La Veracruz con sus dos últimos hijos. “No sé que estará haciendo, pero es difícil que no recaiga. Ella no había terminado el bachillerato ni está capacitada en algún oficio”, dice Alba Flórez. Convencer a uno de estos menores que asista a uno de estos centros de ayuda es cuestión de meses y lograr que permanezcan allí es aún más difícil. El programa está realizando estudios para fortalecer las instituciones e impedir la deserción. “No hay nada más triste que ver un proceso de desintoxicación de un niño: verlos gordos, limpios y luego encontrárselos en la calle sucios y desnutridos, diciendo: ‘No, tío. Yo no vuelvo por allá’”, dice Jorge Valencia, uno de los conductores del programa. Sin embargo, las busetas azules van a seguir recorriendo las calles, llevando las figuras paternas y maternas que muchos niños no conocen, a la espera de que alguno aborde la ruta que, quizás, no lo recogió a tiempo.

Brazos abiertos Sus ojos claros contrastan con su piel trigueña. ‘La Zarca’ es una de las pocas que decidió ingresar a Brazos Abiertos, luego de estar trabajando en la calle y quedar embarazada. “De dejarme comer de su marido, prefiero irme a putiar al Centro, le dije a mi mamá un día y me largué”, cuenta con frescura, pero con los párpados todavía hinchados de llorar. A su lado está su niña Isabela que nació hace cinco meses. Cerca a la estación Prado los niños de la calle se reúnen con “Los tíos” para jugar

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia


20 En la lucha

Fotografía: Santiago Orrego

Entre ventas de frutas, hierbas, verduras, carnes, granos y animales. El sector en el que se vende ropa usada en La Minorista tiene sus propias reglas, su propio ritmo. Una cadena del rebusque y del vestirse que comienza en los barrios de Medellín y se extiende a media Colombia.

El Sector Trece Santiago Orrego Roldán santiago.orrego@hotmail.com

E

n el largo corredor del extremo sur de la Plaza Minorista, están ubicados quienes venden, trabajan y negocian con ropa. Ropa usada, ropa de segunda, la mayoría. En un segundo piso, angosto, lleno de estrechos y atiborrados cubículos, los comerciantes conocen este pasillo como el Sector Trece. Camisas, zapatos, chanclas, tenis, bluyines, chaquetas, overoles, gorros, bolsos, botas, blusas, chalecos… todo lo que sea vestible, desde que esté en buen estado, es bien recibido. La Minorista está llena de rampas: las carretas y los carritos son los medios de transporte más populares de la Plaza. Es común ver a hombres con el torso desnudo empujando, entre varios o en solitario, pesadas cargas para distribuirlas en abarrotes, legumbrerías, verdulerías y un sinfín de derivados. Unas veces son aguacates; otras veces tomates; otras veces maíz, frijol o cualquier alimento. La ropa muy pocas veces llega así; generalmente llega de a poquito. Diario pero de a poquito. Ahí, en la entrada del Sector Trece, se hacen los maneros. Siempre están pendientes del que llega: “¿Qué busca viejito?” “¿Va a vender ropita?” “Pregunte que se le tiene”. Los maneros no tienen local pero están afiliados a Coomerca, la cooperativa que agrupa a todos los vendedores y comerciantes de la Minorista. Se reconocen porque, casi siempre, tienen una camisa o un bluyín doblado en el hombro. Ellos se ganan la vida comprando ropa y revendiéndola en los diferentes locales por todo el Sector Trece. También, si se les dice exactamente qué es lo que uno está buscando, se recorren los pasillos y, si lo encuentran, le suben un poco el precio y ya está. Su público, más que todo, son los que van por primera vez a vender o a comprar ropa, los que tienen muy poca experiencia en el negocio, los que no les gusta o los que les da pena entrar a regatear. Pero si uno tiene tiempo, no sufre de vergüenza y le puede la curiosidad, lo mejor es seguir derecho y hacer caso omiso a lo que dicen los maneros. Adentrarse y mirar, preguntar y mirar, recorrer y mirar, entrar a cada local, mover un poco la mercancía, descubrir, antojarse y comprar, o regatear, primero, y comprar. Con paso rápido, como si lo persiguieran o tuviera mucho afán, un hombre de piel morena, quizá 35 años, camiseta blanca, muy ancha, y una gorra, pasa por el largo corredor ofreciendo un par de tenis blancos que saca de una bolsa de plástico negra. “¿Cuánto cuestan?”, pregunta, desde el segundo piso de un local, un hombre de cabello corto y camisa de botones abierta hasta la mitad. Efraín Restrepo se llama el hombre que está encaramado en la ventana de arriba de su negocio. Él lleva más de 25 años vendiendo ropa usada. Antes trabajaba con aire acondicionado, pero, “por cosas de la vida”, como dice, vender ropa de segunda le gustó más, se sintió mejor. Desde la ventana donde está sentado, Efraín se encuentra tirando ropa rota, que ya no se vende, por rota, hacia el primer piso. Pero que esta ropa ya no sea comercial, no quiere decir que no resulte útil. “Acá nada se pierde. Por la ropa que nosotros tiramos vienen los mal llamados desechables o también los que la utilizan para limpiar maquinaria” dice María, esposa de Efraín. Ella permanece siempre en el primer piso del local. Ahora atiende a una mujer que pregunta por zapatos colegiales para su hija; le enseña unos azules oscuros. “Cuestan quince”, le dice. La mujer mira los zapatos, los revisa, mira a María, los

No. 53 Junio de 2011

mira de nuevo, detalla la suela, mira y mira; y luego, cuando se siente conforme, se los entrega a su hija. La niña se los prueba. “Le quedan bien”, dice María, la niña asiente, se los quita y se los entrega a su mamá. Ella los recibe y pregunta por unas botas blancas para ella, talla 37. María busca, rebuja y le enseña un par que alguna vez fuera blanco: son 37, pero 37 pequeño. Nada qué hacer, la señora sólo se lleva los zapatos colegiales. Mientras tanto, el hombre de la camisa ancha le lanza a Efraín los zapatos que le quiere vender. Este deja de arrojar ropa rota al suelo del primer piso, observa los tenis y vuelve a preguntar cuánto cuestan. -Póngale usted el precio, patrón -dice el de la gorra. Efraín los voltea y los mira de nuevo. -Le doy dos pesos -dice. -Tres -responden abajo. Efraín tira los zapatos y dice que “entonces no”. El de camisa blanca los recoge y se los vuelve a lanzar; parece que no le interesa conservarlos o seguir ofreciéndolos por ahí. -Listo, patrón –dice- en dos pesos, pues.

Eucaris López

María, autorizada por su esposo, le entrega los dos mil pesos. El hombre los recibe y de la bolsa negra, dónde tenía los tenis, saca unos tacones. -¿Cuánto por estos? -pregunta al tiempo que los lanza hacia el segundo piso. -No, no, esos no -dice Efraín-, eso aquí no se vende casi. El hombre ni los recoge. -Se los regalo -dice, y se va tan rápido y apurado como llegó. María tampoco los recoge.

Carlos Mosquera


21 es lo contrario: alegre, conversador y hasta bromista. El Perrito es el nombre de su Entre locales y módulos almacén de tenis. Al ver que nadie hace algo por los tacones, un hombre de piel morena, amplia Los tenis, nuevos, y la ropa de segunda que vende son sólo para hombres. “A mí sonrisa y algunas canas, los levanta del suelo y se queda con ellos. Él es Carlos Mosno me gusta tratar con mujeres”, dice, ellas son muy complicadas. “Acá el negocio es quera. Toda su vida ha trabajado como zapatero y hace quince años que lo ejerce bueno”, comenta, “si no fuera rentable yo no estaría aquí desde hace tanto tiempo”. en La Minorista. Su negocio es la compraventa y la reparación de calzado. Donde Todo se trata de teoría, todo es teoría; todo funciona desde que haya disciplina. Carlos, y desde siete mil pesos, uno puede hacerse a un buen par de zapatos de cuero. Allá, en el Trece, no hay hora de llegada y tampoco de salida. Unas veces entras a las Los hay de varios estilos: puntudos, mocasines, con correa, con hebilla, botas tejanas, siete de la mañana, otras a las ocho y hasta, a veces, abres a las nueve y no pasa nada. zapatos para el trabajo duro… Así mismo, puedes salir a las cinco de la tarde, a las seis o te pueden dar las ocho de Carlos nació en Chocó, pero su historia no es de las violentas de siempre. No vino la noche doblando ropa y organizándola por montoncitos y ni te enteras. a Medellín porque lo desplazaron ni tampoco huyendo de alguien. Uno es de donde Eso sí, como está la cosa, debes abrir todos los días porque no sabes cuándo va a se acostumbra a vivir, al menos eso cree él. Desde pequeño se mudó a la ciudad y ser el día bueno, ese día en que vendes lo que no pensaste vender ni en una semana aprendió y le gustó vivir acá; unas veces solo, otras veces con gente; para él no hay de domingo a domingo, como trabajan algunos. El día bueno es el premio mayor de nada fijo. Su vida es tan fluctuante como su negocio. Él es de los pocos que trabaja en tu lotería personal. Para unos, un día bueno son veinte mil pesos, para otros, 300 módulos, de los que no tienen con qué pagar un local que, bien sencillo y bien angosmil; y para algunos, los más pocos, 800 mil, incluso el millón de pesos. Hoy, la suerte to, cuesta 300 mil pesos mensuales. Los módulos no son más que un espacio a un lado no ha llegado todavía. Todos están pendientes de su arribo; hay que tener paciencia del corredor donde poner la mercancía que se ofrece. Cuestan setenta mil al mes. y esperar. En cualquier momento, puede asomarse y si no te encuentra, entonces En su módulo, sentado y descalzo, diariamente ve pasar las horas y las horas; entrará a otro local y preguntará por una chaqueta de cuero, un par de zapatos o una hasta tiene tiempo para observar y estudiar la sociedad. blusa color verde y tendrás que resignarte y esperar y esperar y esperar el día, ese día “Desde acá uno analiza cómo está el pueblo. Si hay gente comprando zapatos de en que la suerte te toque a ti. segunda, es porque la cosa está bien. Cuando no hay nadie es porque la cosa está muy mala, tan mala que ni la gente tiene para comprar ropa y zapatos usados”. Del barrio al Trece y viceversa Y no es que Carlos esté descalzo porque no tenga con qué calzarse, aquí no aplica Todos los días, todas las mañanas y, a veces, hasta entrada la tarde, Carlos Valo de en casa de herrero… Simplemente, le estorban y se los quita para descansar. lencia recorre las calles de Medellín: toca puerta tras puerta y pide ropa que la gente Para descansar y esperar. Esperar, esperar a que lleguen clientes. Hoy parece ser, ya no use, que esté pasada de moda o que, simplemente, quieran regalar: eso sí, en para Carlos, uno de esos días que pasan, y pasan muy a menudo, y el pobre ni alcanza buen estado porque la ropa rota o manchada no sirve para nada. Luego, él la vende a a verle la cara a la plata. los almacenes de usados. Unos días consigue algunas baratijas en el Y es que este Sector es de contrastes. Hay quienes tienen local Centro, libros para colorear, manillas y hasta porcelana, las cuales propio; otros, arrendado; incluso, quienes ni tienen local. También, propone cambiarlas, en cada casa que visita, por ropa vieja. Otras a quienes tienen suerte y les va bien, pagan arriendo aquí, pagan “Desde acá uno analiza veces miente y pide una colaboración en nombre de la pobreza, la arriendo allá, comen, levantan a sus hijos y hasta les queda cualcómo está el pueblo. Si hay calamidad o el infortunio. Siempre hay una excusa para pedir porquier cosita para gastársela en lo que sea. Otros no: hay quienes viven, sobreviven, de milagro. Es que, en general, la situación no gente comprando zapatos de que se necesita pedir y pedir y pedir pues, para que este negocio en verdad sea rentable, es necesario trabajar en grandes cantidades: está fácil; todos en el Trece lo reconocen. segunda, es porque la cosa “Todo depende de la ropa que uno se consiga y también en dónPero aunque a todos, o a casi todos, se les ha complicado la de se venda, hay gente muy viva que le paga a uno una chichigua y situación, unos la tienen más dura que otros. Quienes venden al está bien. Cuando no hay luego yo me doy cuenta que la venden muy bien, y así no aguanta. menudeo se ven más afectados que aquellos que lo hacen al por nadie es porque la cosa está Y yo soy al que le toca reventarse todos los días de un barrio a otro mayor. Se vende por tulas y cada tula contiene mil prendas. y ellos, que no hacen nada, son los que se llevan las ‘lucas’”. Álvaro Sánchez se dedica sólo a eso, a vender ropa usada en muy mala, tan mala que ni Una camisa para hombre, en la Minorista, puede costar alregrandes cantidades. Todos los días, todo el día. Con ayuda de una dedor de cinco mil pesos, unas veces hasta ocho mil y otras, tres empleada, se encierra en su local a doblar y doblar y doblar y doblar la gente tiene para comprar mil quinientos pesos. Él las vende en La Minorista, cuando tiene camisas, camisetas y bluyines. Los jueves es el día en el que manda ropa y zapatos usados”. suerte, en 800 pesos; de lo contrario, le pagan 500 y hasta 300 por la ropa para lejos: Lorica, Montería, Cartagena y, en general, toda cada prenda. Los bluyines se venden mejor y los zapatos aún más, la Costa. La tula que menos cuesta se paga a 300 mil pesos. Álvaro claro, si son para hombres. envía semanalmente mínimo cuatro tulas. “Yo a veces salía a trabajar con mi hijo Wilder, él tiene 12 años, A diferencia de Carlos, por ejemplo, para Álvaro el negocio si y para qué, pero eso ayudaba mucho. A uno le creen más cuando va con un niño que resulta lucrativo y rentable. Él paga 600 mil pesos por su puesto en La Minorista. cuando va solo”, comenta mientras amarra una de las dos tulas que sacó vacías, muy Seiscientos porque es un local doble y también tiene segundo piso. Eso de trabajar temprano de su casa, y que ahora está llena, a rebosar. con ropa es herencia familiar. Su mamá se ganaba la vida vendiendo ropa en los Aunque lleva en esto más de seis años, cada vez que debe alzar una tula replepueblos. Sólo que, a diferencia de ella, él no necesita moverse de su negocio para ta de camisas, camisetas, bluyines, chaquetas y hasta zapatos, debe hacer un gran vestir campesinos a cientos de kilómetros de su tienda: porque la mayoría de la ropa

María, esposa de Efraín

masculina que vende va a parar allá, en los chifonieres de los jornaleros, flacos y curtidos por el sol. Por eso, al por mayor, la ropa más apetecida tiene talla pequeña, en hombres; en mujeres la cosa es al contrario. Al detal, la ropa se mueve por igual. En unas partes más la de hombre; en otras, más la de mujer. Allí la ropa de trabajo, allá la de uso diario. Por aquí los zapatos, por allá los bluyines y más allá las camisetas. Los gustos, intenciones y necesidades de las personas que se acercan a comprar ropa de segunda en el Sector Trece son muy diversos. Unos, quizá la mayoría, lo hacen por necesidad, porque la plata no da para más. Otros, y cada vez en mayor cantidad, por gusto, porque se antojan de una prenda en especial, por moda o porque estudian diseño de vestuario o teatro. Ni hora de llegada ni de salida En el corredor de la ropa usada hay oferta para todo público. De hecho, hay mucha oferta. Son más los que venden que los que compran. Al menos, eso cree Eucaris López. Ella, que lleva veinte años en eso de vender ropa de segunda, se nota preocupada porque “la cosa está regular”. Su negocio, mejor, el local donde trabaja, porque el negocio no es de ella, vende ropa al por menor y, a veces, al por mayor. “Necesitamos más publicidad”, se queja. A donde ella, más que todo acuden universitarios que buscan piezas únicas o para reformar. “Es que es verdad, la cosa está dura; ya no es como era antes”, dice Eucaris. Esa es su situación y quizá la de muchos otros allá; pero para El Perrito las cosas están bien y trabajar en el Trece sí es rentable. Es de los pocos que no se queja por la situación del Sector, pues aparte de tener un estrecho y atiborrado local con ropa de segunda, es dueño de una tienda, contigua a su almacén, que vende tenis nuevos. “Yo soy la excepción a la regla”, dice cuando le preguntan por su negocio. El Perrito es un hombre de rasgos fuertes, desconfiado, no revela su nombre a extraños. Sobre su vida no habla y, al principio, puede parecer hostil, pero cuando se toma confianza

Álvaro Sánchez

esfuerzo. Tiene un problema en su espalda, que hace que levantar cualquier cosa se torne una tortura. Aunque tiene ya algunos compradores fijos, este negocio es muy variable y todo depende del dinero y de la capacidad que tengan quienes venden ropa usada en sus locales. Dependiendo de cómo les vaya en el día o en la semana, compran o dejan de comprar ropa. Unas veces sólo le dejan dos camisas o tres; otras, la tula entera y hasta le piden más ropa para el mismo día porque deben enviarla lejos y no alcanzan a completar el pedido. Como dice Delia Higuita, la China, quien trabaja en La Minorista vendiendo ropa hace once meses, todo depende del capital que se tenga: “Si uno tiene plata y ve que el negocio se está moviendo, uno invierte veinte mil, treinta mil o hasta cien mil pesos; si la semana está quieta, uno invierte poco o nada”. Hoy, aunque muchos en el Sector se quejen de que las cosas no están como deberían estar, entre negocio y negocio, Carlos ha desocupado buena parte de la tula. Que tres bluyines para el More, unas camisas para más allá, unos zapatos los vendió directamente a un hombre que los necesitaba para trabajar y pagó siete mil pesos por ellos y Carlos hasta le encimó una camisa. Todo parece ir de maravilla. Pasan cuarenta minutos y la tula se ha vaciado en su totalidad, le dieron 28 mil pesos por lo que quedaba en ella, un poco menos de la mitad. “Es mejor llegar con algo a la casa para comer y no quedarme esperando a ver qué pasa”, comenta mientras cuenta el dinero conseguido, ¡$49.300! Un día excelente, pues lo normal son treinta, 35 mil pesos en el rebusque, incluso hay veces en que debe llevarse su tula casi llena a venderla en otros puntos como en “Los Puentes” o para su casa. “Cuando me toca llevar pa’ l morro la tula llena es lo peor. Uno sin plata, cansado de todo el día y a pie, con eso al hombro, es una tortura. Pero la cosa hoy estuvo buena, ¡gracias a mi Dios!”

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22 Mirada

En la lidia brava Los corrales de La Macarena son la sede de una particular escuela. Allí un maestro y diez muchachos, que sueñan con ser toreros, capotean a diario las vicisitudes de un oficio, de una pasión, que en estos tiempos pareciera avanzar en contracorriente.

“Ya venía hace tiempo toreando vaquillas y él quería verse toreando un novillo. Cómo no darle ese gusto a mi hijo que torea antes de acostarse y después de levantarse. Él sueña ser como Julián López, ‘El Juli’, que a los ocho años toreó con motivo de su primera comunión, o como Sebastián Castela, el matador de toros francés”, dice Enrique, quien parece conocer el campo en que su hijo sueña ser el mejor. Pocos alumnos Luis Reyter reconoce que muy pocos niños o jóvenes en Antioquia quieren ser toreros, e indica que los pocos que ahora hacen parte de la Escuela deben reconocer que es una profesión muy dura, difícil y con enemigos. “Inscritos tengo diez jóvenes, pero lo normal es que a las clases lleguen tres o cuatro, los que demuestran responsabilidad y compromiso con esta profesión”. En la actualidad, la escuela no tiene apoyo de empresas ni apoyo estatal, pero Reyter y sus alumnos esperan que el triunfo de los muchachos cambie la situación: “Van a empezar a apoyarnos cuando empiecen a triunfar los muchachos, porque en Sandra Milena Sánchez el bus de la victoria se suben todos. Eso lo vimos con César Rincón, nadie creía en él y véalo, con 1 metro con 60, se hizo figura del toreo”. samis391@hotmail.com “…mire que el toro está al frente, abra los brazos…ahora extiéndalos hacia adelante…véngase Samuel con los pitones y usted David mándelo hacia uno de los lados, dé media vuelta y trate de quedar envuelto en el capote de forma muy elegante…” Reyter les trasmite su conocimiento y experiencia como torero, aunque las vaquillas Heeeeppp! ¡Uuuuuupp! ¡Uuuuuupp! ¡Tooorooo! y novillos que se requieren para las clases prácticas son difíciles de adquirir. Aun así, “Despacito…puliendo movimientos… ¡La muleta adelante, el palillo derela Escuela cuenta con el apoyo de ganaderos como Guillermo Londoño, Santiago Uricho!…baje más la mano…”, son las indicaciones que el matador Luis Reyter le be y Jorge Agudelo, quienes invitan a los jóvenes a practicar en sus fincas ganaderas. da a sus alumnos para templar y encauzar la embestida del toro. “¡Te estás aceleranEn Colombia hay ocho escuelas taurinas: en Cali, Medellín, Manizales, Choachí, do mucho!... suavecito….deja que el toro sea todo lo violento que él quiera, pero tú Sogamoso, Nobsa, Ubaté y Lenguazaque. Todas tienen como fin formar niños y jóno te aceleres, ¡ojo pues que así no es!, con elegancia, coja bien el capote y hágale el venes que sueñan con ser toreros. En busca de constituir los procesos de formación lance de la verónica…” de toreros y acceder a recursos económicos y técnicos de Coldeportes, en 2008 se Durante la corrida, David Alzate embiste con la muleta a Samuel Velásquez, unieron y crearon la Federación Colombiana de Escuelas Taurinas. Su presidente es quien lleva los pitones. Luego cambiarán de roles: el toro será el matador. El entreErnesto González Caicedo, propietario de una de las principales casas de ganadería namiento tiene lugar en los corrales de la Plaza de Toros La Macarena. Allí, diariade Colombia. Aunque, según Reyter, el vicepresidente, no es mucho lo que se ha mente, se reúnen tres o cuatro muchachos entre los 8 y los 18 años para aprender a podido hacer. torear bajo la enseñanza de Reyter. El fundador, dueño y único docente de la Escuela Taurina de Antioquia, se hizo En compañía de su madre, Samuel viajó durante dos horas desde la finca cafetera matador de toros, pero la falta de contratos y la imposibilidad de hacer eco en Code Fredonia donde vive con sus padres. Desde allá trajo, cruzada a su espalda, una lombia lo llevaron a desistir. Hoy confiesa haber cometido muchos errores que le immaleta cargada con los implementos necesarios para practicar el toreo: muleta, capopidieron ser figura. Por eso asegura que no dejará cometer a sus alumnos los errores te y pitones. Su mamá lleva los ayudados en otro bolso menos pesado. El adolescente en los que él incurrió. recuerda que con sólo cinco años ayudaba a su padre, Enrique Velásquez, a lavar los Su desempeño como torero lo llevó a vivir a países como España y México, donde establos de la finca. Allí intentaba torear los terneros con un poncho y se enfurecía debió permanecer para participar en numerosas corridas. “En Colombia sólo hay cuando estos no le prestaban la menor atención. una feria taurina al año; en cambio, en España es todo el año y, por lo tanto, son Ahora, a sus 14 años, de pie, con su torso inclinado hacia adelante, su cabeza muy baja y los pies muy juntos, sosteniendo el capote, Samuel dice saber muy bien que el más las posibilidades de triunfar y vivir de este arte. Es duro porque uno extraña a su familia y a su país”, cuenta este medellinense con abuelo francés y padre alemán. sueño de su vida es pertenecer a la Escuela del Juli, en España. “En la Escuela del Juli se encuentra triunfando Sebastián Reyter, el hijo del matador”, dice mientras acentúa que en España el toreo sí es apoyado y valorado como un arte, el arte de la lidia. Samuel cursa el grado noveno en el Liceo Efe Gómez, de Fredonia. Sus compañeros saben que asiste a la Escuela Taurina de Medellín, tras el deseo de ser “el mejor” torero, como él mismo dice. Quienes no conocen su pasión, suelen juzgarlo por anhelar matar toros, pero sus amigos cercanos han aprendido a entender este sueño tan diferente del de los demás muchachos de su edad. A Bertha Sánchez no le molesta viajar desde Fredonia y cuenta que cuando se siente cansada recuerda a su pequeño lavando los establos y molestando a los terneros. “Va a jugarse la vida en el ruedo de las plazas, pero es su sueño, porque en la casa cuando no está practicando, está viendo videos de grandes matadores… Si mi hijo es feliz, yo soy feliz y si él es feliz toreando qué más puedo hacer. A pesar de cafetera, en la finca tenemos ganado...ganadito normal, no de casta; pero con los toritos bravos que hay mi hijo se luce ante cualquiera que venga a verlo”. Reyter está de acuerdo en que Samuel lo hace muy bien, pero es consciente de que torear bonito no es la única condición para echarlo al ruedo. “Embístalo bien, enséñele a torear que apenas viene del campo… Siga con el capote que cuando lo haya toreado, lo embiste con la muleta…” continúa Reyter indicándole a David que siga con la capa rosada y que, finalmente, utilice la roja para entrar a matar. Enrique Velásquez, aunque no puede viajar con su hijo debido a las labores de la finca, asegura brindarle todo su apoyo. Quizá por esta razón, Samuel es uno de los pocos alumnos de la Escuela a quien su padre le compró un novillo de 2 millones de pesos para que entrene la embestida y entre a matar.

¡

No. 54 Septiembre de 2011


23 Fotografías: Sandra Milena Sánchez El maestro Reyter con dos de sus alumnos de la escuela taurina

Salir a la arena “…Coja la muleta con la mano izquierda y ábrala en la cara del toro… espere que embista, haga el círculo y quede en la misma posición para repetir el pase… La gente desconoce este espacio pero nos va a conocer cuando estos muchachos empiecen a triunfar… van a ser muchos los jóvenes que quieran ser toreros en Medellín y yo les voy a tener que decir que no hay cupo”. Uno de esos jóvenes en los que Reyter ha puesto su confianza es David Zapata. “Él tiene figura, personalidad y valor; y aún así no ha tenido el apoyo de nadie… El único que cree en él soy yo… y él”. David tiene 18 años. Asiste a la Escuela Taurina hace cuatro y es de los alumnos antiguos y experimentados: durante los cursos prácticos mató su primer novillo. Su buen desempeño lo llevó a torear en Sutamarchán, Boyacá, donde mató tres novillos y cortó tres orejas. En sus cuentas, ha matado siete en total, lo cual lo hace sentirse orgulloso a él y a su tía paterna, Magdalena Zapata, torera de los años 70, conocida como ‘La Nena Zapata’. “Soy feliz viéndolo jugarse la vida como arte, tiene elegancia…sus pases y suertes son perfectos. La Escuela lo mostrará en las corridas y ferias de novilladas en Bogotá, Manizales y Medellín; estoy segura de que será la sensación”. ‘La Nena Zapata’, a sus 75 años, es su mayor apoyo. Aunque recuerda la cogida de un toro que le ocasionó un golpe en la parte inferior del cráneo y una fractura de clavícula; declara que su mayor felicidad son los logros de David en el toreo. Ella conoce los riesgos de esta actividad, pero también la pasión que se vive en el ruedo. David cursa el tercer semestre de Ingeniería Industrial en la Universidad Autónoma Latinoamericana, de Medellín. Confía en que será un gran torero, pero dice ser astuto y prefiere prever el futuro: “Un torero no se puede quedar sólo con los toros, porque tras una cornada puedes quedar discapacitado y quedarías frustrado. Para que eso no ocurra debes tener una carrera”. De su grupo de amigos, sólo Cyndi Sánchez Rico, su novia, sabe que asiste a la Escuela de Tauromaquia. Ella, aunque considera que es un mundo con enemigos y sin apoyo, ha entendido que para David los toros son primero que todo, incluso primero que ella. “Por ahora prefiero estar tranquilo y evitar las críticas de mis compañeros de Universidad. Pronto…, cuando el triunfo reviente, todo el mundo se dará cuenta de que ha surgido un nuevo torero en Antioquia”. Toros en carreta “…No le huya al toro, no corra, no salte la barrera…acuérdese que los toreros a las mujeres las dejamos llegar, pero al toro lo llamamos…” Reyter asegura que el surgimiento de grandes toreros en España se debe al apoyo que reciben del Estado, las empresas y la sociedad. “Es indispensable que el toro sea material docente de las Escuelas. En las clases prácticas, no podemos siempre entrar a matar con el carretón”. “Me gusta más practicar con novillos que con vaquillas, pues la mirada del novillo, por ser macho, es más agresiva. La vaquilla es brava, pero su mirada es diferente”, dice David, quien no ha podido tener un novillo en estos días para practicar. Y es que para ellos es difícil sumarle a los 150 mil pesos mensuales, que deben pagar en la Escuela, el valor de un novillo que oscila entre 2 y 3 millones de pesos.

“…Mire que el toro está al frente, abra los brazos…ahora extiéndalos hacia adelante…véngase Samuel con los pitones y usted David mándelo hacia uno de los lados, de media vuelta y trate de quedar envuelto en el capote de forma muy elegante…”

Samuel y David suelen practicar la entrada a matar con un carretón que conserva la cabeza de un toro matado por el torero español José María Manzanares en una de sus corridas. Pero éste, aunque es un buen implemento para las clases, no es suficiente. “Es imposible hacerse torero sin torear, especialmente en Colombia donde se dan tan pocas novilladas. Matando unas cuantas vacas cada tres o cuatro veces al año, jamás podrán formarse”. “Jorge Agudelo, propietario de la ganadería Monterrrey, le regalaba a Sebastián 4 o 5 toros desechos para que él los matara y entrenara”, cuenta Reyter al comparar la situación de David, con la del hijo que está triunfando en España. Sebastián Reyter inició su vida de torero a los 9 años, igual que su padre. “Yo debuté como niño torero a los 9 años en una plaza portátil, hecha de madera, se llamaba Las Margaritas. Estaba ubicada en el barrio Caribe de Medellín. Me fue tan bien que después comencé a torear en otras ciudades y, más adelante, en otros países”, recuerda el profesor al comparar la primera corrida de su hijo: “Fue en La Mayoría, un prestigioso sitio de Sabaneta, donde la diversión era ver cómo niños y jóvenes embestían y mataban vaquillas, novillos y toros. Yo le escogí un novillo pequeño, el mismo que embistió a mi hijo y le partió la nariz en su primera salida”. “Voy pa’ lante con la muleta”, dijo Sebastián sin parar su hemorragia. La gente gritaba que lo matara otro novillero; pero él no estaba dispuesto a que lo matara nadie más, “Ese novillo era de él”, como se lo dijo al periodista Ramón Ospina, cuando éste se acercó a Luis Reyter para pedirle que matara el toro y no expusiera la vida de su hijo. Nuevamente, el niño fue embestido por el animal y, ante la impotencia de los espectadores dijo: “Así me coja 100 veces, lo mato yo”. “Eso es tener carácter, eso es tener decisión, eso es tener huevos y determinación”, recuerda el padre, con orgullo, ese inicio de su hijo en el toreo. Sebastián ya tiene 18 años, dos cornadas y una gran lista de golpes ocasionados por toros enfurecidos. En la actualidad, es un alumno destacado de la Escuela de ‘El Juli’ en España, la Escuela a donde sueñan llegar algún día David y Samuel. Es, además, el único torero colombiano en toda la historia que se ha ganado un Bolsín Taurino, el premio que se luchan los mejores jóvenes de las Escuelas de España… Es un capote de paseo bordado con hilos de oro y la imagen de la Virgen de la Chilla. El capote está avaluado en 4.500 dólares. “Ayudé a Sebastián aunque tuviera la crítica de muchos periodistas. Todo el mundo me decía: ¡Está loco! ¿Cómo va a poner a su hijo tan pequeño a torear? y véalo triunfando”. César Rincón, el torero más famoso de Colombia, le aseguró en una entrevista a Daniel Coronell, que no deseaba que sus hijos fueran toreros. Reyter no entiende cómo Rincón puede hacer esta afirmación después de haber saboreado el triunfo. “Yo, en cambio, tengo dos hijos; pero como no resultan toreros por generación ni obtienen las condiciones por el solo hecho de pasar por una escuela, sólo uno de ellos triunfa hoy en las plazas de España. El mayor, Felipe, quiso ser torero, pero como no tenía las condiciones lo saqué. Ahora es Ingeniero de Sistemas”. Como padre, Reyter asegura sentir un doble temor y un doble compromiso, pues Sebastián no sólo es su hijo; también fue un alumno destacado de la Escuela Taurina de Antioquia. Él espera que su hijo y sus alumnos sean personas sanas, fuertes y delgadas con la capacidad de enfrentar, según él, “la mole que se viene encima en cada corrida”. Espera que la pasión taurina los ayude a olvidar rápidamente las cornadas que se obtienen cuando se juega la vida en el ruedo. Pero mientras las ganaderías no presten sus terrenos para torear vaquillas ni haya las posibilidades económicas para realizar algunos cursos prácticos donde se puedan matar uno o dos novillos, seguirá desde su Escuela ofreciendo la teoría necesaria basada en videos. Y la práctica se continuará con el carretón y el juego de roles donde si llevas los pitones, eres toro, el más bravo, el de 12 millones; y si llevas la muleta, el mejor matador…el de más prestigio… el mejor pagado .

Enseñar a lidiar El Rey Fernando VII, en 1830, fundó la primera Escuela de Tauromaquia. El matador Pedro Romero fue quien dirigió a los jóvenes que en ese momento deseaban aprender a lidiar un toro. Él seleccionaba hombres de sangre fría, sereno valor y gran sentido del honor para su Escuela, pues, como lo escribió alguna vez: “No todo el que se viste de luces es, o llega a ser torero”. De aquella Escuela fueron discípulos importantes toreros del Renacimiento como “Paquiro”, “Cúchares” y “Desperdicios”, matadores que inspiraron a otros aprendices. De los cinco países latinoamericanos que tienen una industria taurina, Colombia posee 15 plazas de toros en: Armenia, Bogotá, Cali, Bucaramanga, Cartagena, Cúcuta, Florencia, Popayán, Ibagué, Manizales, Medellín Funza, Honda, Pamplona y Sogamoso. Aunque la Plaza de Toros La Macarena, de Medellín, fue inaugurada en 1945 por Alfonso Ramírez, El Calesero, Juan Belmonte Campoy y Luis Briones, ya había sido campo de entrenamiento para el toreo. En 1675, era común ver toreando a caballo al entonces gobernador Juan Buesso de Valdés. A pesar de su antigüedad, la Escuela Taurina de Antioquia sólo existe desde 2007.

Facultad de Comunicaciones Universidad de Antioquia


Fotografía: Laura Rodríguez


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